27/3/13

LA EXPIACIÓN QUE DEBEMOS


CARTA ENCÍCLICA “MISERENTISSIMUS REDEMPTOR” DEL SUMO PONTÍFICE PÍO XI

SOBRE LA EXPIACIÓN QUE TODOS DEBEN
AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
INTRODUCCIÓN
Aparición de Jesús a Santa Margarita María de Alacoque
1. Nuestro Misericordiosísimo Redentor, después de conquistar la salvación del linaje humano en el madero de la Cruz y antes de su ascensión al Padre desde este mundo, dijo a sus apóstoles y discípulos, acongojados de su partida, para consolarles: «Mirad que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo»(1). Voz dulcísima, prenda de toda esperanza y seguridad; esta voz, venerables hermanos, viene a la memoria fácilmente cuantas veces contemplamos desde esta elevada cumbre la universal familia de los hombres, de tantos males y miserias trabajada, y aun la Iglesia, de tantas impugnaciones sin tregua y de tantas asechanzas oprimida.
Esta divina promesa, así como en un principio levantó los ánimos abatidos de los apóstoles, y levantados los encendió e inflamó para esparcir la semilla de la doctrina evangélica en todo el mundo, así después alentó a la Iglesia a la victoria sobre las puertas del infierno. Ciertamente en todo tiempo estuvo presente a su Iglesia nuestro Señor Jesucristo; pero lo estuvo con especial auxilio y protección cuantas veces se vio cercada de más graves peligros y molestias, para suministrarle los remedios convenientes a la condición de los tiempos y las cosas, con aquella divina Sabiduría que «toca de extremo a extremo con fortaleza y todo lo dispone con suavidad»(2). Pero «no se encogió la mano del Señor»(3) en los tiempos más cercanos; especialmente cuando se introdujo y se difundió ampliamente aquel error del cual era de temer que en cierto modo secara las fuentes de la vida cristiana para los hombres, alejándolos del amor y del trato con Dios.
Mas como algunos del pueblo tal vez desconocen todavía, y otros desdeñan, aquellas quejas del amantísimo Jesús al aparecerse a Santa Margarita María de Alacoque, y lo que manifestó esperar y querer a los hombres, en provecho de ellos, plácenos, venerables hermanos, deciros algo acerca de la honesta satisfacción a que estamos obligados respecto al Corazón Santísimo de Jesús; con el designio de que lo que os comuniquemos cada uno de vosotros lo enseñe a su grey y la excite a practicarlo.
2. Entre todos los testimonios de la infinita benignidad de nuestro Redentor resplandece singularmente el hecho de que, cuando la caridad de los fieles se entibiaba, la caridad de Dios se presentaba para ser honrada con culto especial, y los tesoros de su bondad se descubrieron por aquella forma de devoción con que damos culto al Corazón Sacratísimo de Jesús, «en quien están escondidos todos los tesoros de su sabiduría y de su ciencia»(4).
Pues, así como en otro tiempo quiso Dios que a los ojos del humano linaje que salía del arca de Noé resplandeciera como signo de pacto de amistad «el arco que aparece en las nubes»(5), así en los turbulentísimos tiempos de la moderna edad, serpeando la herejía jansenista, la más astuta de todas, enemiga del amor de Dios y de la piedad, que predicaba que no tanto ha de amarse a Dios como padre cuanto temérsele como ímplacable juez, el benignísimo Jesús mostró su corazón como bandera de paz y caridad desplegada sobre las gentes, asegurando cierta la victoria en el combate. A este propósito, nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, en su encíclica Annum Sacrum, admirando la oportunidad del culto al Sacratísimo Corazón de Jesús, no vaciló en escribir: «Cuando la Iglesia, en los tiempos cercanos a su origen, sufría la opresión del yugo de los Césares, la Cruz, aparecida en la altura a un joven emperador, fue simultáneamente signo y causa de la amplísima victoria lograda inmediatamente. Otro signo se ofrece hoy a nuestros ojos, faustísimo y divinísimo: el Sacratísimo Corazón de Jesús con la Cruz superpuesta, resplandeciendo entre llamas, con espléndido candor. En El han de colocarse todas las esperanzas; en El han de buscar y esperar la salvación de los hombres».
La devoción al Sagrado Corazón de Jesús
3. Y con razón, venerables hermanos; pues en este faustísimo signo y en esta forma de devoción consxguiente, ¿no es verdad que se contiene la suma de toda la religión y aun la norma de vida más perfecta, como que más expeditamente conduce los ánimos a conocer íntimamente a Cristo Señor Nuestro, y los impulsa a amarlo más vehementemente, y a imitarlo con más eficacia? Nadie extrañe, pues, que nuestros predecesores incesantemente vindicaran esta probadísima devoción de las recriminaciones de los calumniadores y que la ensalzaran con sumos elogios y solícitamente la fomentaran, conforme a las circunstancias.
Así, con la gracia de Dios, la devoción de los fieles al Sacratísimo Corazón de Jesús ha ido de día en día creciendo; de aquí aquellas piadosas asociaciones, que por todas partes se multiplican, para promover el culto al Corazón divino; de aquí la costumbre, hoy ya extendida por todas partes, de comulgar el primer viernes de cada mes, conforme al deseo de Cristo Jesús.
La consagración
4. Mas, entre todo cuanto propiamente atañe al culto del Sacratísimo Corazón, descuella la piadosa y memorable consagración con que nos ofrecemos al Corazón divino de Jesús, con todas nuestras cosas, reconociéndolas como recibidas de la eterna bondad de Dios. Después que nuestro Salvador, movido más que por su propio derecho, por su inmensa caridad para nosotros, enseñó a la inocentísima discipula de su Corazón, Santa Margarita María, cuánto deseaba que los hombres le rindiesen este tributo de devoción, ella fue, con su maestro espiritual, el P. Claudio de la Colombiére, la primera en rendirlo. Siguieron, andando el tiempo, los individuos particulares, después las familias privadas y las asociaciones y, finalmente, los magistrados, las ciudades y los reinos.
Mas, como en el siglo precedente y en el nuestro, por las maquinaciones de los impíos, se llegó a despreciar el imperio de Cristo nuestro Señor y a declarar públicamente la guerra a la Iglesia, con leyes y mociones populares contrarias al derecho divino y a la ley natural, y hasta hubo asambleas que gritaban: «No queremos que reine sobre nosotros»(6), por esta consagración que decíamos, la voz de todos los amantes del Corazón de Jesús prorrumpía unánime oponiendo acérrimamente, para vindicar su gloria y asegurar sus derechos: «Es necesario que Cristo reine(7). Venga su reino». De lo cual fue consecuencia feliz que todo el género humano, que por nativo derecho posee Jesucristo, único en quien todas las cosas se restauran(8), al empezar este siglo, se consagra al Sacratísimo Corazón, por nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, aplaudiendo el orbe cristiano.
Comienzos tan faustos y agradables, Nos, como ya dijimos en nuestra encíclica Quas primas, accediendo a los deseos y a las preces reiteradas y numerosas de obispos y fieles, con el favor de Dios completamos y perfeccionamos, cuando, al término del año jubilar, instituimos la fiesta de Cristo Rey y su solemne celebración en todo el orbe cristiano.
Cuando eso hicimos, no sólo declaramos el sumo imperio de Jesucristo sobre todas las cosas, sobre la sociedad civil y la doméstica y sobre cada uno de los hombres, mas también presentimos el júbilo de aquel faustísimo día en que el mundo entero espontáneamente y de buen grado aceptará la dominación suavísima de Cristo Rey. Por esto ordenábamos también que en el día de esta fiesta se renovase todos los años aquella consagración para conseguir más cierta y abundantemente sus frutos y para unir a los pueblos todos con el vínculo de la caridad cristiana y la conciliación de la paz en el Corazón de Cristo, Rey de Reyes y Señor de los que dominan.
