2/4/13

MEDITACIONES SOBRE SAN JOSÉ

PARA EL MES DE MARZO, DEDICADO AL GRAN SANTO, CASTÍSIMO ESPOSO DE NUESTRA SEÑORA


Tomado de FSSPX - Distrito México


DÍA 1


Excelencia de la devoción a San José
Nuestra salvación está en vuestras manos, ¡oh José!
Gén. XLVII, 25.

Después de la devoción a Jesús y a su divina Madre, no hay devoción más justa y más sólida que la que la Santa Madre Iglesia nos invita a tener a San José. De todos los santos propuestos a nuestra devoción, ninguno es más poderoso que él cerca de Dios, y nadie tiene más derechos que él a nuestro amor, a nuestra confianza y a nuestro homenaje de piedad filial.
Dios Padre, confiando a San José los tesoros más preciosos del cielo y de la tierra, al escogerlo entre todos los hombres para ser el jefe de la Sagrada Familia, nos dio en cierto modo la medida del respeto que le debemos.
El antiguo patriarca José conoció en su juventud, por misteriosa revelación, el grado sublime a que sería elevado; vio en un sueño a los dos principales astros de nuestro firmamento inclinarse respetuosos delante de él; pero esta profética visión no se verificó exactamente sino con el segundo José, del cual el primero fue tan sólo una imagen, pues Jesucristo, que es el verdadero Sol de justicia que ilumina a los hombres, y María, la Luna esplendente (Pulchra ut Luna) que envía a la tierra la luz que recibe del Sol, se sometieron enteramente a la dirección de San José, y le tributaron el homenaje de la más respetuosa obediencia, como a su jefe.
La vida de Jesús debe ser nuestro modelo. «Os he. dado el ejemplo, a fin de que lo que Yo hice, lo hagáis vosotros también».
Pues bien; desde el momento que el Eterno Padre escogió a San  José para que le representara sobre la tierra, Jesús, lo honró como a su padre, le obedeció en todas las cosas, y lo sirvió con sus divinas manos, tributándole la más obsequiosa reverencia.
Gersón encuentra en el profundo abajamiento de Jesús, obediente a José, la justa medida de la altura sublime a que fue elevado nuestro Santo. Este subió en la misma proporción en que descendió Jesús, de manera que la obediencia de Jesús nos prueba al mismo tiempo su incomprensible humildad y la incomparable dignidad de José. De manera que los actos de sumisión que practicaba el Hijo de Dios obedeciendo a José, eran para este otros tantos grados de la más sublime elevación. ¿Cómo podremos, pues, comprender la dignidad de un Santo que se vio obedecido, respetado y servido, por el espacio de tantos años, por su Creador, por su Dios?. . .
María respetó y honró a San José como a dueño y como a esposo, destinado por el Eterno Padre para protegerla y dirigirla y Ella, que es reverenciada por los ángeles y por los serafines; que vio inclinarse reverente al arcángel Gabriel, y ante quien se postra la Iglesia triunfante y militante, se humilló ante José, prestándole los más humildes servicios.
Uno de los motivos que tenía la Virgen Santísima para honrar así a San José, era que conocía todos los tesoros de gracias con que el Espíritu Santo había colmado su corazón; pero cuando vio al Hijo de Dios respetar a José como a padre, servirlo como a su señor, escucharlo como se escucha al maestro, ¿quién podrá apreciar a qué grado se elevó su amor y reverencia a tan santo esposo?.. . Deseó entonces honrarlo como Jesús lo honraba; y no pudiendo hacerlo con la misma humildad, pues aquella era la de un Dios, se confundía en esa misma impotencia y manifestaba esa santa confusión a José, para compensarlo en alguna manera de cuanto hubiera deseado hacer, no sólo como esposa, sino como sierva, a imitación de Jesús.
La Santa Iglesia, a quien Dios confió las llaves de la ver-dad, para que nos condujera por el camino de la piedad sólida, al recomendamos la devoción a San José, trata de inspirarnos una gran confianza en su poderosa protección. Le levantó magníficos santuarios, y estableció más de una fiesta solemne en su honor, que se celebran en todo el mundo católico: de manera que de oriente a occidente, doquiera resuena el nombre augusto del divino Salvador, se repite también el de su dilectísimo Custodio, verificándose así el oráculo de Nuestro Señor Jesucristo: «El que permanece alerta en la guardia de su Señor, será glorificado».
La Iglesia propone a San José como modelo de vida interior y patrono de la buena muerte; nos exhorta a consagrarle el miércoles de cada semana, y para inducir a los fieles a honrarlo siempre más y más, concede numerosas indulgencias a las prácticas piadosas que se hacen en su honor.
Es así como la Iglesia trata de dar a su santo Protector un justiciero tributo de reconocimiento, por los favores insignes que de él ha recibido. En efecto —dice San Bernardo—, San José, con la santidad de su vida, cooperó al misterio de la Encarnación del Verbo más que todos los antiguos Patriarcas con sus vivos deseos, con sus lágrimas y con sus méritos. La pureza de San José ha sido, en cierto modo, más fecunda que la fecundidad de todos los antecesores del Salvador. El, con su castidad, fue más afortunado que todos los héroes de la Ley antigua; y en cierto modo fue necesario, por así decirlo, para que se cumpliera el más augusto de los misterios: no tan sólo para que el Salvador viniera al mundo, con toda la honra que merecía, sino también —dice Santo Tomás— para que ese mismo mundo creyera al mismo tiempo en la Encarnación del Hijo de Dios y en la Virginidad Inmaculada de María.
San José, como el virrey de Egipto, no solamente almacenó el trigo natural para sustentar a los súbditos de un rey idólatra, sino que preparó y conservó para el pueblo de Dios, el trigo de los elegidos, el Pan de los ángeles, el alimento que lleva a la vida eterna. Y       la Iglesia, teniendo presentes favores tan inestimables, ha querido tributar a San José, honores mucho más elevados que los que otorgara Faraón al hijo de Jacob.
Oh José —exclama la Iglesia—, pongo todos mis hijos bajo vuestra protección. María Inmaculada es mi Madre, mi Reina; Jesús, vuestro Hijo, es mi Esposo divino, y vos ocuparéis el lugar de Protector y de Padre. Adoptando por Hijo al Salvador del mundo, adoptasteis también a sus hermanos, que son mis hijos, y estoy segura de que vuestra caridad inextinguible no les negará ni los cuidados, ni los servicios que tributasteis a Jesús,
Después de estas sublimes e importantes consideraciones, no nos sorprenderá que todos los fieles tengan tanta confianza en San José, ni de que todas las Congregaciones, que son ornamento de la Iglesia, se hayan colocado bajo su protección, tomándolo como Patrono y modelo.
Todos los santos han tenido la más tierna devoción a San José. Recordemos a San Bernardino de Sena, San Bernardo, Santa Brígida, San Francisco de Sales y Santa Teresa, verdaderos modelos de esta devoción.
El santo Obispo de Ginebra, San Francisco de Sales,  en todas sus obras habla de San José con la más tierna devoción. A él le dedicó, como al más querido Protector, su sublime Tratado del amor de Dios, y se gloría doquiera de pertenecer a este gran Patriarca. Escogió al casto esposo de María como a principal Patrono y ángel tutelar de la Visitación, y manda a las novicias, que lo tengan como guía particular en el camino de la oración mental y de la contemplación. Gracias a su celo, se erigió en la ciudad de Annecy un hermoso templo en honor de este gran Santo, y en la víspera de su muerte manifestó al rector de la iglesia que San José lo había visitado, añadiendo: «¿No sabéis, Padre mío, que soy todo de San José?…» El religioso que lo asistía, tomando entre sus manos el breviario del Santo, no halló en él más que una estampa, y era la de San José.
El celo de Santa Teresa se hermana con el del piadoso Obispo de Ginebra. Encendida en la más viva y tierna devoción a San José, ¡con qué empeño se dedicó a propagarla!. . . Escribió, habló, y nada ahorró para que San José fuera conocido, amado y honrado de acuerdo con sus méritos. Lo invocaba como a su Padre y señor; no emprendía ninguna obra sin implorar su socorro; le consagró trece monasterios que fundó en su honor, y exhortaba siempre a todos los fieles a recurrir a él con confianza, y a ponerse bajo su patrocinio. A pesar de su solicitud en ocultar los favores con que Dios se complacía en enriquecerla, tratándose de contribuir a la gloria de San José, su pluma y su lengua ponían de manifiesto el secreto de su afecto: no podía dejar de manifestar las gracias extraordinarias que obtenía por su mediación.
Pero dejemos que ella misma hable en el capítulo VI de su Vida. La autoridad de una Santa tan venerada en la Iglesia por sus extraordinarias virtudes, debe inspirarnos confianza plena en tan poderoso Protector.
«No me acuerdo, hasta ahora, haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado Santo, de los peligros que me ha librado, así de cuerpo corno de alma. Que a otros santos parece les dio el Señor
gracia para socorrer en una necesidad; a este glorioso Santo tengo experiencia que socorre en todas, y que quiere el Señor darnos a entender que, así como le fue sujeto en la tierra, que como tenía nombre de padre, siendo ayo, le podía mandar; así en el cielo hace cuánto le pide. Esto han visto otras algunas personas, a quien yo decía se encomendasen a él, también por experiencia. Y aún hay muchas que le son devotas de nuevo, experimentando ésta verdad. . .
«Querría yo persuadir a todos fuesen devotos de este glorioso Santo, por la gran experiencia que tengo de los bienes que alcanza de Dios. No he conocido persona, que de veras le sea devota y haga particulares servicios, que no la vea más aprovechada en la virtud. Porque aprovecha en gran manera a las almas que a él se encomiendan. Paréceme ha algunos años, que cada año en su día le pido una cosa, y siempre la veo cumplida. Si va algo torcida la petición, él la endereza para más bien mío. . . Sólo pido por amor de Dios, que lo pruebe quien no me creyere, y verá por experiencia el gran bien que es encomendarse a este glorioso Patriarca y tenerle devoción; en especial, personas de oración siempre le habían de ser aficionadas. Que no sé cómo se puede pensar en la Reina de ios ángeles, en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no den gracias a San José por lo bien que los ayudó en ellos. Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso Santo por maestro, y no errará en el camino» (Vida, VI, 47).
Por fin, el amor que debemos a Jesús es un dulce estímulo para honrar a aquel que le sirvió de padre. La devoción a los santos que tuvieron más íntima relación con su divina Persona en esta tierra, le es más grata que cualquiera otra. De consiguiente, si amamos verdaderamente al divino Salvador, si queremos agradarle, ¿cómo no amaremos al Santo que El tanto amó, y que tuvo para El un amor tan tierno y tan perfecto?. . .

MAXIMAS DE VIDA INTERIOR


Para obtener de Dios todo lo que se desea, no hay más que presentarle todo lo que San José hizo por su divino Hijo (Venerable. Inés de Jesús).
Lo que diferencia la vida interior de la exterior, son los objetos que ocupan el espíritu y el corazón, y son causa de nuestras alegrías y de nuestros dolores, nuestro amor y nuestro odio (Máximas espirituales).

AFECTOS


¡Cuánto consuelo siento, amable y poderoso Protector mío, al saber por vuestra fiel sierva Santa Teresa, que jamás os ha invocado en vano, y que todos los que recurren a vos con plena confianza, son siempre escuchados y hacen rápidos progresos en la virtud!.. . Animado por tal confianza recurro a vos, dignísimo esposo de la Virgen Inmaculada; me llego a vuestros pies, y aunque pecador, oso presentarme a vos. No rechacéis mis súplicas, vos que merecisteis el nombre glorioso de Padre de Jesús, sino escuchadlas favorablemente, e interceded por mí ante Aquel que quiso ser llamado Hijo vuestro, y que siempre os honró como a padre. Amén.

PRACTICA

Consagrar anualmente un mes entero, y el miércoles de cada semana, a honrar a San José.


DÍA 2


San José, patrono y modelo de las almas Interiores
Tomad a San José como a vuestra dueño y señor, como al más íntimo de vuestros amigos y al más poderoso de vuestros protectores, pues fue entre todos los hombres el fidelísimo cooperador de la obra de Dios.
Gersón.
Por una maravillosa disposición de la divina providencia, San José, cuya vida fue tan oscura y escondida a los ojos de los hombres, puede servir de perfecto modelo a todos los cristianos de vida interior, que en cualquier condición quieren servir fielmente a Jesucristo, y marchar en su seguimiento en el camino de la perfección. Podemos decir de San José lo que San Ambrosio dijo de la Santísima Virgen: Talis fuit Maria, ut ejus vita omnium sit disciplina, La vida interior consiste esencialmente en el recogimiento del espíritu, en la vigilancia de todos los afectos del corazón, y en una constante unión con Dios; es la feliz disposición de un alma que, alejada de las cosas externas y sensibles, se ocupa continuamente en los grandes misterios de la fe, y está siempre dispuesta a perfeccionarse en la piedad.
Tal fue la vida de San José, y tales las disposiciones habituales de su alma. Estudiémoslas diligentemente en la oración, a fin de uniformar nuestra conducta con la suya, y nuestros sentimientos, con los suyos. Oh, sí penetráramos perfectamente en el corazón de este gran Santo, y viéramos cómo arde en el amor de Dios, no repararíamos ya tanto en lo que agrada o desagrada a nuestro amor propio. Hacednos conocer, Dios mío, ese interior  admirable; introducidnos en esa escuela de piedad, de recogimiento, de oración, a fin de que, disgustados de las cosas exteriores, abandonemos los falaces gustos de la vanidad mundana que nos alejan de Vos, alejan de Vos nuestro corazón, y nos privan de las riquezas inefables de vuestro Reino interior.
Guiados por Vos mismo, oh Señor, entraremos en el corazón del más amado e íntimo de vuestros amigos. ¡Qué calma perfecta en todas sus pasiones! ¡Qué silencio en las potencias todas de su alma! ¡Qué torrente de puras delicias inundan su corazón! … Su vida es una continua oración: sin ningún esfuerzo se eleva a la contemplación de los más sublimes misterios, siempre unido a Vos, con el pensamiento de vuestra presencia y por el más vivo sentimiento de amor. Él os ve, os conoce, os ama, y todo aquello que a Vos no se refiera, desaparece a sus ojos.
Con estas santas disposiciones, ¡cómo debió de aprovechar San José de la ventaja que tenía de conversar familiarmente con Jesús y con María, y de encontrarse junto a la fuente de la gracia! ¡Y qué maravillosos fueron en su alma, los efectos de la presencia visible de Dios!..
Por eso la Iglesia consideró siempre a este gran Santo como el patrono y el modelo de las almas interiores, porque sus ejemplos son los más eficaces para conducirlas a la perfección evangélica.
La devoción a San José, bien entendida y bien practicada, es uno de los medios más poderosos para hacer rápidos progresos en la verdadera y sólida piedad. Persuadidos de que la mejor manera de honrar a los santos es imitando sus virtudes, seremos humildes, castos, dulces, recogidos, fieles al silencio y a la oración, como San José. Se advertirá en nuestra conducta la misma conformidad con la voluntad de Dios, el mismo desapego de los bienes de la tierra, el mismo amor al trabajo y a la penitencia; se verá en nuestras costumbres la misma sencillez, el mismo candor, la misma pureza. Aprenderemos de este gran Santo a amar tiernamente a Jesús, a no obrar sino por El, a ser perfectos seguidores de la fe de la Iglesia, de esa Iglesia santa de la que la humilde casa de San José fue, por así decirlo, cuna y primer santuario.
San José debe servir de modelo, en modo particular, a las personas religiosas, que tienen la suerte de estar consagradas a Dios: separadas del mundo, gozan como él de la paz y del silencio. A ellas corresponde destacarse con una piedad más tierna, más particular hacia este Santo, a quien deben venerar como a padre y modelo, por cuanto su propia vocación las hace más semejantes a él. Y en verdad que toda la vida de San José fue una vida humilde, pobre, escondida, que trascurrió por entero en el recogimiento y en la oración; y nos ofrece el ejemplo de la pureza más inviolable, de la obediencia más perfecta, del espíritu de pobreza que debe animarlas, de la amorosa afección y unión de los corazones que debe reinar entre los miembros de una misma familia.
Todas las acciones de San José, todos sus trabajos, están consagrados a Jesús y a María, y su muerte puede considerarse como la más santa y afortunada. Por lo cual, ¿a quién podrá convenir mejor este perfecto modelo de vida interior, sino a las almas religiosas, quienes como él deben vivir en la humildad, en el desprendimiento de las criaturas, en la soledad y en la unión con Dios? ¿Quién, pues, debe ser más devoto de este Santo, cuyo corazón ardía en tanta caridad, sino las personas que tienen la felicidad de servir a Jesucristo en la persona de los niños y de los pobres?. .

