19/1/12

UNA PUBLICACIÓN DE 1945

Cristiandad
Revista quincenal    año II, nº 29, páginas 254-257
Barcelona-Madrid, 1 de junio de 1945
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Plura et unum
Ramón Orlandis S. J.

Corazón de Jesús, en donde están todos los tesoros
de la Sabiduría y de la Ciencia

El conocido filósofo ruso Nicolás Berdiaeff es persona a la cual no podemos negar admiración ni tampoco nuestra simpatía. No es él uno de aquellos escritores de moda brillantes y superficiales que con sofísticas y audaces paradojas y tal vez con falacias conscientes saben captarse un partido entre los deportistas del pensamiento y llevarles quizás –Dios lo sabe– a ser instrumentos inconscientes de su perversidad. Tampoco es de aquellos otros, cuyo indisimulable orgullo concentra toda su intención en hacer del talento que Dios les ha dado un pedestal de fama y superioridad. Ni es de aquellos que despreciando toda la sabiduría antigua se presentan como maestros definidores, como si se les hubiera otorgado el monopolio de la ciencia. Ni es por fin de aquellos talentos destructores, que parecen gozarse en las ruinas de convicciones de sentido común que va amontonando la piqueta demoledora de su crítica insana.
En los libros del autor de Una nueva Edad Media se transluce la seriedad de su carácter y el amor sincero de la verdad. Por lo mismo es más de lamentar, que, permitiéndolo Dios, o no haya llegado hasta las fuentes de la verdad o no las haya apreciado según su valor. Hay en las obras de Berdiaeff oro de ley. ¡Cuánto más abundante no sería este oro sin el innegable extravío que le aleja de la verdad de los principios eternos del saber!
Berdiaeff se profesa cristiano y en muchas ocasiones lo parece, pero a esta ilusión sucede el desengaño. No se necesita gran perspicacia para echar de ver que en aquella egregia mente han arraigado los erróneos principios de la llamada ciencia moderna, anticristiana y antinatural. Leyendo las obras de Berdiaeff a la luz de nuestra santa fe es fácil confirmarse en la convicción de que fuera de la Iglesia Católica Romana podrán hallarse fragmentos de filosofía, nunca un edificio sólido y acabado de verdad. Dios permitió que Berdiaeff naciera en el seno de una secta cismática, separada de Roma y atrofiada en su vida cristiana y este es sin duda el origen principal de sus errores. El espíritu de Berdiaeff está envenenado en su raíz por prejuicios nacidos del pseudo-criticismo agnóstico de Kant, y por el sentimentalismo inconsciente, que busca en los instintos del corazón un refugio en el naufragio de la certeza.
Pero Berdiaeff merece el nombre de filósofo en el sentido etimológico de la palabra, porque es de verdad amante de la sabiduría, la ama sin conocer su morada, y da compasión, al oírle aplicar los motes de ingenuo y de cándido a aquellos que saben de cierto dónde mora la sabiduría. Lamentable despropósito en labios de Berdiaeff.
Extrañará de momento a algunos que hablemos de este filósofo en un artículo dedicado a tratar del Sagrado Corazón de Jesús. No lo extrañen. ¿Puedes creer, lector amable, que si una persona dotada por Dios como Berdiaeff, viera en Jesús, no como los apóstoles en su día, una fantasma, una mera sombra consoladora, sino un hombre real y verdadero, un hombre de carne y hueso que vive en el cielo interpelando por nosotros no sanaría de la enfermedad de su espíritu? ¿Y qué, si íntimamente se persuadiera que Jesús tiene Corazón, con todo el sentido que esto tiene, con todo lo que esto dice al alma, quedaría en aquel espíritu enfermo rastro de su enfermedad? ¿Y qué, si estuviera persuadido que Jesús tiene boca y lengua y que aun viviendo en su vida celeste hubiera querido valerse de estos labios y esta lengua para recordar a los hombres este hecho semiolvidado que Él tiene Corazón?