LA EXPIACIÓN O REPARACIÓN
5. A estos deberes, especialmente a la consagración, tan fructífera y confirmada en la fiesta de Cristo Rey, necesario es añadir otro deber, del que un poco más por extenso queremos, venerables hermanos, hablaros en las presentes letras; nos referimos al deber de tributar al Sacratísimo Corazón de Jesús aquella satisfacción honesta que llaman reparación.
Si lo primero y principal de la consagración es que al amor del Creador responda el amor de la criatura, síguese espontáneamente otro deber: el de compensar las injurias de algún modo inferidas al Amor increado, si fue desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa. A este deber llamamos vulgarmente reparación.
Y si unas mismas razones nos obligan a lo uno y a lo otro, con más apremiante título de justicia y amor estamos obligados al deber de reparar y expiar: de, justicia, en cuanto a la expiación de la ofensa hecha a Dios por nuestras culpas y en cuanto a la reintegración del orden violado; de amor, en cuanto a padecer con Cristo paciente y «saturado de oprobio» y, según nuestra pobreza, ofrecerle algún consuelo.
Pecadores como somos todos, abrumados de muchas culpas, no hemos de limitarnos a honrar a nuestro Dios con sólo aquel culto con que adoramos y damos los obsequios debidos a su Majestad suprema, o reconocemos suplicantes su absoluto dominio, o alabamos con acciones de gracias su largueza infinita; sino que, además de esto, es necesario satisfacer a Dios, juez justísimo, «por nuestros innumerables pecados, ofensas y negligencias». A la consagración, pues, con que nos ofrecemos a Dios, con aquella santidad y firmeza que, como dice el Angélico, son propias de la consagración(9), ha de añadirse la expiación con que totalmente se extingan los pecados, no sea que la santidad de la divina justicia rechace nuestra indignidad impudente, y repulse nuestra ofrenda, siéndole ingrata, en vez de aceptarla como agradable.
Este deber de expiación a todo el género humano incumbe, pues, como sabemos por la fe cristiana, después de la caída miserable de Adán el género humano, inficionado de la culpa hereditaria, sujeto a las concupiscencias y míseramente depravado, había merecido ser arrojado a la ruina sempiterna. Soberbios filósofos de nuestros tiempos, siguiendo el antiguo error de Pelagio, esto niegan blasonando de cierta virtud innata en la naturaleza humana, que por sus propias fuerzas continuamente progresa a perfecciones cada vez más altas; pero estas inyecciones del orgullo rechaza el Apóstol cuando nos advierte que «éramos por naturaleza hijos de ira»(10).
En efecto, ya desde el principio los hombres en cierto modo reconocieron el deber de aquella común expiación y comenzaron a practicarlo guiados por cierto natural sentido, ofreciendo a Dios sacrificios, aun públicos, para aplacar su justicia.
Expiación de Cristo
6. Pero ninguna fuerza creada era suficiente para expiar los crímenes de los hombres si el Hijo de Dios no hubiese tomado la humana naturaleza para repararla. Así lo anunció el mismo Salvador de los hombres por los labios del sagrado Salmista: «Hostia y oblación no quisiste; mas me apropiaste cuerpo. Holocaustos por el pecado no te agradaron; entonces dije: heme aquí»(11). Y «ciertamente El llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores; herido fue por nuestras iniquidades»(12); y «llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero»(13); «borrando la cédula del decreto que nos era contrario, quitándole de en medio y enclavándole en la cruz»(14), «para que, muertos al pecado, vivamos a la justicia»(15).
Expiación nuestra, sacerdotes en Cristo
7. Mas, aunque la copiosa redención de Cristo sobreabundantemente «perdonó nuestros pecados»(16); pero, por aquella admirable disposición de la divina Sabiduría, según la cual ha de completarse en nuestra carne lo que falta en la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia(17), aun a las oraciones y satisfacciones «que Cristo ofreció a Dios en nombre de los pecadores» podemos y debemos añadir también las nuestras.
8. Necesario es no olvidar nunca que toda la fuerza de la expiación pende únicamente del cruento sacrificio de Cristo, que por modo incruento se renueva sin interrupción en nuestros altares; pues, ciertamente, «una y la misma es la Hostia, el mismo es el que ahora se ofrece mediante el ministerio de los sacerdotes que el que antes se ofreció en la cruz; sólo es diverso el modo de ofrecerse»(18); por lo cual debe unirse con este augustísimo sacrificio eucarístico la inmolación de los ministros y de los otros fieles para que también se ofrezcan como «hostias vivas, santas, agradables a Dios»(19). Así, no duda afirmar San Cipriano «que el sacrificio del Señor no se celebra con la santificación debida si no corresponde a la pasión nuestra oblación y sacrificio»(20).
Por ello nos amonesta el Apóstol que, «llevando en nuestro cuerpo la mortificación de Jesús»(21), y con Cristo sepultados y plantados, no sólo a semejanza de su muerte crucifiquemos nuestra carne con sus vicios y concupiscencias(22), «huyendo de lo que en el mundo es corrupción de concupiscencia»(23), sino que «en nuestros cuerpos se manifieste la vida de Jesús»(24), y, hechos partícipes de su eterno sacerdocio, «ofrezcamos dones y sacrificios por los pecados»(25).
Ni solamente gozan de la participación de este misterioso sacerdocio y de este deber de satisfacer y sacrificar aquellos de quienes nuestro Señor Jesucristo se sirve para ofrecer a Dios la oblación inmaculada desde el oriente hasta el ocaso en todo lugar(26), sino que toda la grey cristiana, llamada con razón por el Príncipe de los Apóstoles «linaje escogido,real sacerdocio»(27), debe ofrecer por sí y por todo el género humano sacrificios por los pecados, casi de la propia manera que todo sacerdote y pontífice «tomado entre los hombres, a favor de los hombres es constituido en lo que toca a Dios»(28).
Y cuanto más perfectamente respondan al sacrificio del Señor nuestra oblación y sacrificio, que es inmolar nuestro amor propio y nuestras concupiscencias y crucificar nuestra carne con aquella crucifixión mística de que habla el Apóstol, tantos más abundantes frutos de propiciación y de expiación para nosotros y para los demás percibiremos. Hay una relación maravillosa de los fieles con Cristo, semejante a la que hay entre la cabeza y los demás miembros del cuerpo, y asimismo una misteriosa comunión de los santos, que por la fe católica profesamos, por donde los individuos y los pueblos no sólo se unen entre sí, mas también con Jesucristo, que es la cabeza; «del cual, todo el cuerpo compuesto y bien ligado por todas las junturas, según la operación proporcionada de cada miembro, recibe aumento propio, edificándose en amor»(29). Lo cual el mismo Mediador de Dios y de los hombres, Jesucristo próximo a la muerte, lo pidió al Padre: «Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad»(30).
Así, pues, como la consagración profesa y afirma la unión con Cristo, así la expiación da principio a esta unión borrando las culpas, la perfecciona participando de sus padecimientos y la consuma ofreciendo sacrificios por los hermanos. Tal fue, ciertamente, el designio del misericordioso Jesús cuando quiso descubrirnos su Corazón con los emblemas de su pasión y echando de sí llamas de caridad: que mirando de una parte la malicia infinita del pecado, y, admirando de otra la infinita caridad del Redentor, más vehementemente detestásemos el pecado y más ardientemente correspondiésemos a su caridad.