¿Quién habrá que pueda infundirnos una mayor seguridad en la protección de este santo patrono de la buena muerte, sino las personas cuya vida fue una continua muerte a sí mismas y a las vanidades de este mundo?. . .
Las personas consagradas a la educación de la juventud, también deben adoptar a San José como Patrono de una misión de tanta trascendencia, pues el que ha ejercido la tutela del Hijo de Dios puede alcanzarles la gracia toda particular que les facilite el cuidado de la juventud, y esta a su vez tendrá en Jesús el modelo perfecto de la docilidad, el amor y el respeto debidos a los maestros.
El piadoso señor Ollier proponía a sus discípulos el Santo Patriarca como perfecto modelo de la vida sacerdotal. « —repetía—, son los sacerdotes quienes particularmente deben imitar a San José en lo que respecta a los hijos que engendran para Dios. Este Santo dirigía y gobernaba al Niño Jesús con el espíritu de su Padre celestial, con su dulzura, con su sabiduría, con su prudencia, y nosotros debemos proceder así con todos los miembros de Jesucristo confiados a nuestros cuidados, y a quienes debemos tratar con la misma veneración con que San José trataba al Niño Jesús» (Vida del padre Ollier).
El respeto con que San José gobernaba al Hijo de Dios, que había querido sujetarse a él, enseña a todos los ministros de Dios con qué reverencia y con qué temor deben celebrar el tremendo sacrificio, por el cual el divino Salvador se pone en sus manos para ser ofrecido a su Padre celestial. Sí, nosotros más que nadie; nosotros, que tocamos el Cuerpo de Jesucristo, ¡cuánto debemos amar a este Santo, que fue el primero entre todos los hombres que recibió en sus brazos al Salvador, y ofreció a Dios las primicias de esa Sangre preciosa, que el Verbo encarnado vertió en la Circuncisión!…
Debemos mirar a Jesús sobre nuestros altares con la misma fe y con la misma piedad con que San José le miraba en el pesebre.
San José tiene útiles lecciones y admirables ejemplos para los que se dedican al apostolado. Es su perfecto modelo en las penosas fatigas de su profesión; en los viajes y peregrinaciones; en los cuidados que dispensaba a la Sagrada Familia; en las instrucciones, el aliento y los consuelos que con tanto celo prodigaba al prójimo en Egipto y en Nazaret.
San José es perfectísimo modelo para los que abrazaron el estado de virginidad, y lo es también para aquellos que, respondiendo a la voluntad de Dios, se disponen al matrimonio o ya están en este estado. ¡Con qué santas disposiciones el castísimo José recibió a María por esposa!… No buscaba otra cosa sino uniformarse perfectamente a la voluntad de Dios y gloriarse de la compañía de tan augusta Virgen, para practicar con mayor mérito y perfeccionar en cierto modo la bella virtud de la pureza, virtud que, como María, había tenido la gracia de amar y estimar por sobre cualquier otra cosa de este mundo.
Santa Cecilia; San Eduardo, rey de Inglaterra; San Eleazar, conde Arián; Boleslao, rey de Polonia; Alfonso II, rey de Castilla, y muchos otros siervos de Dios, imitando el admirable ejemplo de San José, vivieron en el matrimonio como verdaderos ángeles.
Si, por último, consideráis a San José, no sólo como a esposo castísimo de la más pura de las vírgenes, sino también como a padre nutricio de Jesús, ¿no es también un excelente modelo de educador? Y ¿no es una lección para los padres cristianos, acerca del cuidado que deben tener con los hijos que Dios les ha dado, la amorosa solicitud con que San José cuidó de la infancia de Jesús?. . . Aun cuando era de la real estirpe de David, se vio obligado a ganarse el pan con el trabajo de sus manos, dando con ello ejemplo de la paciencia y de la sumisión a la voluntad de Dios con que los padres deben vivir en su pobreza.
En una palabra, los cristianos de toda condición hallan en todas las acciones de San José, las normas de conducta adaptadas a su propio estado: su vida es algo así como una enseñanza general propuesta por la Iglesia a todos los fieles que la componen.
Así como los pueblos azotados por el hambre acudían al rey de Egipto para obtener trigo, y este los enviaba a José, que era el depositario y dispensador de todas las riquezas del reino, dicién- doles: «Id a José: Ite ad Joseph», del mismo modo, Dios nos muestra al nuevo José, que El escogió de entre todos los hombres para confiarle la persona adorable de su Hijo, y todos los tesoros de gracia que encierra. Por lo que decimos, en consecuencia, a todos los cristianos: ¿Queréis obtener de Dios todas las gracias que necesitáis? Acudid con fe a la poderosa intercesión del predilecto del Rey de los reyes: Ite ad Joseph. ¿Os halláis en medio de graves tribulaciones? ¿Os apena algún temor? Ite ad Joseph, ¿Sentís alguna angustia? ¿Sois molestados por pasiones violentas? Ite ad Joseph. ¿Habéis perdido la paz del alma? ¿Sentís desgano en el servicio de Dios o aridez de espíritu? Ite ad Joseph. ¿Teméis las ilusiones del espíritu infernal? ¿Tenéis necesidad de consejo en vuestras dudas, y de luz para conocer la voluntad de Dios? Ite ad Joseph, que fue el único capaz de explicar  las misteriosas visiones de los sueños de Faraón: Ite ad Joseph.
Los demás santos son invocados en ciertas necesidades particulares, pues parece que Dios hubiera querido repartir entre todos su poder para socorrernos; pero San José recibió un poder general ilimitado para todas las necesidades del alma y del cuerpo.
La augusta Madre de Dios tiene, no hay duda, el primer lugar junto a su divino Hijo, y es a su misericordia a la que debemos dirigirnos con la más grande confianza en todas nuestras necesidades: la devoción a San José no se opone a la que debemos a su Santísima Esposa; antes bien, las dos devociones se completan.
Y no podemos, en nuestros ejercicios de piedad, separar a estos dos esposos, cuya unión fue formada por Dios, que así quiso dárnoslos como modelos y protectores: Quos Deus conjunxit, ho-mo non separet (Marc. X, 9).

MAXIMAS DE VIDA INTERIOR


Los santos tienen un poder especial para obtener a quienes los invocan, las virtudes en las que ellos se destacaron de una manera particular (San Luis Gonzaga).
Meditando las virtudes de los Santos Padres, que resplandecieron por su verdadera perfección, veremos que es poco o nada lo que hacemos nosotros (Imitación de Cristo).
Los santos vivían ajenos al mundo; pero estaban unidos a Dios, y eran sus íntimos amigos (Imitación de Cristo).

AFECTOS


Nunca se saciará mi espíritu, oh bienaventurado Santo, contemplando los tesoros de gracias y virtudes que encierra vuestra hermosa alma. Modelo admirable de pureza, de obediencia, de recogimiento y de fervor, habéis recibido una gracia especial para atraer las almas a Dios.
Dignaos iluminar, purificar y santificar la mía; dignaos introducirla en ese santuario de vida interior, cuyo ardiente deseo me habéis inspirado. Me llego a vos como el pueblo acosado por el hambre acudía, a José. Vos veis las dudas y la pobreza a que las pasiones redujeron mi pobre alma: libradme, pues, de la tibieza y de la languidez que me son tan perjudiciales; obtenedme el espíritu de oración, la pureza de corazón, la recta intención en cada una de mis acciones, y el amor a’ Jesús y á María. Todo lo espero de vuestra bondad, oh dispensador de los tesoros celestiales; me abandono enteramente en vuestras manos, sed mi guía. Así sea.

PRACTICA


Meditar alguna vez sobre las prerrogativas y virtudes de San José.

DÍA 3


San José, ministro de la adorable Trinidad en el misterio de la Encarnación
El Señor buscó un hombre según su corazón.
1 Rey. XIII, 14.
He aquí llegado finalmente el tiempo en que se cumplen los oráculos de los Profetas: el Hijo único de Dios, que en su misericordia quiso tomar nuestra naturaleza para redimirla, eligió de entre todas las hijas de Eva, una Madre. Las tres Personas de la Santísima Trinidad la enriquecieron con todos los dones de la gracia; y aun cuando debía conservar su virginidad, no era conveniente que permaneciera sola: era necesario que se conservara virgen por el honor de su divino Hijo, pero no que estuviera sola.
Y si bien es cierto, que una mujer debía dar al mundo el Salvador, convenía que el cuidado de la conservación fuera confiado a un hombre: una mujer sería la Madre, y un hombre sería el padre nutricio. Pero ¿quién sería el privilegiado mortal que dividiría con María un ministerio tan sublime?. . . No sería en Jerusalén, la ciudad real; ni en el templo, que realza la grandeza; ni en el santuario, que es el lugar más sagrado; ni entre los ministros más santos de una función enteramente divina, donde Dios elegiría el siervo prudente y sabio, que debía cooperar a la grande obra de la Encarnación del Verbo. Los pensamientos de Dios difieren profundamente de los nuestros. Sería el hombre que vivía escondido, porque Dios no mira ni las apariencias, ni la fama pública.
Cuando envió a Samuel a la casa de Jesé en busca de David, aquel gran hombre —dice Bossuet—, a quien Dios destinaba a la corona más augusta del mundo, ni siquiera era conocido por los de su familia. Y tanto es así, que fueron presentados al profeta todos los hermanos de David, pues no se pensaba en este; pero Dios, que no juzga como los hombres, inspiraba internamente al profeta, que no se dejara sugestionar por las apariencias exteriores, de manera que haciendo caso omiso de todos, quiso conocer al menor de los hermanos, al que apacentaba el ganado, y en viéndolo, lo consagró rey, dejando estupefactos a los demás, que jamás habían sospechado los méritos del que Dios había elegido para elevarlo a tan alta dignidad.
Este hecho puede referirse a José, hijo de David, tanto como al mismo David. Dios buscaba un hombre según su corazón, para poner en sus manos lo más precioso y amado que tenía: la Persona de su Hijo unigénito, la integridad de su Madre, la salvación del género humano, el sagrado secreto de la Trinidad Santísima, el tesoro del cielo y de la tierra. Dirigió su mirada a Nazaret, oscuro y olvidado pueblito, y escogió un hombre desconocido, un pobre artesano de familia real, aunque obligado a vivir de un arte manual, para confiarle una carga de la que se habrían considerado honrados los mismos ángeles.
¿Cómo es esto, oh Dios mío?… Vos prometisteis a David que el Mesías nacería de su descendencia, y esperasteis a que esa dinastía decayera y fuera despreciable a los ojos de los hombres. Un artesano escondido en un rincón de la Judea, será tenido por padre de vuestro Unigénito, y la Esposa de ese artesano será su Madre. . .
¿Cómo pueden conciliarse estos hechos con las magníficas ideas que los Profetas dan acerca del Mesías y de su Reino?. . . ¡Oh juicios humanos, cómo diferís de los juicios de la fe!. . . El Mesías será grande a los ojos de Dios, y para ello es menester que sea pequeño y despreciable a los ojos de los hombres; que sus padres no sean tenidos en cuenta por el mundo, y que en su corazón se manifiesten aún más humildes de lo que parecen exteriormente.. .
El hombre juzga por las apariencias —dice la Sagrada Escritura—; pero Dios mira el corazón. Dios escoge a José, sacándolo de la más profunda oscuridad, para darnos a entender que era el hombre según el Corazón de Dios, y que por sus virtudes ocultas fue juzgado digno de ser el casto esposo de la Reina de las vírgenes y el padre adoptivo del Mesías prometido.
José poseía tesoros de pureza y de humildad que envidiaban los mismos espíritus celestes; esa alma tan sublime y tan contemplativa había adivinado el Evangelio, estimando la virginidad como el estado más perfecto que el hombre pudiera abrazar. «San José —escribe San Francisco de Sales— había puesto como guardia de esta hermosa virtud, una grande humildad; tenía un cuidado especial para ocultar la perla preciosa de su virginidad, e iluminado por una luz sobrenatural-acerca de las angelicales disposiciones de María, consintió en tomarla por esposa, a fin de que, bajo el velo del matrimonio, pudiera él vivir como un ángel, sin llamar la atención de los hombres».
Así como la castidad tiene su pudor, así también tiene el suyo la humildad; y estas dos virtudes cristianas tienen de común entre sí, que rehuyen las miradas de los hombres; ambas temen perder parte de su fuerza y entereza, por lo que prefieren vivir en la oscuridad e ignoradas. Pero Dios, que escruta los corazones, veía en José en grado eminente las mismas virtudes por las que había escogido a María para ser la Madre de su Hijo unigénito: Virginitate placuit, humilitate concepit.
Para ser el casto esposo de la Madre de Dios, era necesaria una pureza angélica, que pudiera corresponder en cierto modo a la pureza de María, la más santa de las criaturas. Y verdaderamente, Dios, y todas las personas que cooperaron en el misterio de la Encarnación, tenían en su naturaleza los caracteres de la más grande pureza: el ángel, que fue el mensajero; María, que recibió el mensaje: Angelus a Deo ad Virginem, Y fue también por su virginidad por lo que el Santo Patriarca se hizo digno de las miradas del Altísimo: Virginitate placuit.
Dios Padre quiere que su Hijo viva ignorado para el mundo, y San José necesita de una humildad a toda prueba, para ser el velo tras el cual pueda ocultarse ese Hijo divino, gozando en la intimidad de Dios el misterio que conoce y las infinitas riquezas que le son confiadas, sin dejar traslucir nada al exterior.
Era menester que San José fuera santo, para poder ser el padre adoptivo del Hijo de Dios; pero con una santidad que revistiera un carácter todo particular, que lo dispusiera a ser el dueño de un Dios encarnado, quien, haciéndose Hombre, se anonadó hasta hacerse Hijo suyo. Ese carácter tan sólo podía dárselo la humildad; y si esta no hubiese sido la virtud principal de San José, aun cuando hubiera tenido todos los méritos y toda h. santidad de los ángeles, Dios no lo habría elegido.
«Porque —dice San Bernardo— un Dios que estaba a punto de humillarse hasta el exceso, revistiéndose de nuestra carne, debía complacerse infinitamente en la humildad,, pues, que aun en su misma gloria tiene en tanto esta virtud. Y tiene predilección por los humildes, por la misma razón que es tan grande y excelso: Quoniam excelsus Dominum, et humilia respicit. Quería Dios enseñarnos que sólo por medio de la humildad podemos acercarnos a Él».
Por esto mereció San José, con su angélica pureza, ser elegido para ser custodio de la más pura de las vírgenes, y por su profunda humildad fue juzgado digno de ser parte en la realización de los divinos designios con la obra inefable de la Encarnación del Verbo.
Efectivamente, la Encarnación del Verbo, por la forma en que había sido decretada en el consejo del Altísimo, no podía efectuarse de una manera conveniente sin el concurso y la intervención de San José; porque, como lo observan los Santos Padres, el honor de la augusta Virgen María, el honor de Jesús, exigían que el Nacimiento milagroso del Hijo de Dios fuera ocultado tras el velo de un matrimonio ordinario, hasta el momento que el divino Niño, nacido verdaderamente de una Madre Virgen, probase irrefutablemente, con el cumplimiento de las profecías acerca de su Persona, con la autoridad de su vida y de su doctrina, y finalmente, con la acción admirable de los milagros, que era sin duda ninguna el Mesías prometido; el que, según el oráculo de Isaías, nacería de una Virgen: Ecce virgo concipiet et pariet filium.
José es ese siervo prudente y sabio que Dios estableció como superintendente de su casa, y que sirve de ministro al Omnipotente, para conducir fielmente a su fin la grande obra de la que depende la redención del mundo.
Es esa nube misteriosa que debía envolver el tabernáculo de la nueva Alianza, y sin la cual la gloria del Altísimo no habría descendido hasta el seno inmaculado de María.
Es el árbol siempre vigoroso y siempre revestido de hermosa fronda, a cuya sombra puede crecer seguro el noble vástago de la estirpe de Jesé. José es el justo por excelencia, que reúne en su persona, junto con la virtud más sublime, la excelsa condición de esposo de María, y la pureza de los ángeles, para ser como el depositario de la castidad misma, y el custodio de una Virgen que es la Esposa del Espíritu Santo. ¡Misterio sublime confiado a José por Dios mismo! ¡Unión santa y entera-mente celestial, en la que la virginidad ha sido el nexo sagrado entre dos almas puras, independiente de los cuerpos de barro que habitan!… Es semejante a una vid que se une y abraza al olmo que ha de defenderla de los -vientos y protegerla contra el ardor del sol, sin fecundarla, ni cooperar en los frutos deliciosos que produce: Uxor tua sicut vitis aburdans.
Y es una virginidad unida a otra virginidad —añade el piadoso Gersón—; son dos astros que se miran para aumentar el esplendor y la pureza de la propia luz. ¡Oh alianza angelical; unión toda santa, que consiste en la casta correspondencia entre el espíritu y el corazón, entre dos almas perfectamente puras; unión que asegura a José el inestimable privilegio de ser testigo ocular de todas las acciones de María, el confidente de sus pensamientos, el árbitro de sus resoluciones, el custodio y el protector de su virginidad; unión que lo hace, en una palabra, partícipe de todas las prerrogativas de una Virgen Madre de su Dios!.. .
¡Oh, siervo bienaventurado! Por su fidelidad en corresponder a favores tan insignes, se hace digno de tener a Dios mismo por panegirista, y ser llamado el Justo, por Aquel a quien pertenece exclusivamente apreciar la virtud y juzgar los méritos.
Es muy cierto que Dios se complace en glorificar a los humildes siempre y sin detrimento de su humildad. Son los instrumentos de su gloria. Cuando el humilde se anonada, o cuando Dios mismo los abaja, los levanta a los ojos de los hombres, a fin de que estos los alaben.
Gusta al Señor gozarse con los sencillos y los pequeños, y aleja de sus ojos a los que se enorgullecen por su origen. Deja seca la hierba que crece sobre los techos, la cual, aunque está muy arriba, no goza del rocío de la gracia; mientras que el lirio oculto en lo profundo del valle es revestido de espléndida belleza: Humilibus autem dat gratiam.
La obra empezada por Jesucristo, continuará hasta el fin de los siglos, y nosotros deseamos cooperar a ella con nuestras oraciones, con nuestro ejemplo, con nuestras palabras.
Preparémonos, ante todo, con la humildad, despojándonos del amor propio. No nos apoyemos jamás en medios humanos: estos no valen, y pueden ser tropiezos para el éxito…
Si tenemos condiciones naturales o adquiridas, de las que podamos valernos, santifiquémoslas, reconociendo que vienen de Dios, que no deben ser empleadas sino para su mayor gloria, y que El, sólo El, debe dirigirlas.
¡Oh santa humildad, oh perfecto desprendimiento de nosotros mismos, tú eres la fuente de todo el bien que Dios obra en esta tierra por medio de los hombres!…

