SAN JOSÉ

SI EL INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA ES EL MÁS PRÓXIMO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS, EL CORAZÓN DE JOSÉ ES EL QUE MÁS PROXIMIDAD HA TENIDO CON EL DE MARÍA

SERMONES SOBRE SAN JOSÉ
Jacobo Benigno Bossuet
DEPOSITUM CUSTODI
GUARDA EL DEPÓSITO
(I Timoteo, 6, 20)
De los tres depósitos confiados a San José:
primero, la santa virginidad de María; segundo, la persona de Jesucristo; tercero, el secreto del misterio de la Encarnación.
(Sermón predicado primeramente el 19 de marzo de 1657en los Feuillants de la rue Saint-Honoré y, por segunda vez, el 19 de marzo de 1659 en las Carmelitas de la rue Saint-Jacques).

   Es una antigua opinión y un sentimiento común entre todos los hombres, que el depósito tiene algo de santo y que lo debemos conservar para quien nos lo ha confiado, no solamente por fidelidad, sino también por una especie de religión. Así, por el gran San Ambrosio, en el segundo libro de sus "Oficios", nos enteramos que era una piadosa costumbre establecida entre los fieles el llevar a los obispos y a su clero aquello que más cuidadosamente querían preservar, para depositarlo junto a los altares, santamente persuadidos de no poder colocar mejor sus tesoros que allí, donde Dios mismo confía los suyos, es decir sus sagrados misterios. Esta costumbre se había introducido en la Iglesia según ejemplo de la vieja Sinagoga. Leemos en la historia sagrada que el templo augusto de Jerusalén era el lugar del depósito de los judíos; y nos enteramos por los autores profanos que los paganos honraban a sus falsas divinidades poniendo sus depósitos en sus templos y confiándolos a sus sacerdotes: como si la naturaleza nos quisiera enseñar que, teniendo la obligación del depósito algo de sentido religioso, no podía estar mejor colocado que en los lugares donde se honra a la Divinidad y entre las manos de aquéllos que la religión consagra.
   Pero si hubo jamás un depósito que mereciera llamarse santo y ser luego guardado santamente, es éste, del cual debo hablar y el cual la providencia del Padre eterno confía a la fe del justo José: tanto que su casa me parece un templo, porque un Dios se digna habitar en ella, instalándose Él mismo allí en depósito, y José debió ser consagrado para guardar ese sagrado tesoro. En efecto, él lo fue, cristianos: su cuerpo lo fue por la continencia y su alma por todos los dones de la gracia.
   Me dirijo a vos, divina María, para que Dios me conceda esta gracia: espero todo de vuestra ayuda, cuando debo celebrar la gloria de vuestro Esposo. Oh, María, vos habéis visto los efectos de la gracia que lo llenó, y necesito de vuestra ayuda para hacerlos conocer a este pueblo. ¿Cuándo se puede esperar vuestra más poderosa intercesión, sino cuando se trata del casto Esposo, que el Padre os ha elegido para conservar esta pureza tan querida y preciosa para Vos? Recurrimos a Vos, María, saludándoos con las palabras del ángel, diciendo: Ave María.
   En este intento que me propongo de apoyar las alabanzas a San José, no sobre dudosas conjeturas, sino en una sólida doctrina extractada de las divinas Escrituras y los Santos Padres, sus fieles intérpretes, no puedo hacer nada más apropiado a este día tan solemnc, que presentarles a este gran santo como un hombre, al que Dios ha elegido entre todos los otros, para poner en sus manos su tesoro y hacerlo aquí en la tierra su depositario. Quiero haceros ver hoy que como nada le conviene mejor, no hay nada tampoco que sea más ilustre; y que este hermoso título de depositario, al descubrir los propósitos de Dios sobre este bienaventurado patriarca nos muestra la fuente de todas sus gracias y el fundamento seguro de todos sus elogios.
   Primeramente, cristianos, me es fácil haceros ver cuánto esta cualidad le es honorable. Pues si el nombre de depositario lleva una señal de honor y expresa el testimonio o la rectitud; si para confiar un depósito elegimos a aquéllos de nuestros amigos cuya virtud es más conocida, cuya fidelidad es más probada; en suma, los más íntimos, los más fieles: cuál es la gloria de San José, a quien Dios hace depositario no solamente de la bienaventurada María, cuya angelical pureza la hace tan agradable a sus ojos, sino también de su propio Hijo, que es el único objeto de sus complacencias y la única esperanza de nuestra salvación: en consecuencia, en la persona de Jesucristo San José es establecido el depositario del tesoro común de Dios y de los hombres. ¿Qué elocuencia puede expresar la grandeza y la majestad de este título?
   Fieles, si este título es tan glorioso y tan ventajoso a aquél cuyo panegírico debo hacer hoy, es necesario que yo penetre tan gran misterio con la ayuda de la gracia; y que buscando en nuestras Escrituras lo que se lee allí de José, haga ver que todo se relaciona con esta hermosa cualidad de depositario. En efecto, encuentro en los Evangelios tres depósitos confiados al justo José por la divina Providencia y al mismo tiempo también tres virtudes que sobresalen entre las demás y que responden a estos tres depósitos; es lo que tenemos que explicar por orden; acompañadme, por favor, atentamente.
   El primero de todos los depósitos que ha sido confiado a su fe (entiendo el primero en el orden del tiempo) es la santa virginidad de María, que él debe conservar intacta bajo el velo sagrado de su matrimonio, y que él siempre cuidó santamente como un depósito sagrado que no le estaba permitido tocar. Éste es el primer depósito. El segundo es el más augusto, es la persona de Jesucristo, al cual el Padre celestial deja en sus manos, para que sirva de padre a este Santo Niño que no puede tener uno en la tierra. Cristianos, ya veis dos grandes y dos ilustres depósitos confiados al cuidado de José Pero yo señalo todavía un tercero, que encontraréis admirable, si puedo explicároslo claramente. Para entenderlo, es necesario señalar que el secreto es como un depósito. Traicionar el secreto de un amigo es violar la santidad del depósito; y las leyes nos enseñan, que si divulgáis el secreto del testamento que os confío, puedo luego obrar contra vosotros, como por haber faltado al depósito: Depositi actione tecum agí posse, como hablan los jurisconsultos. La razón es evidente, porque el secreto es como un depósito. Por donde podéis comprender fácilmente que José es depositario del Padre eterno, porque Él le ha dicho su secreto. ¿Qué secreto? El secreto admirable es la encarnación de su Hijo. Porque, fieles, no ignoráis, que ésa era la voluntad de Dios, no manifestar a Jesucristo al mundo antes de que llegase la hora; y San José fue escogido no solamente para conservarlo, sino también para ocultarlo. Por eso, leemos en el Evangelista(1) que él admiraba con María todo lo que se decía del Salvador: pero no leemos que él hablara, porque el Padre Eterno, descubriéndole el misterio, le descubre todo en secreto, y bajo la obligación del silencio; y este secreto es un tercer depósito, que el Padre agrega a los otros dos; según lo que dice el gran San Bernardo, que Dios quiso encomendar a su fe el secreto más sagrado de su corazón: "Cui tuto committeret secretissimum atque sacratissímum sui codis arcanum"(2). Oh, incomparable José ¡cuan querido sois por Dios, porque os confía estos tres grandes depósitos, la virginidad de María, la persona de su Hijo único y el secreto de todos sus misterios!
   Pero no creáis, cristianos, que él desconocía estas gracias. Si Dios lo honra con estos tres depósitos, él de su parte presenta a Dios el sacrificio de tres virtudes que yo encuentro en el Evangelio. Yo no dudo de que su vida no haya estado adornada con todas las otras; pero, he aquí las tres principales, que Dios quiere veamos en sus Escrituras. La primera, es su pureza, que aparece por su continencia en su matrimonio; la segunda, su fidelidad; la tercera, su humildad y el amor a la vida escondida. Quién no ve la pureza de José en esta Santa Sociedad de púdicos deseos y esta admirable correspondencia con la virginidad de María en sus bodas espirituales. La segunda, su fidelidad en los infatigables cuidados que tiene por Jesús, en medio de tantas adversidades que desde el comienzo de su vida acompañan por todas partes a este divino Niño. La tercera, su humildad, al poseer un tan gran tesoro por una gracia extraordinaria del Padre eterno, muy lejos de vanagloriarse de esos dones o de hacer conocer esas ventajas, se oculta cuanto puede a los ojos de los mortales, gozando apaciblemente con Dios del misterio que le revela y de las riquezas infinitas que Él pone a su cuidado. ¡Ah! ¡qué de grandezas descubro aquí, y qué importantes instrucciones descubro en ella! ¡Qué de grandezas veo en esos depósitos, qué de ejemplos en esas virtudes! ¡Y la explicación de un tema tan bello cuan gloriosa será para José y fructuosa para todos los fieles! Pero, para no omitir nada en un tema tan importante, entremos más adelante hasta el fondo del misterio, terminemos de admirar los designios de Dios para con el incomparable José. Después de haber visto los depósitos, después de haber visto las virtudes, consideremos la relación de unos con otros y hagamos la partición de todo este discurso.
   ¿Qué virtud necesita José para conservar la virginidad de María, bajo el velo del matrimonio? Una pureza angélica, que pueda corresponder de alguna manera a la pureza de su casta esposa. Para proteger al Salvador Jesús de tantas persecuciones que lo acosan desde su infancia, ¿qué virtud pediremos? Una fidelidad inviolable, inquebrantable por ningún peligro. Finalmente, para guardar el secreto que le fue confiado, ¿qué virtud empleará, sino esta admirable humildad, que fascina los ojos de los hombres, que no quiere mostrarse al mundo, sino que gusta ocultarse con Jesucristo? Depositum custodi: ¡Oh, José, guardad el depósito; guardad la virginidad de María; y para guardarla en el matrimonio, unidle vuestra pureza. Cuidad esta vida preciosa, de la que depende la salvación de los hombres; y emplead en conservarla entre tantas dificultades la fidelidad de vuestros cuidados. Guardad el secreto del Padre eterno: Él quiere que su Hijo esté oculto al mundo; por amor a la vida oculta, servidle un velo sagrado y envolveos con Él en la oscuridad que lo rodea. Me propongo explicaros esto con la ayuda de la gracia.
PRIMER PUNTO
   Para comprender con solidez cuánto Dios honra al gran San José, cuando Su providencia deposita en sus manos la virginidad de María, debemos saber ante todo, cuan cara es al Cielo esta virginidad, cuan útil es a la tierra; y así por la calidad del depósito juzgaremos fácilmente de la dignidad del depositario. Pongamos pues esta verdad en su luz y hagamos ver por las Santas Escrituras, cuan necesaria era la virginidad para traer a Jesucristo al mundo. No ignoráis, cristianos, que era disposición de la Providencia, que como Dios produce a su Hijo en la eternidad por una generación virginal, igualmente cuando naciera en el tiempo saliera de una madre virgen. Por anunciaron los profetas que una virgen concebiría un hijo(3): nuestros padres han vivido en esta esperanza y el Evangelio nos hace ver su feliz cumplimiento. Pero si es lícito a los hombres el buscar las causas de tan gran misterio, me parece que descubro una muy importante; y examinando la naturaleza de la santa virginidad según la doctrina de los Padres, encuentro ahí una secreta virtud que de alguna manera obliga al Hijo de Dios a venir al mundo por su mediación.
   En efecto, preguntemos a los ancianos doctores cómo ellos nos definen la virginidad cristiana. Nos responderán de común acuerdo que es una imitación de la vida de los ángeles; que coloca a los hombres por encima del cuerpo por el desprecio de todos sus placeres; y que eleva de tal modo la carne hasta igualarla en cierta manera, si osamos decirlo, a la pureza de los espíritus. Explicádnoslo, oh gran Agustín y hacednos comprender en una palabra vuestra estima de las vírgenes.