Comunión Reparadora y Hora Santa
9. Y ciertamente en el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús tiene la primacía y la parte principal el espíritu de expiación y reparación; ni hay nada más conforme con el origen, índole, virtud y prácticas propias de esta devoción, como la historia y la tradición, la sagrada liturgia y las actas de los Santos Pontífices confirman.
Cuando Jesucristo se aparece a Santa Margarita María, predicándole la infinitud de su caridad, juntamente, como apenado, se queja de tantas injurias como recibe de los hombres por estas palabras que habían de grabarse en las almas piadosas de manera que jamás se olvidarán: «He aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres y de tantos beneficios los ha colmado, y que en pago a su amor infinito no halla gratitud alguna, sino ultrajes, a veces aun de aquellos que están obligados a amarle con especial amor». Para reparar estas y otras culpas recomendó entre otras cosas que los hombres comulgaran con ánimo de expiar, que es lo que llaman Comunión Reparadora, y las súplicas y preces durante una hora, que propiamente se llama la Hora Santa; ejercicios de piedad que la Iglesia no sólo aprobó, sino que enriqueció con copiosos favores espirituales.
Consolar a Cristo
10. Mas ¿cómo podrán estos actos de reparación consolar a Cristo, que dichosamente reina en los cielos? Respondemos con palabras de San Agustín: «Dame un corazón que ame y sentirá lo que digo»(31).
Un alma de veras amante de Dios, si mira al tiempo pasado, ve a Jesucristo trabajando, doliente, sufriendo durísimas penas «por nosotros los hombres y por nuestra salvación», tristeza, angustias, oprobios, «quebrantado por nuestras culpas»(32) y sanándonos con sus llagas. De todo lo cual tanto más hondamente se penetran las almas piadosas cuanto más claro ven que los pecados de los hombres en cualquier tiempo cometidos fueron causa de que el Hijo de Dios se entregase a la muerte; y aun ahora esta misma muerte, con sus mismos dolores y tristezas, de nuevo le infieren, ya que cada pecado renueva a su modo la pasión del Señor, conforme a lo del Apóstol: «Nuevamente crucifican al Hijo de Dios y le exponen a vituperio»(33). Que si a causa también de nuestros pecados futuros, pero previstos, el alma de Cristo Jesús estuvo triste hasta la muerte, sin duda algún consuelo recibiría de nuestra reparación también futura, pero prevista, cuando el ángel del cielo(34) se le apareció para consolar su Corazón oprimido de tristeza y angustias. Así, aún podemos y debemos consolar aquel Corazón sacratísimo, incesantemente ofendido por los pecados y la ingratitud de los hombres, por este modo admirable, pero verdadero; pues alguna vez, como se lee en la sagrada liturgia, el mismo Cristo se queja a sus amigos del desamparo, diciendo por los labios del Salmista: «Improperio y miseria esperó mi corazón; y busqué quien compartiera mi tristeza y no lo hubo; busqué quien me consolara y no lo hallé»(35).
La pasión de Cristo en su Cuerpo, la Iglesia
11. Añádase que la pasión expiadora de Cristo se renueva y en cierto modo se continúa y se completa en el Cuerpo místico, que es la Iglesia. Pues sirviéndonos de otras palabras de San Agustín(36): «Cristo padeció cuanto debió padecer; nada falta a la medida de su pasión. Completa está la pasión, pero en la cabeza; faltaban todavía las pasiones de Cristo en el cuerpo». Nuestro Señor se dignó declarar esto mismo cuando, apareciéndose a Saulo, «que respiraba amenazas y muerte contra los discípulos»(37), le dijo: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues»(38); significando claramente que en las persecuciones contra la Iglesia es a la Cabeza divina de la Iglesia a quien se veja e impugna. Con razón, pues, Jesucristo, que todavía en su Cuerpo místico padece, desea tenernos por socios en la expiación, y esto pide con El nuestra propia necesidad; porque siendo como somos «cuerpo de Cristo, y cada uno por su parte miembro»(39), necesario es que lo que padezca la cabeza lo padezcan con ella los miembros(40).
Necesidad actual de expiación por tantos pecados
12. Cuánta sea, especialmente en nuestros tiempos, la necesidad de esta expiación y reparación, no se le ocultará a quien vea y contemple este mundo, como dijimos, «en poder del malo»(41). De todas partes sube a Nos clamor de pueblos que gimen, cuyos príncipes o rectores se congregaron y confabularon a una contra el Señor y su Iglesia(42). Por esas regiones vemos atropellados todos los derechos divinos y humanos; derribados y destruidos los templos, los religiosos y religiosas expulsados de sus casas, afligidos con ultrajes, tormentos, cárceles y hambre; multitudes de niños y niñas arrancados del seno de la Madre Iglesia, e inducidos a renegar y blasfemar de Jesucristo y a los más horrendos crímenes de la lujuria; todo el pueblo cristiano duramente amenazado y oprimido, puesto en el trance de apostatar de la fe o de padecer muerte crudelísima. Todo lo cual es tan triste que por estos acontecimientos parecen manifestarse «los principios de aquellos dolores» que habían de preceder «al hombre de pecado que se levanta contra todo lo que se llama Dios o que se adora»(43).
Y aún es más triste, venerables hermanos, que entre los mismos fieles, lavados en el bautismo con la sangre del Cordero inmaculado y enriquecidos con la gracia, haya tantos hombres, de todo orden o clase, que con increíble ignorancia de las cosas divinas, inficionados de doctrinas falsas, viven vida llena de vicios, lejos de la casa del Padre; vida no iluminada por la luz de la fe, ni alentada de la esperanza en la felicidad futura, ni caldeada y fomentada por el calor de la caridad, de manera que verdaderamente parecen sentados en las tinieblas y en la sombra de la muerte. Cunde además entre los fieles la incuria de la eclesiástica disciplina y de aquellas antiguas instituciones en que toda la vida cristiana se funda y con que se rige la sociedad doméstica y se defiende la santidad del matrimonio; menospreciada totalmente o depravada con muelles halagos la educación de los niños, aún negada a la Iglesia la facultad de educar a la juventud cristiana; el olvido deplorable del pudor cristiano en la vida y principalmente en el vestido de la mujer; la codicía desenfrenada de las cosas perecederas, el ansia desapoderada de aura popular; la difamación de la autoridad legítima, y, finalmente, el menosprecio de la palabra de Dios, con que la fe se destruye o se pone al borde de la ruina.
Forman el cúmulo de estos males la pereza y la necedad de los que, durmiendo o huyendo como los discípulos, vacilantes en la fe míseramente desamparan a Cristo, oprimido de angustias o rodeado de los satélites de Satanás; no menos que la perfidia de los que, a imitación del traidor Judas, o temeraria o sacrílegamente comulgan o se pasan a los campamentos enemigos. Y así aun involuntariamente se ofrece la idea de que se acercan los tiempos vaticinados por nuestro Señor: «Y porque abundó la iniquidad, se enfrió la caridad de muchos»(44).
El ansia ardiente de expiar