MAXIMAS DE VIDA INTERIOR


Ser humilde sin mérito, es necesario; ser humilde teniendo algún mérito, es digno de alabanza; pero ser humilde en posesión de todos los méritos, es milagro (San Juan Crisóstomo).
Todas nuestras riquezas y todas nuestras gracias son un préstamo, lo cual, lejos de envanecernos, debe inspirarnos un saludable temor por la cuenta rigurosa que por ello habremos de dar a Dios (San Gregorio).
La humildad nos abaja sin medida ante las perfecciones infinitas de Dios, y al mismo tiempo nos anima a poner en El solo toda nuestra confianza, y a considerarle como única esperanza (El libro de oro).

AFECTOS


Por vuestra profunda humildad, oh glorioso San José, habéis merecido ser elegido por Dios para ser el casto esposo y el protector de la más pura y más santa de las vírgenes. Esa dignidad, de la que se habrían sentido honrados los mismos ángeles, uniéndoos tan íntimamente a María, que está por sobre todo, excepto Dios, os enaltece a vos mismo por sobre todos nuestros pensamientos.
Oh, casto esposo de María: por esta dignidad, por la que vos tenéis legítima autoridad sobre la Madre, y sobre el Hijo que Ella concibió por obra del Espíritu Santo, presentadnos a Jesús y a María, a fin de que bajo vuestra protección seamos acogidos favorablemente. Amén.

PRACTICA


Repetir alguna jaculatoria en honor de San José.



DÍA 4




San José, modelo admirable de pureza.
El justo se levanta delante de Dios como un lirio resplandeciente de blancura, y sus flores serán eternas.
Misal Romano.
El nombre de San José, como el de María, trae consigo la idea de pureza y santidad mismas. Jesús, agonizante en la Cruz, encomendó su Madre al más amado y más puro de sus discípulos, porque creyó que de otro modo desmerecería esa Madre virgen. Virginem matrem virgini commendavit, dice San Jerónimo.
No trató con menor reverencia a María el Padre Eterno, cuando quiso darle una ayuda en sus trabajos, un consolador en sus penas, pues la confió al más casto de todos los hombres: Virginem virgini commendavit.
Si la pureza de San José no hubiera sido semejante a la de los espíritus celestiales, ¿habría merecido en depósito la pureza de la Madre de Dios, y ser el esposo, no sólo de la Reina de las vírgenes, sino, por así decirlo, de la misma virginidad?…
María, más pura que el sol desde su concepción inmaculada, consagró a Dios su pureza desde su más tierna edad con el voto de virginidad. María, que prefirió esta virtud celestial a la gloria de Madre de Dios; María, que se turbó a la vista del arcángel San Gabriel, que se le apareció en forma humana, consintió, iluminada por el Espíritu Santo, ser la esposa de San José, y conversar y vivir a su lado. ¡Qué amable modestia, qué santo recato debían de resplandecer en José, para que la más pura de las vírgenes, que acababa de salir del templo, donde había pasado sus mejores años bajo la mirada de Dios solo, no temiera confiarle cuanto tenía de más querido y precioso en este mundo!.. .
¡Ah, si la vista de una imagen de la Santísima Virgen inspira amor a la pureza; si el ejemplo de la consagración de María, narrado en el Evangelio, bastó para suscitar en todos los tiempos esa innumerable multitud de vírgenes de toda edad y condición, que prefirieron el honor de imitar a la Madre de Dios, a todos los halagos del mundo, ¿qué no debía obrar la presencia continua de María sobre la persona de José, puro como un ángel, y dotado desde su juventud de un singular amor hacia una virtud hasta entonces tan poco conocida y estimada!. . .
Y ¿qué diremos de su íntima relación con Jesús?… Si uno de los principales efectos de la Humanidad del Salvador es purificar, santificar y divinizar, no sólo el alma, sino también el cuerpo de los que le reciben dignamente en la Eucaristía, ¿cómo no creeremos que el que tuvo la suerte de estrechar tantas veces en sus brazos al Verbo encarnado, estrecharle contra su pecho, acercarle a su corazón con tanto amor y respeto, no haya sido trasformado y angelizado, como dice Tertuliano?.. .
San Francisco de Sales asegura que San José sobrepasó en pureza a los ángeles de la más alta jerarquía, «pues que —escribe—, si el sol material no necesita más que de su luz para dar al lirio su resplandeciente blancura, ¿quién podrá comprender a qué grado de candor se levantó la pureza de San José, junto día y noche por tantos años a los rayos del divino Sol de justicia y de aquella mística Luna que de este recibe su esplendor? …»
Los ojos de María — dice Gersón— destilaban un rocío virginal, que purificaba los corazones sobre los que se posaban sus miradas: Quídam ex oculis virgineus ros spirabat. ¿Cómo caería ese rocío virginal sobre el lirio de José, siempre pronto a recibirlo, añadiendo nuevo esplendor a su pureza y preparándole, según el sentir de Cornelio a Lápide, un lugar entre los ángeles?. . . Fuit ipse ángelus potius quam homo.
Sabido es que la semejanza da origen al amor; por lo que, viendo los ángeles a un hombre que, por privilegio especial de la gracia, se asemejaba tanto a ellos en pureza y santidad, lo honraban y amaban también ellos con particular afecto. Y no fue sin razón que, cuando el ángel se apareció por primera vez a José, le dijera: «José, hijo de David». Sabemos por la Sagrada Escritura que no fueron tratadas así las personas a quienes los ángeles llevaban algún mensaje del cielo. «Hijo del hombre, tente en pie», dijo el ángel a Ezequiel. «levántate pronto», a Pedro. «Escribe lo que veas», a San Juan Evangelista. Parece que los ángeles ignoraran o no tuvieran en menta los nombres de esos ilustres personajes. Pero no hicieron así con José: a él lo llamaron por su nombre, y lo trataron como a príncipe de la estirpe de David: Joseph, fili David. Tan espléndido título le pertenecía, y los ángeles se lo dieron, para honrarlo y distinguirlo por sobre todos los hombres, atendiendo a su inefable pureza.
No hay sobre la tierra título más hermoso que el de virgen. Es una condición muy amada por Dios y respetada por los ángeles; da derecho a honores inmortales y a gloriosos privilegios en el reino de los cielos.
Es el único título que suele darse a la más santa de las criaturas, a la Madre del Verbo, a la casta esposa de José. Cuando decimos la Santísima Virgen, no solamente creemos haberla señalado claramente, sino también haberle tributado con este título la mayor alabanza.
«Nada más justo —exclama San Ambrosio— que apellidarla angélica, porque sólo en el cielo se encuentra el modelo de esta bella virtud».
«El Hijo de Dios —dice San Bernardo— no vio en este mundo nada más precioso que la pobreza, que tomó en el fondo de nuestra miseria, y nos dio en cambio cuanto tenía de más precioso en el cielo, la castidad, que escogió entre lo mejor de su beatitud».
«Sí, es por la virginidad —exclama San Gregorio Nacianceno— que Dios no rehusó venir a habitar entre los hombres. Y es esta virtud la que da a los hombres alas para volar al cielo, y es el vínculo sagrado que une al hombre con Dios: por eso concede por su intermedio cosas sobrenaturales».
«La pureza —añade San Juan Clímaco— no es otra cosa sino una semejanza con Dios, tan perfecta como pueda tenerla en este mundo una criatura».
Los Santos Padres representan la virginidad como una especie de centro o de medio entre los espíritus y los cuerpos. «Los vírgenes tienen en la carne algo —escribe San Agustín— que no pertenece a la carne, y que tiene más de ángel que de hombre; es algo así como una efusión de la vida de los espíritus celestiales. ¡Oh, belleza de la castidad! Anticipa el efecto de la resurrección gloriosa; hace el cuerpo todo espiritual, pues es cosa cierta que la castidad, especialmente con el carácter de estabilidad que le da la Religión, libra al cuerpo de la servidumbre de los sentidos, lo prepara para no ser dominado por la concupiscencia de la carne, y lo hace obediente a las leyes del espíritu. ¿Por qué, pues, no podrá llamarse espiritual un cuerpo sometido al espíritu, si la Escritura llama carnal al espíritu esclavo del cuerpo?…»
«Pues que —dice el mismo santo— la gracia no es menos eficaz para el bien que el pecado para el mal, y pues que el pecado puede lograr que un alma espiritual se haga toda de la carne, ¿no podrá la gracia, por una operación enteramente contraria, tener la eficacia de santificar un cuerpo y hacerlo todo espiritual?...»
Admirando estas ventajas y los bienes que la virginidad procura al hombre, nos dice San Basilio que «no sólo es uno de los mayores bienes de esta vida, sino también la simiente de la vida incorruptible y de la regeneración futura; puesto que nadie puede estar más seguro de la visión beatífica que aquel que la posee anticipadamente. La virginidad es sobre la tierra un anticipo de la vida celestial».
«Quien es virgen, pertenece a Jesucristo —dice San Pablo—. Detenido sobre la tierra por las ataduras del cuerpo, vive en el cielo por el ardor de sus afectos. La pureza de su carne y  de sus pensamientos forma un santuario en que vive el mismo Dios».
No sin razón la Sagrada Escritura compara los vírgenes a la abeja laboriosa, que se alimenta tan sólo con el rocío del cielo y con el jugo de las flores más hermosas. Del mismo modo, el alma que ama la virginidad se alimenta de la palabra de Dios: recoge diligente esa flor admirable elegida entre mil, y sobre la cual está el espíritu de Dios. Esa flor hay que buscarla en la mortificación de los sentidos y en el desprecio de nosotros mismos, pues es el lirio de los valles que ostenta su espléndida blancura entre las espinas, y envía sus perfumes suaves y deli-cados a las almas más puras y más humildes.
Pero esta divina virtud es tan bella como frágil; el menor aliento basta para empañarla. Si queréis tener la suerte de conservarla en toda su belleza, es necesaria una gran vigilancia sobre vuestros sentidos y sobre los afectos de vuestro corazón; todo debe ser puro en un alma que se gloría de seguir las huellas de María y de José. Vuestra conversación debe ser celestial: Nostra conversatio est in coelis. «Si habláis —dice San Pedro—, hablad como si Dios lo hiciera por vuestra boca».
Vuestros ojos sean amablemente modestos, cerrados a toda vanidad, abiertos tan sólo para contemplar los bienes eternos. No deben detenerse en vuestra mente sino imágenes puras y el pensamiento de la vida eterna; vuestra alma no debe ocuparse más que de la esperanza de los bienes celestiales y de la misericordia de Dios para con vuestra alma. Las conversaciones mundanas, aunque fueran tan sólo ociosas e inútiles, podrían empañar la delicadeza de vuestra conciencia, si las escucháis con algún placer. Huid del rebuscamiento en el cuidado de vuestro cuerpo, que podría alterar la pureza de vuestra alma; de las ataduras de una amistad demasiado natural, que profanaría la santidad de vuestro corazón, que no debe abrirse más que para el cielo.
En una palabra, un alma casta, considerando los peligros que existen en el mundo prontos a perder una virtud tan frágil y delicada, debe decir a los objetos que la rodean lo que Nuestro Señor Jesucristo le dijo a la Magdalena: «No me toques, porque todavía no subí a mi Padre». Aún no estoy entre los bienaventurados; no me toquéis, que me gastáis. Sois tales que no sabría amaros en esta vida, sin apegarme demasiado a vosotros, con peligro de vuestra misma alma, que, habiendo sido creada para Dios, debe amar sólo a Él. Alejaos, en consecuencia, de mí por algún tiempo; aguardad a que esté entre los bienaventurados: entonces os veré en Dios y os amaré en El, sin peligro de perderme en vosotros y con vosotros.
Viviendo, así como José, bajo la mirada de Jesús y de María, podréis caminar con confianza en vuestra inocencia: perambulam in innocentia cordis mei. Recibiendo a menudo el vino que engendra vírgenes, triunfaréis de todas las tentaciones del mundo y mereceréis entrar en el coro de los vírgenes, que acompañan doquiera al Cordero cantando un cántico nuevo. Amad la pureza sobre todas las cosas, porque, como dice el Sabio, «nada hay que se le pueda comparar».

MAXIMAS DE VIDA INTERIOR

Hay mayor mérito en ser virgen que en ser ángel: este debe su pureza a su bienaventuranza, más en un virgen es fruto de su virtud (San Juan Crisóstomo).
El pudor embellece la edad; el silencio adorna el pudor (San Ambrosio).

AFECTOS

¡Oh, glorioso San José! bendigo a Dios que quiso elegir mi alma para que viviera bajo vuestro santo patrocinio. Obtenedme, oh casto esposo de la más pura de las vírgenes, el amor y la práctica de la pureza conveniente a cada estado, a fin de que, después de haber imitado la santidad de vuestras costumbres sobre la tierra, me sea dado bendecir y amar eternamente con vos en el cielo al Esposo divino que se apacienta entre lirios. Así sea.

PRACTICA

Para ser semejantes a San José, tener un amor especial a la pureza.



DÍA 5

Humildad de San José.