   He aquí una hermosa palabra: "Habent aliquid jam non carnis in carne”(4). Tienen —dice él— en la carne algo, que ya no es de la carne y que es más del ángel que del hombre: "Habent aliquid jam non carnis in carne". Veis pues que, según este Padre, la virginidad es intermedia entre los espíritus y los cuerpos y nos hace acercar a las naturalezas espirituales; y de ahí es fácil comprender cuánto esta virtud debía anticipar el misterio de la encarnación. Pues ¿qué es el misterio de la encarnación? Es la unión muy estrecha de Dios y del hombre, de la divinidad con la carne. "El Verbo se hizo carne"(5), dice el Evangelista; he aquí la unión, he aquí el misterio.
   Pero, fieles, ¿no parece que hay demasiada desproporción entre la corrupción de nuestros cuerpos y la belleza inmortal de este espíritu puro y en consecuencia que no es posible unir naturalezas tan distintas? También por esta razón, la santa virginidad se pone entre dos, para acercarlos por su mediación. Y en efecto, observamos que la luz si cae sobre cuerpos opacos, nunca los puede penetrar, porque su obscuridad la rechaza, parece, al contrario, que se retira, reflejando sus rayos; pero al encontrar un cuerpo transparente, lo penetra, se le une, porque encuentra allí el esplendor y la transparencia que se acerca a su naturaleza y tiene algo de la luz. De esta manera, creyentes, podemos decir que la divinidad del Verbo eterno queriendo unirse a un cuerpo mortal, pedía la bienaventurada mediación de la santa virginidad, la cual teniendo algo de espiritual, ha podido de cierta manera preparar la unión de la carne con este espíritu puro.
   Pero por temor de que creáis que hablo así por mí mismo, debéis aprender esta verdad de un famoso obispo de Oriente: el gran San Gregorio Niceno, cuyas palabras os cito tomadas fielmente de su texto. La virginidad —dice— hace que Dios no se niegue a venir a vivir con los hombres: ella da a los hombres alas para volar al lado del cielo; y siendo el caso sagrado de la familiaridad del hombre con Dios, concuerda por su mediación cosas tan separadas por naturaleza: "Quae adeo natura distant, ipsa intercedens sua virtute concílíat adducitque in concordiam”(6).
   ¿Se puede confirmar la verdad que predico con términos más claros? ¿Y no veis por esto, la dignidad de María y la de José, su fiel esposo? Veis la dignidad de María, en cuanto su bienaventurada virginidad fue escogida desde la eternidad para dar a Jesucristo al mundo; y veis la dignidad de José, en cuanto esta pureza de María, que fue tan útil a nuestra naturaleza, ha sido confiada a sus cuidados y es él quien conserva al mundo una cosa tan necesaria. Oh, José, guardad este depósito: Depositum custodi. Guardad amorosamente este sagrado depósito de la pureza de María. Puesto que place al Padre eterno guardar la virginidad de María bajo el velo del matrimonio, ella no puede conservarse ya sin vos; y de este modo vuestra pureza se hizo en cierta medida necesaria al mundo, por la gloriosa carga que le ha sido dado guardar: la de María.
   Aquí debéis representaros un espectáculo que asombra a toda la naturaleza; quiero decir, este matrimonio celestial destinado por la Providencia para proteger la virginidad y dar por este medio a Jesucristo al mundo. Pero ¿a quién tomaré como conductor mío en esta empresa tan difícil, sino al incomparable Agustín, quien trata tan divinamente este misterio? Escuchad a este sabio obispo(7) y seguid exactamente su pensamiento. Él señala, ante todo, que en el matrimonio hay tres vínculos. Primeramente el sagrado contrato por el cual los contrayentes se dan enteramente el uno al otro, después, el amor conyugal por el cual se entregan recíprocamente un corazón, que ya no es capaz de dividirse más y que no puede arder con otras llamas; y, finalmente, están los hijos, que son el tercer vínculo, porque viniendo a encontrarse el amor de los padres, por así decir, en esos frutos comunes de su matrimonio, el amor se une con un lazo más firme.
   San Agustín encuentra esas tres cosas en el matrimonio de San José y nos muestra que en él todo concurre a preservar la virginidad(8). Descubre primero el contrato sagrado, por el cual se dan uno al otro y aquí tenemos que admirar el triunfo de la pureza en la verdad de este matrimonio. Pues María pertenece a José y José a la divina María; tanto que su matrimonio es muy verdadero, porque ellos se dieron el uno al otro. Pero ¿de qué manera se dieron? Pureza, he aquí tu triunfo. Ellos se dan recíprocamente su virginidad, y sobre esta virginidad se ceden un mutuo derecho. ¿Qué derecho? Cuidar cada uno la del otro. Sí, María tiene derecho a cuidar la virginidad de José y José tiene derecho a cuidar la virginidad de María. Ni el uno ni el otro pueden disponer de ella y toda la fidelidad de este matrimonio consiste en preservar la virginidad. He aquí las promesas que los reúnen, he aquí el tratado que los ata. Son dos virginidades que se unen para conservarse eternamente una a la otra por una casta correspondencia de púdicos deseos; y me parece ver dos astros, que no se juntan en conjunción sino porque sus luces se unen. Tal es el vínculo de este matrimonio, tanto más firme, dice San Agustín(9), que las promesas que se dieron deben ser más inviolables por eso mismo que son más santas.
   ¿Quién podría deciros ahora cómo debía ser el amor conyugal de estos bienaventurados esposos? Pues, oh santa virginidad, tu ardor es tanto más fuerte, cuanto es más puro y más libre; y el fuego del deseo, encendido en nuestros cuerpos no puede nunca igualar el ardor de los castos calentamientos de los espíritus, enlazados por el amor a la pureza. No buscaré razonamientos para probar esta verdad, pero la estableceré por un gran milagro, que he leído en el primer libro de la Historia de San Gregorio de Tours(10). El relato os será agradable y por lo menos descansará vuestra atención. Cuenta que dos personas de alta posición y de la primera nobleza de Auvergne habiendo vivido en matrimonio con perfecta continencia, pasaron a mejor vida y sus cuerpos fueron inhumados en dos lugares bastante alejados. Pero pasó algo extraño: no pudieron permanecer mucho tiempo en esta cruel separación y todo el mundo se sorprendió cuando de repente encontraron sus tumbas unidas, sin que nadie las hubiese tocado. Cristianos, ¿qué significa este milagro? ¿No os parece que estos castos muertos se quejan al verse así separados? ¿No os parece que nos dicen (pues permitidme animarlos y prestarles una voz, ya que Dios les da el movimiento); no os parece que nos dicen: Por qué han querido separarnos? Tanto tiempo hemos estado juntos y siempre estábamos como muertos, porque hemos apagado en nosotros todo el sentimiento de los placeres mortales: y estando acostumbrados desde hace tantos años a estar juntos como muertos, la muerte no nos debe desunir. Por eso, Dios permitió su reencuentro para mostrarnos con esta maravilla que no es el fuego más hermoso aquél en el que se mezcla el deseo, sino que dos virginidades bien unidas por un matrimonio espiritual producen uno mucho más fuerte y que puede, parece, conservarse hasta bajo las cenizas mismas de la muerte. A consecuencia de eso, Gregorio de Tours, que nos describió esta historia, agrega que la gente de esta región llamaba ordinariamente a esas tumbas las tumbas de los amantes, como si esta gente hubiera querido decir, que eran verdaderos amantes, porque se amaban con el espíritu.
   Pero ¿dónde este amor tan espiritual se ha encontrado nunca tan perfecto sino en el matrimonio de San José? Es allí que el amor era enteramente celestial, porque todos sus ardores y todos sus deseos no tendían sino a preservar la virginidad y es fácil comprenderlo. Porque decidnos, oh divino José, ¿qué amáis en María? ¡Oh!, seguro que no era la hermosura mortal, sino esa hermosura encendida e interior, cuyo principal adorno era la santa virginidad. Era pues la pureza de María el casto objeto de sus pasiones; y cuanto más amaba esta pureza, tanto más la quería conservar, primero en su santa esposa y en segundo lugar en sí mismo con una total unidad de corazón: tanto que su amor conyugal separándose del camino corriente se daba y se aplicaba por entero a custodiar la virginidad de María. ¡Oh, amor divino y espiritual! Cristianos, ¡admirad cómo todo en este matrimonio concurre a conservar este sagrado depósito! Sus promesas son todas puras, su amor es todo virginal: nos queda ahora por considerar lo que es más admirable; es el fruto sagrado de este matrimonio, quiero decir el Salvador Jesús.
   Pero me parece veros asombrados oírme decir con tanta seguridad que Jesús es el fruto de este matrimonio. Comprendemos, diréis, que el incomparable José, por sus cuidados es el padre de Jesucristo, pero sabemos, que él no tiene ninguna participación en su bienaventurado nacimiento. ¿Cómo, pues, nos aseguráis que Jesús es el fruto de este matrimonio? Eso quizás parece imposible. Sin embargo, sí recordáis en vuestra memoria tantas verdades importantes que tenemos, me parece, bien establecidas, espero que me concederéis fácilmente que Jesús, este bendito niño, nació en cierta manera de la unión virginal de estos dos esposos. Porque, fíeles, ¿no hemos dicho que la virginidad de María atrajo a Jesucristo del cielo? ¿No es Jesús esa flor sagrada que la virginidad nos dio? ¿No es el fruto bienaventurado que la virginidad ha engendrado? Sí, ciertamente, nos dice San Fulgencio, "es el fruto, es el adorno, es el precio y la recompensa de la santa virginidad": "Sanctae virginitatis fructus, decus et munus”(11). Por su pureza, María agradó al Padre eterno; por su pureza, el Espíritu Santo se derrama sobre ella y busca su abrazo para depositar en ella un germen celeste. ¿Por consiguiente, no se puede decir que su pureza la hace fecunda? Por eso si su pureza la hace fecunda, ya no temeré afirmar que José es partícipe en este gran milagro. Porque si esta pureza angelical es el patrimonio de la divina María, ella es el depósito del justo José.
   Pero, cristianos, voy a ir todavía más lejos; permitidme interrumpir mi interpretación y volver a mis primeros pensamientos, para deciros que la pureza de María no es solamente el depósito, sino más bien el patrimonio de su casto esposo. Ella le pertenecía por su matrimonio, le pertenecía por los castos cuidados, con los cuales la conservaba. ¡Oh, fecunda virginidad! Si sois el patrimonio de María, sois también el patrimonio de José. María la consagró, José la conserva y los dos la ofrecen al Padre eterno como un bien guardado por sus cuidados comunes. Así pues, como él tiene tanta parte en la santa virginidad de María, la tiene también en el fruto que ella lleva: por eso Jesús es su Hijo, no en verdad de su carne, sino es su Hijo por el espíritu a causa de la alianza virginal, que lo une con su madre. San Agustín lo dijo en una frase: "Propter quod fidele conjugium parentes Christi vocari ambo meruerunt"(12). ¡Oh, misterio de pureza! ¡Oh, bienaventurada paternidad! ¡Oh, luces incorruptibles que brillan de todas partes en este matrimonio!
