25/4/13

LA VIDA DE ORACIÓN, SEGÚN EL SANTO DE LA EUCARISTÍA

Publicado en PRO CONVERSIONE INFIDELIUM

LA VIDA DE ORACION

San Pedro Julián de Eymard


Ego cibo invisibeei el potu qui ab hominibus videri non potes¡, utor.
"Me alimento de un pan y una bebida invisibles a los hombres". (TOB., XII, 19).

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Hay en el hombre dos vidas: la del cuerpo y la del alma; una y otra siguen, en su orden, las mismas leyes.
La del cuerpo depende, en primer lugar, de la alimentación; cual es la comida, tal la salud; depende en segundo lugar del ejercicio que desarrolla y da fuerzas, y, por último, del descanso, donde se rehacen las fuerzas cansadas con el ejercicio. Todo exceso en una de estas leyes es, en mayor o menor grado, principio de enfermedad o de muerte.
Las leyes del alma en el orden sobrenatural son las mismas, de las cuales no debe apartarse, como tampoco el cuerpo de las suyas.
Ahora bien: la comida, el manjar del alma, así como su vida, es Dios. Acá abajo, Dios conocido, amado y servido por la fe; en el cielo, Dios visto, poseído y amado sin nubes. Siempre Dios. El alma se alimenta de Dios meditando su palabra, con la gracia, con la súplica, que es el fondo de la oración y el único medio de obtener la divina gracia.
De la misma manera que en la naturaleza cada temperamento necesita alimentación diferente según la edad, los trabajos y las fuerzas que gasta, así también cada alma necesita una dosis particular de oración. Notad que no es la virtud la que sostiene la vida divina, sino la oración, pues la virtud es un sacrificio y resta fuerzas en lugar de alimentar. En cambio, quien sabe orar según sus necesidades cumple con su ley de vida, que no es igual para todos, pues unos no necesitan de mucha oración para sostenerse en estado de gracia, en tanto que otros necesitan larga. Esta observación es absolutamente segura: es un dato de la experiencia.
Mirad un alma que se conserva bien en estado de gracia con poca oración; no tiene necesidad de más; pero no volará muy alto.
A otra, al contrario, le cuesta mucho conservarse en él con mucha oración y siente que le es necesario darse de lleno a ella. ¡Ore esa alma, que ore siempre, pues se parece a esas naturalezas más flacas que necesitan comer con mayor frecuencia, so pena de caer enfermas!
Mas hay oraciones de estado que son obligatorias. El sacerdote tiene que rezar el oficio y el religioso sus oraciones de regla. Estas nunca es lícito omitirlas ni disminuirlas por sí mismo, de propia autoridad.
La piedad hace que uno sea religioso en medio del mundo. A estas almas la gracia de Dios pide más oraciones que las de la mañana y de la tarde. La condición esencial para conservarse en la piedad es orar más. Es imposible de otro modo.
Sabéis muy bien que hay dos clases de oración; la vocal, de la que hemos venido hablando, y la mental, que es el alma de la primera. Cuando uno no ora, cuando la intención no se ocupa en Dios al orar verbalmente, las palabras nada producen: la única virtud que tienen se la presta la intención, el corazón.
¿Será necesaria la oración mental considerada en su acepción más restringida de meditación, de oración? Es, cuando menos, muy útil, puesto que todos los santos la han practicado y recomendado; es muy útil, porque es difícil llegar sin ella a la santidad.
Esto me conduce como de la mano a decir que hay una oración de necesidad, una oración de consejo y una oración de perfección.
¡Sí; estáis estrictamente obligados, bajo pena de condenación, a orar! Abrid el evangelio y al punto veréis el precepto de la oración. Claro que no está indicada la medida, porque ésta tiene que ser proporcionada a la necesidad de cada uno. Debéis, sin embargo, orar lo bastante para manfeneros en estado de gracia, lo suficiente para estar a la altura de vuestros deberes.
Si no, os parecéis a un nadador que no mueve bastante los brazos; seguro que va a perderse. Que redoble sus esfuerzos, que si no su propio peso le arrastrará al abismo. Si os sentís demasiado apurados por las tentaciones, doblad las oraciones. Es lo que hacéis en otras cosas; cada cual se arregla según sus necesidades. ¡Oh! Es algo muy serio esto de proporcionar la oración a nuestras necesidades. ¡En ello va nuestra salvación! ¿Faltáis fácilmente a vuestros deberes de estado? Es que no oráis bastante. ¡Pero si os condenáis! Clamad a Dios. Moveos. La humana miseria ha disminuído vuestra marcha y acabará de echaros completamente por tierra, si no resistís fuertemente. Orad, por consiguiente, cuanto os haga falta para ser cristianos cabales.