Dios da su gracia a los humildes.
Sant. IV, 6.
Todos los santos, animados por el espíritu de Jesucristo, consideraron la humildad como base y fundamento de la perfección.
San Bernardo la considera como la piedra angular sobre la que reposa todo el edificio espiritual, la perfección de la doctrina y de las virtudes que nos enseñó el divino Salvador, o como una torre inexpugnable, donde el alma cristiana está a cubierto de los asaltos del enemigo.
San Ambrosio hace el elogio más admirable de la humildad, en pocas palabras: «Es el asilo donde se refugia la gracia, el manto con que se cubre; es algo así como un principio, una señal en cierto modo, un gustar de la gloria de los bienaventurados; es el trono donde se asienta la sabiduría y donde le agrada permanecer». Y más aún; la apellida la fuente, la soberana, la más excelente de todas las virtudes: omnium virtutum caput.
Ninguna virtud os hace más agradables a Dios, y ninguna os obtiene gracias más numerosas. Entre todos los favores que Dios dispensó a San José, fue ciertamente el más precioso el de su profunda humildad: de esta, como de la fuente más fecunda, brotaron en su alma infinidad de otras gracias. En efecto, porque José se abajó, humilló y anonadó a sus propios ojos, el Verbo Eterno lo eligió para su su padre adoptivo y su custodio, y le dio por esposa a María, la más humilde de todas las criaturas.
La humildad de San José resplandecía en todos los actos de su vida. Aunque descendía en línea directa de los antiguos Patriarcas y de la familia real de David, no se jactó jamás de la nobleza de su cuna. Aceptó sin murmurar y sin sentir pena, la privación de la autoridad y de la gloria de sus antepasados, y el verse reducido a la condición de humilde artesano. Su vida fue pobre, oscura y laboriosa, un verdadero tejido de sufrimientos y humillaciones; sus manos, destinadas al cetro, estuvieron constantemente dedicadas a trabajos penosos y duros.
Perfectamente sumiso a los designios de la Providencia, amó la oscuridad de su condición, en la que, sin que nadie lo advirtiera, pudo practicar una virtud tan amada de su corazón. Y aun cuando corriera por sus venas la sangre de veinte reyes, no habría cambiado los instrumentos de su arte por los atributos de la grandeza y de la gloria.
José consintió, es verdad, en ser el esposo de María; pero —dice San Francisco de Sales— lo hizo únicamente por ocultar bajo el sagrado velo del matrimonio y sustraer a las miradas de los hombres la virginidad que había resuelto firmemente guardar por toda su vida.
Desposándose con esa Virgen purísima, cuya gloria era toda interior, no sospechaba José el altísimo honor a que estaba destinado; pero apenas supo que María era la Virgen anunciada por los Profetas, que debía dar a luz al Mesías prometido desde el principio del mundo, penetrado de los sentimientos de la más profunda humildad a la vista de tan portentoso misterio, juzgándose indigno de habitar con la Madre de Dios, quiso —dice San Bernardo— alejarse de Ella, diciendo en sus adentros lo que San Pedro diría más tarde a Jesús: «¡Señor, aléjate de mí, que soy un pecador! “Exi a me, Domine, quia homo peccator sum”. O bien, como el centurión: «No soy digno de que entréis en mi casa». No os maravilléis —continúa San Bernardo— de que José se crea indigno de permanecer con la Virgen Madre del Verbo divino, si Isabel sintió tanta reverencia y maravilla al ver que María se llegaba a visitarla: “Unde hoc mihi, ut veniat Mater Domini mei ad me?”
Pero escuchemos a María, quien reveló a Santa Brígida los sentimientos de su casto esposo: «José, a quien el Altísimo había destinado a ser mi protector, cuando conoció el misterio que se había obrado en mí por obra del Espíritu Santo, quedó muy maravillado; nunca sospechó de mi virtud. Lleno de fe en los Profetas que habían anunciado que el Hijo de Dios nacería de una Virgen, se creyó indigno de servir a tal Madre» (Libr. VII, rev. 25).
San Jerónimo y varios otros autores opinan del mismo modo, respecto de las disposiciones de San José en la ocasión a que nos referimos. No es esta, interpretación mía, sino de los Santos Padres. Accipe et in hoc non meam, sed Patrum sententiam.
En la escuela de Jesús y de María, San José aprendió la humildad; y esta crecía día a día, a la vista de los ejemplos admirables que tenía ante sus ojos. ¿Quién podrá expresar la saludable impresión que hacía en su alma el heroico silencio de María, quien, antes que revelar el misterio glorioso de la maternidad divina, no titubeó en exponer su propia reputación, y dejar que José pensara que no había sido fiel a su voto?… Y día a día veía él a la augusta Madre de Dios, a la Esposa del Espíritu Santo, servirlo y obedecerlo en todo.
Y ¿qué diremos de los sentimientos de nuestro Santo Patriarca, cuando contempló las humillaciones del Verbo encarnado?.. . El, que había oído al anciano Simeón cantar, mientras tenía a Jesús en sus brazos, aquel sublime cántico de gratitud, con el que rogaba a Dios lo libertara de las ataduras que retenían a su alma prisionera en su cuerpo mortal, pues que había contemplado con sus propios ojos «la luz de la casa de Israel». ¿Y cuál no sería la maravilla de José al ver al divino Infante obedeciéndole en todo, trabajando con él por espacio de treinta años, aprendiendo a ser dulce y humilde de corazón?. . . Discite a me quia mitis sum et humilis corde!
Si el santo Precursor se llenó de admiración cuando vio al Verbo divino confundido entre los pecadores, pidiéndole el bautismo, podemos estar certísimos de que San José vivió en un éxtasis continuo contemplando a la Divina Majestad anonadada, al Creador del universo hecho Niño, y ocupado durante muchos años en un oficio despreciable a los ojos de los hombres. ¿Cómo habría podido resistir a tan altísimo ejemplo? ¿Cómo habría podido concebir el menor sentimiento de orgullo o de vana complacencia de sí mismo?. . . Profundamente compenetrado de su indignidad y de su nada, no trataba sino de humillarse más y más; toda su felicidad y su gloria consistían en imitar en todo el anonadamiento del Verbo.
Los ejemplos del Salvador daban a José luces extraordinarias acerca de la grandeza de Dios y de la nada de la criatura, y le revelaban, respecto de la humildad, cosas que jamás habría podido saber. Le enseñaron prácticamente que si la Majestad Divina no pudo ser honrada dignamente sino por la humillación de un Dios hecho Hombre, todos nuestros homenajes son nada delante de Él, y por sí mismos no pueden ser jamás aceptos a su divino beneplácito. Por lo tanto, José no pensó ni por un momento en glorificar a Dios por sí mismo, pues tuvo siempre un conocimiento íntimo y cabal de su impotencia, sino que lo glorificó por medio de Jesús: «Señor, yo soy una nada ante Vos: tamquam nihilum ante Te»; pero mirad a vuestro Hijo divino reducido a tanto anonadamiento para reconocer vuestra soberanía. El no desdeña humillarse obedeciéndome a mí y sirviéndome a mí, miserable; antes bien, se abajaría más, si posible fuera. ¡Ay de mí! ¿Qué puedo hacer yo, Señor, sino unir la nada de mi naturaleza a su anonadamiento voluntario, y suplicaros aceptéis mis homenajes en los de vuestro Hijo divino.
Jesús nos dice cada día, con sus divinos ejemplos y con su doctrina, lo mismo que le decía a José: «Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón».
Le vemos en la adorable Eucaristía mil veces más anonadado que en Belén y en Nazaret, ¡y somos poco menos que insensibles a estas tan conmovedoras lecciones que nos da vuestro amor! Haced que de ahora en adelante seamos fieles en practicar una virtud que Vos tanto amáis; haced que conozcamos por qué y la obligación que tenemos de amarla en el tiempo y modo que es necesario; haced que, como San José, aprendamos que la humildad, de lo íntimo del corazón debe manifestarse al exterior, según las ocasiones y con toda naturalidad.
¡Oh almas interiores! Pedid incesantemente a Dios su luz, para conocer mejor la naturaleza y esencia de esta sublime virtud, y por sobre todo pedidle que os obtenga de practicarla ge-nerosamente, a pesar de las repugnancias de la naturaleza y de las exigencias del amor propio. Sentimos que nuestra naturaleza se rebela al sólo pensar en las humillaciones y desprecios; ocultamos cuidadosamente todo lo que pueda disminuirnos a los ojos de nuestro prójimo, y nos lo disimulamos ante nosotros mismos. Comencemos, pues, por detestar nuestra soberbia, y pidamos a Dios que nos dé la fuerza para combatir valerosamente.
A imitación de San José, entremos con frecuencia en el Corazón de Jesús. Estudiemos sus sentimientos: nada descubriremos que no nos lleve a la humildad, que no nos la haga amable y no nos facilite su ejercicio. Que la humildad de ese Corazón adorable sea el principal objeto de nuestra devoción y nuestro modelo.
Cuando así lo hiciéremos, el divino Salvador, que tanto gusta de estar con las almas humildes, nos colmará de sus gracias y conversará familiarmente con nosotros, como lo hacía con María y con José. Por lo mismo que Dios se anonadó, sólo se comunica con los que son pequeños.

MAXIMAS DE VIDA INTERIOR

Hacer el bien y estimarse en poco, es señal de humildad (Imitación de Cristo).
El alma verdaderamente humilde debe contentarse con que se conozca su humillación, pero no su humildad (San Bernardo).
La sencillez es la perfección de la humildad; el alma sencilla se olvida enteramente de sí misma, para ocuparse únicamente en Dios.

AFECTOS

¡Oh glorioso San José, cuáles serían los sentimientos de vuestro humildísimo corazón, cuando veíais a la Madre de Dios y a su Hijo divino sumisos a vuestras órdenes! ¡Qué lejos estoy de vuestros santos ejemplos!… Vos no tratáis más que de ocultar a los ojos de los hombres los dones celestiales de que estabais enriquecido, y que sólo os servían para inspiraros los más bajos sentimientos respecto de vos mismo, mientras yo trato de aparecer y ser estimado por el mundo. ¡Oh amable protector mío, mi patrono y mi Padre, dignaos obtenerme la humildad, que es el fundamento de la perfección cristiana! Obtenedme la gracia de conocerme y despreciarme como merezco, a fin de que de ahora en más no desee sino a Dios solo como testigo de mis acciones y como recompensa en el tiempo y en la eternidad. Así sea.

PRACTICA

A imitación de San José y en unión con él, hacer en el día algún acto exterior de humildad.



DÍA 6





San José, semejante a María



Hagámosle otro que sea semejante a él.
Gen. II, 18.
Habiendo sido San José elegido por Dios para ser el protector y el casto esposo de la más pura de las vírgenes, ¿podremos dejar de creer que fue adornado con todas las gracias y privilegios que debían hacerlo digno de un título tan glorioso? ¿Qué padre no elige para la hija que ama tiernamente, el esposo más virtuoso y perfecto que pueda hallar?. . . Ahora bien; ¿hubo jamás hija alguna más amada por el Padre celestial que la Santísima Virgen, destinada desde toda la eternidad a ser Madre de su único Hijo?…
Dios, cuyas obras llegan a su término fuerte y dulcemente, debía preparar para María un esposo que mereciera gozar de una unión tan íntima con la madre de su Unigénito. El cielo, fecundo en milagros, había reunido en aquella augusta Virgen todas las gracias y todas las virtudes. Era María más bella que la luna, más resplandeciente que el sol, más formidable contra el príncipe de las tinieblas que una armada en orden de batalla. Toda pura a los ojos del que es la pureza misma, María veía a sus pies a todas las criaturas del cielo y de la tierra, y sólo Dios, cuya fiel imagen era, la superaba en gracia y santidad.
Por eso, cuando Dios, al principio del mundo, creó de la nada, con su poder infinito, esa multitud de seres, cuya excelencia era a sus ojos digna de admiración, y coronó su obra maravillosa creando al primer hombre, no halló nada sobre la tierra que pudiera compararse a Adán. A tantas maravillas debió añadir un nuevo milagro, y dar a Adán un apoyo que fuera igual a él: Faciamus ei adjutorium simile sibi.
Y creó la primera mujer, que quiso sacar del costado de Adán, para que, siendo de su misma naturaleza, pudiera servirle de compañera. ¿No es, pues, lógico pensar que, habiendo dado José a María para ayudarla y servirla, lo haya hecho a José semejante a Ella, enriqueciéndolo con todos sus dones y dotándolo con gracias especiales, a fin de que, siendo en cierto modo la fiel imagen de las perfecciones de una Esposa santa, fuese digno de serle dado por compañero?. . .
Dios Nuestro Señor dijo un día a Santa Teresa estas admirables palabras, que leemos en su Vida: «Sabe, hija mía, que si Yo no hubiera creado el mundo, lo crearía para ti sola». ¿No creeremos, después de esto, que Dios, como piensan muchos célebres doctores, creó a José con todas las perfecciones expresamente para María, a quien amaba más que a todos los ángeles y santos juntos?. . . Me parece ver a las tres adorables Personas de la Santísima Trinidad reunidas en consejo, diciendo: «Hagamos para María un auxilio semejante a Ella», que sea digno de vivir y tener parte en los divinos oficios a que está destinada esta Virgen incomparable, en la que el Omnipotente ha obrado maravillas tan grandes, y a quien el Espíritu Santo eligió por Esposa fidelísima: Faciamus ei adiutorium simile sibi.
Y sobre esta semejanza y esta unión de Jesús con María podemos fundar todas las grandezas de nuestro Santo Patriarca. Que si el Sabio asegura que Dios, para recompensar la virtud y la piedad de un hombre de bien, le prepara y le da una mujer prudente y virtuosa: Mulier bona, pars bona, dabitur viro pro factis bonis (Ecl., XXVI, 3), ¡qué méritos, qué tesoros de gracias no deberá poseer San José, habiendo recibido del cielo, en premio de su virtud, la más prudente, la más perfecta de todas las criaturas salidas de las manos de Dios!. . .
¿Cómo podremos hacernos una idea exacta de la pureza, de la humildad incomparable de José por las oraciones de María, quien en el templo pedía a Dios con fervor los medios más eficaces para llegar a la perfección que Él tenía derecho de exigirle, después de haberla colmado de tantas gracias y bendiciones? . . .
Es indudable que la augusta Madre de Dios, que no es aventajada en méritos por nadie más que por su divino Hijo, era mil veces más santa que José; ¿y por qué no habremos de decir que nuestro Santo Patriarca, destinado a ser el esposo de María y padre adoptivo de Jesús, era mil veces más santo que todos los demás bienaventurados?… Dios —dice San Gregorio Nacianceno— reunió en José, como en un sol, todo lo que los demás santos juntos tienen de luz y de esplendor: In Joseph omnium sanctorum lumina collocavit.
San Juan Crisóstomo, a su vez, dice que queriendo Dios dar un esposo a la Madre de su Unigénito, buscó largo tiempo entre todos aquellos venerables patriarcas de la antigüedad, para encontrar uno que fuera digno de este título. Vio la fe firme y constante de Abraham, la pureza del alma de Isaac, la paciencia longánima de Jacob, la santidad y dulzura de David; pero sólo José atrajo sus miradas, y fue el único hallado digno de un grado tan eminente: Inventó tándem Joseph, cuius meritum pertransiré non potuit.
Considerando San Bernardo que la semejanza es el alma de las uniones bien ordenadas, saca en consecuencia que era necesario que José fuera, como su Esposa, purísimo en castidad, profundísimo en humildad, elevadísimo en la contemplación y ardentísimo en la caridad. Cuando Dios quiso dar una compañera al primer hombre, se la dio semejante en la naturaleza, en la gracia y en la perfección, y cuando quiso dar un esposo a la Madre de su Hijo divino, lo escogió semejante a Ella en gracia y santidad.
Por lo tanto, cuando consideramos atentamente las sublimes prerrogativas y las admirables virtudes de José, vemos que ningún santo tuvo como él tanta parte en los privilegios de los méritos que enaltecieron a María por sobre todos los santos.
María está figurada en las mujeres más ilustres del Antiguo Testamento, y la autoridad que José debía ejercer en la casa de Dios, la hallamos figurada en la elevación del hijo de Jacob,  tan célebre por su castidad, al cargo de primer ministro en la corte de Faraón. Aquel salvó a Egipto con su providencia, y José cooperó eficazmente a la redención del mundo y a la salvación de todos los hombres, conservando con sus cuidados al mismo Salvador. José es el único santo del Nuevo y del Antiguo Testamento que compartió con María la gloria de ser figurado y anunciado mucho tiempo antes de su nacimiento. Se diría, si ello fuera posible, que Dios ensayó su creación en la persona de esos ilustres patriarcas que antecedieron al Mesías: Cogitabat  homo futurus, Y así fue José, como María, predestinado desde toda la eternidad a cooperar al gran misterio de la Encarnación del Verbo. Ambos fueron descendientes de reyes, de profetas y de todo lo que de más noble había en la antigua Ley.
María, exenta de la mancha original, fue inmaculada desde su concepción, y José fue santificado en el seno de su madre . María fue bendita entre todas las mujeres, por haber sido la primera que enarboló el estandarte de la virginidad.
José fue elegido entre todos los hombres, en razón de su pureza, para ser esposo de la más pura de las vírgenes, y fue el primero que, respondiendo a la invitación de su casta Esposa, se unió a Dios con lazos indisolubles.
La humildad de María se turbó oyendo de labios del arcángel Gabriel, que había sido elegida para ser la Madre de Dios:  y el ángel también se ve obligado a tranquilizar a José, el cual, considerando su nada, no podía consentir en ser el esposo de la Madre de Dios y el padre adoptivo del Verbo encarnado: Joseph, fili David.
María dio la vida a Jesucristo, y lo alimentó con su leche virginal; José, con el sudor de su frente y con sus trabajos le proporcionó el alimento para sostener en el Salvador la Sangre preciosa que derramó por nosotros sobre la Cruz. Ambos tuvieron la suerte feliz de cuidar del único Hijo de Dios, y de convivir con El durante treinta años en la unión más íntima. Después de morir de amor, como María más tarde, José tuvo la gracia de resucitar con Jesucristo, y subir con El al cielo el día de su Ascensión gloriosa.
Nosotros invocamos a María como a la más clemente y más poderosa de todas las criaturas; y la clemencia y la potencia de San José fueron figuradas en el hijo de Jacob, el cual perdonó a sus hermanos, no obstante la crueldad con que lo habían tratado, y fue el más poderoso de todo el reino de Faraón. La Iglesia llama a María, Espejo de justicia, y el Espíritu Santo da a José el nombre de Justo por excelencia.
Invocamos a María como a Reina de los confesores, y José tuvo la gloria de ser el primer justo perseguido en la Iglesia naciente. Proclamamos a María, Reina de los profetas, y José conoció todos los secretos del Altísimo y los grandes misterios de la Redención.
María es la Reina de los ángeles, y José —dice el Sabio Cornelio a Lápide— merece ser colocado más entre los ángeles que entre los hombres: Fuit ipse ángelus potius quam homo. Si José no fue inferior a los ángeles, y se hizo su igual por su incorruptible pureza, más lo fue por los privilegios conquistados con su incomparable santidad. José fue, en cierto modo, igual, si no superior a los ángeles del primer orden, custodiando al Niño Dios confiado a sus cuidados; igual a los arcángeles, trasmitiendo a María las órdenes que recibía del cielo; igual a las potestades, manifestando a los egipcios la omnipotencia del Verbo encarnado, que aterró a los ídolos; igual a los principados y dominaciones, porque mandaba al Rey y a la Reina de los cielos; igual a los tronos, porque él mismo servía de trono al Niño Jesús cuando le tenía en sus brazos; igual a los querubines, pues había penetrado los más profundos misterios de la sabiduría encamada; igual a los serafines, porque se levantaba en las alas del amor a la más alta contemplación, para descansar en el seno del Maestro divino, a quien los bienaventurados jamás se cansan de contemplar.
En una palabra, ¿a cuál de los serafines comunicó Dios la paternidad divina? ¿A cuál de ellos dijo alguna vez: Tú eres mi padre?,.. José fue juzgado por sobre todos los espíritus celestiales, digno de un nombre que Dios no hubiera podido dar a na-die. En vista de una tan sublime dignidad reservada a José, ¿qué sentimientos tendrían hacia él los espíritus celestiales?. . . No de envidia, que de ello no son capaces, no; pero sí debía de haber entre ellos algo así como una porfía, una santa emulación, para mostrar cada uno el mayor respeto y amor hacia un Padre tan querido por Dios.
¡Cuán grande debió de ser la humildad de San José, para merecer semejante favor, y cuánto debió de acrecer después de recibida esta distinción! ¡Dios mío, con qué complacencia habréis mirado a aquel que, estando en el colmo de la grandeza, no salía de su anonadamiento! ¡Cuán vanos e injustos somos cuando nos envanecemos por los dones de Dios, cuando nos adueñamos de ellos como cosa propia, cuando por ellos queremos ser preferidos a los demás!. . .
¡Qué pocas son las almas que, a imitación de San José, refieren a Dios todos los bienes que de Él recibieron, y que no buscan la perfección sino por la gloria de Dios!… No olvidemos que, en la mente de Dios, el amor y la práctica de una virtud están por sobre los favores del cielo, aun los más insignes y de las dignidades más sublimes. Para seguir los ejemplos de San José, debemos prestar siempre mayor atención a los menores actos de virtud, que no a los dones celestiales; pues que no son aquellos dones, sino las virtudes, cuyo ejercicio tanto cuesta a la naturaleza, las que glorifican a Dios, y a la vez nos santifican.