   Cristianos, meditemos estas cosas, apliquémonoslas a nosotros mismos: todo aquí pasa por amor a nosotros, saquemos entonces nuestra instrucción de lo que se opera por nuestra salvación. Ved cuan casta, qué inocente es la doctrina del cristianismo. ¿Comprenderemos un día qué somos? ¡Qué vergüenza, que nosotros que hemos sido educados entre tan castos misterios nos manchemos diariamente por toda clase de impurezas! ¿Cuándo comprenderemos cuál es la dignidad de nuestros cuerpos, desde que el Hijo de Dios tomó uno semejante? Tertuliano dice: "Que la carne se haya divertido o más bien que se haya corrompido antes de haber sido buscada por su señor; no era digna del don de la salvación, ni apta para la jerarquía de la santidad. Estaba aún en Adán, tiranizada por sus deseos, buscando las bellezas engañosas, y fijando siempre sus ojos a la tierra. Era impura y manchada, al no estar todavía lavada por el bautismo. Pero desde que un Dios al hacerse hombre no quiso venir a este mundo si la santa virginidad no lo atraía; desde que encontrando bajo sí mismo la santidad nupcial, quiso tener una Madre virgen, y no creyó que José fuese digno de velar por su vida, si no se preparaba para eso por la continencia; desde que para lavar nuestra carne, su sangre ha santificado un agua saludable, en la cual puede dejar toda la inmundicia de su primer nacimiento: fieles, debemos entender, que desde ese tiempo la carne es distinta. Ya no es más esta carne hecha del barro y concebida por las pasiones; es una carne rehecha y renovada por un agua purísima y por el Espíritu Santo"(13). En consecuencia, hermanos míos, respetemos nuestros cuerpos, que son los miembros de Jesucristo, cuidémonos de prostituir con la impureza esta carne, que el bautismo hizo virgen. "Tengamos nuestros instrumentos [el vaso de nuestros cuerpos] en honor y no en esas pasiones ignominiosas que nos inspira nuestra brutalidad, como los paganos, que no conocían a Dios. Porque Dios no nos llama a la impureza, sino a la santificación"(14) en Nuestro Señor Jesucristo. Honremos con continencia esta santa virginidad que nos ha dado el Salvador; que hizo a su Madre fecunda, que hizo participar a José de esta bienaventurada fecundidad y me atrevo a decir, que lo elevó hasta ser el padre del mismo Jesucristo. Fieles, después de haber visto que José tenía parte de alguna manera en el nacimiento de Jesucristo, conservando la pureza de su santa Madre, veamos ahora sus cuidados paternales y admiremos la fidelidad con la cual conserva a este divino Niño, que el Padre celestial le ha confiado; es mi segunda parte.
SEGUNDO PUNTO
   El Padre eterno no se conforma con haber confiado a José la virginidad de María: Él le prepara algo más elevado y después de haber confiado a su fe esta santa virginidad, que debe dar a Jesucristo al mundo, como queriendo agotar su infinita liberalidad en favor de este patriarca, va a poner en sus manos al mismo Jesucristo, y quiere conservarlo por sus cuidados. Pero si penetramos el secreto, si entramos en el fondo del misterio, vamos a encontrar aquí, fieles, algo tan glorioso para el justo José, que no podremos nunca comprenderlo bastante. Porque Jesús, este divino Niño, en el cual José tiene siempre sus ojos y el cual es el admirable objeto de sus santas ansiedades, nació en la tierra como un huérfano, Él no tiene padre en este mundo. Por eso dice San Pablo que es sin padre: "Sine patre"(15). Es verdad que tiene uno en el cielo; pero al ver cómo lo abandona, parece que este Padre no lo conoce más. Él se lamentará un día de eso en la cruz, cuando, llamándolo su Dios y no su Padre, dirá: "¿Por qué me has abandonado?"(16). Pero lo que dijo al morir, podía decirlo desde su nacimiento, porque desde ese primer momento su Padre lo expone a las persecuciones y comienza a abandonarlo a las injurias. Todo lo que hace en favor de este único Hijo, para mostrar que no lo olvida, por lo menos lo que aparece a nuestros ojos, es ponerlo al cuidado de un hombre mortal, que guiará su penosa infancia; y José es elegido para este cargo. ¿Qué hará aquí este santo hombre? ¿Quién podría decir con qué alegría acoge a este abandonado y cómo se ofrece de todo corazón para ser el padre de este huérfano? Desde ese tiempo, cristianos, no vive sino para Jesucristo, no se preocupa sino de él, por este Dios, él mismo toma un corazón y entrañas de padre, y lo que no es él por naturaleza, se torna por cariño.
   Pero para que estéis convencidos de la verdad de tan grande misterio y tan glorioso para José, es necesario mostrároslo por las Escrituras, y para ello exponeros una hermosa reflexión de San Crisóstomo. Él subraya en el Evangelio que José aparece allí en todas partes como padre. Él le da el nombre a Jesús, como lo hacían entonces los padres; a él solo el ángel le advierte todos los peligros del Niño; a él le anuncia el tiempo del retorno. Jesús lo respeta y obedece: él dirige toda su conducta como si fuera suyo el principal cuidado, y por todas partes nos lo muestran como padre. ¿De dónde proviene esto?, dice San Crisóstomo. He aquí la verdadera razón. Dice: era una disposición de Dios conceder al gran San José todo lo que puede pertenecer a un padre, sin herir la virginidad: “Te doy todo cuanto es propio del padre, sin violar la dignidad de la virginidad”(17).
   Yo no sé si comprendo bien toda la fuerza de este pensamiento, pero si no me equivoco, he aquí lo que quiere decir este gran obispo. Primeramente tomemos por cierto que la santa virginidad es lo que impidió que el Hijo de Dios, haciéndose hombre, eligiera un padre mortal. En efecto, Jesucristo al venir a la tierra para hacerse semejante a los hombres, como quería sí tener una madre, parece que no debía rehusar tener un padre tal como nosotros y unirse también a nuestra naturaleza por el vínculo de esta alianza. Pero a ello se opuso la santa virginidad porque los profetas le habían prometido que un día el Salvador la haría fecunda; y puesto que debía nacer de madre virgen, no podía tener por padre sino a Dios. En consecuencia, la virginidad es la que impide la paternidad de José. Pero ¿puede impedirla hasta el punto de que José ya no participe de ella y no tenga ningún atributo de padre? De ninguna manera, dice San Crisóstomo, porque la santa virginidad se opone solamente a las cualidades que la dañan; y ¿quién no sabe que en el nombre de padre hay muchas, que no ofenden el pudor, a las que puede invocar por suyas? Esos cuidados, esa ternura, ese cariño, ¿dañan a la virginidad? Ved, pues, el secreto de Dios y el arreglo que inventa en este diferendo memorable entre la paternidad de José y la pureza virginal. Participa de la paternidad y quiere que la virginidad participe. Él le dice: Santa pureza, vuestros derechos os serán conservados. En el nombre de padre hay algo que contradice a la virginidad: Vos no lo tendréis, oh José. Pero todo lo que pertenece a un padre sin que la virginidad sufra: he aquí —dice—, lo que te doy: Hoc tibí do, quod salva virginitate paternum esse potest. En consecuencia, cristianos, María no concebirá de José, porque dañaría a la virginidad; pero José condividirá con María esas preocupaciones, esas vigilias, esas inquietudes, con las que educará a este divino Niño; y experimentará por Jesús esa inclinación natural, todas esas dulces emociones, todas esas tiernas solicitudes de un corazón paterno.
   Pero quizás preguntaréis: ¿dónde adquirirá este corazón paterno, si la naturaleza no se lo da? ¿Pueden adquirirse estas inclinaciones naturales por elección y el arte puede imitar lo que la naturaleza escribe en los corazones? Si pues San José no es padre, ¿cómo tendrá un amor de padre? Es aquí donde debemos comprender que el poder divino actúa en esta obra. Es por un efecto de este poder que San José tiene un corazón de padre; y si la naturaleza no se lo da, Dios le hace uno con su propia mano. Porque de Él está escrito, que dirige las inclinaciones a donde le place. Para comprenderlo, es necesario subrayar una hermosa teología que el Salmista nos enseñó, cuando dice que Dios forma en particular todos los corazones de los hombres: "Qui finxit síngillatim corda eorum"(18). No os persuadáis, cristianos, que David trata el corazón como un simple órgano del cuerpo, que Dios forma por su poder como todas las otras partes que componen al hombre. Él quiere decir algo especial: considera al corazón en este lugar como principio de la inclinación; y lo mira en las manos de Dios como una tierra blanda y húmeda, que cede y obedece a las manos del alfarero y recibe de él su figura. Es así, nos dice el Salmista, que Dios forma en particular todos los corazones de los hombres.
   ¿Qué quiere decir en particular? Él hace un corazón de carne en unos, cuando los ablanda por la caridad; un corazón endurecido en otros, cuando retirando sus luces por un justo castigo de sus crímenes, los abandona a la reprobación. ¿No hace Él en todos los fieles no un corazón de esclavo sino un corazón de niño cuando les envía el espíritu de su Hijo? Los apóstoles temblaban ante el menor peligro; pero Dios les hace un corazón del todo nuevo y su valor se vuelve invencible. ¡Cuáles eran los sentimientos de Saúl, cuando apacentaba sus rebaños! Eran sin duda rastreros y populares. Pero al colocarlo Dios en el trono, por su unción le cambia el corazón: "Immutavit Dominus cor Saul(19) y reconoce de inmediato que él es rey. Por otra parte, los israelitas consideraban a este nuevo monarca como un hombre de la escoria del pueblo; pero cuando la mano de Dios les tocó el corazón: "Quorum Deus tetigit corda"(20), enseguida lo ven más grande y se sintieron conmovidos al mirarlo, con esa ternura respetuosa que se tiene por sus soberanos: es que Dios hacía en ellos su corazón de súbditos.
   Es pues, fieles, esta misma mano la que forma en particular todos los corazones de los hombres, que hace un corazón de padre en José y un corazón de hijo en Jesús. Por eso Jesús obedece y José no teme mandarle. Pero ¿de dónde le viene este atrevimiento de mandar a su Creador? Es que el verdadero Padre de Jesucristo, este Dios que lo engendró en la eternidad, habiendo elegido al divino José para servir de padre en medio de los tiempos a su Hijo único, dejó en cierta manera caer en su seno algún rayo o alguna chispa de ese amor infinito que tiene a su Hijo: eso es lo que le cambia el corazón, es eso, lo que le da un amor de padre; de tal modo que el justo José, que siente en sí mismo un corazón paternal formado de repente por la mano de Dios, siente también que Dios le ordena usar una autoridad paterna; y se atreve sí a mandar a quien reconoce como su Señor.
   Y después de todo esto, cristianos, ¿es necesario que os explique la fidelidad de José en guardar ese sagrado depósito? ¿Puede faltarle fidelidad hacia Aquél a quien reconoce por su Hijo único? ¿De modo que no sería necesario que yo os hablase de esta virtud, si ello no fuera importante para vuestra instrucción que no perdieseis tan hermoso ejemplo? Pues aquí tenemos que aprender por las continuas contrariedades que moldearon a San José desde que Jesucristo fue entregado a su cuidado, que no se puede conservar este depósito sin pena y que para ser fiel a su gracia, hay que prepararse a sufrir. Sí, por cierto, donde sea que entre Jesús, Él entra allí con su cruz, lleva con Él todas sus espinas y hace partícipes de ellas a todos los que ama. José y María eran pobres, pero aún no habían estado sin casa, tenían un lugar donde alojarse. Tan pronto este niño viene al mundo, no se encuentra casa para ellos y su morada es en un establo. ¿Quién les procura esta desgracia, sino aquél de quien está escrito que "vino a su propio mundo, pero los suyos no lo recibieron"(21) y que no tiene morada segura donde recostar su cabeza(22)? Pero ¿no basta con su pobreza? ¿Por qué les atrae persecuciones? Ellos vivían juntos en su hogar modestamente, pero con dulzura, venciendo su pobreza con su paciencia y su trabajo asiduo. Pero Jesús no les permite ese reposo: Él no vino al mundo sino para incomodarlos y atrae consigo todas las desgracias. Herodes no puede tolerar que este niño viva: la bajeza de su nacimiento no es capaz de esconderlo a la envidia de este tirano. El mismo Cielo traiciona el secreto: una estrella denuncia a Jesucristo; y parece que no le trae a adoradores de lejos sino para provocarle en su propia tierra un despiadado perseguidor.