13. Cuantos fieles mediten piadosamente todo esto, no podrán menos de sentir, encendidos en amor a Cristo apenado, el ansia ardiente de expiar sus culpas y las de los demás; de reparar el honor de Cristo, de acudir a la salud eterna de las almas. Las palabras del Apóstol: «Donde abundó el delito, sobreabundó la gracia»(45), de alguna manera se acomodan también para describir nuestros tiempos; pues si bien la perversidad de los hombres sobremanera crece, maravillosamente crece también, inspirando el Espíritu Santo, el número de los fieles de uno y otro sexo, que con resuelto ánimo procuran satisfacer al Corazón divino por todas las ofensas que se le hacen, y aun no dudan ofrecerse a Cristo como víctimas.
Quien con amor medite cuanto hemos dicho y en lo profundo del corazón lo grabe, no podrá menos de aborrecer y de abstenerse de todo pecado como de sumo mal; se entregará a la voluntad divina y se afanará por reparar el ofendido honor de la divina Majestad, ya orando asiduamente, ya sufriendo pacientemente las mortificaciones voluntarias, y las aflicciones que sobrevinieren, ya, en fin, ordenando a la expiación toda su vida.
Aquí tienen su origen muchas familias religiosas de varones y mujeres que, con celo ferviente y como ambicioso de servir, se proponen hacer día y noche las veces del Angel que consoló a Jesús en el Huerto; de aquí las piadosas asociaciones asimismo aprobadas por la Sede Apostólica y enriquecidas con indulgencias, que hacen suyo también este oficio de la expiación con ejercicios convenientes de piedad y de virtudes; de aquí finalmente los frecuentes y solemnes actos de desagravio encaminados a reparar el honor divino, no sólo por los fieles particulares, sino también por las parroquias, las diócesis y ciudades.
LA DEVOCIÓN AL CORAZÓN DE JESÚS
Causa de muchos bienes
14. Pues bien: venerables hermanos, así como la devoción de la consagración, en sus comienzos humilde, extendida después, empieza a tener su deseado esplendor con nuestra confirmación, así la devoción de la expiación o reparación, desde un principio santamente introducida y santamente propagada. Nos deseamos mucho que, más firmemente sancionada por nuestra autoridad apostólica, más solemnemente se practique por todo el universo católico. A este fin disponemos y mandamos que cada año en la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús —fiesta que con esta ocasión ordenamos se eleve al grado litúrgico de doble de primera clase con octava— en todos los templos del mundo se rece solemnemente el acto de reparación al Sacratísimo Corazón de Jesús, cuya oración ponemos al pie de esta carta para que se reparen nuestras culpas y se resarzan los derechos violados de Cristo, Sumo Rey y amantísimo Señor.
No es de dudar, venerables hermanos, sino que de esta devoción santamente establecida y mandada a toda la Iglesia, muchos y preclaros bienes sobrevendrán no sólo a los individuos, sino a la sociedad sagrada, a la civil y a la doméstica, ya que nuestro mismo Redentor prometió a Santa Margarita María «que todos aquellos que con esta devoción honraran su Corazón, serían colmados con gracias celestiales».
Los pecadores, ciertamente, «viendo al que traspasaron»(46), y conmovidos por los gemidos y llantos de toda la Iglesia, doliéndose de las injurias inferidas al Sumo Rey, «volverán a su corazón»(47); no sea que obcecados e impenitentes en sus culpas, cuando vieren a Aquel a quien hirieron «venir en las nubes del cielo»(48), tarde y en vano lloren sobre E1(49).
Los justos más y más se justificarán y se santificarán, y con nuevas fervores se entregarán al servicio de su Rey, a quien miran tan menospreciado y combatido y con tantas contumelias ultrajado; pero especialmente se sentirán enardecidos para trabajar por la salvación de las almas, penetrados de aquella queja de la divina Víctima: «¿Qué utilidad en mi sangre?»(50); y de aquel gozo que recibirá el Corazón sacratísimo de Jesús «por un solo pecador que hiciere penitencia»(51).
Especialmente anhelamos y esperamos que aquella justicia de Dios, que por diez justos movido a misericordia perdonó a los de Sodoma, mucho más perdonará a todos los hombres, suplicantemente invocada y felizmente aplacada por toda la comunidad de los fieles unidos con Cristo, su Mediador y Cabeza.
La Virgen Reparadora
15. Plazcan, finalmente, a la benignísima Virgen Madre de Dios nuestros deseos y esfuerzos; que cuando nos dio al Redentor, cuando lo alimentaba, cuando al pie de la cruz lo ofreció como hostia, por su unión misteriosa con Cristo y singular privilegio de su gracia fue, como se la llama piadosamente, reparadora. Nos, confiados en su intercesión con Cristo, que siendo el «único Mediador entre Dios y los hombres»(52), quiso asociarse a su Madre como abogada de los pecadores, dispensadora de la gracia y mediadora, amantísimamente os damos como prenda de los dones celestiales de nuestra paternal benevolencia, a vosotros, venerables hermanos, y a toda la grey confiada a vuestro cuidado, la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, día 8 de mayo de 1928, séptimo de nuestro pontificado.
* * * * * * *
ORACIÓN EXPIATORIA
AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
Dulcísimo Jesús, cuya caridad derramada sobre los hombres se paga tan ingratamente con el olvido, el desdén y el desprecio, míranos aquí postrados ante tu altar. Queremos reparar con especiales manifestaciones de honor tan indigna frialdad y las injurias con las que en todas partes es herido por los hombres tu amoroso Corazón.
Recordando, sin embargo, que también nosotros nos hemos manchado tantas veces con el mal, y sintiendo ahora vivísimo dolor, imploramos ante todo tu misericordia para nosotros, dispuestos a reparar con voluntaria expiación no sólo los pecados que cometimos nosotros mismos, sino también los de aquellos que, perdidos y alejados del camino de la salud, rehúsan seguirte como pastor y guía, obstinándose en su infidelidad, y han sacudido el yugo suavísimo de tu ley, pisoteando las promesas del bautismo.
A1 mismo tiempo que queremos expiar todo el cúmulo de tan deplorables crímenes, nos proponemos reparar cada uno de ellos en particular: la inmodestia y las torpezas de la vida y del vestido, las insidias que la corrupción tiende a las almas inocentes, la profanación de los días festivos, las miserables injurias dirigidas contra ti y contra tus santos, los insultos lanzados contra tu Vicario y el orden sacerdotal, las negligencias y los horribles sacrilegios con que se profana el mismo Sacramento del amor divino y, en fin, las culpas públicas de las naciones que menosprecian los derechos y el magisterio de la Iglesia por ti fundada.
¡Ojalá que podamos nosotros lavar con nuestra sangre estos crímenes! Entre tanto, como reparación del honor divino conculcado, te presentamos, acompañándola con las expiaciones de tu Madre la Virgen, de todos los santos y de los fieles piadosos, aquella satisfacción que tú mismo ofrecisté un día en la cruz al Padre, y que renuevas todos los días en los altares. Te prometemos con todo el corazón compensar en cuanto esté de nuestra parte, y con el auxilio de tu gracia, los pecados cometidos por nosotros y por los demás: la indiferencia a tan grande amor con la firmeza de la fe, la inocencia de la vida, la observancia perfecta de la ley evangélica, especialmente de la caridad, e impedir además con todas nuestras fuerzas las injurias contra ti, y atraer a cuantos podamos a tu seguimiento. Acepta, te rogamos, benignísimo Jesús, por intercesión de la Bienaventurada Virgen María Reparadora, el voluntario ofrecimiento de expiación; y con el gran don de la perseverancia, consérvanos fidelísimos hasta la muerte en el culto y servicio a ti, para que lleguemos todos un día a la patria donde tú con el Padre y con el Espíritu Santo vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

