Uno de los ejercicios más provechosos para la vida
espiritual, afirma el Padre Alonso Rodríguez, es el de la presencia de Dios,
según enseñanza y recomendación, tanto de la Sagrada Escritura
como de los Santos. Tratemos, pues, de esta práctica, viendo en esta presente Hojita
de Fe cuál es su fundamento y su naturaleza, y dejando para una próxima Hojita
de Fe los modos de practicarla y los frutos que se sacan de ella.
1º Fundamentos de la presencia de Dios.
Andar en presencia de Dios es, para el cristiano,
aprender a ver a Dios donde El está de hecho, acostumbrarse a encontrarlo donde
El se halla. Y ¿dónde está, dónde mora? En todas partes, pero especialmente en
las almas en estado de gracia.
Tenemos ahí dos grandes modos de estar Dios en
nosotros, y por lo tanto un doble campo en que ejercitar la presencia de Dios.
1º La Sagrada Escritura nos enseña que Dios, como
Creador, Señor y Providencia, está presente en todas las cosas con una
presencia general llamada de inmensidad, dando a todo ser, según la
expresión de San Pablo, «la existencia, el movimiento y la vida» (Act. 17
25 y 28). Santo Tomás explica que esta presencia de Dios
en todas las cosas se realiza por un triple título: • por esencia, en
cuanto que Dios está dando incesantemente el ser a todo cuanto existe; • por
presencia, en cuanto que Dios tiene continuamente ante sus ojos a todos los
seres creados;
• por potencia, en cuanto que todas las
criaturas están sometidas a su poder.
Sin esta presencia de Dios en las cosas, las cosas
simplemente no existirían, ya que dejarían de recibir el ser de Dios, un ser
que no tienen por sí mismas.
Así pues, Dios, habiéndonos creado para Sí mismo,
se ofrece a nosotros bajo el velo de las cosas creadas. De este modo, hemos de
aprender a ver a Dios en todas partes, y verlo también en todo, es decir:
• En las personas que nos rodean: a Dios
hemos de obedecer en la persona de nuestros Superiores; a Dios hemos de
reconocer, amar y servir en la persona del prójimo, sea quien sea.
• En las cosas que nos sirven: en los
bienes, tanto de orden natural como de orden sobrenatural, debemos ver los
dones de Dios, por los cuales Dios mismo nos sirve y nos ayuda a alcanzar
nuestro destino eterno; por el uso sobrenatural del don debemos entrar en
comunión con el Donador mismo.
• En los acontecimientos que nos afectan: más
allá de las causas inmediatas o segundas, debemos ver siempre la causa primera,
Dios, que ordena todas las cosas al bien de los que le aman y que sólo le
buscan a El.
2º La Sagrada Escritura también nos habla en muchos
lugares de otra presencia especial, más perfecta e íntima, de Dios –Padre,
Hijo y Espíritu Santo– en el alma justa, donde tiene sus infinitas
complacencias: «Si alguno me ama, mi Padre lo amará, y vendremos a él, y
haremos en él nuestra morada» (Jn. 14 23); «Dios
es caridad, y el que vive en caridad permanece en Dios, y Dios en él» (1
Jn. 4 16); «vosotros sois templo de Dios vivo» (2 Cor. 6 6). San
Pablo atribuye muy especialmente al Espíritu Santo esta presencia: «¿No
sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?»;
«¿no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en
vosotros?» (1 Cor. 6 16 y 19).
2º Presencia de complacencia de Dios en el alma justa.
Por lo tanto, Dios está presente en el hombre en
estado de gracia, no sólo como está en las cosas, sino también en cuanto
conocido y amado sobrenaturalmente por él, esto es, por su presencia
real y sustancial en el entendimiento y en el corazón del justo. En efecto,
la vida divina consiste en el conocimiento y amor que Dios tiene de sí mismo; por
eso, desde que el hombre, por la gracia, participa del conocimiento y amor de
Dios, conociéndolo como El mismo se conoce, y amándole como El mismo se ama,
participa también de su vida divina; y eso hace que Dios empiece a estar
presente en él de un modo nuevo y especialísimo, a título de Amigo, Padre y
Esposo, imperfectamente en esta vida, mas perfectísimamente en la
bienaventuranza eterna de la gloria.
«Desde que se nos infundió la gracia por medio del
Bautismo, el Espíritu Santo mora en nosotros con el Padre y el Hijo: “Si
alguno me ama –dice Nuestro Señor–, mi Padre lo amará, y vendremos a El,
y haremos en El nuestra morada” (Jn. 15 23). La gracia
hace de nuestra alma el templo de la Santísima Trinidad ;
nuestra alma, adornada con la gracia, es realmente la morada de Dios, que
habita en nosotros, no sólo como en todas las cosas por su esencia y potencia,
con las que sostiene y conserva todas las criaturas en el ser, sino de un modo
muy particular e íntimo, como objeto de conocimiento y de amor sobrenaturales.
Mas como la gracia nos une a Dios de tal modo que es a la vez el principio y la
medida de la caridad, se dice que es sobre todo el Espíritu Santo el que mora
en nosotros…, porque procede por amor y es el lazo de unión entre el Padre y el
Hijo… Y por esto mismo esta morada sólo se da en los justos, porque sólo los
que están en gracia participan del amor sobrenatural. De ahí que San Pablo
dijera a los fieles: “¿No sabéis que sois templo del Espíritu Santo, que
habéis recibido de Dios y está en vosotros?” (1 Cor. 6 19)» (DOM COLUMBA MARMION).