   ¿Qué hará aquí San José? Imaginaos, cristianos, lo que es un pobre artesano, que no tiene más herencia que sus manos, ni otros bienes que su taller, ni otros recursos que su trabajo. Se ve obligado a ir a Egipto y padecer un fastidioso destierro, y esto ¿por qué razón? Porque tiene consigo a Jesucristo. Sin embargo, fieles, ¿creéis que él se queja de este Niño incómodo, que lo saca de su patria y que le está dado para atormentarlo? Al contrario, ¿no veis que él se siente feliz, sufriendo en su compañía y que la causa de su desagrado es el peligro del divino Niño, al cual quiere más que a sí mismo? Pero ¿acaso tiene razón de esperar terminen pronto sus desgracias? No, fieles, él no lo espera; por todas partes le predicen desgracias. Simeón le ha hablado de las insólitas contradicciones que debía sufrir este querido Hijo: él ya ve su comienzo y pasa su vida en continuas aprensiones de los males que le están preparados.
   ¿Es bastante para probar su fidelidad? Cristianos, no lo creáis: he aquí aún una extraña prueba. Si son pocos los hombres para atormentarlo, Jesús mismo se vuelve su perseguidor: se escapa hábilmente de sus manos, se sustrae a su vigilancia y se queda tres días perdido. ¿Qué habéis hecho, fiel José? ¿Qué pasó con el sagrado depósito que os ha confiado el Padre celestial? ¡Ah! ¿quién podría contar aquí sus quejas? Si aún no habéis comprendido la paternidad de José, ved sus lágrimas, ved sus dolores, y reconoced que es padre. Sus lamentos lo dan bien a conocer y María con razón le dice en este encuentro: "Pater tuus et ego dolentes quaerebamus te"23(23): "Tu padre y yo te buscábamos con mucho dolor". Oh, hijo mío, le dice al Salvador, no temo llamarlo aquí tu padre, ni pretendo perjudicar la pureza de tu nacimiento. Se trata de cuidados e inquietudes, por esta causa puedo decir que él es tu padre, ya que tiene inquietudes verdaderamente paternales: Ego et pater tuus. Yo lo uno conmigo por la compañía en los sufrimientos.
   Ved, fieles, por qué sufrimientos Jesús prueba la fidelidad y cómo sólo quiere estar con los que sufren. Almas blandas y voluptuosas, este Niño no quiere estar con vosotras; su pobreza tiene vergüenza de vuestro lujo; y su carne destinada a tantos dolores, no puede soportar vuestra extremada delicadeza. Él busca a esos fuertes y a esos valientes que no se niegan a llevar su cruz, que no se avergüenzan de ser compañeros de su indigencia y de su miseria. Os dejo meditar estas santas verdades; yo por mí no os puedo decir todo lo que pienso sobre este hermoso tema. Yo me siento llamado para otra parte y es necesario considere el secreto del Padre eterno, confiado a la humildad de José. Debemos ver a Jesucristo oculto, y a José oculto con Él para que nos sintamos movidos por este hermoso ejemplo al amor de la vida oculta.
TERCER PUNTO
   ¿Qué diré aquí, cristianos, de este hombre oculto con Jesucristo? ¿Dónde encontraré luces bastante penetrantes para horadar la oscuridad que envuelve la vida de José? ¿Qué proyecto mío es éste, querer exponer a la luz lo que la Escritura ha cubierto con un misterioso silencio? Si es una disposición del Padre eterno que su Hijo esté oculto al mundo y que José lo esté con Él, adoremos los secretos de su Providencia sin pretender investigarlos; y que la vida oculta de José sea el objeto de nuestra veneración y no el tema de nuestras pláticas. Sin embargo, es necesario hablar de ello, porque yo sé bien que lo he prometido y meditar sobre tan hermoso tema será útil para la salvación de las almas; puesto que si no tengo otra cosa que decir, diré al menos, cristianos, que José tuvo este honor de estar diariamente con Jesucristo, y que con María tuvo la parte más grande de sus gracias; y que, sin embargo, José estaba oculto, que su vida, sus obras, sus virtudes eran desconocidas. Quizás aprenderemos de tan hermoso ejemplo que se puede ser grande sin estrépito, que se puede ser bienaventurado sin ruido y que se puede tener la verdadera gloria sin ayuda de la fama, por el solo testimonio de su conciencia: Gloria nostra haec est, testimonium conscientiae nostrae(24); y este pensamiento nos incitará a despreciar la gloria del mundo: éste es el fin que me propongo.
   Pero para entender sólidamente la grandeza y dignidad de la vida oculta de José, volvamos al principio; y admiremos ante todo la infinita variedad de disposiciones de la Providencia en las distintas vocaciones. Entre todas las vocaciones, señalo dos en las Escrituras que parecen directamente opuestas. La primera, la de los apóstoles; la segunda, la de José. Jesús se revela a los apóstoles, Jesús se revela a José, pero en condiciones bien opuestas. Se revela a los apóstoles para proclamarlo por todo el universo; se revela a José, para callarlo y para esconderlo. Los apóstoles son luces para hacer ver a Jesucristo al mundo; José es un velo para cubrirlo y bajo este velo misterioso nos oculta la virginidad de María y la grandeza del Salvador de las almas, Por eso leemos en las Escrituras, que cuando lo querían despreciar, decían: "¿No es este el hijo de José?"(25). Tanto que Jesús en manos de los apóstoles, es una palabra que es necesario anunciar: Praedicate verbum Evangelio hujus, "Predicad la palabra de este Evangelio"(26); Jesús en manos de José es una palabra oculta, Verbum absconditum''(27), y no está permitido el descubrirla. En efecto, contemplad su continuación. Los divinos apóstoles predican tan alto el Evangelio que el ruido de su predicación retumba hasta en los cielos, y San Pablo se atrevió por cierto a decir que las disposiciones de la sabiduría divina han llegado al conocimiento de las potencias celestiales por la Iglesia dice este apóstol, y por el ministerio de los predicadores, per Ecclesiam(28); y José, a] contrario, oyendo hablar de las maravillan de Jesucristo, escucha, admira y calla.
   ¿Qué significa esta diferencia? ¿Dios se contradice a sí mismo en estas vocaciones opuestas? No, fieles, no lo creáis: toda esta diversidad tiende a enseñar a los hijos de Dios esta verdad importante, que toda la perfección cristiana no consiste sino en someterse. Quien glorifica a los apóstoles por el honor de la predicación, glorifica también a San José por la humildad del silencio; y de esto debemos aprender que la gloria de los cristianos no está en las ocupaciones brillantes sino en hacer lo que Dios quiere. Si todos no pueden tener el honor de predicar a Jesucristo, todos pueden tener el honor de obedecerle; y esto es la gloria de San José, esto es el sólido honor del cristianismo. No me preguntéis, pues, cristianos, qué hacía San José en su vida oculta; es imposible que os lo enseñe, y no puedo responder otra cosa sino lo que dice el divino Salmista: "El justo —dice— ¿qué ha hecho?" Justus autem quid fecit?(29). Ordinariamente la vida de los pecadores hace más ruido que la de los justos, porque el interés y las pasiones es lo que mueve todo en el mundo. Los pecadores, dice David, han tendido su arco, lo soltaron contra los justos, destruyeron, derribaron, en el mundo no se habla sino de ellos: Quoniam quae perfecisti, destruxe-runt3(30). Pero el justo —agrega— ¿qué ha hecho? Justus autem quid fecit? Quiere decir que no hizo nada. En efecto, no ha hecho nada para los ojos de los hombres, porque ha hecho todo para los ojos de Dios. Así es como vivía el justo José. Veía a Jesucristo y se callaba; lo saboreaba, pero no hablaba de ello; se complacía sólo en Dios, sin repartir su gloria con los hombres. Cumplía su vocación, porque, como los apóstoles son los ministros de Jesucristo anunciado, José era el ministro y compañero de su vida oculta.
   Pero, cristianos, ¿podremos explicar bien, por qué es necesario que Jesús se oculte, por qué este eterno esplendor de la faz del Padre celestial se cubre con una oscuridad voluntaria durante el espacio de treinta años? Ah, soberbio, ¿lo ignoras? Hombre mundano, ¿no lo sabes? Tu orgullo es su causa, es tu vanidoso deseo de aparecer, es tu infinita ambición y esta complacencia criminal que te hace desviar vergonzosamente hacia una perniciosa diligencia por agradar a los hombres cuando debe emplearse para agradar a tu Dios. Es por eso que Jesús se esconde, Él ve el desorden que produce este vicio; Él ve el daño, que esta pasión hace en las almas, las raíces que echa ahí y cuánto corrompe toda nuestra vida desde la infancia hasta la muerte: Él ve las virtudes ahogadas por este cobarde y vergonzoso temor por parecer prudente y devoto: Él ve los crímenes cometidos, o para acomodarse a la sociedad por una condenable complacencia, o para satisfacer la ambición, a la cual se sacrifica todo en el mundo. Pero, fieles, eso no es todo: Él ve que este deseo de parecer destruye las virtudes más eminentes, haciéndolas equivocar, substituyendo la gloria del mundo en lugar de la del cielo, haciéndonos hacer por el amor de los hombres lo que se debe hacer por el amor de Dios. Jesucristo ve todos estos males causados por el deseo de aparentar y se esconde para enseñarnos a despreciar el ruido y el brillo del mundo. Él no cree que su cruz baste para domar esta furiosa pasión; Él elige, si es posible, una condición más baja y donde, de alguna manera, está más anonadado.
   Porque, finalmente, no temeré decirlo: Mi Salvador, os conozco mejor en la cruz y en la vergüenza de vuestro suplicio, que no en esta bajeza y en esta vida desconocida. Aunque vuestro cuerpo esté todo desgarrado, vuestra cara esté ensangrentada y que muy lejos de parecer Dios, no tengáis ni siquiera rostro de hombre, sin embargo no me estáis tan oculto y veo, a través de tantas nubes, algún rayo de vuestra grandeza en esta firme resolución, con la cual superáis los más grandes tormentos. Vuestro dolor tiene dignidad, puesto que os hace encontrar un adorador en uno de los compañeros de vuestro suplicio. Pero aquí no veo sino lo bajo: y en este estado de anonadamiento un antiguo tiene razón de decir que sois injurioso a vos mismo: Adultus non gestit agnosci, sed contumeliosus insuper sibi est(31). Es injurioso a sí mismo, porque parece que no hace nada y que es inútil al mundo. Pero él no rehúsa esta ignominia; quiere sí que esta injuria sea agregada a todas las otras que ha sufrido, con tal do que ocultándose con José y con la bienaventurada María nos enseñe por este gran ejemplo, que si un día se exhibe al mundo, será por el deseo de sernos útil y por obedecer a su Padre; que, en efecto, toda la grandeza consiste en conformarse a las órdenes de Dios, de cualquier manera que le plazca disponer de nosotros: y, finalmente, que esa oscuridad a la cual tanto tememos, es tan ilustre y tan gloriosa, que puede ser elegida incluso por un Dios. He aquí lo que nos enseña Jesucristo oculto con toda su humilde familia, con María y José, a quienes asocia a la oscuridad de su vida, porque lo son muy queridos. Participemos pues con ellos, y ocultémonos con Jesucristo.