Notas
1. Mt 28,20.
2. Sab 8,1.
3. Is 59,1.
4. Col 2,3.
5. Gén 2,14.
6. Lc 19,14.
7. 1 Cor 15,25.
8. Ef 1,10.
9. S. Th. II-II q.81, a.8c.
10. Ef 2,3.
11. Heb 10,5.7.
12. Is 53,4-5.
13. 1 Pe 2,24.
14. Col 2,14.
15. 1 Pe 2,24.
16. Col 2,13.
17. Col 1,24.
18. Conc. Trid., sess.22 c.2.
19. Rom 12,1.
20. Epist. 63 n.381.
21. 2 Cor 4,10.
22. Cf. Gál 5,24.
23. 2 Pe 1,4.
24. 2 Cor 4,10.
25. Heb 5,1.
26. Mal 1-2.
27. 1 Pe 2,9.
28. Heb 5,1.
29. Ef 4,15-16.
30. Jn 17,23.
31. In Ioan. tr.XXVI 4.
32. Is 53,5.
33. Is 5.
34. Lc 22,43.
35. Sal 68,21.
36. In Ps. 86.
37. Hech 91,1.
38. Hech 5.
39. 1 Cor 12,27.
40. Ibíd.
41. 1 Jn 5,19.
42. 2 Pe 2,2.
43. 2 Tes 2,4.
44. Mt 24,12.
45. Rom 5,20.
46. Jn 19,37.
47. Is 46,8.
48. Mt 26,64.
49. Cf. Ap 1,7.
50. Sal 19,10.
51. Lc 15,4.
52. Tim 2,3


