9/5/14

LA PRESENCIA DE DIOS EN NUESTRAS ALMAS





(Hojitas de Fe N° 35) 

Uno de los ejercicios más provechosos para la vida espiritual, afirma el Padre Alonso Rodríguez, es el de la presencia de Dios, según enseñanza y recomendación, tanto de la Sagrada Escritura como de los Santos. Tratemos, pues, de esta práctica, viendo en esta presente Hojita de Fe cuál es su fundamento y su naturaleza, y dejando para una próxima Hojita de Fe los modos de practicarla y los frutos que se sacan de ella.

1º Fundamentos de la presencia de Dios.

Andar en presencia de Dios es, para el cristiano, aprender a ver a Dios donde El está de hecho, acostumbrarse a encontrarlo donde El se halla. Y ¿dónde está, dónde mora? En todas partes, pero especialmente en las almas en estado de gracia.
Tenemos ahí dos grandes modos de estar Dios en nosotros, y por lo tanto un doble campo en que ejercitar la presencia de Dios.
La Sagrada Escritura nos enseña que Dios, como Creador, Señor y Providencia, está presente en todas las cosas con una presencia general llamada de inmensidad, dando a todo ser, según la expresión de San Pablo, «la existencia, el movimiento y la vida» (Act. 17 25 y 28). Santo Tomás explica que esta presencia de Dios en todas las cosas se realiza por un triple título: • por esencia, en cuanto que Dios está dando incesantemente el ser a todo cuanto existe; • por presencia, en cuanto que Dios tiene continuamente ante sus ojos a todos los seres creados;
por potencia, en cuanto que todas las criaturas están sometidas a su poder.
Sin esta presencia de Dios en las cosas, las cosas simplemente no existirían, ya que dejarían de recibir el ser de Dios, un ser que no tienen por sí mismas.
Así pues, Dios, habiéndonos creado para Sí mismo, se ofrece a nosotros bajo el velo de las cosas creadas. De este modo, hemos de aprender a ver a Dios en todas partes, y verlo también en todo, es decir:
En las personas que nos rodean: a Dios hemos de obedecer en la persona de nuestros Superiores; a Dios hemos de reconocer, amar y servir en la persona del prójimo, sea quien sea.
En las cosas que nos sirven: en los bienes, tanto de orden natural como de orden sobrenatural, debemos ver los dones de Dios, por los cuales Dios mismo nos sirve y nos ayuda a alcanzar nuestro destino eterno; por el uso sobrenatural del don debemos entrar en comunión con el Donador mismo.
En los acontecimientos que nos afectan: más allá de las causas inmediatas o segundas, debemos ver siempre la causa primera, Dios, que ordena todas las cosas al bien de los que le aman y que sólo le buscan a El.
La Sagrada Escritura también nos habla en muchos lugares de otra presencia especial, más perfecta e íntima, de Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo– en el alma justa, donde tiene sus infinitas complacencias: «Si alguno me ama, mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos en él nuestra morada» (Jn. 14 23); «Dios es caridad, y el que vive en caridad permanece en Dios, y Dios en él» (1 Jn. 4 16); «vosotros sois templo de Dios vivo» (2 Cor. 6 6). San Pablo atribuye muy especialmente al Espíritu Santo esta presencia: «¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?»; «¿no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros?» (1 Cor. 6 16 y 19).

2º Presencia de complacencia de Dios en el alma justa.

Por lo tanto, Dios está presente en el hombre en estado de gracia, no sólo como está en las cosas, sino también en cuanto conocido y amado sobrenaturalmente por él, esto es, por su presencia real y sustancial en el entendimiento y en el corazón del justo. En efecto, la vida divina consiste en el conocimiento y amor que Dios tiene de sí mismo; por eso, desde que el hombre, por la gracia, participa del conocimiento y amor de Dios, conociéndolo como El mismo se conoce, y amándole como El mismo se ama, participa también de su vida divina; y eso hace que Dios empiece a estar presente en él de un modo nuevo y especialísimo, a título de Amigo, Padre y Esposo, imperfectamente en esta vida, mas perfectísimamente en la bienaventuranza eterna de la gloria.
«Desde que se nos infundió la gracia por medio del Bautismo, el Espíritu Santo mora en nosotros con el Padre y el Hijo: “Si alguno me ama –dice Nuestro Señor–, mi Padre lo amará, y vendremos a El, y haremos en El nuestra morada” (Jn. 15 23). La gracia hace de nuestra alma el templo de la Santísima Trinidad; nuestra alma, adornada con la gracia, es realmente la morada de Dios, que habita en nosotros, no sólo como en todas las cosas por su esencia y potencia, con las que sostiene y conserva todas las criaturas en el ser, sino de un modo muy particular e íntimo, como objeto de conocimiento y de amor sobrenaturales. Mas como la gracia nos une a Dios de tal modo que es a la vez el principio y la medida de la caridad, se dice que es sobre todo el Espíritu Santo el que mora en nosotros…, porque procede por amor y es el lazo de unión entre el Padre y el Hijo… Y por esto mismo esta morada sólo se da en los justos, porque sólo los que están en gracia participan del amor sobrenatural. De ahí que San Pablo dijera a los fieles: “¿No sabéis que sois templo del Espíritu Santo, que habéis recibido de Dios y está en vosotros?” (1 Cor. 6 19(DOM COLUMBA MARMION).
Este nuevo modo de estar Dios en el alma del justo es de un orden tan superior al de su inmensidad, que Jesús lo llama corrientemente una «venida», un «advenimiento» de Dios en el alma (Jn. 14 23), como si por su inmensidad Dios no estuviese ya presente en ella. Esta inefable presencia recibe el nombre de inhabitación trinitaria.