   Cristianos, ¿no sabéis que Jesucristo está aún oculto? Sufre que se blasfeme diariamente su nombre y que se burlen de su Evangelio, porque no ha llegado la hora de su gran gloria. Está oculto con su Padre, y nosotros estamos escondidos con Él en Dios, como dice el divino Apóstol. Puesto que estamos escondidos con Él, no debemos buscar la gloria en este lugar de destierro, sino cuando Jesús se mostrará en su majestad, ése será entonces el tiempo de aparecer: cum Christus apparuerit, tune et simul apparebimus cum illo in gloria(32). Oh, Dios, ¡qué hermoso será aparecer en ese día, cuando Jesús nos alabará delante de sus santos ángeles, ante todo el universo y ante su Padre celestial! ¿Qué noche, qué oscuridad bastante larga podrá merecernos esta gloria? Que los hombres se callen de nosotros eternamente, con tal de que Jesucristo hable de nosotros en ese día. Sin embargo, cristianos, tenemos esa terrible palabra que pronuncia en su Evangelio: "Habéis recibido vuestra recompensa" (33). Queríais la gloria de los hombres: la habéis tenido; estáis pagados; no hay más nada que esperar. ¡Oh, envidia ingeniosa de nuestro enemigo, que nos da los ojos de los hombres, para quitarnos los de Dios; que con una justicia maliciosa se ofrece a recompensar nuestras virtudes, de miedo, que las recompense Dios! Desgraciado, yo no quiero tu gloria: ni tu brillo, ni tu vana pompa no pueden pagar mis trabajos. Espero mi corona de una mano más querida y mi recompensa de un brazo más potente. Cuando Jesús aparecerá en su majestad, entonces, es entonces que quiero aparecer.
   Allí, fieles, veréis lo que yo no os puedo decir hoy: descubriréis las maravillas de la vida oculta de José; sabréis lo que hizo durante tantos años y qué glorioso es ocultarse con Jesucristo. ¡Ah! sin duda no es de aquéllos que han recibido su recompensa en este mundo: es por eso, que él aparecerá entonces, porque no ha aparecido; se manifestará, porque no se ha manifestado. Dios preparará la oscuridad de su vida; y su gloria será tanto más grande, cuanto que está reservada para la vida futura.
   Amemos pues esta vida oculta en la cual Jesús se envolvió con José. ¿Qué importa que los hombres nos vean? Es locamente ambicioso aquél a quien no le bastan los ojos de Dios y es injuriarlo demasiado el no contentarse con tenerlo por espectador. Si es que tenéis grandes cargos y empleos importantes, si es necesario que vuestra vida sea toda pública, meditad al menos seriamente que al final haréis una muerte privada, puesto que todos esos honores no os seguirán. Que el ruido que los hombres hacen a vuestro alrededor no os impida escuchar las palabras del Hijo de Dios. Él no dice: Felices aquéllos a los que se elogia, sino dice en su Evangelio: "Felices aquéllos a los que se maldice por mi amor"(34). Temblad, pues, en esta gloria, que os rodea, porque no sois juzgados dignos de los oprobios del Evangelio. Pero si el mundo nos los niega, cristianos, hagámonoslos a nosotros mismos; repróchemonos ante Dios nuestra ingratitud y nuestras ridículas vanidades; pongámonos ante nosotros mismos, ante nuestra faz, toda la vergüenza de nuestra vida; seamos al menos oscuros ante nuestros ojos por una humilde confesión de nuestros crímenes; y participemos como podemos en el retiro de Jesús, para participar en su gloria. Amén.


SERMONES SOBRE SAN JOSÉ
Jacobo Benigno Bossuet
QUAESIVIT SIBI DEUS VIRUM
JUXTA COR SUUM
EL SEÑOR SE BUSCÓ UN HOMBRE
SEGÚN SU CORAZÓN
(I Timoteo, 6, 20)
De las tres virtudes de San José: por la primera, la sencillez, buscó a Dios; por la segunda, el desapego, encontróa Dios; por la tercera, el amor de lavida oculta, gozó de Dios.

(Sermón predicado primeramente el 19 de marzo de en las Grandes Carmelitas, después de la aparición de San José en el monte Bessillon).



   Este hombre según el corazón de Dios no se muestra para afuera y Dios no lo escoge según las apariencias, ni por el testimonio de la voz pública. Cuando envió a Samuel a la casa de Jesé para encontrar allí a David, el primero de todos que mereció esta alabanza, ese gran hombre, al cual Dios destinaba para la más augusta corona del mundo, no era conocido ni siquiera en su familia. Le presentan al profeta todos sus mayores, sin pensar en él; pero Dios, que no juzga al modo de los hombres, le advertía en secreto no mirar a su rica estatura, ni a su atrevido porte; de tal modo que, rechazando a aquéllos introducidos en el mundo, hizo acercarse a aquél, al cual mandaban a apacentar los rebaños: y derramando sobre su cabeza la unción real, dejó a sus padres asombrados, por haber hasta ese momento conocido tan poco a ese hijo, al cual Dios elegía con tan extraordinaria supremacía.
   Parecido proceder de la Providencia divina me hace aplicar hoy a José, el hijo de David, lo que se dijo del mismo David. Había llegado el tiempo de que Dios buscase un hombre según su corazón, para depositar en sus manos lo que le era más caro; quiero decir la persona de su Hijo único, la integridad de su santa Madre, la salvación del género humano, el secreto más sagrado de su disposición, el tesoro del cielo y de la tierra. Deja a Jerusalén y las otras famosas ciudades; se detiene en Nazaret; y en esta aldea desconocida elegirá también a un hombre desconocido, un pobre artesano, en una palabra a José, para confiarle un cargo, con el cual los ángeles del primer orden se hubieran sentido honrados, para que, señores, entendamos que el hombre según el corazón de Dios debe ser buscado él mismo en el corazón y que son las virtudes ocultas las que lo hacen digno de esta alabanza. Como me propongo hoy tratar estas virtudes ocultas, es decir, descubriros el corazón del justo José, necesito más que nunca, cristianos, que aquél que se llama el Dios de nuestros corazones(1), me ilumine con su Espíritu Santo. Pero que injuria haríamos a la divina María, si estando acostumbrados a pedirle su ayuda en otros temas ahora cuando se trata de su santo esposo, no nos esforzáramos a decirle con particular devoción: Ave.
   Es un vicio común de los hombres el darse totalmente a lo exterior y descuidar lo interior, el trabajar para mostrar y aparentar y despreciar lo efectivo y lo sólido, el pensar a menudo cómo parecen y no pensar cómo deben ser. Es por eso, que las virtudes estimadas son aquéllas que se ocupan de negocios y que forman parte del trato con los hombres: al contrario, las virtudes ocultas e interiores en las que el público no toma parte, donde todo ocurre entre Dios y el hombre, no solamente no son seguidas, sino ni siquiera escuchadas. Y sin embargo es en este secreto en el que consiste todo el misterio de la verdadera virtud. En vano pensáis formar un buen magistrado, si no hacéis antes un hombre de bien; en vano consideráis qué puesto podréis ocupar en la sociedad civil, si antes no meditáis qué hombre sois en particular. Si la sociedad civil construye un edificio, el arquitecto hace primero tallar una piedra y después se la pone en el edificio. Antes de meditar qué lugar se dará a un hombre entre los otros, es necesario formarlo en sí mismo; y si no se trabaja sobre esta base, todas las otras virtudes, por brillantes que puedan ser, no serán sino virtudes de ostentación y aplicadas por afuera, que no tendrán cuerpo ni verdad. Podrán obtenernos el respeto y hacer nuestras costumbres agradables, en fin, nos podrán formar a gusto y según el corazón de los hombres; pero no hay sino las virtudes particulares, que tengan este admirable derecho de formarnos al gusto y según el corazón de Dios.
   Estas virtudes particulares, este hombre de bien, este hombre a gusto de Dios y según su corazón, es lo que quiero mostraros hoy en la persona del justo José. Quito los dones y los misterios que podrían elevar su panegírico. No os digo más, cristianos, que él es el depositario de los tesoros celestiales, el padre de Jesucristo, el conductor de su infancia, el protector de su vida, el esposo y guardián de su santa Madre. Quiero callar todo cuanto reluce, para hacer el elogio de un Santo, cuya principal grandeza es haber sido de Dios sin ostentación. Las virtudes mismas, de las cuales os hablaré, no son ni de la sociedad, ni del trato: todo está encerrado en el secreto de su conciencia. La simplicidad, el desapego, el amor a la vida oculta son pues las tres virtudes del justo José, que intento proponeros. Me parecéis sorprendidos al ver el elogio de un santo tan grande, cuya vocación es tan alta, reducido a tres virtudes tan comunes: pero sabed que en estas tres virtudes consiste el carácter de este hombre de bien del que estamos hablando; y me es fácil haceros ver que también en estas tres virtudes consiste el carácter de San José. Pues, Hermanas, a este hombre de bien, al cual contemplamos, para ser según el corazón de Dios, le es necesario primeramente que lo busque; en segundo lugar, que lo encuentre y en tercer lugar, que se complazca en él. Quienquiera busca a Dios, que busque con simplicidad a aquél que no puede soportar los caminos desviados. Quienquiera quiere encontrar a Dios, que se desapegue de todas las cosas para encontrar a aquél que quiere ser él solo todo nuestro bien. Quienquiera quiere gozar de Dios, que se esconda y se retire para gozar en el reposo, en la soledad, de aquél, que no se comunica entre la turbación y la agitación del mundo. Es lo que ha hecho nuestro patriarca. José, hombre simple, buscó a Dios; José, hombre desapegado, encontró a Dios; José, hombre retirado, gozó de Dios: tal es la división de este sermón.
PRIMER PUNTO
   El camino de la virtud no es de esas grandes rutas, en las cuales uno puede extenderse libremente: al contrario, aprendemos por las Sagradas Escrituras, que no es sino un pequeño sendero, y un camino estrecho y apretado y al mismo tiempo extremadamente recto: Semita justi recta est, rectus callis justi ad ambulandu (2). De esto debemos aprender que es necesario caminar por él con simplicidad y gran rectitud. Por poco no sólo que uno se desvíe, sino incluso que vacile en esta vía, se cae en los escollos con los que se halla rodeada por todas partes. Por eso el Espíritu Santo, viendo este peligro, nos advierte tan a menudo de caminar por la ruta que nos ha marcado, sin desviarnos nunca ni a la derecha ni a la izquierda: Non declinabitis neque ad dexteram neque ad sinistram(3); enseñándonos con estas palabras que para mantener este camino, hay que rectificar de tal modo su intención, que no se le permita nunca aflojar ni hacer el más mínimo paso a un lado o al otro.
   Esto se denomina en las Escrituras tener el corazón recto con Dios y caminar en sencillez ante su rostro. Es el único medio de buscarlo y el único camino para ir a él, porque, como dice el Sabio: "Dios conduce al justo por los rectos caminos": Justum deduxit Dominus per vías rectas(4). Pues Él quiere que se lo busque con mucho ardor, y así que se tomen los caminos más cortos, que son siempre los más rectos: de suerte que Él no cree que se lo busca, cuando no se va en camino recto hacia Él. Por eso no quiere a los que se detienen, no quiere a los que se apartan, no quiere a los que se dividen. Quienquiera pretende repartir su corazón entre la tierra y el cielo, no da nada al cielo y todo a la tierra, porque la tierra retiene lo que él le empeña y el cielo no acepta lo que él le ofrece.
   Debéis entender por este sermón que esta bienaventurada sencillez tan alabada en las Sagradas Letras es cierta rectitud del corazón y pureza de intención; y el acto principal de esta virtud es ir a Dios de buena fe y sin proponérselo a sí mismo. Acto necesario e importante, que es necesario explicaros. No os persuadáis, cristianos, que yo hablo así sin razón. Porque si en el camino de la virtud hay quienes engañan a los otros, muchos también se engañan a sí mismos. Los que se reparten entre los dos caminos, que quieren tener un pie en uno y en otro, que se dan a Dios de tal manera que tienen siempre una mirada en el mundo; éstos no caminan en simplicidad ni delante de Dios, ni delante de los hombres y, por consiguiente, no tienen una virtud firme. No son rectos con los hombres, porque impresionan su vista con la imagen de una piedad, que no puede ser sino falsificada, estando alterada por la mezcla: no son rectos ante Dios, porque para agradar a sus ojos, no es suficiente, cristianos, presentar con estudio y artificio actos de virtud prestados y forzadas direcciones de la intención.