Publicado en FSSPX - Distrito México

26/3/13

COMO SUFRIÓ EL CORAZÓN DE JESÚS EN SU PASIÓN A LA VISTA DEL CORAZÓN AFLIGIDO DE SU MADRE.



San Juan Eudes


Los dolores que el Corazón adorable de nuestro Salvador soportó al  ver a su santísima Madre sumergida en un mar de tribulaciones en el tiempo de su Pasión, son inexplicables e inconcebibles.

Una vez que la bienaventurada Virgen fue  Madre de nuestro  Redentor, soportó  incesantemente un combate de amor en su  Corazón. Porque  conociendo que era la voluntad de Dios que su amado Hijo sufriera y muriera  por la salvación de las almas, el amor muy ardiente que tenía para con esta divina voluntad y para  con las almas la  ponía en una entera  sumisión a las órdenes de Dios; y el  amor inconcebible de Madre a su queridísimo  Hijo,   le  causaba dolores indecibles a vista de los tormentos que había de sufrir para rescatar el mundo.

Llegado el  día de su Pasión, creen los Santos, que a juzgar por el  amor y  obediencia con que siempre se conducía con su santísima Madre y conforme a la bondad que tiene de consolar a sus amigas en las aflicciones, antes de dar comienzo a sus sufrimientos, se despidió de esta Madre queridísima. A fin de hacerlo por obediencia tanto a la  voluntad de su Padre como a la de su Madre, que era la misma, pidió licencie a ella para ejecutar la  orden de su Padre. Le dijo  que era voluntad de su Padre que le acompañase al pie de la cruz y  envolviese su cuerpo, cuando muriera,  en un lienzo para ponerle en el sepulcro; le dio orden de lo que tenía qué hacer y dónde había de estar hasta su Resurrección.

Es igualmente  creíble  que le dio a conocer lo  que Él  iba a sufrir para prepararla y disponerla a que le acompañara espiritual  y corporalmente en sus sufrimientos. Y como los dolores interiores de ambos eran indecibles, no se los declararon  con palabra: sus ojos y sus corazones se comprendían y comunicaban recíprocamente. Pero el  perfectísimo amor  reciproco  y la  entera  conformidad que tenían a la voluntad divina,  no permitían  que hubiese imperfección  alguna en  sus sentimientos naturales. Siendo el  Salvador el  Hijo  único de María,  sentía mucho sus dolores, pero  como era su Dios, la fortificaba en la mayor desolación que jamás ha habido, la consolaba con divinas palabras que ella  escuchaba y  conservaba cuidadosamente en su Corazón, con nuevas gracias  que continuamente derramaba en su alma, a fin de que pudiese soportar y vencer los  violentísimos dolores que le estaban preparados. Eran tan grandes estos dolores, que si le  hubiera sido posible y  conveniente sufrir en lugar de su Hijo, le  hubiera  sido más soportable que el verlo padecer y le  hubiera  sido más dulce dar su vida por El,  que verle  soportar suplicios  tan atroces. Pero, no habiendo dispuesto Dios de o t r a manera, ofreció ella su Corazón y dio Jesús su Cuerpo, a fin de que cada uno sufriese lo que Dios había ordenado. María  habla de sufrir todos los tormentos de su Hijo en la  parte  más sensible que es su Corazón y  Jesús había de soportar en su Cuerpo sufrimientos inexplicables y en su Corazón los de su santa Madre que eran inconcebibles.

Despidióse el Salvador de su santísima Madre y fue a sumergirse en el  océano inmenso de sus dolores; y su Madre en continua oración, lo acompañó interiormente, de suerte que en este t r i s t e día comenzaron para ella las plegarias, las  lágrimas,  las  agonías interiores y, con perfectísima sumisión a la divina voluntad, repetía con su Hijo, en el fondo de su Corazón: « Padre, no se haga mi voluntad, sino la vuestra».

La noche en que los  Judíos  prendieron a  nuestro  Redentor en el  Huerto de los Olivos, le condujeron atado a casa de Anás y  luego a la de Caifás, donde se hartaron de burlarse y ultrajarle de mil maneras. Hasta el amanecer quedó Jesús en aquella prisión,   después de que todos se hubieron ido a casa. También San Juan Evangelista marcho de allí,   sea por  orden de Nuestro Señor, sea por divina inspiración, y  fue a dar aviso de lo ocurrido. Oh Dios mío, qué lamentos, tristezas y dolores se cruzaron entre la  Madre de Jesús  y   el   discípulo  amado, mientras   este  contaba y  ella   escuchaba los acontecimientos! En verdad, los sentimientos y angustias de ambos fueron tales, que cuanto se diga es nada en comparación de la realidad. Más decían con el corazón que con los labios, más con sus lágrimas que con discursos, en especial la bendita Virgen,  puesto que su  grandísima modestia, impidiéndole palabra alguna desconcertada, hacía sufrir su Corazón lo que nadie puede imaginar.