MAXIMAS DE VIDA INTERIOR


Todo aquello que no nos hace más humildes y más desinteresados, es malo, y hay que considerarlo como sospechoso y evitarlo (P. Groa).
 La viña plantada entre  los  olivos, produce uva oleosa; y así el alma que frecuenta gente virtuosa, no puede menos que participar de sus buenas cualidades (San Francisco de Sales).
Todas las gracias de Dios nos son distribuidas por María (S. Bernardo).

AFECTOS


Oh Verbo encarnado, os ruego por la intercesión de San José, queráis usar de todo el poder de vuestra gracia para extirpar mi orgullo y mi amor propio. Nunca seré nada a vuestros ojos, en tanto que me ame a mí mismo. Si prevéis que por vuestros dones yo había de ensoberbecerme, no me los concedáis, apartadlos de mí. Prefiero ser miserable y privado de todo bien espiritual, con tal de ser humilde.
Oh glorioso San José, obtenedme la gracia de seguir, como vos, las huellas de vuestra augusta Esposa, a fin de que me sea dado practicar las virtudes que os han hecho digno de estar unido con Ella en el cielo para siempre. Así sea.

PRACTICA


Agradecer a Dios por las gracias concedidas a San José por los méritos de María.


DÍA 7


San José, elegido por el Señor para vicario suyo junto a su único Hijo.
La humildad precede a la gloria.
Prov. XV, 33.
Después de haber sido elegido por Dios para ser el casto esposo de María, San José es, en consecuencia, ensalzado a la dignidad de padre de Jesús. Esta segunda prerrogativa, tan grande y maravillosa, no es sino un efecto y continuación de la primera. José es el padre del Salvador de los hombres, porque es el dueño de la divina Madre que lo dio al mundo; del mismo modo que las flores y los frutos que el sol produjera de por sí en una tierra virgen, pertenecerían al propietario de la tierra, así el divino Infante, concebido por la Virgen María por obra del Espíritu Santo, pertenece a José, quien es el dueño de ese huerto cerrado, Hortus conclusus, en el que germinaron la flor de los campos y el lirio de los valles: Ego flos campi et lilium convallium.
Con su estilo inimitable, San Francisco de Sales expresa el mismo sentimiento en los siguientes términos: «Si una paloma llevara en su pico un dátil, y lo dejara caer en un jardín, la palmera que de ese dátil nacería, pregunto yo, ¿no sería reconocida como de propiedad del dueño de ese jardín?… Ahora bien; nadie ha de dudar que habiendo el Espíritu Santo dejado caer ese dátil divino, como un palomino celestial, en el huerto cerrado de la Santísima Virgen —huerto sellado y circundado en todo su perímetro por los setos del santo voto de virginidad—, el cual pertenecía al glorioso San José; nadie ha de dudar que esa divina palmera, que a su tiempo producirá frutos inmortales, pertenezca con todo derecho al Santo Patriarca; el cual, sin embargo, no se envanece por ello, sino que se anonada y se hace cada vez más humilde» (Entret. XIX).
Jesús —dice San Fulgencioes el fruto, el ornamento, el precio y la recompensa de la virginidad que le atrajo del cielo a la tierra. Por su pureza María agradó al Padre Eterno, y por su pureza también la hizo fecunda el Espíritu Santo. ¿Y no puede decirse —exclama Bossuetque José es parte de ese gran milagro? Por cuanto si la pureza angélica es el tesoro de María, esta, a su vez, es el depósito del justo José; le pertenece, por su unión con la Santísima Virgen y por los amorosos cuidados con que la conserva. Oh sublime virginidad, si tú eres el tesoro de María, eres también el tesoro de José. María la consagró, José la conserva, y ambos la presentaron al Padre Eterno como un bien custodiado por comunes afanes.
Por lo tanto, si él tiene tan grande parte en la virginidad de María, tiene parte también en el fruto de su seno, y he aquí que Jesús es su Hijo, por la alianza virginal que lo une con su Madre. San Agustín lo dice en pocas palabras: Propter quod fidele coniugium parentes Christi vocari ambo meruerunt, ¡Oh, misterio de pureza! ¡Oh, bienaventurada paternidad! ¡Oh, luz incorruptible que fulgura doquiera de aquella unión admirable!. . .
Pero ¿por qué recurrir a razones y a la autoridad de los doctores, para establecer una verdad que hallamos claramente expresada en las Sagradas Escrituras?… En efecto, en ellas encontramos que los Evangelistas, al hacer la genealogía de Nuestro Señor Jesucristo, nos ofrecen la de San José, y los mismos ángeles lo reconocen como a verdadero jefe de la Sagrada Fami-lia, pues a él le trasmiten las órdenes de Dios.
El Espíritu Santo da a San José el título de Padre de Jesús, en el texto de San Lucas: «Su padre y su madre —es decir, José y María— admiraban cuanto se decía de Él». Y María también, queriendo referirse a José, dice: «Tu padre y yo te andábamos buscando». Observemos como tiene el cuidado de nombrarlo a él primero, cual si fuera realmente un padre común. Y no hay que creer—dice San Agustínque Jesús le niegue este nombre, por lo mismo que no rehúsa darle el de Madre a María. Y si en algún momento parece desconocerlos, notemos que es cuando está en el templo, donde no llegan las vinculaciones humanas. En todas las demás circunstancias —dice San Bernardino de Siena—, Jesús, a ejemplo de María, no dejó nunca de dar a José el dulce nombre de padre: O quanta dulcedine audiebat Joseph balbutientem parvulum se patrem vocare!.. .
¡Oh bienaventurado José, qué gloria para vos la de ser el padre de un Hijo que es Hijo único de Dios mismo! . . . Vos sois su padre, porque el Padre Eterno os hizo participar de sus derechos; porque representáis al Espíritu Santo, por cuya obra tiene la vida; lo sois en calidad de casto esposo de María, su Madre divina; lo sois, finalmente, porque llenasteis todos los deberes de tal con amor inefable.
Dios —dice San Juan Damascenodio a José el amor, la vigilancia y la autoridad de padre sobre Jesús. Le dio afecto de padre, a fin de que le gobernara con amor; la solicitud de padre, para que le asistiera en todas sus necesidades; la autoridad de padre, a fin de que fuese obedecido en todo cuanto le ordenara a Jesús. Y José es reconocido como jefe de la Sagrada Familia; tiene en sus manos el tesoro sagrado de la salvación y de la redención de los hombres; dirige todos los pasos de ese Niño que adora, y goza del privilegio insigne de sostener una vida tan preciosa con el trabajo de sus manos.
Confesemos, por lo tanto, que así como María, permaneciendo virgen, es Esposa de José y Madre de Jesús, José, por la misma razón, sin menoscabo de su pureza y sin ofender el honor de Jesús y de María, es el casto esposo de María y el padre de Jesús.
Pero si el título de esposo de María nos da tan alta idea de la santidad de José y de los dones excelentes que recibe de Dios, ¿quién podrá expresar las gracias especialísimas con que fue enriquecido, como padre nutricio del Hijo de Dios? ¿Qué mayor honor podría hacer un rey a su favorito, que poner en sus manos, confiar a su custodia al heredero de todos sus estados, para nutrirlo, criarlo y acompañarlo por todas partes, con la misma autoridad que si fuera el rey?… Y es así como Dios obró con San José, al entregar en sus manos a su Hijo único y dilectísimo, el espejo inmaculado de su infinita majestad, el esplendor de su gloria, la imagen de su esencia, el heredero universal del cielo y de la tierra. ¡Ah, sí, toda grandeza humana se eclipsa y desaparece ante el título incomparable de padre de Jesús! Reyes, profetas, apóstoles, aun cuando seáis grandes a nuestros ojos, hallamos tanta diferencia entre vosotros y el padre del Hombre- Dios, cuanta hay entre el sol y esas débiles estrellas cuya pálida luz apenas llega hasta nosotros.
Gracias a la misericordia de Dios, los apóstoles, los vírgenes, los mártires, los confesores se multiplicaron en el seno del cristianismo con una maravillosa fecundidad. Dios los ha difundido por miríadas en el cielo de su Iglesia, como a los astros en el firmamento; pero el título de padre de Jesús no puede dividirse ni con los ángeles, ni con los santos. EL espíritu humano se confunde a la vista de tanta grandeza; José comparte la eminente condición de padre de Jesús con el mismo Dios. Sin dejar de ser virgen, tiene la gloria de ser padre de Aquel que es engendrado por el Padre celestial, desde toda la eternidad, en el esplendor de los santos.
¡Ah, sí, elevemos nuestro pensamiento y consideremos cuánta es la gloria de San José al ser llamado padre del mismo Hijo de Dios!. . . San Cirilo, patriarca de Jerusalén, prueba admirablemente que el nombre de Padre es más glorioso para la primera Persona de la Santísima Trinidad, que el nombre de Dios; porque —dice este gran doctor de la Iglesia— el nombre de Padre se refiere a su único Hijo, con el cual es consustancial y un mismo Dios con El, mientras que el título de Dios es con respecto a las criaturas, que son infinitamente inferiores a Él; por lo que se desprende que es infinitamente más glorioso ser el Padre de ese Hijo único, que no ser Dios de todas las criaturas existentes y posibles.
Aun cuando Dios nos diga en la Sagrada Escritura no haber otro Dios más que El, no es tan celoso de este nombre, pues permite a sus siervos servirse de él, y al adoptarlos por hijos, los llama El mismo, dioses: Ego dixi, dii estis, et filii excelsi omnes. Pero el nombre de Padre de su único Hijo es el título de honor que se reserva para El exclusivamente. Los más encumbrados serafines no tienen otro nombre más que el de siervos de Dios. San José es el único que tiene la gloria de compartir con Dios el nombre de Padre de Jesucristo. Nomine paternitatis neque angelus licet brevi temporis spatio nuncupari, hoc unus Joseph insignitur (San Basilio).
Cuando la Sagrada Escritura nos habla del Unigénito de Dios, dice: Unigénitus qui est in sinu Patris, el Hijo unigénito que está en el seno de su Padre. ¿De qué Padre habla? ¿Tal vez del Padre Eterno?… Es indudable, pues que Cristo reposa desde todos los siglos en el seno de ese Padre divino como en el centro de sus eternas complacencias. Pero ¿y no pueden aplicarse también esas mismas palabras al padre adoptivo, San José?… El divino Salvador, que se apacienta entre lirios, halló sus delicias en el corazón tan puro del que llama padre suyo.
¡Cuántas veces, al invitar José a su Hijo divino a sentarse a la mesa, lo habrá hecho sirviéndose de las palabras que su antecesor David pone en boca del Eterno Padre en la gloria: “Sede a dextris meis: Venid, Hijo mío, sentaos a mi derecha” ¡Oh, privilegio exclusivo de este gran santo!. . .
El título de padre de Jesucristo es un favor único, un privilegio incomparable, una distinción sin segundo, y que no habrá de repetirse en el curso de los siglos; pero este título importaba para José la mayor de las obligaciones, debía rendir a Dios en proporción de cuanto recibía, y en consecuencia, vivir consagrado a aspirar a la más sublime santidad y consagrado a la voluntad divina, absolutamente muerto a sí mismo, pronto a someterse a las más duras pruebas, y tomar parte en las que había de sufrir ese Hijo divino que el Padre Eterno confiaba a su solicitud.
Tal vez hasta el presente no hayamos visto en este carácter de padre de Jesús, nada más que una dignidad a la que José es elevado por sobre los ángeles y los santos, y bajo este aspecto parece que debiera sentirse bienaventurado por haber sido elegido para tan augusto ministerio; pero nos engañamos grandemente, porque esto es mirar las cosas sobrenaturales con los ojos del cuerpo.
Por sumisión, por obediencia, sin olvidar su nada, San José acepta un título que le dará autoridad sobre un Dios hecho Hombre. Ejerciendo sus derechos de padre, no puede olvidar José que es siervo de ese a quien gobierna. Cuanto más es ensalzado, más humilde se siente. Tal es el efecto de las grandezas que nos vienen de Dios, si las sabemos recibir y valorar como corresponde. Estas grandezas conducen a la práctica de las más altas virtudes, y en especial de la humildad. El desprecio de nosotros mismos debe aumentar en proporción al grado a que Dios quiere elevarnos. Debemos tener en cuenta que lo que más nos acerca a Él, no son, precisamente, las gracias que El nos hace, sino nuestra constancia en el desprecio de nosotros mismos.
¡Oh pequeñez, oh humildad, quién pudiera llegar a conocer todo tu valor, y aprender a preferirte por sobre todas las cosas, para hacerse siempre más pequeño!. . . Afortunado quien sabe hacerlo así; ese es verdaderamente grande a los ojos de Dios. Fuera de esta, no existe otra grandeza sobrenatural; y después de Jesús y de María, San José nos da el más sublime ejemplo.

MAXIMAS DE VIDA INTERIOR

El no atribuirse nunca nada y pensar bien de los demás, es grande ciencia y perfección (Imitación de Cristo).
Piensa que no posees sino una sombra de humildad cuando te humillas, si no consientes de buen grado en ser humillado por los demás (P. Hííby).
Es verdaderamente grande el que es pequeño a sus propios ojos, y para quien los honores del mundo son una verdadera nada (Imitación de Cristo).