   Un hombre empeñado en el amor al mundo viola diariamente las leyes más santas de la buena fe, o de la amistad, o de la equidad natural que debemos a los más extraños; para satisfacer su avaricia. Sin embargo, por una cierta inclinación vaga y general que le queda para la virtud, se imagina ser hombre de bien y quiere exhibir actos tales: pero, ¿qué actos, oh Dios todopoderoso? Ha oído decir a sus directores lo que es un acto de desprendimiento o un acto de contrición y de arrepentimiento: saca de su memoria las palabras que lo componen, o la imagen de los sentimientos que lo forman. Los aplica como puede sobre su voluntad, pues no puedo decir otra cosa, puesto que su intención le es opuesta y se imagina ser virtuoso; pero se engaña, se equivoca, se burla a sí mismo.
   Para hacerse agradable a Dios, cristianos, no basta sacar por artificio actos forzados de virtud y direcciones de intención premeditadas. Los actos de piedad deben nacer del fondo del corazón y no ser prestados del espíritu o de la memoria. Pero los que salen del corazón, no se pueden dividir: "Nadie puede servir a dos señores"(5). Dios no puede soportar esta intención bizca, si puedo hablar de esta manera, que mira a dos lados al mismo tiempo. Las miradas así repartidas vuelven chocante y deforme el trato de un hombre; y el alma se desfigura ella misma, cuando dirige sus intenciones hacia dos lugares, "Vuestro ojo, dice el Hijo de Dios, debe ser simple"(6), es decir, que vuestra mirada sea única; y para hablar aún en términos más claros, aplicándose la intención pura y desprendida por completo al mismo fin, que el corazón tome sinceramente y de buena fe los sentimientos que Dios quiere. Pero lo que he dicho en general sobre esto, se conocerá mejor en el ejemplo.
   Dios ordenó al justo José recibir a la divina Virgen como a su Esposa fiel, mientras su embarazo parece acusarla; considerar como a su Hijo propio un niño que no es suyo sino porque está en su casa; reverenciar como a su Dios a aquél al cual está obligado a servir como protector y guardián. En estas tres cosas, hermanos, en las que se deben tener sentimientos delicados y que la naturaleza no puede dar, sólo una extrema simplicidad puede hacer al corazón dócil y disponible. Veamos lo que hará el justo José. Señalaremos aquí, que con respecto a su santa Esposa, nunca fue más modesta la sospecha, ni la duda más respetuosa: pero en fin era tan justo, que no podía desengañarse sin la intromisión del cielo. Por eso, un ángel, de parte de Dios, le anuncia que ella ha concebido por el Espíritu Santo(7). Si su intención hubiera sido menos recta, si no hubiera pertenecido a Dios sino a medias, no se hubiera rendido del todo; le hubiera quedado en el fondo de su alma algún resto de sospecha mal curada y su cariño por la Virgen santa hubiera sido siempre incierto y tembloroso. Pero su corazón que busca a Dios con simplicidad, no sabe dividirse de Dios: no tiene dificultad en reconocer que la incorruptible virtud de su santa Esposa merecía el testimonio del Cielo. Supera la fe de Abrahán, aunque éste nos es presentado en las Escrituras(8), como el modelo de la fe perfecta. Abrahán es alabado en las santas Escrituras, por haber creído en el alumbramiento de una estéril(9): José creyó en el de una virgen, y reconoció con sencillez ese grande e impenetrable misterio de la virginidad fecunda.
   Pero he aquí algo más admirable. Dios quiere que recibáis a este Niño de la pureza de María como a vuestro Hijo. No compartiréis con esta Virgen el honor de ser causa de su nacimiento, porque eso dañaría la virginidad; pero compartiréis con ella esas preocupaciones, esas vigilias, esas inquietudes, con las cuales educará a ese querido Hijo: ocuparéis el lugar del padre de este santo Niño, que no lo tiene en la tierra; y aunque no lo seáis por la naturaleza, es necesario que os volváis tal por cariño. Pero ¿cómo se efectuará tan grande obra? ¿Dónde tomará ese corazón paterno, si la naturaleza no se lo da? ¿Esas inclinaciones se pueden adquirir por elección; y no temeremos aquí esos movimientos prestados y esos afectos artificiales, que acabamos de mencionar? No, hermanos; no lo temamos: un corazón que busca a Dios con sencillez es una tierra húmeda y blanda, que recibe la forma que Él le quiere dar; le sucede naturalmente lo que Dios quiere. Si pues es la voluntad del Padre celestial que José ocupe su lugar en este mundo y que sirva de padre a su Hijo, él sentirá por este santo y divino Niño, no lo duden, esa inclinación natural, todas esas dulces emociones, todos esos tiernos anhelos de un corazón paterno.
   Efectivamente, durante esos tres días cuando el Hijo de Dios se evadió para permanecer con los doctores en el templo, él está tan perturbado como la misma Madre, y ella bien que lo reconoce: Pater tuus et ego dolentes quaerebamus te(10). Tu padre y yo estábamos muy afligidos. Ved, que ella lo une consigo en la sociedad de los dolores. No temo llamarlo aquí tu padre, ni pretendo dañar la pureza de tu nacimiento: se trata de cuidados y ansiedades; y por eso yo puedo decir que es tu padre, porque tiene verdaderamente inquietudes paternales. Ved, señores, cómo este hombre santo acepta simplemente y de buena fe los sentimientos que Dios le ordena. Pero, amando a Jesucristo como a su Hijo, ¿podrá ser, hermanos, que lo reverencie como a su Dios? Sin duda, y no habría nada más difícil, si la santa sencillez no hubiera hecho su alma dócil para someterse sin dificultad a las órdenes divinas.
   He aquí, cristianos, el último esfuerzo de la sencillez del justo José en la pureza de su fe. El gran misterio de nuestra fe es creer en un Dios en la debilidad. Pero, para comprender bien, hermanas, cuan perfecta es la fe de José, es necesario, por favor, señalar que la debilidad de Jesucristo puede considerarse en dos situaciones: o como estando sostenida por algún efecto del poder, o como estando abandonada y dejada a sí misma. En los últimos años de la vida de nuestro Salvador, aunque fuese visible la fragilidad de su carne por sus padecimientos, su omnipotencia divina no lo era menos por sus milagros. Es verdad que parecía hombre; pero este hombre decía cosas que ningún hombre había dicho nunca; pero este hombre hacía cosas que ningún hombre había hecho jamás. Estando entonces sostenida la debilidad, no me asombro que en ese estado Jesús haya atraído adoradores, las señales de su poder pudiendo permitir juzgar que la fragilidad era voluntaria; y la fe no era de tan gran mérito. Pero en el estado en que lo vio José, me cuesta comprender cómo creyó tan fielmente, porque nunca la debilidad pareció más abandonada, ni siquiera, lo digo sin temor, en la ignominia de la cruz. Pues era esta hora importante para la cual había venido: su Padre lo había abandonado; él estaba de acuerdo con él, que lo abandonaría ese día; él mismo se abandonaba voluntariamente para ser entregado a manos de los verdugos. Si durante esos días de abandono el poder de sus enemigos ha sido muy grande, ellos no deben vanagloriarse de eso, porque habiéndolos derribado primero con una sola de sus palabras, les dio bien a entender, que no se les sometía sino por una voluntaria debilidad: Non haberes potestatem adversum me ullam nisi tibí datum esset desuper(11); no tendrías ningún poder sobre mí, si no te hubiera sido dado de lo alto. Pero en el estado del cual hablo y en el cual lo ve San José, la debilidad es tanto mayor, en cuanto parece de alguna manera forzada.
   Pues, al fin, mi divino Salvador ¿cuál es en este encuentro la conducta de vuestro Padre celestial? Él quiere salvar a los Magos que vinieron a adoraros y los hace escapar por otro camino. No lo invento, cristianos, no hago más que seguir la historia santa. Quiere salvaros a vos mismo y parece que tiene dificultad en hacerlo. Un ángel viene del cielo, a despertar, por así decirlo, a José sobresaltado, y decirle como acosado por un peligro imprevisto: "Huid rápido, partid esta noche con la Madre y el Niño, id a Egipto"(12). Huid: ¡oh, qué palabra! Todavía si hubiera dicho: Retírate. Pero: Huid durante la noche: ¡oh, precaución de debilidad! ¿Pero qué? ¡El Dios de Israel no se salva sino al amparo de las tinieblas! Y ¿quién lo dice? Es un ángel que viene súbitamente a José como un mensajero espantado: "De manera, dice un autor antiguo, que parece que todo el cielo se alarmó, y que el terror se esparció ahí antes de pasar a la tierra";(13) ut videatur caelum timor ante tenuisse quam terram. Pero veamos la continuación de esta aventura. José se salva en Egipto y el mismo ángel vuelve a él: "Volved, dice, a Judea, porque quienes querían la muerte del Niño están muertos"(14). ¡Pero cómo! ¡Si ésos vivieran, Dios no estaría en seguridad! ¡Oh, debilidad abandonada y descuidada! He aquí el estado del divino Jesús; y en este estado San José lo adora con la misma sumisión, como si hubiera visto sus más grandes milagros. Reconoce el misterio de este milagroso abandono; sabe que la virtud de la fe es tener la esperanza sin ningún tipo de esperanza: In spem contra spem(15). Se abandona a Dios con sencillez y ejecuta sin investigar todo lo que Él manda. En efecto, es demasiado curiosa la obediencia que examina las causas de la orden: ella no debe tener ojos sino para considerar su deber y debe querer su ceguera que la hace caminar con seguridad. Pero San José tenía esta obediencia, porque creía con sencillez; y porque su espíritu, sin vacilar entre la razón y la fe, seguía con recta intención las luces que venían de arriba. ¡Oh, fe viva, oh fe simple y recta, cuánta razón tiene el Salvador de decir, que ya no te encontrará sobre la tierra!(16). Porque, hermanos míos, ¿cómo creemos nosotros? ¿Quién nos dará hoy penetrar hasta el fondo de nosotros mismos para ver si estos actos de fe que hacemos a veces, están verdaderamente en el corazón, o si no es la costumbre que los lleva ahí desde afuera?
   Y si no podemos leer en nuestros corazones, examinemos nuestras obras y conozcamos nuestra poca fe. Un signo de su debilidad es que no nos atrevemos a construir sobre ella; no nos atrevemos a confiarnos en ella, ni a establecer sobre ese fundamento la esperanza de nuestra felicidad. Desmentidme, señores, si no digo la verdad. Cuando flotamos inseguros entre la vida cristiana y la vida mundana, ¿no es una duda secreta la que nos dice en el fondo del corazón: Pero esta inmortalidad que nos prometen, es una cosa asegurada; y no es demasiado arriesgar su tranquilidad, su felicidad, el abandonar lo que se ve para seguir lo que no se ve? No creemos pues con sencillez, no somos cristianos de buena fe.
   Pero yo creería, diréis, si viera a un ángel como San José. Oh, hombres desengaños. Jonás discutió contra Dios, aunque estaba advertido de su voluntad por una clara visión; y Job fue fiel, aunque no hubiera aún sido confirmado por apariciones extraordinarias. No son los caminos extraordinarios los que doblegan nuestro corazón, sino la santa sencillez y la pureza de intención que produce la verdadera caridad, que ata gustosamente nuestro espíritu a Dios, apartándolo de las creaturas. Este abandono, Hermanas, constituirá nuestra segunda parte.