Al llegar el tiempo de buscar y acompañar a su Hijo en los tormentos, sale de su casa al apuntar el día, silenciosa  como el Cordero divino, muda como oveja; va regando el  camino con sus lágrimas y de su Corazón se elevan el cielo ardientes suspiros. Acompáñenla en adelante sus devotos en su dolores, caminando por la vía del dolor.

En medio de ultrajes   e  ignominias, los  Judíos  conducen al  Salvador a  casa de Pilato y de Herodes, pero a causa de la multitud y  de] alboroto del pueblo,  su Madre no logra  verlo  hasta que es mostrado a la  muchedumbre flagelado y  coronado de espinas. Entonces es cuando su Corazón sufrió dolores inmensos. y «sus ojos derramaron torrentes  de lagrimas al oír  las  voces del populacho», el  tumulto de la  ciudad, las injurias que los Judíos vomitaban  contra su Hijo, las afrentas que le hacían, las blasfemias que proferían  contra El. Mas como había puesto todo su amor en Él,  aunque su presencia fuese lo que más la debía afligir, era no obstante, lo que deseaba por encima de todo: el amor tiene estos extremos, soporta  menos la ausencia del amado que el dolor,  por  grande que sea, que su presencia le hace sufrir. Entre  tales amarguras e inimaginables  angustias, esta santa Oveja suspira por la vista  del divino Cordero. Al  fin le vio  todo desgarrado por los azotes, su cabeza atravesada por crueles  espinas, su adorable rostro  amoratado, hinchado, cubierto de sangre y de salivazos, con una cuerda al  cuello, las manos atadas, un cetro de calla en la mano y vestido con túnica de burla. 

Sabe Él que allí está su Madre dolorosa; conoce ella que su divina  Majestad ve los sentimientos de su Corazón traspasado por  dolores no menores a los soportados por El en su  Cuerpo. Oye los falsos testimonios contra El y.  cómo es pospuesto a Barrabás,  ladrón y  homicida. Oye miles de voces de clamor  llenas de furor: «Deduc quasi torrentem lacrymas» (Thren, 2,18).

« Tolle, tolle,  crucifige,   crucifige»!    Escucha la  cruel  e injusta  sentencia de muerte contra el Autor de la  vida. Ve la cruz en la que se le va a crucificar y cómo marcha hacia el Calvario cargándola sobre sus espaldas. Siguiendo las huellas de su Jesús, lava  con lágrimas el camino ensangrentado por su  Hijo. También soportaba en su  Corazón cruz  tan  dolorosa como la que llevaba El sobre sus hombros.

En el Calvario las  santas mujeres se  esfuerzan  por   consolarla. A  imitación de su  dulce Cordero,  enmudece y sufre  inconcebibles dolores: oye los  martillazos  que los verdugos descargan sobre los clavos con los cuales sujetan a su Hijo en la cruz. Al ver al que amaba infinitamente  más que a al misma,  pendiente de la  cruz entre  tantos y tan crueles dolores, sin poder prestarle el menor alivio, cae en brazos de los que la  acompañan. Era tanta su debilidad después de velar  toda la  noche, haber llorado  tanto y  sin  tomar   alimento  alguno que pudiera  sostenerla.  Entonces, sécanse las lágrimas,   pierde el  color, estremecida de dolor, no  tiene  más reactivo  que las lágrimas de sus compañeros, hasta que su Hijo le da de nuevo fuerzas para que le acompañe hasta la muerte.

De nuevo bañada por ríos de lágrimas, sufre  martirios de dolores a la  vista de su Hijo y su Dios pendiente de la cruz. Sin embargo, en su alma, hace ante Dios  oficio de medianera por los pecadores, coopera con el Redentor a su  salvación y ofrece por  ellos al Eterno  Padre, su sangre, sufrimientos y muerte,  con deseo ardentísimo de su eterna felicidad. El indecible amor que tiene a su querido  Hijo, le  hace temer  verle  expirar y morir, pero a la  vez le llena de dolor el  que sus tormentos  duren tanto que sólo con la muerte  van a terminar. Desea que el Eterno Padre mitigue el rigor  de sus tormentos, pero quiere conformarse enteramente a todas sus órdenes. Y así, el. Amor divino  hace nacer en su Corazón contrarios  deseos y  sentimientos,  que le hacen sufrir inexplicables dolores.

La bendita Oveja y el divino Cordero se miran, y  entienden y comunican sus dolores solamente comprendidos por  estos dos Corazones de Hijo y  Madre,  que amándose mutuamente en perfección, sufren a una estos crueles  tormentos. Y siendo el  mutuo amor la medida de sus dolores, los que los consideran están tan lejos de poder comprenderlos  cuanto de entender el  amor de tal Hijo a tal Madre y recíprocamente.

Los dolores de la Santísima Virgen  aumentan y se renuevan continuamente con los ultrajes y tormentos que los judíos ocasionan a su Hijo.

Qué dolor, al oírle  decir: « Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado»?. 

Qué dolor al ver que le dan hiel y vinagre en su ardiente sed!

Sobre todo, qué dolor al verle morir en un patíbulo entre dos malhechores! Qué dolor al ver traspasar su Corazón con una lanza! Qué dolor, cuando le recibe en sus brazos! Con qué dolor se retira a su casa a esperar su resurrección! Oh, de cuán buena gana hubiera sufrido esta divina Virgen todos los dolores de su Hijo, antes que vérselos sufrir a El!

Efecto de la perfecta caridad, al obrar en los corazones de quienes se esfuerzan por imitar a su divino  Padre y a su bondadosísima, Madre, es hacerles soportar  con gusto sus propias aflicciones y sentir  vivamente las de los demás, de suerte que les es más fácil soportarlas ellos mismos que verlas padecer por los demás.