La metafísica de Berdiaeff
Berdiaeff es más conocido entre nosotros por sus obras de filosofía social e histórica que por sus lucubraciones metafísicas. Algunas de sus obras del primer género han logrado entre nosotros varias ediciones. De las segundas no sabemos que se haya hecho en castellano traducción alguna. Entre estas últimas es notable la que hemos podido leer puesta en francés y que se intitula «Cinc meditations sur l'existence». Impertinente sería hacer en este artículo una reseña de dichas meditaciones. Tan sólo espiguemos de ellas algunas ideas según lo pide el plan del artículo.
En estas meditaciones se declara Berdiaeff partidario de la novísima filosofía existencialista. Entre los secuaces de esta escuela lo cuenta V. M. Kuiper en su conferencia «Aspectos del existencialismo» habida en la Pontificia Academia Romana de Santo Tomás de Aquino e insertada en la Revista de Filosofía del Instituto Luis Vives. Por cierto que el autor de la conferencia hace notar que Berdiaeff es más cristiano que la generalidad de los existencialistas.
Basta tener una idea somera de lo que es el existencialismo para saber que una de las notas distintivas de su metafísica es la de poner el punto de partida y la base de la misma en la existencia. Los existencialistas pretenden hacer una metafísica de lo concreto, de lo singular, rehuyendo de toda abstracción, de toda generalidad. Aunque esta metafísica quiere ser una reacción contra el idealismo, en realidad parte de los mismos principios que lo han originado, es decir del criticismo kantiano, cuyo inevitable agnosticismo pretende en vano evitar apoyándose en sentimientos e intuiciones inconsistentes. En otros gravísimos errores incurren los existencialistas, que fustiga con razón el autor de la conferencia citada. Consecuencia de tales aberraciones, dice el mismo autor, es la profesión y la propagación de un absurdo pesimismo y un más o menos confesado ateísmo.
Berdiaeff se profesa cristiano, pero su existencialismo está inficionado por el virus del kantinismo y el sentimentalismo. Por esto el cristianismo de su metafísica está más en la ramas que en la raíz y en el tronco, y por lo mismo las ramas de sí bellas y fructíferas para que lograran vida verdadera habrían de ser separadas del tronco e injertadas –en un árbol de vida sana y robusta. Difícil sería que Berdiaeff se resolviera a practicar semejante operación; tal es el desdén con que mira la filosofía de la Edad Media, predilecta de la Iglesia Católica, la escolástica. Es tan grande la equivocación que padece al juzgar de la filosofía de la Edad Media que no tiene reparo en estampar estas textuales palabras: «Yo me inclino a creer, por muy paradójico que de momento pueda parecer, que la filosofía alemana por sus temas y por la naturaleza de su especulación es más cristiana que la de la [255] Edad Medía la cual fue helénica, platónica y aristotélica por los principios de su reflexión. En aquel entonces el pensamiento todavía no había sido penetrado por el cristianismo. En los tiempos modernos, comenzando por Descartes, el cristianismo se introduce en lo íntimo del pensamiento, y transforma toda la problemática». Esta afirmación es a la verdad tan paradójica que el mismo Berdiaeff se siente obligado a dar una explicación de ella. «No quiere decir esto, añade, que los filósofos alemanes hayan sido mejores cristianos que Santo Tomás de Aquino ni que su filosofía sea enteramente cristiana. Personalmente Santo Tomás (ocioso es decirlo) era mucho más cristiano que Kant, Fichte, Schelling y Hegel. Pero al paso que la filosofía de Santo Tomás –no hablo de su teología– hubiera sido posible en un mundo no cristiano, sólo en una sociedad cristiana podía definirse el idealismo alemán».