Este nuevo modo de estar Dios en el alma del justo
es de un orden tan superior al de su inmensidad, que Jesús lo llama
corrientemente una «venida», un «advenimiento» de Dios en el alma
(Jn. 14 23), como si por su inmensidad Dios no estuviese
ya presente en ella. Esta inefable presencia recibe el nombre de inhabitación
trinitaria.
3º Acción santificante de Dios en el alma justa.
Esta inhabitación de Dios en el alma no se limita a
una permanencia local, sino que supone necesariamente una transformación del
alma, una unión santificante.
¿Cuáles son exactamente los efectos de esta acción
santificadora? Podemos resumirlos a los siguientes:
1º El perdón de los pecados. El primer fruto
de la venida del Espíritu Santo en un alma donde no residía todavía, es un
pleno y generoso perdón de los pecados.
Al perder la gracia, el pecador lo pierde todo: la
amistad divina, el derecho a la herencia eterna del cielo, los méritos
precedentemente adquiridos, y sobre todo la posesión de Dios y la permanencia
en él de la
Santísima Trinidad. Pero Dios le tiende siempre una mano
misericordiosa para moverlo al arrepentimiento; y si el alma es dócil en seguir
esta invitación, y vuelve a Dios por una sincera y dolorosa detestación de su
pecado, Dios le envía de nuevo su Espíritu, que le perdona todas sus ofensas y la
deuda contraída con la justicia divina.
2º La justificación y deificación del alma por la gracia. No contento con purificar al alma de sus faltas, el
Espíritu Santo se apresura a revestirla de una túnica de inocencia, y a
concederle el don preciosísimo de su gracia: «La caridad de Dios [estado
de gracia] ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que
nos ha sido dado» (Rom. 5 5).
Por medio de la gracia, el Espíritu Santo, presente
en el alma, se une tan íntimamente a ella y se comunica a ella de manera tan
inefable, que la hace partícipe de su naturaleza divina, le confiere la misma
justicia y santidad divinas, y la hace resplandeciente de la belleza y
perfecciones de Dios: «Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis
sido justificados en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu de
nuestro Dios» (1 Cor. 6 11),
convirtiéndola así en objeto de las divinas complacencias.
3º El ornato del alma mediante las virtudes
infusas. Así como el alma es distinta de la inteligencia y de la voluntad,
pero inseparable de ellas, del mismo modo la gracia, que nos da un ser sobrenatural,
es distinta pero inseparable de las virtudes infusas, que son facultades
sobrenaturales de acción. Por eso, constituyen el cortejo necesario de
la gracia, y juntamente con ella las infunde el Espíritu Santo en el alma.
De este modo nuestras facultades quedan dotadas de
las virtudes teologales, que tienen a Dios por objeto (fe, esperanza y
caridad), y de las virtudes morales, que recaen sobre el recto uso de
los medios en orden a la salvación del alma (prudencia, justicia, fortaleza y
templanza, con todas sus virtudes subalternas). Tal es el adorno magnífico con
que el Espíritu Santo engalana al alma justificada, para que siempre y en todo
lugar pueda obrar y comportarse en conformidad con la dignidad sobrenatural que
le confiere la gracia.
4º La infusión de los dones del Espíritu Santo. La
obra capital de nuestra santificación no quedaría consumada si no fuese
dirigida y perfeccionada por las inspiraciones del Espíritu Santo. Pues bien,
para que estas inspiraciones sean bien recibidas por nosotros, el mismo
Espíritu Santo infunde en nuestras almas ciertas disposiciones que nos hacen
dóciles a ellas: son los dones del Espíritu Santo.
En efecto, las mismas virtudes sobrenaturales no
bastan para llevar el alma a la perfección de la vida cristiana, ya que la
razón sigue estando sometida a error y la voluntad a desfallecimientos. Pero
por los dones, el alma se hace capaz de ser movida y dirigida por el Espíritu
Santo en persona, dando a los actos de las virtudes infusas una perfección
divina, y comunicando al alma un instinto divino de las cosas sobrenaturales,
un tacto sobrenatural que la hace pensar y obrar con facilidad y prontitud como
hija de Dios.
5º La posesión y goce de las divinas Personas. Finalmente,
el Espíritu Santo, por su presencia y acción santificantes, además de hacer
partícipe al alma de la vida divina, le otorga también la plena posesión de
Dios y el goce fruitivo de las divinas Personas.
Por su inmensidad, Dios está presente en todas las
cosas, aun en los condenados del infierno; pero éstos no poseen a Dios, pues
ese tesoro infinito no les pertenece en absoluto. Mientras que el cristiano en
estado de gracia tiene en sí a la Trinidad Santísima , al Espíritu Santo, y con El
la abundancia de las gracias celestiales, como un tesoro que le pertenece en
propiedad, y del cual puede usar y gozar.
Conclusión.
No puede haber para el cristiano una verdad más
magnífica y consoladora que la de la presencia de Dios en su alma. Santa
Teresa, en su libro de las Moradas, cuenta la visión que tuvo de un alma en
estado de gracia, y la describe como un globo de cristal o un diamante
purísimo, todo refulgente de los resplandores de un fuego divino, que es Dios
mismo, el cual reside en su centro. ¡Ah, si el alma viviera convencida de esta
presencia divina! Eso solo bastaría para llevarla a las cumbres de la santidad,
según el dicho de Dios a Abraham: «Camina
en mi presencia y sé perfecto» (Gen. 17
1).
Dígnese, pues, la Santísima Virgen
grabar profundamente en nosotros esta convicción, para que siempre y en todas
partes nos comportemos como los templos vivos de Dios que somos.
© Seminario Internacional Nuestra Señora
Corredentora
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