AFECTOS

Bienaventurado San José, apenas vislumbramos los primeros rayos de vuestra gloria, y ya nuestros ojos deslumbrados no pueden soportar el esplendor de tanta grandeza. Sois verdaderamente el padre de Jesús, pues Dios mismo os designó tal, y os dio todos los derechos que a tan grande título corresponden. El que forma a su gusto el corazón de los hombres, os ha dado un corazón de padre, y a Jesús un Corazón de hijo. Bienaventurado San José, sed también nuestro padre; tened entrañas de padre para todos aquellos a quienes Jesús amó hasta hacerse su hermano. Tened para nosotros el amor que habéis tenido para ese Hijo adorable. Vuestro corazón, el más santo y el más puro, después del de Jesús y de María, será nuestro asilo y el refugio en nuestras necesidades y en todas nuestras penas. Por vuestra mediación, oh corazón amable, alcanzaremos llegar al Corazón de Aquel que quiso ser llamado Hijo vuestro. Así sea.

PRACTICA

Agregar alguna vez a la salutación angélica estas palabras: «Rogad por nosotros San José, para que seamos dignos de las promesas de Nuestro Señor Jesucristo».



DÍA 8





San José Impone en la Circuncisión, el nombre de Jesús al Hijo de Dios.
Le llamarás Jesús.
Mat. 1, 21.
San José tiene no sólo el nombre de padre de Jesús, sino que ejerce para con El toda la autoridad que este título le da. Vedlo con el Salvador en los brazos como en un altar, derramando en el misterio de la Circuncisión las primeras gotas de esa sangre adorable. Así comienza a disponer de Jesús; previene la sentencia de Pilatos, e imponiéndole el nombre de Salvador, le señala como víctima que debe ser sacrificada por la salvación del mundo; pero si en esta dolorosa ocasión José muestra todo su poder de padre sobre Jesucristo, en mil otras circunstancias le dará heroico testimonio de su afecto paternal, conservándole la vida aun a costa de la suya. Y es en esta categoría de padre del Salvador de los hombres en la que José tiene la misión de imponerle el más augusto de los nombres.
En la antigua Ley, correspondía al padre dar el nombre a sus hijos. Cuando hubo que dar un nombre al santo Precursor, le preguntaron por señas a Zacarías; y así también el Eterno Padre, que conocía todas las grandezas y perfecciones de su Hijo divino, desde toda la eternidad le destinó un nombre sublime sobre todos los nombres, y como había encargado a San José para que hiciera sus veces, le envió un ángel con la misión de revelarle ese nombre y de explicarle toda su fuerza y toda su virtud.
Es prueba de poder y superioridad imponer un nombre a. otra persona. Dios, como acertadamente lo observa un piadoso doctor, queriendo establecer a Adán como rey de la creación y otorgarle parte de su autoridad, le dio el poder de dar a cada criatura el nombre que a él le pareciera: Esto, Adam, nominum artifex, quando rerum esse non potes. Adán, ya que tú no puedes ser el creador y verdadero padre de las criaturas, quiero al menos que reciban el nombre de tu boca, como de la mía recibieron la existencia; sé tú el principio de su nombre, como Yo lo soy de su creación. Con esto quiero hacerte partícipe de mi autoridad sobre ellos; yo crie su sér  y tú les darás en cierto modo también la vida, dándoles un nombre, a fin de que haciéndote parte del imperio que tengo sobre ellos, tengas parte de la obediencia que me deben: Me cognoscant artificem notamque lege, te dominum intélligent appellationis nomine.
San José es tratado por Dios aún más honrosamente. Dios Padre engendró desde toda la eternidad de su propia sustancia a su Hijo unigénito, sin darle un nombre. Quiso que María le engendrara en el tiempo en su santísima humanidad, pero no le encargó de ponerle nombre: esta gloria estaba reservada a José. El será quien le dará nombre al Unigénito de Dios Padre y de María Santísima. ¡Qué dicha para San José, cuando imponga su nombre a Jesús!. . . Parece que le diera la vida, pero en una forma admirable. Dios Padre le engendra por su inteligencia, pero sólo le da la naturaleza divina; la Santísima Virgen le engendra en el tiempo, pero sólo le da la naturaleza humana: San José le engendra en cierto modo con sus labios, llamándole Jesús; y al reunir en este gran nombre las dos naturalezas, le reproduce, puede decirse, por entero: Esto, Joseph, nominis artifex, quoniam rei esse non potes.
¡Oh gran Santo, qué gloria para vos!. . . No pudisteis dar a aquel adorable Niño, ni la naturaleza divina como Dios Padre, ni la naturaleza humana como la Virgen María; pero lo qué hay de más grande después de aquello, es el imponer un nombre que represente una y otra naturaleza, y ese supremo honor fue reservado a vos solo.
José —dice San Isidorofue el Enoc del Nuevo Testa-mentó, que habiendo gozado de la felicidad de ser el primero en pronunciar el augusto nombre de Jesús, tuvo también la gloria de ser el primero en invocarle.
José —dice San Bernardoes el Samuel de la nueva alianza; porque habiendo dado el nombre, circuncidado y ofrecido a Jesús en el templo, le consagró realmente como a nuestro verdadero Rey.
Y si para ser digno de llevar el nombre de Jesús a pueblos y naciones, hubo de ser San Pablo vaso de elección, ¡qué perfección no debía tener San José para dar este nombre al Unigénito de Dios!. .
Nombre divino de Jesús, el más grande de todos los nombres, adorado en el cielo, en la tierra y en lo más profundo del infierno; nombre conocido en todas las lenguas de los ángeles y de los hombres; nombre lleno de dulzura y de esperanza, que bendijeron las generaciones pasadas, exaltan las generaciones presentes, y alabarán a porfía las generaciones futuras.
Nombre divino que, como el nombré de María, acude naturalmente a nuestros labios. ¡Pluguiese a Dios que no pudiera ser pronunciado u oído, sin sentir una suavidad celestial, algún alivio en el dolor, y una inefable confianza en las tribulaciones! . . .
«Yo —dice San Bernardohallo árido e insípido cualquier alimento espiritual en el que no se encuentre el nombre de Jesús. Una conversación o un libro en el que no esté repetido este nombre, no me contenta ni lo más mínimo. Ese nombre di-vino es más dulce a mis labios que la miel más exquisita, más melodioso a mis oídos que el más armonioso concierto, más grato a mi corazón que la más viva alegría» (In Cant., Serm. XV).
¡Con qué respeto debía de pronunciar San José ese nombre bajado del cielo!… Era el primero que salía de su boca al despertarse, y el último que modulaban sus labios al acostarse.
San José conoció todas las excelencias del nombre adorable de Jesús, y comprendió cuánto valor encerraba el nombre del Salvador para sí mismo y para el Hijo divino. Vos supisteis, oh glorioso San José, que Jesús sería el Varón de los dolores y de los oprobios, y como vos ocupabais el lugar de padre, debíais necesariamente participar de todos sus sufrimientos. Y ¡qué dolor traspasó vuestro corazón cuando visteis la carne del Niño divino lacerada por el cuchillo de la circuncisión, cuando oísteis sus lamentos y visteis correr su Sangre y sus lágrimas!… La misma espada laceraba vuestra carne, y no la sentisteis menos que el Niño divino.
Pero ¡con cuánta resignación, con cuánta sumisión sufristeis aquella pena!… Adorasteis los decretos del Eterno Padre, penetrasteis en las disposiciones de ese Hijo divino, y con las primicias de su Sangre ofrecisteis vuestro dolor en satisfacción a la justicia de Dios, ultrajada por los pecados de los hombres.
José conocía muy bien los Libros Santos, por lo que sabía perfectamente qué padecimientos debía sufrir Jesús, de los cuales, David e Isaías —llamado este por San Jerónimo el evangelista del Antiguo Testamento— Habían- precisado hasta los menores detalles. Por otra parte, el santo anciano Simeón, inspirado por el Espíritu Santo, había predicho claramente que ese Niño sería el blanco de las contradicciones, y que una espada de dolor traspasaría el alma de María, su Madre.
San José tenía siempre delante de sus ojos a Jesús; por lo que si la virtud de la fe es tal, que el Apóstol pudo escribir a los Gálatas que Jesús había sido crucificado bajo sus ojos, ¡con cuánto mayor razón se puede decir que el augusto padre de Jesús tenía siempre presente a su Hijo divino flagelado, ensangrentado, cubierto de llagas y esputos, y con las carnes despedazadas, semejante a un leproso!… Si fijaba José sus miradas sobre Jesús, como pidiéndole una sonrisa, veía esos ojos moribundos y apagados; esa frente, tan llena de gracia, coronada y lacerada con espinas punzantes: sólo el amor podía sostenerlo en este suplicio continuo. Con toda verdad podía exclamar con San Pablo: Yo muero todos los días, quotidie morior. De tal modo que los consuelos de San José nunca estuvieron exentos de amarguras. Dándole tanta parte en sus sufrimientos, Dios lo trató a San José como a amigo fiel. Si queremos, pues, ser glorificados con Jesucristo —dice el Apóstol—, es necesario que suframos con El. Más de cerca le pertenecemos, más nos unirá a Él y más deberemos sufrir.
Aun cuando con San Pablo fuéramos arrebatados al tercer cielo, no por eso se nos asegura que no tendremos que sufrir. Le demostraré —dice Jesús— cuánto es necesario que se sufra por mi Nombre. Y se lee en la Imitación: «Si queremos amar a Jesús y servirle constantemente, no nos queda otra cosa sino sufrir».
La circuncisión del corazón, que Dios nos exige, es un largo y penoso martirio; pero el amor de Jesús, la unión con Jesús, la felicidad de sufrir con Jesús y por Jesús, endulzará los sufrimientos, y no sólo nos los hará amar, sino aun preferir a los falaces placeres del mundo.
Si de algo habremos de dolemos en el momento de la muerte, será sin duda porque se nos acaba el tiempo de sufrir por Dios, y en consecuencia, de adquirir méritos. Esta es, tal vez — dice Bossuet—, la única ventaja que tenemos por sobre los ángeles, pues ellos son, sí, los amigos de Nuestro Señor, pero no pueden acompañarle ni en sus padecimientos, ni en su muerte. Pueden ser, sí, ante Dios, víctimas de la más ardiente caridad; pero su naturaleza impasible no les permite darle una generosa prueba de su amor entre dolores y amarguras, y tener el honor, tan querido para el que ama, de llegar a dar la propia vida y a morir de amor. ¡ Oh, qué gracia tan grande es esta de amar y sufrir: amar sufriendo y sufrir amando! ..
Guardémonos de perder ni una sola de las cruces que se nos presentan, y digámonos con frecuencia: ¡Animo! El tiempo de la prueba es breve, pero la recompensa es eterna.

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

Los santos más grandes a los ojos de Dios, son los más pequeños a sus propios ojos; y cuanto más sublime es su vocación, más humildes son en su corazón (Imitación de Cristo).
Las cruces son los regalos más preciosos que Dios pueda hacernos en este mundo, y el aceptarlas de corazón es el homenaje más agradable que podemos hacer a Dios en este mundo (P. Huby).
Nadie puede comprender la Pasión de Cristo, si no ha sufrido (Imitación de Cristo).

ASPIRACIONES

Oh bienaventurado Padre, por aquella firmeza heroica con que habéis soportado todas las pruebas, os suplico humildemente me obtengáis de Jesús la resignación y el valor necesarios, para saber, a vuestro ejemplo, aprovechar las tribulaciones y pruebas que a Dios le pluguiera enviarme, para purificarme y reavivar mi amor hacia Él. Haced que, como vos, halle todo mi consuelo y mi fuerza en la invocación del Nombre dulcísimo que vos mismo habéis impuesto al Hijo de Dios. Que el Santísimo Nombre de Jesús sea mí único consuelo en las aflicciones, mi luz en las dudas, y la última palabra en la hora de la muerte, a fin de que pueda bendecirle eternamente con vos en el esplendor de los santos. Así sea.

PRACTICA

En las pruebas, invocar los dulces y poderosos nombres de Jesús, María y José.



DÍA 9





Espíritu de fe de San José.
El justo vive por la fe.
Rom. I, 17.
La palabra solemne del apóstol San Pablo: El justo vive por la fe, contiene el fundamento de toda virtud y de toda santidad. La fe que ilumina el principio de nuestra vida espiritual, es una fe viva que se manifiesta al exterior con las obras de la caridad más ardiente.
El espíritu de fe es una convicción tan grande de la verdad de la religión, que quien posee este espíritu sólo piensa en esta, y nada ama fuera de ella. Y así como el alma dirige al cuerpo en todas sus acciones, así también este es el espíritu que la anima en todas sus acciones.
El cuerpo no puede vivir sin el alma a la cual está unido, y el justo no vive sin la fe que obra en él. Los buenos cristianos se llaman fieles, porque deben vivir de fe; es decir, mirar y valorar las cosas a la luz de Dios, y no de acuerdo con el juicio y las máximas de los hombres. Mis pensamientos — dice Dios— no son vuestros pensamientos, y mis caminos no son vuestros caminos: mis caminos distan de los vuestros y mis pensamientos están tan por encima de los vuestros como el cielo de la tierra.
Sin fe no puede haber méritos, ni verdadera virtud, ni esperanza. ¿Podemos esperar los bienes invisibles, si la fe no nos los da a conocer?… La fe es la fuerza de la caridad. ¿Podemos amar a Dios, si la fe no nos da a conocer sus atributos y sus in-finitas perfecciones?. . .
La fe comprende verdades especulativas y verdades prácticas; contentarse con creer las primeras, sin conformar a ellas nuestra conducta, no es poseer la fe que salva. La única fe sincera —dice San Agustínes la que está inflamada en el amor a Dios y al prójimo. Tal fue la fe de San José.
Repasemos rápidamente todas las circunstancias de la vida de este gran santo, y las hallaremos todas marcadas con nuevos actos de fe heroica. En efecto, fidelísimo en seguir las inspiraciones de la gracia, por la fe se desposó con María.
La fecundidad, unida a la integridad virginal de María, ese doble prodigio inaudito, fue para José, que no conocía el misterio, una nueva ocasión para que resplandeciera su fe viva. Mientras trataba de resolver cómo conducirse en circunstancia tan delicada, he aquí que un ángel se le aparece en sueños y le dice: «José, hijo, de David, no temas en tener a María por esposa tuya, porque el fruto que en Ella ha nacido es obra del Espíritu Santo. Ella tendrá un Hijo al que llamarás Jesús, pues librará a su pueblo del pecado». ¡Misterio inefable, operación maravillosa que deroga la ley más inviolable de la naturaleza, secreto sólo conocido por Dios!… Y bien; José necesita de toda su fe para creer en un prodigio que supera el entendimiento, y que su profunda humildad debía hacerle parecer algo así como una ilusión. Y más aún; sin comprender, sin hesitar un solo instante, como lo hizo Zacarías; sin discutir, sometió su razón a la fe, persuadido de que a Dios no le faltan los medios para realizar designios inescrutables para las criaturas.
San José creyó sin vacilar un momento que la virtud excelsa de María merecía el testimonio del cielo. Su fe era más fuerte que la de Abraham, aun cuando este sea citado en los Libros Santos como modelo de fe perfecta y padre de los creyentes. Abraham es alabado por haber creído que una mujer estéril podía tener hijos, y José creyó en la maternidad divina de una virgen.
Notemos, con San Juan Crisóstomo, que visitando los ángeles a San José, durante el sueño, demuestran cuán viva y firme es la fe de este justo, el cual, para creer en los misterios que se le anuncian, no necesita embajadores fulgurantes de luces y de gloria.
Más he aquí una nueva prueba. Es un gran misterio de nuestra fe, creer que es Dios un hombre revestido de nuestra misma débil naturaleza; pero para conocer mejor la perfección de la fe de este Santo Patriarca, hay que considerar que la debilidad de que Jesús se revistió al hacerse hombre, puede contemplarse en sus diferentes estados —dice Bossuetcomo sostenida por algún poder, o como abandonada a sí misma.
En los últimos años de la vida de Nuestro Divino Salvador, aun cuando la debilidad de su santa humanidad fuera visible en los sufrimientos que padecía, no lo era menos su omnipotencia por los milagros que obraba. Era verdad que se veía que era un Hombre, pero era un Hombre que hacía milagros sin precedentes. Luego, la debilidad era sostenida; por lo que no debe extrañarnos que Jesús conquistara admiradores, puesto que las muestras de su poder probaban claramente que la debilidad era enteramente voluntaria. Pero mucho más se mostró la debilidad del Salvador en el estado en que lo vio José, que durante la misma ignominia de la crucifixión.
En efecto, el Hijo único de Dios nace en un establo, entre animales, pobre y desnudo. — ¿Y es este, Aquel a quien el Eterno Padre engendra desde toda la eternidad en el esplendor de los santos? ¿Y es Aquel que el Espíritu Santo formó en el seno de María?… El ángel de Dios me dijo que sería grande. ¿Y se vio jamás nacer en medio de tanta pobreza y desamparo al hijo del último de los hombres?. . .
La fe de San José triunfó de todas estas dudas: vio a Jesús en el pesebre de Belén, y le creyó el Creador del mundo; le vio nacer, y le creyó eterno; le vio sobre un poco de paja, y le adoró como al Dios de la gloria, que tiene por trono el cielo y la tierra como peana de sus pies; lleva en sus brazos a ese pequeño Niño, y reconoce en El al Dios de infinita majestad, que se asienta sobre las alas de los querubines y que sostiene el mundo con la fuerza de su palabra; le oyó llorar, sin dejar por eso de creer que es la alegría del paraíso; le ayudó a dar los primeros pasos, le enseñó a balbucear las primeras alabanzas a Dios y a su Padre, y le creyó la Sabiduría infinita; le enseñó un oficio despreciable a los ojos de los hombres, y le adoró
como el Creador de los cielos; en una palabra, le gobernó por espacio de treinta años, y le honró como al Dios de los ejércitos, que llama a las estrellas por su nombre, y a quien obedecen miríadas de ángeles.
José es el justo por excelencia, el cual vive de fe: toda su vida fue un ejercicio continuo de esta virtud. Tenía Jesús algunos días de vida revestido de la debilidad de nuestra carne, cuando he aquí que un ángel baja del cielo —dice el gran obispo de Meaux—, y despierta a José para comunicarle que el peligro apremia: «Pronto, huye esta noche con la Madre y el Niño; vé a Egipto». ¿Cómo, huir?. . . Si el ángel hubiera dicho: Partid, pero no, huid; y en la noche. . . ¿Cómo puede ser eso? ¿El Dios de Israel debe salvarse a favor de las tinieblas? ¿Y quién lo dice?. . . Un ángel que se aparece de improviso a San José como aterrado mensajero, en una forma —dice San Pedro Crisólogoque pareciera que todo el cielo estuviera alarmado, y que el terror se hubiera esparcido allá antes que sobre la tierra. Ut videatur coelum timor ante tenuisse quam terram.
José, sin titubear, huye a Egipto; y algún tiempo después, el mismo ángel se presenta y le dice: «Vuelve a Judea, porque los que buscaban a Jesús para matarle han muerto a su vez». ¿Y cómo es esto? ¿Es decir que si esos tales vivieran, todo un Dios no estaría seguro?. . .
¡Oh, debilidad abandonada! En esta condición le vio San José, y a pesar de ello, le adora como si hubiera visto realizar milagros estupendos. Reconoce el misterio de ese milagroso abandono; sabe que la virtud de la fe consiste en sostener la esperanza, aun cuando pareciera no existir razón humana para esperar: In spem contra spem; se abandona en las manos de Dios con toda sencillez, y ejecuta sin discutir todo cuanto se le manda. ¡Oh, José, qué grande es vuestra fe! Magna est fides tua. No, Señor, Vos no habéis hallado en todo Israel una fe semejante a esta: Non inveni tantam fidem in Israel.
El apóstol San Pedro confiesa la divinidad de Jesucristo después de haberle visto cambiar el agua en vino, multiplicar los panes, resucitar a los muertos, y el Salvador lo apellida bienaventurado y le confía el cuidado de la Iglesia. José adora al Hijo de María como a su Señor y su Dios, después de haberle salvado la vida con peligro de la propia, y de haberle sostenido durante treinta años con el pan ganado con el sudor de su frente.
Y así como la fe se perfecciona con las obras y con la fidelidad a la gracia, no nos admirará que la fe de San José haya sido superior a la de Abraham y a la de todos los patriarcas.
Plenamente colmado desde su nacimiento de las más preciosas bendiciones del cielo, instruido desde su más tierna infancia en la religión de sus padres, San José nutrió y aumentó su fe con la asidua meditación de la Ley divina. El espíritu de fe era su única regla, al juzgar las cosas, las personas y los acontecimientos. Por eso, sus juicios eran siempre rectos, razonables, siempre exentos de errores y prejuicios. ¿Dónde podrá hallarse hoy una fe comparable a la de San José?… Fe viva, humilde, firme y plena de obras.
« —afirma Santa Teresa—, de esta falta de espíritu de fe provienen todos los pecados que inundan la tierra. Pidamos, pues, a San José que nos obtenga una fe semejante a la suya, que podamos demostrar con buenas obras». No olvidemos —dice San Alfonso María de Ligorio— que la fe es al mismo tiempo un don y una virtud. Es don de Dios, en cuanto que es una luz que El infunde en el alma, y es una virtud, por cuanto el alma debe ejercitarla en actos. De donde se infiere que la fe debe servirnos de regla, no sólo para creer, sino también para obrar.
La fe debe pasar del alma al corazón. No hemos de limitarnos, pues, a someter nuestra razón a las verdades de la fe, sino que debemos regular también nuestra conducta a sus divinas sugestiones, haciendo consistir toda nuestra felicidad en vivir según la fe, y en ponerla en práctica en las obras. Y pues San José es, con la Santísima Virgen, el ecónomo y dispensador de los dones de Dios, dirijámonos a él para obtener por su mediación una fe constante, que no puedan debilitar las tentaciones; una fe que nos haga santos en este mundo, y merecedores de ver y contemplar eternamente en el cielo, sin velos y sin sombras, al Dios escondido que habremos amado y honrado en sus misterios y humillaciones.