La segunda oración es aquella con que el alma quiere unirse con Dios y entrar en su cenáculo. Aquí hace falta orar mucho, porque las obligaciones de este estado son muy estrechas. Así como en una amistad más íntima son más frecuentes las visitas y las conversaciones, así también quien quiera vivir en la intimidad con Jesús debe visitarle más a menudo y orar más. ¿Queréis seguir al Salvador? Harto mayores combates tendréis que sostener, y por lo mismo os hacen falta mayores gracias; pedidlas para alcanzarlas.
La tercera oración, o sea de perfección, es la del alma que quiere vivir de Jesús, que en todas las cosas toma por única regla de conducta la voluntad de Dios. Entra en familiaridad con nuestro Señor y ha de vivir de Dios y para Dios. Así es la vida religiosa, vida de perfección para quienes la comprenden, en la cual nos damos a Dios para que El sea nuestra ley, fin, centro y felicidad. Todo el contento de semejante alma consiste en la oración. Ni hay nada de extraño en ello; porque si corta alas a la imaginación y sujeta al entendimiento. Dios en retorno derrama en su corazón abundancia de dulces consuelos. Son raras tan bellas almas; pero las hay, sin embargo. Y ¿qué no pueden hacer en este estado? Orando convertían los santos países enteros. ¿Rezaban acaso más que ningún otro en el mundo? No siempre. Pero oraban mejor, con todas sus facultades. Sí, todo el poder de los santos estaba en su oración; ¡ y vaya si era grande, Dios mío!
¿Cómo sabré en la práctica que oro lo bastante para mi estado?-Os basta la oración que hacéis, si adelantáis en la virtud. Se llega a conocer que la alimentación es suficiente,
cuando se ve que se digiere fácilmente y que nos proporciona salud tenaz y robusta.
¿Os mantiene vuestra oración en la gracia de vuestro estado y os hace crecer? Señal que digerís bien. Si las alas de la oración os remontan muy alto, la alimentación es suficiente e iréis subiendo cada vez más.
Si, al contrario, vuestras oraciones vocales y vuestra meditación os hacen volar a ras de tierra y con el peligro de dejaros caer a cada momento, señal que no basta para dominar las miserias del hombre viejo. Eso prueba que oráis mal e insuficientemente. Merecéis este reproche del Salvador: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí" (1).
¿Qué sucederá? Una tremenda desdicha: ¡que nos moriremos de hambre ante la regia mesa del Salvador! Estamos ya enfermos y muy cerca de la muerte. El pan de vida ha venido a ser para nosotros alimento de muerte, y el buen vino un veneno mortal. ¿Qué queda para volvernos al estado anterior? Quitad al cuerpo el alimento, y muere. Quitad a un alma su oración, a un adorador su adoración, y se acabó: ¡cae para la eternidad!
¿Será esto posible? Sí, y aun cierto. Ni la confesión será capaz de levantaros. Porque, a la verdad, ¿para qué sirve una confesión sin contrición? Y ¿qué otra cosa que una oración más perfecta es la contrición? Tampoco os servirá la Comunión. ¿Qué puede obrar la Comunión en un cadáver, que no sabe hacer otra cosa que abrir unos ojos atontados?
Y aun caso que Dios quiera obrar un milagro de misericordia, cuanto pueda hacer se reducirá a inspiraros de nuevo afición a la oración.
El que ha perdido la vocación y abandonado la vida piadosa, comenzó por abandonar la oración. Como le arremetieron tentaciones más violentas y le atacaron con más furia los enemigos, y como, por otra parte, había arrojado las armas, no pudo por menos de ser derrotado. ¡Ojo a esto, que es de suma importancia! Por eso nos intima la Iglesia que nos guardaremos de descuidarnos en la oración, y nos exhorta a orar lo más a menudo que podamos. La oración nos guía: es nuestra vida espiritual; sin ella tropezaríamos a cada paso.
Esto supuesto, ¿sentís necesidad de orar? ¿Vais a la oración, a la adoración, como a la mesa? ¿Sí? Está muy bien. ¿Trabajáis por obrar mejor y en corregiros de vuestros defectos? Pues es muy buena señal. Eso demuestra que os sentís con fuerzas para trabajar.
Mas si, al contrario, os fastidiáis en la oración y veis con agrado que llega el momento de salir de la iglesia, ¡ah!, ¡entonces es que estáis enfermos, y os compadezco!
Dícese que, a fuerza de alimentarse bien, acaba uno por perder el gusto de las mejores cosas, que se vuelven insípidas y no nos inspiran más que asco y provocan náuseas.
He aquí lo que hemos de evitar a toda costa en el servicio de Dios y en la mesa del rey de los reyes. No nos dejemos nunca atolondrar por la costumbre, sino tengamos siempre un nuevo sentimiento que nos conmueva, nos recoja, nos caliente y nos haga orar. ¡Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia! Siempre hay que tener apetito, excitarse a tener hambre, tomar buen cuidado para no perder el gusto espiritual. Porque, lo repito, nunca podrá Dios salvarnos sin hacernos orar.
Vigilemos, pues, sobre nuestras oraciones.