3º Acción santificante de Dios en el alma justa.

Esta inhabitación de Dios en el alma no se limita a una permanencia local, sino que supone necesariamente una transformación del alma, una unión santificante.
¿Cuáles son exactamente los efectos de esta acción santificadora? Podemos resumirlos a los siguientes:
El perdón de los pecados. El primer fruto de la venida del Espíritu Santo en un alma donde no residía todavía, es un pleno y generoso perdón de los pecados.
Al perder la gracia, el pecador lo pierde todo: la amistad divina, el derecho a la herencia eterna del cielo, los méritos precedentemente adquiridos, y sobre todo la posesión de Dios y la permanencia en él de la Santísima Trinidad. Pero Dios le tiende siempre una mano misericordiosa para moverlo al arrepentimiento; y si el alma es dócil en seguir esta invitación, y vuelve a Dios por una sincera y dolorosa detestación de su pecado, Dios le envía de nuevo su Espíritu, que le perdona todas sus ofensas y la deuda contraída con la justicia divina.
La justificación y deificación del alma por la gracia. No contento con purificar al alma de sus faltas, el Espíritu Santo se apresura a revestirla de una túnica de inocencia, y a concederle el don preciosísimo de su gracia: «La caridad de Dios [estado de gracia] ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom. 5 5).
Por medio de la gracia, el Espíritu Santo, presente en el alma, se une tan íntimamente a ella y se comunica a ella de manera tan inefable, que la hace partícipe de su naturaleza divina, le confiere la misma justicia y santidad divinas, y la hace resplandeciente de la belleza y perfecciones de Dios: «Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor. 6 11), convirtiéndola así en objeto de las divinas complacencias.
El ornato del alma mediante las virtudes infusas. Así como el alma es distinta de la inteligencia y de la voluntad, pero inseparable de ellas, del mismo modo la gracia, que nos da un ser sobrenatural, es distinta pero inseparable de las virtudes infusas, que son facultades sobrenaturales de acción. Por eso, constituyen el cortejo necesario de la gracia, y juntamente con ella las infunde el Espíritu Santo en el alma.
De este modo nuestras facultades quedan dotadas de las virtudes teologales, que tienen a Dios por objeto (fe, esperanza y caridad), y de las virtudes morales, que recaen sobre el recto uso de los medios en orden a la salvación del alma (prudencia, justicia, fortaleza y templanza, con todas sus virtudes subalternas). Tal es el adorno magnífico con que el Espíritu Santo engalana al alma justificada, para que siempre y en todo lugar pueda obrar y comportarse en conformidad con la dignidad sobrenatural que le confiere la gracia.
La infusión de los dones del Espíritu Santo. La obra capital de nuestra santificación no quedaría consumada si no fuese dirigida y perfeccionada por las inspiraciones del Espíritu Santo. Pues bien, para que estas inspiraciones sean bien recibidas por nosotros, el mismo Espíritu Santo infunde en nuestras almas ciertas disposiciones que nos hacen dóciles a ellas: son los dones del Espíritu Santo.
En efecto, las mismas virtudes sobrenaturales no bastan para llevar el alma a la perfección de la vida cristiana, ya que la razón sigue estando sometida a error y la voluntad a desfallecimientos. Pero por los dones, el alma se hace capaz de ser movida y dirigida por el Espíritu Santo en persona, dando a los actos de las virtudes infusas una perfección divina, y comunicando al alma un instinto divino de las cosas sobrenaturales, un tacto sobrenatural que la hace pensar y obrar con facilidad y prontitud como hija de Dios.
La posesión y goce de las divinas Personas. Finalmente, el Espíritu Santo, por su presencia y acción santificantes, además de hacer partícipe al alma de la vida divina, le otorga también la plena posesión de Dios y el goce fruitivo de las divinas Personas.
Por su inmensidad, Dios está presente en todas las cosas, aun en los condenados del infierno; pero éstos no poseen a Dios, pues ese tesoro infinito no les pertenece en absoluto. Mientras que el cristiano en estado de gracia tiene en sí a la Trinidad Santísima, al Espíritu Santo, y con El la abundancia de las gracias celestiales, como un tesoro que le pertenece en propiedad, y del cual puede usar y gozar.
Conclusión.
No puede haber para el cristiano una verdad más magnífica y consoladora que la de la presencia de Dios en su alma. Santa Teresa, en su libro de las Moradas, cuenta la visión que tuvo de un alma en estado de gracia, y la describe como un globo de cristal o un diamante purísimo, todo refulgente de los resplandores de un fuego divino, que es Dios mismo, el cual reside en su centro. ¡Ah, si el alma viviera convencida de esta presencia divina! Eso solo bastaría para llevarla a las cumbres de la santidad, según el dicho de Dios a Abraham: «Camina
en mi presencia y sé perfecto» (Gen. 17 1).
Dígnese, pues, la Santísima Virgen grabar profundamente en nosotros esta convicción, para que siempre y en todas partes nos comportemos como los templos vivos de Dios que somos.

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