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

La gracia no busca consuelos sino en Dios, y elevándose por encima de las cosas visibles, pone todas sus delicias en el Bien Supremo (Imitación de Cristo).
Un espíritu distraído no se da cuenta de cuánto pierde interiormente (San Bernardo).
La naturaleza corrompida aleja nuestro espíritu del mundo espiritual y lo abaja al mundo sensible. La gracia, por el contrario, aleja nuestra alma del mundo sensible y lo levanta hacia el mundo espiritual (P. Hnby).

AFECTOS

Bienaventurado José, heredero de la fe de todos los Patriarcas, dignaos obtenernos a nosotros también esta hermosa–virtud,- base y fundamento de toda santidad, sin la cual es imposible agradar a Dios; obtenednos esa fe viva y operante, encendida en el fuego del amor divino, que no se apaga por nada y permanece fiel en medio de cualquier prueba; haced que, a vuestro ejemplo, vivamos de fe en este mundo, a fin de que, sometiendo a Dios nuestro espíritu, merezcamos tener un día en compañía de los ángeles y los bienaventurados en el cielo, la gloria de contemplar la majestad de Dios eternamente, y de penetrar entonces los misterios que ahora adoramos. Así sea.

PRACTICA

Celebrar o escuchar la santa misa, para agradecer a Dios las gracias concedidas a San José.




DÍA 10


San José modelo de obediencia.
La obediencia es más agradable a Dios que el sacrificio.
I Reyes, XV, 22.
La obediencia, virtud por la cual nosotros hacemos a Dios el sacrificio consciente y libre de nuestra voluntad, es la más excelente de todas las virtudes, porque encierra en sí el mérito de todas, y sólo ella puede darles valor. La obediencia —dice San Gregorio— nos obtiene las demás virtudes, y es su fiel guardián. En efecto, nada más santo que los principios sobre los cuales se asienta, por cuanto es el acto de confianza más excelente y el acto de caridad más perfecto. Acto el más heroico, porque para obedecer como cristiano, debo creer que la autoridad de Dios reside en mis superiores, independientemente de su debilidad, de las contradicciones de mi espíritu y de las repugnancias de mi corazón; acto de confianza el más excelente, porque espero que Dios, movido por mi obediencia, inspirará a mis superiores lo que más me convenga, y no permitirá que yo me pierda en el ejercicio, lugar o empleo a que ellos me destinen; acto de caridad el más perfecto, porque es el mayor sacrificio que yo pueda hacer a Dios, cual es el de mi libertad y de mi voluntad: Qui habet mandata mea et servat ea,Ille est qui diligit me.
Si esta virtud es más grata a Dios que el sacrificio más excelente de todos los actos de la religión, lo es —dice San Gregorioporque en los demás sacrificios la víctima es otra; en este de la obediencia, es lo mejor de nosotros mismos lo que inmolamos a Dios. La obediencia nos une tan íntimamente a Dios — afirma Santo Tomás—, que en cierto modo nos trasforma en El, por cuanto no tenemos más voluntad que la suya.
Por último, la oración misma no podrá ser grata a Dios, sin la obediencia: Qui declinat aures suas ne audiat legem, oratio ejus est exsecrabilis.
Toda la santidad del esposo de María tuvo por base la obediencia, y su vida no fue, por así decirlo, sino una práctica perpetua de esta virtud. Desde su más tierna edad, obedecía con religiosa exactitud todos los mandamientos de la ley de Dios. Obedeció sin murmurar el decreto de un emperador idólatra, que le obligaba a trasladarse a Belén en medio del rigor del invierno, con grave molestia para María. Pero es especialmente en la huida a Egipto cuando San José nos ofrece el ejemplo de la obediencia más heroica y perfecta. Apenas había llegado a Nazaret, cuando el ángel se le aparece en sueños, y le dice: «Levántate, toma al Niño y a su Madre, y huye a Egipto, y no te muevas de allí hasta nuevo aviso, pues Herodes busca al Niño para hacerle morir». José se levanta, y en la misma noche toma al Niño y a su Madre, y va a Egipto, donde permanece hasta la muerte de Herodes. Superior a toda debilidad y a toda delicadeza humanas, José dio al mundo, en esta circunstancia, el ejemplo de una virtud verdaderamente celestial. En efecto, los ángeles obedecen a Dios con prontitud y reverencia, y José procedió como los ángeles: recibe la orden, se levanta y parte de noche. ¡Qué gozo para el mensajero celestial que pudo contemplar semejante prodigio!.. . Para obligar a Lot a salir de Sodoma, los ángeles debieron hacerle violencia, tomarlo de la mano y ponerlo a pesar suyo fuera de la ciudad, que estaba a punto de ser incendiada. Y a José sólo le basta una palabra, para salir de su patria; ni siquiera difiere la salida hasta el día siguiente: no consulta, calla y obedece.
«He aquí —dice San Bernardocómo aquel que es obediente, a imitación de San José, llena fielmente la voluntad de su superior apenas la conoce, sin esperar a más tarde; tiene siempre el oído atento a las órdenes, sus pies prontos, sus manos dispuestas a hacer cuanto se le dice; y lo hace con tanta prontitud, que se diría que con sus acciones previene los mandatos que se le han de dar. La obediencia que se obtiene luego de una primera orden, es sutil y delicada pero hay motivo para sospechar que sea una obediencia afectada la que sólo se consigue a fuerza de raciocinios persuasivos.
La obediencia de San José es una obediencia ciega. ¡Cuántos pretextos podía haber opuesto nuestro Santo Patriarca, a las órdenes de Dios!… Y así lo habríamos hecho nosotros, pretendiendo penetrar con la luz de nuestra humana razón los caminos inescrutables de Dios. José no le dice al ángel: «Vuestras palabras están llenas de una extraña contradicción: no hace mucho me decíais que este Niño libraría al pueblo de Israel, y he aquí que, con todo su pretendido poder, es tan débil, que se ve obligado a huir con toda presteza a un país extraño, si quiere salvar su vida. Esto no está de acuerdo con vuestras magníficas promesas. Y por otra parte, ¿no tiene Dios en sus manos el corazón de los reyes, a quienes puede confundir y mudar a su placer? ¿No merecería Herodes, que es culpable de tantos delitos, la muerte que quiere dar a este inocente?…» Así se expresa la razón, que juzga las obras de Dios con miras al amor propio, y cree formular proyectos más hermosos que los de la Divina Providencia.
José, iluminado con las más puras luces de la fe, sabe que la obediencia pierde todo su mérito y su carácter divino, cuando sólo se apoya en raciocinios humanos; fidelísimo en sofocar los secretos gemidos del alma, no opone ningún pretexto a la voluntad de Dios, ni expone motivos para resistir o diferir su cumplimiento; no alega ni la delicadeza de la Madre, ni la debilidad del Niño, que aún está en la cuna, y es incapaz de resistir las fatigas de un viaje tan largo y penoso; ni siquiera se informa acerca de la duración del destierro, ni del tiempo que a Dios le placerá poner término a su prueba.
Y cuando, sin faltar a la obediencia, podría haberle hecho notar al ángel que ya que era menester huir, podía haber sido hacia el país de los magos, donde habría estado expuesto a menos peligros y hallado algún socorro; mientras que en Egipto, pueblo bárbaro, enemigo implacable de los israelitas, del que no conocía la lengua ni las costumbres; en Egipto le sería difícil hallar ayuda ni seguridad, y sería irremisiblemente víctima de la miseria y de la crueldad de sus enemigos. Pero nuestro Santo Patriarca, que ve al Hijo de Dios hecho Hombre sometido a la autoridad de un pobre carpintero, no sintió pena de obedecer a las órdenes de un ángel, y sin titubear un solo instante, sin hacer preparativos para viajar más cómodamente, se pone en marcha, dando al cielo y a la tierra el ejemplo de una obediencia más heroica que la de Abraham y la de Moisés; y eso, a pesar de que el ángel no le prometió, como a aquellos, que estaría con él y que lo protegería.
La fe de José no necesita sostén; penetra los velos que le ocultan a Dios en ese Niño que lleva sobre su pecho, y sintiéndose seguro bajo esta salvaguardia divina, sale esa misma noche, desafiando todos los peligros de tan largo viaje, todo el horror de los desiertos que habrá de cruzar, sin temores, ni por la debilidad del Niño, ni por la de la Madre.
«¡Oh, cuán admirable es esta perfecta obediencia de San José! —exclama San Francisco de SalesObservad cómo en toda ocasión estuvo siempre perfectamente sometido al querer de la voluntad divina; cómo el ángel lo manda y lo vuelve a mandar: le dice que vaya a Egipto, y él va; le ordena que vuelva a Judea, y él regresa; Dios quiere que sea siempre pobre, y él se somete de buen grado». De manera que es José el hombre de la voluntad de Dios: en todas las cosas ve él su mano paternal, la adora, se somete; y esa perfecta obediencia le merece ser cooperador de la obra más grande de Dios: la de nuestra redención.
Aprendamos de la conducta de San José a conocer el valor de la obediencia, que cuando es pronta, es más grata a Dios que la sangre de las víctimas. El verdadero secreto de la paz del corazón es dejarse guiar: cuando se razona, se multiplican las dudas y las inquietudes; al que ama mucho, le basta conocer la voluntad de Dios, sin inquirir los motivos que la sugieren… El hombre obediente no debe dar cuenta de sus acciones; será justificado, aprobado, y recompensado más por su obediencia que por sus obras.
Pero para que la obediencia sea una virtud a los ojos de Dios, no basta hacer los actos exteriores que nos son mandados, sino que es necesario que la voluntad acepte las órdenes y se someta al yugo sin quejarse; y más aún, que someta su juicio sin discutir lo que le es ordenado. No haréis jamás de buen grado lo que condenaríais en vuestro corazón; y aun cuando lo aprobarais, si obráis por esta o por aquella razón, ya no será la directiva de vuestro superior la que seguís, sino la vuestra propia. Aun cuando Nuestro Señor Jesucristo era infalible e impecable, no opuso jamás su propio juicio, ni su propio pensamiento, ni su voluntad, en cuanto le mandaron José y María; obedeció a ambos ciegamente y con entera sumisión. Esta consideración desvanece y confunde todos los pretextos que nuestra imaginación puede formular para eximirse de la obediencia.
Que nuestra obediencia sea de ahora en adelante semejante a la de José. Obediencia de obras, pronta y a la letra; obediencia de espíritu, que no discute los motivos ni la naturaleza del mandato; obediencia de corazón, que se somete con amor a las órdenes de la divina voluntad.
La obediencia a quien nos dirige en el orden espiritual, tiene dos fines principales: o la dirección espiritual, o las acciones externas.
En lo que a estas respecta, si en lo que nos es mandado no hay pecado manifiesto, siempre es más perfecto el obedecer; lo que, por otra parte, es también un deber a que nos hemos obligado por voto.
En cuanto a la dirección de la conciencia, es evidente que, no pudiendo juzgarnos ni dirigirnos por nuestra cuenta, precisa que respecto a nuestro estado interior nos atengamos al juicio del guía que Dios nos ha dado. No le ocultemos nada, expongámosle con fidelidad todas las cosas; en consecuencia, sin titubeos ni dudas de ninguna especie, prestemos fe a cuanto nos diga, y hagamos fielmente cuanto nos prescriba. Haciéndolo así, nos preservaremos de las ilusiones, que serían inevitables procediendo de otro modo. La obediencia nos hará caminar con seguridad, sin temor a extravíos. Dios no permitirá que el director se equivoque, y El mismo se dignará suplir cuanto pudiera faltar a su ministro. En la obediencia hallaremos siempre la fuerza, el sostén y el consuelo: todas las gracias que Dios quiere otorgarnos, están unidas a esta virtud. Armémonos, pues, de valor para superar nuestras repugnancias e imponer silencio a nuestros juicios, y estemos en guardia contra las insidias del tentador, el cual sólo cantará victoria cuando logre quebrantar nuestra obediencia.