2/4/13

MEDITACIONES SOBRE SAN JOSÉ

PARA EL MES DE MARZO, DEDICADO AL GRAN SANTO, CASTÍSIMO ESPOSO DE NUESTRA SEÑORA


Tomado de FSSPX - Distrito México


DÍA 1


Excelencia de la devoción a San José
Nuestra salvación está en vuestras manos, ¡oh José!
Gén. XLVII, 25.

Después de la devoción a Jesús y a su divina Madre, no hay devoción más justa y más sólida que la que la Santa Madre Iglesia nos invita a tener a San José. De todos los santos propuestos a nuestra devoción, ninguno es más poderoso que él cerca de Dios, y nadie tiene más derechos que él a nuestro amor, a nuestra confianza y a nuestro homenaje de piedad filial.
Dios Padre, confiando a San José los tesoros más preciosos del cielo y de la tierra, al escogerlo entre todos los hombres para ser el jefe de la Sagrada Familia, nos dio en cierto modo la medida del respeto que le debemos.
El antiguo patriarca José conoció en su juventud, por misteriosa revelación, el grado sublime a que sería elevado; vio en un sueño a los dos principales astros de nuestro firmamento inclinarse respetuosos delante de él; pero esta profética visión no se verificó exactamente sino con el segundo José, del cual el primero fue tan sólo una imagen, pues Jesucristo, que es el verdadero Sol de justicia que ilumina a los hombres, y María, la Luna esplendente (Pulchra ut Luna) que envía a la tierra la luz que recibe del Sol, se sometieron enteramente a la dirección de San José, y le tributaron el homenaje de la más respetuosa obediencia, como a su jefe.
La vida de Jesús debe ser nuestro modelo. «Os he. dado el ejemplo, a fin de que lo que Yo hice, lo hagáis vosotros también».
Pues bien; desde el momento que el Eterno Padre escogió a San  José para que le representara sobre la tierra, Jesús, lo honró como a su padre, le obedeció en todas las cosas, y lo sirvió con sus divinas manos, tributándole la más obsequiosa reverencia.
Gersón encuentra en el profundo abajamiento de Jesús, obediente a José, la justa medida de la altura sublime a que fue elevado nuestro Santo. Este subió en la misma proporción en que descendió Jesús, de manera que la obediencia de Jesús nos prueba al mismo tiempo su incomprensible humildad y la incomparable dignidad de José. De manera que los actos de sumisión que practicaba el Hijo de Dios obedeciendo a José, eran para este otros tantos grados de la más sublime elevación. ¿Cómo podremos, pues, comprender la dignidad de un Santo que se vio obedecido, respetado y servido, por el espacio de tantos años, por su Creador, por su Dios?. . .
María respetó y honró a San José como a dueño y como a esposo, destinado por el Eterno Padre para protegerla y dirigirla y Ella, que es reverenciada por los ángeles y por los serafines; que vio inclinarse reverente al arcángel Gabriel, y ante quien se postra la Iglesia triunfante y militante, se humilló ante José, prestándole los más humildes servicios.
Uno de los motivos que tenía la Virgen Santísima para honrar así a San José, era que conocía todos los tesoros de gracias con que el Espíritu Santo había colmado su corazón; pero cuando vio al Hijo de Dios respetar a José como a padre, servirlo como a su señor, escucharlo como se escucha al maestro, ¿quién podrá apreciar a qué grado se elevó su amor y reverencia a tan santo esposo?.. . Deseó entonces honrarlo como Jesús lo honraba; y no pudiendo hacerlo con la misma humildad, pues aquella era la de un Dios, se confundía en esa misma impotencia y manifestaba esa santa confusión a José, para compensarlo en alguna manera de cuanto hubiera deseado hacer, no sólo como esposa, sino como sierva, a imitación de Jesús.
La Santa Iglesia, a quien Dios confió las llaves de la ver-dad, para que nos condujera por el camino de la piedad sólida, al recomendamos la devoción a San José, trata de inspirarnos una gran confianza en su poderosa protección. Le levantó magníficos santuarios, y estableció más de una fiesta solemne en su honor, que se celebran en todo el mundo católico: de manera que de oriente a occidente, doquiera resuena el nombre augusto del divino Salvador, se repite también el de su dilectísimo Custodio, verificándose así el oráculo de Nuestro Señor Jesucristo: «El que permanece alerta en la guardia de su Señor, será glorificado».
La Iglesia propone a San José como modelo de vida interior y patrono de la buena muerte; nos exhorta a consagrarle el miércoles de cada semana, y para inducir a los fieles a honrarlo siempre más y más, concede numerosas indulgencias a las prácticas piadosas que se hacen en su honor.