A todas luces, por consiguiente, Berdiaeff, habrá de juzgar que es más cristiana que la de Santo Tomás la filosofía existencialista sobre todo corregida y aumentada por él mismo, la que él denomina metafísica personal, metafísica de la personalidad. Tanto es el aprecio que de ella hace, que convierte su difusión en un género del apostolado. Oigámosle en el momento de poner fin a sus meditaciones: «La idea que domina mi vida es la idea del hombre, de su faz, de su libertad creadora, de su predestinación creadora. Tal es el objeto del libro a que pongo fin. Empero tratar del hombre ya es tratar de Dios. Esto es esencial para mí. En el pensamiento patrístico y en el escolástico el problema de la centralidad del hombre en realidad no fue propuesto. Esto fue obra del Renacimiento y del Humanismo –Pico de la Mirándola y Paracelso–. Mas ahora ha llegado ya el tiempo de proponer y resolver el problema del hombre, de forma diferente de aquella en que lo propusiera el Renacimiento y el Humanismo, que no rompieron las cadenas del mundo objetivado. Al presente, nuestro pensar se ha hecho más pesimista es más sensible al mal y a los sufrimientos del mundo, no es, con todo, pasivo este pesimismo, no se aparta del dolor del mundo, antes bien lo acoge. Es pesimismo activo y creador. Todas mis obras están consagradas a este solo tema. En esta he intentado fundamentarlo y darle luz por medio de un ensayo de filosofía existencial. Antaño Feuerbach llegando solamente a medio camino, quiso pasar de la idea de Dios a la del hombre. Luego Nietzsche quiso pasar de la idea del hombre a la del superhombre. Ahora es preciso darse cuenta de que pasar al hombre es pasar a Dios. Tal es precisamente el tema esencial del Cristianismo. Una filosofía de la existencia será una filosofía cristiana. Nada pone ella en más alto lugar que la Verdad. Solamente que la Verdad no es la objetividad. La Verdad no penetra en nosotros como un objeto. La Verdad implica la actividad del hombre; el conocimiento de la Verdad depende de los grados de comunidad que puedan darse entre los hombres, de la comunión en el Espíritu».
Con estas palabras da fin Berdiaeff a sus cinco Meditaciones sobre la existencia. Son ellas a manera de colofón y recapitulación de todo el libro, del fin del libro que es el mismo en todas las obras del autor: sanar los males sociales del género humano; el medio, un libro de filosofía existencial, con ribetes e infiltraciones –por no decir más–- de subjetivismo gnoseológico con sus inevitables consecuencias. Noble es el fin pero insuficiente y nocivo el remedio.

La tragedia del filósofo
En el umbral de sus meditaciones pone Berdiaeff ante los ojos del lector un cuadro emocionante: la tragedia del filósofo, es decir, lo que a vista de ojos se descubre: la tragedia del propio autor. Dos son los enemigos que contra él luchan hasta ponerle en situación poco grata: la religión y la ciencia. De estos dos ataques que el filósofo ha de sufrir sólo el primero puede interesarnos. La ocasión que provoca la guerra de la religión contra el filósofo no es, según Berdiaeff, la esencia misma de la religión, no es la religión en sí misma, sino en cuanto ésta se objetiva en una estructura social, en una Iglesia. La religión procede de la revelación; entre la revelación en sí misma y el conocimiento filosófico no puede haber conflicto. El filósofo puede ser creyente. Pero la revelación que es la esencia de la religión se contamina con la reacción de la comunidad humana –que es la Iglesia– a la cual Dios se revela. A causa de esta contaminación se puede dar a la revelación una interpretación sociológica. En su naturaleza original no es conocimiento, nada tiene de cognoscitivo. Solamente viene a ser conocimiento a causa de lo que el hombre le añada. No solamente la filosofía, sino también la teología es un acto de conocimiento puramente humano, es obra exclusiva de los hombres, no de Dios.
Hagamos punto. Según la manera de ver de Berdiaeff, todo conocimiento que la comunidad religiosa –la Iglesia– reputa y define como contenido en la revelación no es otra cosa que una contaminación de la revelación. De donde se sigue que al imponer la Iglesia al filósofo esta su interpretación viola la libertad del filósofo. Es decir, en otras palabras: la revelación no es sino una manera de sentimiento venido de Dios; todo conocimiento concreto que se supone comunicado en este sentimiento ya no es divino sino humano, y no hay autoridad humana –ni la de los teólogos, ni la de la Iglesia– que pueda legítimamente imponerlo en nombre de Dios.
Esta es la realidad de la tragedia del filósofo Berdiaeff, la tragedia de su espíritu ante el temor del anatema de la Iglesia.