Es lo que el Salvador  hizo durante su vida terrena y  especialmente en su Pasión. En efecto, sabiendo que Judas le había vendido, demostró  mayor sentimiento por su  condenación: « mejor le hubiera  sido no haber nacido, si había de condenarse» que por los tormentos que por su traición tenia que sufrir. De igual manera, a las mujeres que lloraban en pos de Él camino del  Calvario,  hízoles ver cuánto más sensibles éranle las  tribulaciones de ellas  y las de la  ciudad de Jerusalén,  que lo que estaba padeciendo con la  cruz a cuestas. «Hijas  de Jerusalén, les dice, no lloréis  por mí, llorad más bien por  vosotras y  por vuestros  hijos;   porque tiempo vendrá en que se diga: dichosas las  que son estériles y dichosas las senos que no han dado a luz y los pechos que no han alimentado».

Clavado en la cruz,  olvidándose de sus propios tormentos,  hace ver  que las necesidades de los pecadores le son más sensibles que sus dolores, al  decir a su Padre que les perdone. Es que el  amor a sus criaturas le hace sentir más los males de ellas que los propios.

De aquí que uno de los mayores tormentos de nuestro Salvador en la cruz, más sensible que los dolores corporales, es ver a su Madre sumergida en un mar de sufrimientos. A la que amaba más que a todas las criaturas  juntas: la mejor  de todas las madres,  compañera, fidelísima de sus correrías y trabajos y la  que, inocentísima como era, no merecía sufrir en absoluto lo  que padecía, por  falta alguna que hubiese cometido. Madre,  tan  amante de su Hijo como no han sido ni  serán jamás los corazones todos de los Ángeles y Santos, sufre  tormentos sin igual.  Oh, qué aflicción  para tal Madre ver a tal Hijo  tan injustamente  atormentado y abismado en un océano de dolores, sin poderlo aliviar lo más mínimo!  Ciertamente, tan grande y  tan  pesada es esta cruz,   que no hay  inteligencia  capaz de comprenderla. Cruz que estaba reservada a la gracia, al amor y virtudes heroicas de la Madre de Dios.

De nada le valía ser inocentísima y Madre de Dios para librarse de tan terrible tormento. Al contrario,   deseando su  Hijo  asemejarla a Él, quiso que el  amor causa primera   y principal de sus sufrimientos y de su muerte  que como a su Madre le tenía, y el que ella le  profesaba como a su Hijo, fuese la causa del martirio de su Corazón al fin de su vida,  como había sido al  principio el origen de sus gozos y satisfacciones.

Desde la cruz vela el Hijo de Dios las  angustias y  desolaciones del  sagrado Corazón de su santísima Madre, oía sus suspiros y veía las lágrimas y el abandono en que estaba y en el que había de quedar después de su muerte:  todo esto era un nuevo tormento y martirio para el  divino Corazón de Jesús. No faltaba, pues, nada de cuanto podía afligir  y crucificar los amabilísimos corazones del Hijo y de la Madre.

Piensan algunos que la causa por la que el Salvador no quiso darle este nombre  cuando habló desde la cruz a su dolorosa Madre fue precisamente el no querer  afligirla; y  desolarla más. Solo le dice palabras que le muestran que no la había olvidado y que, cumpliendo la voluntad de su Padre, la socorría en su  abandono dándole por hijo  al  discípulo  amado.   En consecuencia, San Juan quedó obligado al  servicio de la  Reina del Cielo, la  honró  como a Madre suya y la  sirvió  como a su Señora, juzgando el  servicio  que le hacía como el mayor favor que podía recibir en este mundo de su amabilísimo Maestro.

Todos los pecadores tienen parte en esta gracia de San Juan: a todos los representa al pie de la cruz y nuestro  Salvador a todos los mira en su persona, a todos y  cada uno dice: «Ecce Mater tua»: He aquí a vuestra Madre: os doy mi Madre por Madre vuestra y os doy a ella para  que seáis sus hijos.

Oh precioso don! Oh tesoro inestimable!  Oh gracia incomparable! Cuán obligados estamos a la  bondad inefable de nuestro Salvador! Oh, qué acciones de gracias debemos tributarle!  Nos ha dado su divino Padre por Padre nuestro y su santísima Madre por  Madre nuestra, a fin de que no tengamos más que un Padre y una misma Madre con Él. No somos dignos de ser esclavos de esta gran Reina y nos hace hijos  suyos.

Oh, qué respeto y  sumisión  debemos tener a tal  Madre,  qué celo e interés  por  su servicio y qué cuidado en imitar sus santas virtudes, a fin de que haya alguna semejanza entre la Madre y los hijos¡

Esta bondadosísima Madre recibió  gran  consuelo al  oír la voz de su querido Hijo: en la última  hora, una palabra cualquiera de los hijos y verdaderos amigos conforta y es singular  consuelo. Como los sagrados corazones de tal Hijo y de tal Madre se entendían tan bien entre sí, la bendita Virgen aceptó gustosa a San Juan por  hijo  suyo y en él a todos los pecadores, sabiendo que tal era la  voluntad de su Jesús.

En efecto, muriendo  Jesús por los  pecadores y sabiendo que sus culpas eran la  causa de su muerte,  quiso, en la  última  hora,  quitarles  toda desconfianza que pudieran tener  al  ver  los grandes tormentos, fruto de sus pecados, y por esto les dio lo que más estimaba y lo que más poder tenía sobre Él, a saber su santísima Madre, a fin de que por su protección y mediación, confiáramos  ser acogidos y bien recibidos por  su divina Majestad. No cabe dudar del amor inconcebible de esta bondadosa Madre a los pecadores, ya que en el  alumbramiento  espiritual   junto a la cruz,  sufrió increíbles dolores los que no tuvo en el alumbramiento virginal de su Hijo y Dios.

De aquí se ve claramente  que los dolores de la Madre y los tormentos  del Hijo terminaron en gracias y bendiciones e inmensos favores a los pecadores. Cuán obligados estamos, pues, a honrar ,   amar y alabar  los amabilísimos  corazones de Jesús y María; a emplear  toda nuestra vida y más si tuviéramos, en servirles y glorificarles; a esforzarnos por  imprimir en nuestros  corazones una imagen perfecta de sus eminentísimas  virtudes. Es imposible  agradarles  andando por caminos diferentes a los suyos.