Es así como la Iglesia trata de dar a su santo Protector un justiciero tributo de reconocimiento, por los favores insignes que de él ha recibido. En efecto —dice San Bernardo—, San José, con la santidad de su vida, cooperó al misterio de la Encarnación del Verbo más que todos los antiguos Patriarcas con sus vivos deseos, con sus lágrimas y con sus méritos. La pureza de San José ha sido, en cierto modo, más fecunda que la fecundidad de todos los antecesores del Salvador. El, con su castidad, fue más afortunado que todos los héroes de la Ley antigua; y en cierto modo fue necesario, por así decirlo, para que se cumpliera el más augusto de los misterios: no tan sólo para que el Salvador viniera al mundo, con toda la honra que merecía, sino también —dice Santo Tomás— para que ese mismo mundo creyera al mismo tiempo en la Encarnación del Hijo de Dios y en la Virginidad Inmaculada de María.
San José, como el virrey de Egipto, no solamente almacenó el trigo natural para sustentar a los súbditos de un rey idólatra, sino que preparó y conservó para el pueblo de Dios, el trigo de los elegidos, el Pan de los ángeles, el alimento que lleva a la vida eterna. Y       la Iglesia, teniendo presentes favores tan inestimables, ha querido tributar a San José, honores mucho más elevados que los que otorgara Faraón al hijo de Jacob.
Oh José —exclama la Iglesia—, pongo todos mis hijos bajo vuestra protección. María Inmaculada es mi Madre, mi Reina; Jesús, vuestro Hijo, es mi Esposo divino, y vos ocuparéis el lugar de Protector y de Padre. Adoptando por Hijo al Salvador del mundo, adoptasteis también a sus hermanos, que son mis hijos, y estoy segura de que vuestra caridad inextinguible no les negará ni los cuidados, ni los servicios que tributasteis a Jesús,
Después de estas sublimes e importantes consideraciones, no nos sorprenderá que todos los fieles tengan tanta confianza en San José, ni de que todas las Congregaciones, que son ornamento de la Iglesia, se hayan colocado bajo su protección, tomándolo como Patrono y modelo.
Todos los santos han tenido la más tierna devoción a San José. Recordemos a San Bernardino de Sena, San Bernardo, Santa Brígida, San Francisco de Sales y Santa Teresa, verdaderos modelos de esta devoción.
El santo Obispo de Ginebra, San Francisco de Sales,  en todas sus obras habla de San José con la más tierna devoción. A él le dedicó, como al más querido Protector, su sublime Tratado del amor de Dios, y se gloría doquiera de pertenecer a este gran Patriarca. Escogió al casto esposo de María como a principal Patrono y ángel tutelar de la Visitación, y manda a las novicias, que lo tengan como guía particular en el camino de la oración mental y de la contemplación. Gracias a su celo, se erigió en la ciudad de Annecy un hermoso templo en honor de este gran Santo, y en la víspera de su muerte manifestó al rector de la iglesia que San José lo había visitado, añadiendo: «¿No sabéis, Padre mío, que soy todo de San José?…» El religioso que lo asistía, tomando entre sus manos el breviario del Santo, no halló en él más que una estampa, y era la de San José.
El celo de Santa Teresa se hermana con el del piadoso Obispo de Ginebra. Encendida en la más viva y tierna devoción a San José, ¡con qué empeño se dedicó a propagarla!. . . Escribió, habló, y nada ahorró para que San José fuera conocido, amado y honrado de acuerdo con sus méritos. Lo invocaba como a su Padre y señor; no emprendía ninguna obra sin implorar su socorro; le consagró trece monasterios que fundó en su honor, y exhortaba siempre a todos los fieles a recurrir a él con confianza, y a ponerse bajo su patrocinio. A pesar de su solicitud en ocultar los favores con que Dios se complacía en enriquecerla, tratándose de contribuir a la gloria de San José, su pluma y su lengua ponían de manifiesto el secreto de su afecto: no podía dejar de manifestar las gracias extraordinarias que obtenía por su mediación.
Pero dejemos que ella misma hable en el capítulo VI de su Vida. La autoridad de una Santa tan venerada en la Iglesia por sus extraordinarias virtudes, debe inspirarnos confianza plena en tan poderoso Protector.
«No me acuerdo, hasta ahora, haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado Santo, de los peligros que me ha librado, así de cuerpo corno de alma. Que a otros santos parece les dio el Señor