Mas nosotros, si nos fuera dado dialogar con él le preguntaríamos: ¿de parte de qué Iglesia teme el anatema? ¿De la Iglesia rusa llamada ortodoxa? ¿De la Iglesia Católica Romana? Si el temor al anatema le viene de parte de la Iglesia rusa, el propio Berdiaeff podía ser juez si el tal temor es o no justificado. Por lo que a la Iglesia Romana se refiere, nos atreveríamos a decirle que en aquella parte de su teoría metafísica, que es más propia de Berdiaeff, la más querida por él, la metafísica de la personalidad, poco o nada tendría que enmendarle nuestra Madre la Iglesia Romana, porque purificada esta teoría de algunos resabios de prejuicios heterodoxos, que ninguna relación esencial dicen con lo esencial de la metafísica de la persona humana de Berdiaeff, ésta no es sino una exposición sentida y brillante de la teoría de la persona humana y de la vida personal que nos ofrece en su inmensa obra filosófico-teológica el cándido e ingenuo filósofo objetivista de la Edad Media, Santo Tomás de Aquino.

La metafísica de la persona
Berdiaeff desarrolla su teoría metafísico–psicológica de la persona humana en la tercera y en la quinta de sus cinco meditaciones. Es a nuestro parecer la parte de su obra más valiosa, no tan sólo porque en ella está más cerca de la verdad, sino porque en ella las palabras del filósofo parecen brotar, no de una fría consideración abstracta, sino de un cálido y comprensivo sentimiento del valor y de la dignidad de la persona humana y de las ansias infinitas de perfección y de dicha, que allí en lo más íntimo de su ser y de su unidad le son tormento, aliento y acicate. [256]
Si leyéramos estas meditaciones –a la tercera y a la quinta nos referimos– sin la justificada prevención que a causa de los errores del autor ya comprobados, necesariamente nos ha de poner en guardia, en no pocos de los párrafos en que se desenvuelven, nos dejaríamos llevar sin recelos de una sincera admiración. Mas advertidos de que para Berdiaeff, y para la filosofía existencialista, muchos de los vocablos de que se valen tienen una significación que los no iniciados, no podemos llegar a captar, porque es tal nuestra candidez que nos dejamos vencer del instinto y de la costumbre de objetivarlos, no cuidaríamos de limitar nuestra admiración. Pero sabiendo que ni siquiera los vocablos existencia y persona tienen para los existencialistas la misma significación que para nosotros, nos sentimos cautelosos: latet anguis in herba? ¿Habrá una sierpe escondida bajo el césped verde y mullido?
Pero como por más que expulses a naturaleza, ella vuelve a retoñar y a reclamar sus fueros, la verdad se impone, y más a una inteligencia como la de Berdiaeff, que la ama, aun sin conocerla. Y por esta razón juzgamos que no es abusivo en tender las palabras del filósofo, no en el sentido retorcido que les da cuando cavila, sino en el obvio y natural que no puede menos de darle cuando la naturaleza se le impone.
La tercera meditación sobre la existencia, habla del yo, de la soledad y de la sociedad o sociabilidad. «El yo se define, como lo inmutable a punto de mudarse –l'inmutable en train de changer–. No podría cambiar en el tiempo, actualizarse, si no tuviera un soporte de cambio, &c.» A la letra esta descripción responde a la realidad; podemos muy bien admitirla.
«La conciencia del si (la reflexión del yo) es necesariamente la conciencia de otros. En su naturaleza metafísica es social. La conciencia del hombre. La existencia del hombre en tanto que se considera como la pura conciencia del yo, supone la existencia de otros hombres, del mundo, de Dios». «El yo no existe sino en la medida que se transciende; perece si queda en sí mismo sin salida». Estas últimas frases, que son a todas luces falsas si se trata de una destrucción real del yo, tienen profundo sentido moral; significan la necesidad moral y psicológica de salir de sí mismo, lo inmoral, lo absurdo, lo destructor del egoísmo.