SEGUNDO PUNTO
   Dios, que ha instituido su Evangelio sobre contrariedades misteriosas, se da solamente a quienes se conforman con Él y se desprenden de los otros bienes. Era necesario que Abrahán abandone su casa y todos los apegos de la tierra antes de que Dios le dijera: Yo soy tu Dios. Hay que abandonar todo lo que se ve, para merecer lo que no se ve y nadie puede poseer ese gran todo si no está en el mundo, como si no tuviera nada. Tamquam nihil habentes"(17). Si alguna vez hubo un hombre a quien Dios se haya dado de buena gana, es sin duda el justo José, quien lo tiene en su casa y entre sus manos y ante quien Él está presente a toda hora mucho más en el corazón, que delante de los ojos. He aquí un hombre que ha encontrado a Dios de una manera muy particular: así se hizo digno de tan grande tesoro, por un desprendimiento sin reservas, pues se despegó de sus pasiones, se despegó de su interés y de su propio reposo.
   Dos clases de pasiones acostumbran conmovernos, quiero decir, las pasiones suaves y las pasiones violentas. ¿Cuál de las dos, Hermanas, es la más difícil de dominar? No es fácil decidirlo. He aprendido del gran Santo Tomás, que aquéllas son temibles por la duración, éstas por la rapidez y la impetuosidad de sus movimientos; aquéllas nos halagan, éstas nos empujan por la fuerza; aquéllas nos conquistan, éstas nos arrastran. Pero, aunque por vías diferentes, unas y otras trastornan los sentidos, unas y otras empeñan el corazón. Oh, pobre corazón humano, ¿de cuántos enemigos eres la presa? ¿De cuántas tempestades eres el juguete? ¿De cuántas ilusiones eres el teatro?
   Mas aprendamos, cristianos, del ejemplo de San José a vencer esas suavidades que nos encantan, esas violencias que nos arrebatan. Ved cómo está desapegado de sus pasiones, pues ha podido vencer sin esfuerzo entre las suaves a la más halagadora, entre las violentas, a la más feroz, quiero decir, al amor y los celos. Su Esposa es su hermana. Se conmueve, si puedo decir así, solamente por la virginidad de María; pero la ama para conservarla en su casta Esposa; y después para grabarla en sí mismo, por una completa unión del corazón. La fidelidad de este matrimonio consiste en guardarse uno al otro la perfecta integridad que se han prometido. Tales son las promesas que los juntan, tal es el pacto que los ata. Son dos virginidades que se unen para conservarse una a la otra eternamente por una casta correspondencia de púdicos deseos; y me parece ver dos astros que no se juntan en conjunción sino porque sus luces se unen. Tal es el vínculo de este matrimonio, tanto más firme, dice San Agustín(18), que las promesas que se dieron deben ser más inviolables por eso mismo que son más santas.
   Pero los celos, cristianos, pensaron romper sagrado vínculo de esta amistad conyugal, desconociendo aún los misterios de los cuales era hecha digna su amada Esposa, no sabe qué pensar de su embarazo. Los poetas y pintores presenten a vuestros ojos los horrores de los celos, el veneno de esta serpiente y los cien ojos de este monstruo: me basta deciros que es una especie de complicación de las pasiones más furiosas. Aquí, un amor ultrajado impulsa el dolor hasta la desesperación y el odio hasta la furia; y es quizás por esta razón que el Espíritu Santo nos ha dicho: Dura sicut infernus aemulatio(19); los celos son duros como el infierno, porque reúnen en efecto las dos cosas más crueles que tiene el infierno» la rabia y la desesperación.
   Pero este monstruo tan furioso no puede nada contra el justo José. Admirad, pues, su moderación hacia su santa y divina Esposa. Comprende el mal de modo que no puede defenderla; y no quiere condenarla del todo. Toma un parecer atemperado. Obligado por la autoridad de la ley a alejarla de su compañía, evita por lo menos difamarla, se queda en el límite de la justicia y bien lejos de requerir el castigo, le ahorra incluso la deshonra. He aquí una resolución bien moderada: pero tampoco apura su ejecución. Quiere esperar la noche, esta sabia consejera de nuestros fastidios, de nuestras ligerezas, de nuestras peligrosas precipitaciones. Y en efecto esa noche le descubrirá el misterio; un ángel vendrá a aclarar sus dudas; y me atrevo a decir, señores, que Dios le debía al justo José este socorro. Porque, puesto que la razón humana sostenida por la gracia se había elevado a su punto más alto, era necesario que el Cielo concluyera el resto; y aquél era digno de conocer la verdad quien, sin haberla reconocido, no había dejado sin embargo de practicar la justicia: Mérito responsum subvenit mox divinum, cui humano deficiente consilio justitia non defecit(20).
   Por cierto, San Juan Crisóstomo tiene razón de admirar aquí la filosofía de José(21). Era, dice, un gran filósofo, completamente desapegado de sus pasiones, puesto que lo vemos vencer la más tiránica de todas. ¿Cuan dueño de sus movimientos es un hombre, que en esta situación es capaz de tomar una resolución y una resolución moderada y que habiéndola tomado tan sabiamente, puede todavía suspender su ejecución y con esos pensamientos dormir un sueño tranquilo? Sí su alma no hubiese estado tranquila, estad seguros que las luces de arriba no hubieran descendido tan pronto a ella. Es pues indudable, hermanos, que él estaba bien desapegado  sus pasiones, tanto de las que encantan por su suavidad como de las que arrastran por su violencia.
   Muchos pensarán, quizás, que siendo tan desapegado de sus pasiones, es superfluo deciros, que también lo es de sus intereses. Pero no sé, cristianos, si esta consecuencia es bien segura. Porque este apego a nuestro interés es más bien un vicio que una pasión, porque las pasiones tienen su rumbo y consisten en cierto ardor que los oficios cambian, que el alma modera, que el tiempo se lleva, que se consume al final a sí mismo; mientras que el apego al interés se arraiga cada vez más con el tiempo, como dice Santo Tomás(22), procediendo de la debilidad, se fortifica todos los días a medida que todo el resto se debilita y se agota. Pero sea como sea, cristianos, no hay nada más desasido de este interés que el alma del justo José. Representaos un pobre artesano, que no tiene otra herencia que sus manos, otro bien que su taller, otros recursos que su trabajo; que da con una mano lo que acaba de recibir con la otra, y se ve todos los días con sus recursos agotados; obligado sin embargo a hacer grandes viajes, que le impiden todas sus prácticas; porque hay que hablar de este modo del padre de Jesucristo, sin que el ángel enviado le diga nunca una palabra de su subsistencia. Él no tuvo vergüenza de sufrir lo que nosotros tenemos vergüenza de decir: ¡Humillaos, oh grandezas humanas! Sin embargo, él sigue sin inquietarse, siempre errante, siempre vagabundo, solamente porque está con Jesucristo; demasiado feliz de poseerlo a ese precio. Se considera todavía demasiado rico, y todos los días hace nuevos esfuerzos para vaciar su corazón, para que Dios extienda allí sus posesiones y dilate en él su reino; abundante, porque no tiene nada; teniendo todo, porque todo le falta; feliz, tranquilo, asegurado porque no encuentra ni reposo, ni morada, ni estabilidad.
   Éste es el último efecto del desapego de José, y el que debemos señalar, reflexionando más seriamente. Porque nuestro vicio más común y más opuesto al cristianismo es una desgraciada inclinación a establecernos sobre la tierra, cuando debemos avanzar siempre y no detenernos nunca en ninguna parte. San Pablo nos enseña, en la divina Epístola a los Hebreos, que Dios nos ha construido una ciudad: y es por eso, dice, que no se avergüenza de llamarse nuestro Dios; ideo non confunditur Deus vocari Deus eorum: paravit enim illis civitatem(23). Y en efecto, cristianos, como el nombre de Dios es un nombre de padre, con razón se avergonzaría de llamarse nuestro Dios, si no proveyese a nuestras necesidades. Este buen Padre ha pues pensado en proveer cuidadosamente a sus hijos: les ha preparado una ciudad que tiene fundamentos, dice San Pablo, fundamenta habentem civitatem(24), es decir, que es sólida e inconmovible. Si Él tiene vergüenza de no socorrer, ¡qué vergüenza el no aceptarla! ¡Qué injuria hacéis a nuestra patria, si os encontráis bien en el exilio! ¡Qué desprecio hacéis a Sión, si estáis a gusto en Babilonia! Id y caminad siempre y no tengáis nunca morada fija. Así vivió el justo José. ¿Disfrutó alguna vez de un momento de alegría, desde que tenía a Jesucristo a su cuidado? Este Niño no deja a los suyos en reposo: los inquieta siempre en lo que poseen y siempre les ocasiona algún nuevo trastorno.
   Él quiere enseñarnos, Hermanas, que es una disposición de la misericordia el mezclar la amargura en todas nuestras alegrías. Pues somos viajeros, expuestos durante el viaje a la intemperie del aire y a la irregularidad de las estaciones. Durante las fatigas de tan largo viaje el alma agotada por el trabajo busca algún lugar donde descansar. Uno se divierte en un empleo, otro se consuela en su mujer, en su marido, en su familia; otro tiene su esperanza en su hijo. De este modo cada uno se divide y busca algún apoyo en la tierra. El Evangelio no censura estos afectos: pero como el corazón humano es atropellado en sus movimientos y le es difícil moderar sus deseos, lo que le era dado para relajarse, poco a poco descansa en eso y al final se le apega. No era sino un bastón para sostenerlo durante la fatiga del viaje y se hace de él una cama, para dormir ahí; y se queda, se para, sin acordarse más de Sión. Universum stratum ejus versasti in infinítate ejus(25). Dios le da vuelta esta cama donde se adormecía en medio de las felicidades temporales y por un azote saludable le hace sentir a este corazón cuan peligroso era ese reposo. Vivamos pues en este mundo como desasidos de él. Si estamos en él como no teniendo nada, seremos en efecto como poseedores de todo; si nos desasimos de las creaturas ganaremos al Creador; y no nos quedará otra cosa más que ocultarnos con José, para gozar de Él en el recogimiento y la soledad: esto es nuestra última parte.
TERCER PUNTO
   La justicia cristiana es un asunto particular de Dios con el hombre, y del hombre con Dios; es un misterio entre ellos dos, que se profana cuando se lo divulga y que no puede estar oculto con demasiada fidelidad ante quienes no están en el secreto. Por eso, el Hijo de Dios nos ordena, cuando nos proponemos rezar, y lo mismo debe entenderse de todas las virtudes cristianas; nos ordena, digo, retirarnos privadamente y cerrar la puerta detrás nuestro(26). Cierra, dice, la puerta detrás tuyo y celebra tus misterios con Dios solo, sin admitir ahí a nadie, excepto a quienes le placerá llamar; solo pectoris contentus arcano orationem tuam esse mysterium(27). Así, la vida cristiana debe ser una vida oculta y el verdadero cristiano debe desear ardientemente permanecer cubierto bajo el ala de Dios, sin tener otro espectador.
   Pero aquí toda la naturaleza protesta y no puede soportar esta oscuridad y si no me equivoco, es esta la razón: es que a la naturaleza le repugna la muerte; y vivir oculto y desconocido, es como estar muerto en el espíritu de los hombres. Pues como la vida está en la acción, el que deja de obrar parece haber dejado de vivir. Ahora bien, Hermanas, los hombres mundanos, acostumbrados al tumulto y a los apresuramientos, no saben lo que es una acción apacible e interior; y creen que no obran si no se agitan y que no se mueven si no hacen ruido; de manera que consideran el retiro y la oscuridad como una extinción de la vida: al contrario, ponen tanto la vida en este esplendor del mundo y en este ruido tumultuoso, que osan persuadirse que no estarán del todo muertos mientras su nombre haga ruido sobre la tierra. Es por eso que consideran la reputación como una segunda vida: les interesa mucho sobrevivir en la memoria de los hombres; y poco falta, para que crean que saldrán secretamente de sus tumbas, para oír lo que se dirá de ellos; tan persuadidos están de que vivir es hacer ruido y remover todavía las cosas humanas, porque para ellos la vida es ruido. Ésta es la eternidad que promete el siglo: eternidad por los títulos, inmortalidad por la fama: Qualem potest praestare saeculum de titulis deternitatem, de fama immortalitatem(28). Vana y frágil inmortalidad, pero la cual tanto importaba a los viejos conquistadores. Esta falsa imaginación, hace que la oscuridad parezca una muerte a los amadores del mundo e incluso, si oso decirlo, algo más duro que la muerte, puesto que, según su opinión, vivir oculto y desconocido, es sepultarse en vida y enterrarse, por decirlo así, en medie del mundo.