«Mientras el yo no puede decir nosotros, experimenta un sentimiento, punzante, desgarrador de soledad. En el fondo de esta soledad toma conciencia de sí mismo». «En presencia de un objeto, de todos y cada uno de los objetos, sean cuales sean los lazos que a él le unan, el yo está siempre solo. Esta es verdad fundamental. En el seno de mi soledad... siento la nostalgia de la comunión, no con el objeto, sino con el otro, con el tú, con el nosotros... Ontológicamente, la soledad es la expresión de la nostalgia de Dios, de Dios como sujeto y no como objeto, –de Dios en tanto que tú, y no en tanto que él. Sólo en Dios puedo hallar lo que supera esta soledad, alcanzar lo próximo y lo íntimo, un sentido conmensurable con mi existencia. Sólo a Dios puedo yo pertenecer y darme sin reservas, sólo de Dios fiarme en absoluto».
¿No es verdad que la mayor parte de las frases copiadas podría salir de los labios y del corazón de un San Juan de la Cruz? Pero refrenemos el entusiasmo, ¿qué fuerza tiene aquella expresión «nostalgia de Dios, de Dios como sujeto, como objeto?». En estas meditaciones de Berdiaeff, se echa de ver una tendencia, que tiene un fondo de verdad, pero que exagerada y en cuanto saca de quicios las cosas, las falsea. Consiste esta tendencia en pensar que sólo la comunión en contraposición a la mera comunicación social, es el lazo de unión existencial entre persona y persona, es el único lazo de unión verdadero; que toda otra sociedad es objetivada, que no es entre persona y persona sino entre persona y objetos, entre persona y cosas, entre persona y personas considerados como cosas. Esta falsa idea transpira en la frase que sigue inmediatamente a las últimas transcritas. «Su objetivación, la socialización de mis relaciones con Dios me hacen de Él algo exterior, hacen de Él para mí una autoridad». ¡Como si la relación de autoridad y de súbditos no lo fuera entre persona y persona como si en ella el que ejerce la autoridad o el que a ella se sujeta quedaran rebajados del nivel de personas, al de objetos y de cosas. Gravísimo error que falsea la idea misma de persona y las relaciones esenciales entre persona y persona!. ¡Como si la comunión entre persona y persona sólo pudiera establecerse por el vínculo del amor!
Es verdad verdaderísima que la relación entre Dios y la persona humana, entre las personas humanas entre sí alcanza su perfección cuando se funda en los lazos del amor; es verdad verdaderísima que la soledad humana no se supera definitivamente y perfectamente, sino en el amor y por el amor, no por el amor de mera posesión, sino por el amor de unión. Pero es falso de toda falsedad que no existan entre Dios y la persona humana, entre persona y persona, otros vínculos que, si no son tan perfectos ni tan satisfactivos como los del amor, son necesarios y nobilísimos. Son los lazos que se originan del respeto a la persona. El afecto de respeto, de reverencia, es afecto que a la persona y sólo a la persona es debido, y de él se deriva el respeto a los derechos de la persona. Sólo la persona es sujeto capaz de derechos, sólo la persona tiene capacidad para respetarlos, acatarlos y satisfacerlos. Por donde no es objetivar una persona, sea ésta divina o humana, el considerarla como sujeto de derechos, el acatar su autoridad.
Contiene la quinta meditación de Berdiaeff la consideración directa de la persona humana en relación con la sociedad y la comunión. «La persona es categoría axiológica –es decir, de dignidad–, es la manifestación del sentido de la existencia. Por lo contrario el individuo –como tal– no supone la manifestación de tal sentido, la revelación del valor de la existencia». «La persona no puede ser una parte de un todo cósmico o social. La persona, en contraposición a la cosa, es dotada de un valor autónomo y nunca puede convertirse en medio».
La brevedad de un artículo nos impide seguir a Berdiaeff en toda la extensión de sus meditaciones. Basta lo dicho para que el lector pueda hacerse algún cargo de sus ideas.