   Nuestro Señor Jesucristo, habiendo venido para morir e inmolarse, quiso morir e inmolarse por nosotros de todas las maneras: de modo que no se contentó, Hermanas con morir la muerte natural, ni la muerte más cruel y más violenta; sino quiso aún agregarle la muerte civil y política. Y como esta muerte civil viene por dos medios, o por la infamia, o por el olvido, quiso sufrir una y otra. Víctima del orgullo humano, quiso sacrificarse por toda clase de humillaciones; y dio a esta muerte de olvido los primeros treinta años de su vida. Para morir con Jesucristo debemos morir con esta muerte, para poder decir con San Pablo: Mihi mundus crucifixus est et ego mundo(29); el mundo está crucificado para mí y yo estoy crucificado para el mundo.
   El gran Papa San Gregorio da a este párrafo del Apóstol una hermosa interpretación: el mundo, dice(30), está muerto para nosotros cuando lo abandonamos; pero, agrega, eso no basta: para llegar a la perfección es necesario que nosotros estemos muertos para él y que él nos abandone; es decir, que debemos ponernos en tal estado que no agrademos al mundo, que nos considere muertos, y que ya no nos cuente más como de sus partidos y de sus intrigas, ni siquiera de sus entretenimientos y de sus pláticas. Eso es la alta perfección del cristianismo, allí se encuentra la vida, porque se aprende a gozar de Dios, quien no vive ni en el torbellino ni en el tumulto del siglo, sino en la paz de la soledad y del retiro.
   Así estaba muerto el justo José: enterrado con Jesucristo y la divina María, no se fastidiaba de esta muerte, que lo hacía vivir con el Salvador. Al contrario, nada teme tanto como que el ruido y la vida del siglo vengan a turbar o a interrumpir ese reposo oculto e interior. Misterio admirable, Hermanas: José tiene en su casa con qué atraer los ojos de toda la tierra y el mundo no lo conoce: tiene al Dios-Hombre y no dice ni una palabra de Él: es testigo de tan gran misterio y lo disfruta en secreto, sin divulgarlo. Los magos y los pastores vienen a adorar a Jesucristo, Simeón y Ana publican sus grandezas: ningún otro podía dar mejor testimonio del misterio de Jesucristo que aquél que era su depositario, que sabía el milagro de su nacimiento, al cual el ángel había instruido tan bien de su dignidad y de la causa de su envío. ¿Qué padre no hablaría de un hijo tan amoroso? Y, sin embargo, el ardor de tantas almas santas que se desahogan delante de él con tanto celo para celebrar las alabanzas de Jesucristo, no es capaz de abrir su boca para descubrirles el secreto de Dios, que le ha sido confiado. Erant mirantes, dice el Evangelista(31): aparecían asombrados, parecía que no sabían nada; escuchaban hablar a todos los otros; y guardaban silencio con tanta fidelidad, que aún se dice en su ciudad al cabo de treinta años: "¿No es éste el Hijo de José?"(32), sin que se hayan enterado nada durante tantos años del misterio de su concepción virginal. Ambos sabían que para gozar verdaderamente de Dios era necesario hacerse una soledad, que era necesario llamar a sí tantos deseos que andan errantes y tantos pensamientos que se extravían, que era necesario retirarse con Dios y contentarse con su vista.
   Pero, cristianos, ¿dónde encontraremos esos hombres espirituales e interiores en un siglo que da todo a lo que reluce? Cuando observo a los hombres, sus empleos, sus ocupaciones, sus afanes, cada día encuentro más verdadero, lo que dijo San Juan Crisóstomo(33), que si entramos en nosotros mismos, encontraremos que todas nuestras acciones se hacen por pareceres humanos. Pues para no hablar en este lugar de esas almas prostituidas, que no procuran sino agradar al mundo, ¿cuántas podremos encontrar que no se desvían del camino recto, si encuentran en su camino a las potestades, poderes, que no aflojan, al menos, si es que no amainan del todo; que no procuran mantenerse entre la justicia y el favor, entre el deber y la complacencia? ¿Cuántas encontraremos a quienes el prejuicio de las opiniones, la tiranía de la costumbre, el temor de chocar al mundo, no hagan buscar por lo menos arbitrio; para conciliar a Jesucristo con Belial y al Evangelio con el siglo? Que si hay alguno; entre ellos en quienes los miramientos humanos no ahogan ni estrechan los sentimientos de la virtud, ¿habrá alguno que no se canse de esperar su corona en la otra vida y que no quiera sacar siempre algún provecho por adelantado en las alabanzas de los hombres? Es la peste de la virtud cristiana Y como tengo el honor de hablar en presencia de una gran reina, que diariamente escucha las justas alabanzas de sus pueblos me será permitido insistir un poco en esta moral.
   La virtud es como una planta que se puede morir de dos maneras: cuando la arrancan o cuando la secan. Vendrá un gran raudal de agua, que la desarraigará y la llevará por la tierra; o mejor, sin emplear tanta violencia, vendrá alguna inclemencia que la hará secar en su tronco: parecerá todavía viva, pero ya tendrá sin embargo la muerte en su seno. Lo mismo sucede con la virtud Amáis la equidad y la justicia: se os presenta un gran beneficio, o alguna pasión violenta, que desaloja impetuosamente en vuestro corazón este amor que tenéis por la justicia: si se deja arrastrar por esta tempestad, será un caudal de agua, que desarraigará la justicia. Suspiráis algún tiempo por la debilidad que experimentáis; pero, al final, os dejáis arrancar ese amor de vuestro corazón. Todo el mundo está asombrado de ver que habéis perdido la justicia, que cultivabais con tanto cuidado.
   Pero cuando habréis resistido a esos violentos esfuerzos, no creáis por eso haberla salvado si no la cuidáis de otro peligro, quiero decir, el de los elogios. El vicio contrario la desarraiga, el amor a las alabanzas la deseca. Parece que está en buen estado, parece sostenerse bien y engaña en alguna manera a los ojos de los hombres. Pero la raíz se secó, ya no absorbe más alimento, ya no sirve sino para el fuego. Es esa hierba de los techos, de la cual habla David, que se seca por sí misma antes que la arranquen: Quod priusquam evellatur exaruit(34). ¡Cuánto sería de desear, cristianos, que no hubiera nacido en un lugar tan alto y que durase más tiempo en cualquier valle desierto! ¡Cuánto sería de desear, que esta virtud no estuviera expuesta en un lugar tan eminente y que se alimentase en cualquier rincón por la humildad cristiana!
   Que si es necesario que haya que llevar una vida pública y escuchar las alabanzas de los hombres, he aquí lo que hay que pensar. Cuando lo que se dice no está adentro, tememos un juicio más grande. Si las alabanzas son verdaderas, temamos perder nuestra recompensa. Para evitar esta última desgracia, Madame, he aquí un sabio consejo, que os da un gran Papa, San Gregorio el Grande(35); él merece que Vuestra Majestad le preste audiencia. No escondáis jamás la virtud como una cosa de la cual tengáis vergüenza: es necesario que luzca delante de los hombres, para que glorifiquen al Padre celestial(36). Debe lucir principalmente en la persona de los soberanos, para que las costumbres depravadas sean no solamente reprimidas por la autoridad de sus leyes, sino además confundidas por la luz de sus ejemplos. Pero para ocultar algo a los hombres, propongo a Vuestra Majestad un inocente artificio. Además de las virtudes que deben dar ejemplo, "poneos siempre algo en el interior que el mundo no conozca", haceos un tesoro oculto, que reservéis para los ojos de Dios; o, como dice Tertuliano: Mentire aliquid ex his quae intus sunt, ut soli Deo exhibeas veritatem(37). Amén.



(1) Luc., 2, 33.
(2) Super Missus est, hom. 2, n. 16.
(3) Isaías, 7, 14.
(4) De Sancta Virginit, n. 12.
(5) Juan, 1, 14.
(6) De Virginit, cap 2.
(7) De Genes. ad lit., Lib. 9, cap.7, n. 12.
(8) Contra Julian, lib. 5, cap. 12, n. 46.
(9) De Nupt. et concup., lib. I, n. 12.
(10) Histor. Franc., lib. I, n. 42.
(11) Ad. Prob. , Epis. III, n.6.
(12) De  Nupt. et Concup., lib. I, ubi supra. ("Por ese fiel matrimonio ambos merecieron ser llamados padres de Cristo". N. del E.)
(13) De Pudicit., n. 6.
(14) 1 Tes. 4, 4; 5; 7.
(15) Hebr. 7,3.
(16) Mat, 27,46.
(17) In Mat., hom. 4, n. 6.
(18)  Sal. 32,15. ("Quien plasmó separadamente sus corazones" N, del E.),
(19) 1 Reg. 10, 9.
(20) Ibíd., 26.
(21) Juan, 1, 11.
(22) Mat., 8, 20.
(23) Luc., 2, 48.
(24) 2 Cor., 1,12.
(25) Juan, 6,42.
(26) Act., 5,20. (En realidad, el texto aducido, Arf.. 5,20 dice "Ite, et stantes loquimini in templo plebi omnia verba vitae huius": "Id, y puestos de pie predicad al pueblo en el templo todas las palabras do esta vida". N. del E.).
(27) Luc., 18, 34.
(28) Ef., 3,10.
(29) Sal., 10,4
(30) Sal, 10,4.
(31) TERTULIANO: de Patientia, n. 3. ("Crecido, no desea que lo reconozcan, sino que es además injurioso a sí mismo". N. del E.).
(32)Col., 3, 4.
(33) Mt., 6, 2.
(34) Mt., 5, 11.
(1) S., 72, 26.
(2) Is., 26,7. ("La senda del justo es recta; recta la vereda por donde camina el justo". N. del E.).
(3) Deut, 5,32; 17,11; Prov., 4,27; Is., 30,21.
(4) Sapient, 10, 10.
(5) Mt., 6, 24.
(6) Lc., 11, 34.
(7) Mt., 1, 20.
(8) Rom., 4, 11 ss.
(9) Gen., 15, 6.
(10) Lc., 2, 48.
(11) Jo., 19, 11.
(12) Mt., 2, 13.
(13) San Pedro Crisólogo: Sermón 151.
(14) Mt., 2, 20.
(15) Rom., 4, 18.
(16) Lc., 18, 8.
(17) 2, Cor., 6, 10.
(18) De nupt. et concup., lib. I, n. 12.
(19) Cant., 8, 6.
(20) San Pedro Crisólogo: Sermón 175.
(21) In Mat., hom. IV, n. 4.
(22) 2-2, 118, 1, 3m.
(23) Hebr., 11, 16.
(24) Ibíd.., 10.
(25) Sal., 40, 4. ("Diste vuelta toda su cama en su enfermedad". N. del E.).
(26) Mt., 6, 6.
(27) San Juan Crisóstomo: in Mat., homilía 19, n. 3. ("Ocupado con el solo arcano de tu pecho haz que tu oración sea el misterio". N. del E.).
(28) Tertuliano: Scorp., n. 6. ("Qué eternidad puede dar el siglo a los títulos, e inmortalidad a la fama", N del E.).
(29) Gal., 6, 14.
(30) Moral, in Job, lib. 5, cap. 3.
(31) Lc., 2, 3.
(32) Juan, 6, 42.
(33) In Mat., hom., 19, n.1.
(34) Sal., 128, 6.
(35) San Gregorio Magno: Moral., lib. 22, cap. 8.
(36) Mt., 5, 16.
(37) Tertuliano: De Virg. veland., n. 16.