En sucinto resumen: El yo al tomar conciencia de si necesita del tú y del nosotros. En el mismo Dios necesita hallar un tu. Por el amor y sólo por el amor las relaciones entre el yo y los demás hombres, entre el yo y Dios llegan a ser relaciones de comunión. Sin el amor son relaciones de mera sociedad o comunicación objetivada, es decir, relaciones del yo y de objetos y cosas. Al tomar conciencia de sí el yo se siente persona. La persona se ha de ir formando con el esfuerzo propio para resistir al mundo objetivado, a la socialización, a fin de llegar a lo perfecto de la comunión. La persona es una categoría axiológica en que se define y aparece el valor humano. La persona no ha de ser ni parte ni medio como la cosa. La persona es fin para sí, la cosa es fin para otro.
Creemos que Berdiaeff admitirá lo exacto y legítimo de este breve resumen de sus ideas. Suponiendo que lo admitiera, y nos fuera dado dialogar con él, nos atreveríamos a indicarle algunas enmiendas, que no dudamos que admitiría; le diríamos, por ejemplo, que al afirmar que la persona es fin en sí misma, sin duda no quiere decir con ello que esta finalidad de la persona humana es la propia del fin último, &c., y si admitiera estas correcciones y aclaraciones entonces le indicaríamos los [257] pasajes del ingenuo y objetivista Santo Tomás en que si no con tanta viveza y brillantez de estilo, por lo menos con más claridad y precisión enseña la misma doctrina. Le haríamos ver cómo el Santo afirma que la persona es lo más excelente en la naturaleza real, es decir, en el conjunto de los seres creados por Dios; que la persona es predicamento de dignidad y que por lo mismo hay que afirmarlo de Dios, por modo eminencial, que la persona humana siente en sí misma el vacío y el ansia de la perfección y de la felicidad; que sólo en Dios, puede satisfacer esta sed y esta ansia; que esta satisfacción sólo se alcanza en definitiva en el amor de amistad con Dios. Seguiríamos haciéndole observar que este amor de Dios lejos de impedir el amor de persona a persona humana lo robustece, lo perfecciona, lo consagra, que el ideal divino, que sólo en el cielo tendrá su perfecta realización, es que entre todas las personas humanas se establezca esta comunión de amor, la cual para Berdiaeff es el único valor de comunicación social. Que sea el único, como hemos dicho, preciso es repetirlo e inculcarlo, es falso de toda falsedad, porque los vínculos de justicia se presuponen a los vínculos más perfectos del amor, más aún, la solidez del amor se comprueba con el cumplimiento de los deberes de justicia, la cual, en lenguaje escolástico cristiano al referirse a Dios recibe el nombre sagrado de religión. Hecha esta salvedad, diríamos más a Berdiaeff: diríamos que la Iglesia Católica, lejos de reprobar esta doctrina la tutela y desea su propagación y su práctica.

La devoción al Sagrado Corazón
En el diálogo con Berdiaeff, nos atreveríamos a más, nos atreveríamos a hablarle de unas revelaciones privadas, que la Iglesia Católica ciertamente no incorpora al depósito de la revelación obligatoria; pero que respeta y da en documentos públicos por fidedignas. Nos referimos, claro es, a las revelaciones del Sagrado Corazón a Santa Margarita María. Le haríamos entender que el pueblo cristiano, no forzado por la autoridad, sino espontánea y racionalmente, admite como mensaje divino la revelación que en Paray le Monial hizo Jesucristo al mundo de su Corazón que tanto ama a los hombres, admite que ellas son una nueva invitación que Jesucristo hace a la vida de amor, a la comunión de amor entre el mismo Jesucristo Dios y hombre y los hombres sus hermanos, a la comunión de amor entre los hombres, sus hermanos, e hijos de un mismo Padre, de su Padre Celestial. Le manifestaríamos, además, que esta invitación al amor, hecha por la Verdad infinita, no supone una ocultación de su soberanía inalienable, de su realeza absoluta, de su autoridad irrefragable.
Y, por fin, nos esforzaríamos, con caridad y prudencia, para que admitiera esta lección de metafísica personal, que nos da aquel Corazón Divino al cual los católicos invocamos, creyendo y profesando con nuestra Madre la Iglesia Católica que En Él están todos los tesoros de la sabiduría y la ciencia.
Ramón Orlandis S. J.
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