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

La prudencia no es la virtud del que obedece, sino del que manda (San Ignacio).
La perfecta obediencia no consiste en obedecer por amor, sino en obedecer con amor (San Francisco de Sales).
Tiene más valor el levantar del suelo una paja por obediencia, que  el martirio-sufrido por propia voluntad (Santa Teresa)

AFECTOS

Bienaventurado San José, amable protector mío, hacedme entender hoy la necesidad y las ventajas de la obediencia ciega, de la que me habéis dado tan sublimes ejemplos. No permitáis que permanezca por más tiempo esclavo de mi propia voluntad, pues que esto me llevaría a la eterna condenación. Con vuestro auxilio y el de vuestra Santísima Esposa, tomo la firme resolución de tratar de adquirir esta obediencia, con la que venceré a todos los enemigos de mi alma y podré llegar al cielo, donde gozaré de la felicidad de veros y amaros eternamente en compañía de Jesús y de María. Así sea.

PRACTICA

Al hacer un viaje, encomendarse a San José.

DÍA 11


Huida a Egipto. Esperanza de San José.
Señor, en Ti tengo puesta mi esperanza; no quede yo para siempre confundido
Salm. XXX, 2.
Por medio de la fe nos lleva Dios al conocimiento de su bondad y de sus promesas, con lo que nos inspira el deseo y la esperanza de llegar a poseerle. De manera que habiendo tenido San José la fe en grado eminente, tuvo por lo mismo una tan viva y firme confianza, que Dios, según la expresión del Profeta, la había confirmado en modo especial en la esperanza. Y a la verdad, si la confianza crece y se fortifica en proporción de las gracias que recibimos de la bondad divina; si el sólido fundamento de nuestra esperanza se asienta sobre los méritos infinitos de Jesucristo; si la devoción y el amor a la Santísima Virgen, y la certeza de ser protegidos por María, omnipotente ante Dios, son las fuentes de la más dulce esperanza, ¡cuál no debía ser la confianza de José, que tenía a Jesús en sus brazos y a María de continuo a su lado!. . .
Por lo  cual vemos con qué esperanza admirable parte para Egipto, sin otra estrella por guía que la obediencia, sin otro viático que la voluntad divina, sin otro apoyo que una fe ciega en la Providencia.
Y por otra parte, ¿qué podía temer José? ¿No es María la dulce estrella que lo conducirá a través del espantoso desierto que debe cruzar? ¿Cómo podrá abandonarlo Aquel que le mandó huir? ¿No es Dios, Padre del Niño divino que lleva entre sus brazos? ¿No es el mismo Dios que, muchos siglos hace, ordenó a sus antepasados que cruzaran los mismos desiertos para librarse de la esclavitud de Faraón, cuya crueldad igualaba la de Herodes?. . .
José sabe que posee a Jesús, auxilio más poderoso que el Arca Santa que precedía a Israel, que la columna que lo guiaba y que el maná que lo alimentó en el desierto: Providebam Dominum in conspectu meo semper; quoniam a dextris est mei, ne commovear.
Todos estos bienes no eran sino una figura del Salvador que él estrechaba contra su pecho. Plenamente satisfecho con tal tesoro, pone toda su felicidad y su gloria en sufrir por Jesús, con Jesús y en compañía de Jesús. Considera cum quanta compassione in itineribus quae fecerunt, parvulum Jesum ex labore laessum, in suo gremio Joseph requiescere faciebat (San Bernardino de Sena).
Al escribir Isaías lo que sigue, aludía ciertamente a José: «He aquí que el Señor, traído sobre una nube ligera, entrará en Egipto»; y nuestro Santo Patriarca era esa nube que ocultaba los rayos del sol naciente.
Ese divino Sol de justicia, que en los cielos regula el curso de los astros y los oscurece con su esplendor, se halla sobre la tierra, envuelto en pobres pañales, en brazos de su padre adoptivo, que le lleva adonde él quiere. ¡Oh, sí! Cuando se tiene a Dios en el corazón, como José le lleva sobre su pecho, no se siente ninguna fatiga, ni andando por los caminos más difíciles.
¡Oh, alma fiel! Imita a San José: salva y conserva al divino Niño, a quien también ahora Herodes, esto es, el mundo y el demonio, persiguen y quieren hacer morir. Cierra los oídos a sus sugestiones, no le oigas, toma al Niño y huye: Accipe puerum et fuge. Llévale sobre tu corazón y tenle unido a ti con vínculos indisolubles. Así como lo hizo San José, vigila a su lado para que nunca se aleje de ti; estréchale entre tus brazos con humilde confianza en su bondad, y con un respetuoso temor de perderle; evita que todas las fuerzas del enemigo puedan arrebatártelo jamás: Tenui enim nec dimitíam. Despiértate alguna vez en la noche, a ejemplo de Jesús y de María, para buscarle, servirle, conservarle, admirarle y amarle: Per noctes quaesivi quem diligit anima mea.
Si vives en el mundo, donde hay tantos peligros, tormentas y escollos, custodia siempre como a una perla preciosísima en medio de este mar, la pureza y la sencillez de la infancia cristiana: Accipe puerum. Si te has alejado del mundo y vives en una casa religiosa, sé fiel y constante en resistir a las repugnancias, los fastidios y las tentaciones de que se vale el demonio para hacer morir al dulcísimo Salvador, que vive en tu alma con su santa gracia: Accipe puerum. Finalmente, si estás adornado de hermosas cualidades y te hallas en una condición respetable, conserva diligentemente en tu alma la infancia, la humildad cristiana y el amor de ese santo Niño: Accipe puerum. Si tú lo conservas, Él te conservará; si le tienes contigo, Él te guiará; pero si por tu infidelidad y negligencia tienes la desgracia de perderle, todo está perdido para ti, y podrás decir con más verdad que el antiguo patriarcá: ¿Qué será de mí, ahora que he perdido a ese querido Niño? Puer non comparet, et ego quo ibo?
A imitación de San José, no te obstines jamás contra las persecuciones y las violencias, porque son propias de espíritus apasionados e impetuosos, como el de Herodes; antes bien, cede humildemente: aléjate prudentemente por algún tiempo: Fuge in AEgiptum.
Pero volvamos a la Santa Familia, que seguiremos a través de los desiertos, conmovidos por sus padecimientos y admirados por su constante confianza en la divina providencia. «La estación es fría —dice San Buenaventura—, y para atravesar la Palestina, la Sagrada Familia debió tomar las calles más abandonadas. ¿Dónde se alojaría por la noche, y dónde durante el día habrá hallado descanso? ¿Y dónde y cómo habrá podido restaurar sus fuerzas?. . .» ¡Qué espectáculo conmovedor ofrecen, Dios mío, estos dos castos esposos fugitivos con un Niño pequeño!. . . Viendo a aquellos tres augustos personajes en tan lamentable condición, ¿quién no habrá pensado que eran pobres mendigos vagabundos?. . .
Imitemos a San José, obedezcamos con docilidad y amor a las leyes de la divina providencia, que nos manda la salud y las enfermedades, las riquezas y la pobreza, nos levanta y nos humilla como le place, y siempre para nuestro mayor bien. Humiliat et sublevat, deducit ad inferas et reducit.
Vayamos sin dilación al lugar, al país, al estado y oficio a que Dios le plazca llamarnos, llenando amorosamente y con fidelidad su adorable Voluntad, que se nos manifiesta por un ángel, es decir, por quien en su nombre nos dirige y nos guía: obedezcamos sin turbarnos, abandonándonos a la divina Providencia; otorguémosle todo el poder para disponer de nosotros; comportémonos como sus verdaderos hijos; veamos de seguirla como a nuestra propia madre; confiemos en ella en todas nuestras necesidades; esperemos sin inquietarnos el remedio de su caridad; dejémosla hacer, y nos proveerá en el tiempo y modo que más nos convenga. La Providencia vigila tan atentamente sobre todo lo que a nosotros respecta, hasta no permitir que caiga un solo cabello de nuestra cabeza sin orden suya. Dios tiene sus razones en todo lo que ordena, aun cuando no podamos conocerlas ni penetrarlas. Escuchemos, adoremos, obedezcamos; es nuestro deber, y además redunda en nuestro provecho.
Qué es lo que más nos conviene, lo ignoramos; pero nuestro Padre celestial lo sabe todo, todo lo puede, y nos ama tiernamente; dejémosle, pues, toda libertad para obrar; El ve nuestra verdadera conveniencia. Aun en las cosas que nosotros creemos perjudiciales, nos abandonamos en las manos de un padre que nos ama tiernamente, ¿y dudaremos de Dios, que es el mejor de todos los padres? Nemo tam Pater. ¿Y vacilaremos en creer que todo lo que Él ordena es para nuestro bien, en el tiempo y en la eternidad?…
Agrada tanto a Dios la plena confianza en su bondad, que, supuesto el caso de que pudiera ser indiferente a todo lo que respecta a los hombres en general, por el solo hecho de abandonarnos en sus manos le obligaríamos a preocuparse por nosotros.
Un hombre como nosotros se creería obligado a ayudar a quien se confiara a su bondad. ¿Cuál no será, por lo tanto, la solicitud de Dios para con un alma que confía plenamente en su Providencia? . . . Esta vigila minuciosamente sobre las cosas que le atañen, e inspira a quienes la gobiernan, todo lo que es menes-ter para dirigirla bien; en tal manera, que si aquellos quisieran por cualquier razón disponer de esa alma en una forma que le fuera nociva, Dios haría surgir, por caminos insospechados, mi-les de obstáculos a esos designios, y los obligaría a atenerse a lo que conviene para esa alma.
He aquí como Dios vela por la conservación de los que ama: si la Escritura atribuye ojos a este Dios de bondad, es para significar que vigila; si le atribuye oídos, es para significar que escucha; si manos, porque defiende a quien osa tocar a sus protegidos, a quienes ama como a la niña de sus ojos. «Os llevaré en mis brazos —dice Dios por el profeta Isaías—; os estrecharé contra mi pecho; os acariciaré sobre mis rodillas, como una madre acaricia a su hijo; he aquí cómo os consolaré
Dejemos obrar a esta Sabiduría eterna, que conoce el presente y prevé lo que ha de ser; a este poder que lo hace todo en la medida de su querer.
Se desvanecerían todas nuestras inquietudes, si creyéramos esta única verdad: que todo acontecimiento, con toda la secuela de sus consecuencias, está en las manos de Dios, que nos ama tiernamente. ¡Qué felicidad para un alma piadosa, poder unirse como José a esta divina providencia, que ordena y gobierna todas las cosas; querer cuanto ella quiere y nada más, y por lo mismo, estar seguros de tener siempre sólo lo que ella desea! ¡Qué sublimidad y qué calma! ¡Hacer siempre su voluntad, olvidarnos entera y santamente cuando somos olvidados; encontrarnos en Dios, porque por Dios nos habíamos olvidado de nosotros mismos!. . .
El alma que, a ejemplo de San José, se abandona a la divina providencia, como él reposa y se duerme tranquila entre sus brazos, como un niño en los de su madre; toma por divisa estas palabras de David: «Dormiré y descansaré en paz, porque Vos, Señor, habéis afirmado mi esperanza en vuestra Providencia. . .
Dios me guía, por lo cual nada me faltará. Guiado por vuestras manos y bajo vuestra protección, caminaré entre las tinieblas de la muerte, entre mis enemigos, y no temeré mal alguno, porque Vos estáis conmigo. Vuestra misericordia me acompañará todos los días de mi vida, a fin de que yo pueda habitar en la casa del Señor por toda la eternidad» (Salm. XXII).

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

El corazón mejor cuidado es el que se abandona más en Dios (P. Huby).
Cualquier viento conduce al puerto, cuando es Dios quien lo dirige (P. Nepveti).
Dios piensa en cada uno de nosotros como si no hubiera otro en el mundo. Pensemos también nosotros sólo en Dios, como si no existiera otra cosa que Dios solo (P. Huby).

AFECTOS

Oh fidelísimo José, perfecto modelo de la confianza en Dios, ¡qué lejos estoy de los sentimientos de que estaba pleno vuestro corazón! Cada día llamo a Dios, Padre mío, y le digo que espero en El; pero ¡ay de mí, qué débil es mi confianza! La tentación más insignificante me lleva a la duda y al desaliento.
Oh amable protector mío, vos, a quien Jesús y María nada pueden rehusar, dignaos obtenerme esa resignación perfecta, que no piensa más que en amar y servir a Dios, dejándole el gobierno de todo lo demás; esa esperanza firme, esa esperanza amorosa que mueve el corazón de Dios y le obliga a socorrernos; esa esperanza, en fin, que después de habernos sostenido en las tentaciones de la vida, será nuestra más dulce consolación en la muerte. Así sea.

PRACTICA

Hacer una limosna en honor de San José, y hacerla más abundante a los pobres que, como él, llevan un niño en sus brazos.



DÍA 12





San José en Egipto.
Conformidad con la voluntad de Dios
Padre mío, no se haga mi voluntad, sino la tuya.
Luo. XXII, 42.
En las almas vulgares, el sentimiento de la confianza aleja de ellas toda duda acerca de la bondad de Dios; pero esa confianza es inquieta, afanosa, al punto que, por así decirlo, querría indicar a la Divina Providencia la forma en que desea ser auxiliada; por el contrario, en las almas verdaderamente interiores la confianza las estimula al abandono total en las manos de Dios, que las lleva a gozarse en la privación de todo medio humano y. a gustarlo como un verdadero regalo, porque estas almas desean, en verdad, entregarse enteramente al Padre Celestial y conformarse en todo a su santa voluntad. Esta sumisión a la Providencia nos conserva en una perfecta tranquilidad en medio de las contradicciones más dolorosas, y en una ecuanimidad admirable en las vicisitudes más dolorosas de la vida.
Tal fue la maravillosa confianza en Dios que tuvo San José en su fuga y en su permanencia en Egipto.
El ángel le había dicho: «Quédate allá, hasta que yo te lo diga». Y el Santo Patriarca no le preguntó al mensajero cuánto tiempo había de durar su destierro. A imitación de San José, en las pruebas abandonémonos en Dios, sin querer saber cuándo terminarán. Si Dios nos deja en la oscuridad, es solamente por su gloria y por nuestro bien. Si conociéramos el porvenir, nos oprimiría  la vista de las adversidades, y por otra parte, conociendo también su término, no tendríamos ningún mérito en dejarnos llevar, y nuestros sacrificios perderían el mérito principal.
Las cruces previstas con inquietud, son consideradas fuera de lo ordenado por Dios: esto es, sin amor para soportarlas, y tal vez también con una cierta infidelidad que nos aleja de la gracia. De manera que todo nos resulta en ellas amargo, insoportable, y nos sentimos sin medios para vencer. Esto acontece al que no se confía enteramente en Dios, y pretende conocer los secretos de Dios. Cerremos, por lo tanto, los ojos a las cosas que Dios nos oculta y nos tiene reservadas entre los tesoros de sus profundos decretos.
Las cruces imprevistas traen siempre consigo la gracia, y en consecuencia, algún alivio, porque se ve en ellas la mano de Dios. A cada día —dice Nuestro Señorle basta su mal. El mal de cada día nos trae algún bien, si dejamos obrar a Dios. José permaneció ocho años en Egipto sin quejarse, sin turbarse, sin pedir ni una sola vez a Dios que le abreviara el destierro y lo volviera a la patria. Y no fue ciertamente porque le faltaran los sufrimientos en aquel país idólatra, donde todo era dios, excepto el mismo Dios. En aquella región de tinieblas, los animales no son para uso del hombre, sino que por una alteración del orden, el hombre, envilecido por su propia voluntad y rebajado de la nobleza de su origen, no se avergüenza de tributar culto a seres privados de la razón, y que debían estar sometidos a él. ¡Cuánto dolor y cuánta amargura habrá sentido José en su corazón, lleno de celo por la gloria de Dios, oyendo cada día blasfemar este santo nombre por un pueblo idólatra! ¡Cuánto habrá sufrido en medio de aquel país bárbaro y perverso, en cuyas abominaciones y supersticiones rehusaba participar!. . .
Más animoso que los israelitas a orillas de Babilonia, que en medio de su amargo dolor rehusaban repetir el hermoso canto, José, a semejanza del Rey Profeta, embellecía y santificaba su destierro, honrando al Dios de Jacob, y cantando sus juicios y sus leyes. Cantabiles mihi erant justificationes tuae in loco peregrinationis meae.
Para poder aprovechar las saludables lecciones que San José nos da en esta ocasión, permanezcamos en paz en el lugar en que Dios nos ha colocado; a Él solo toca mudarnos. Abandonémonos en El, y creamos firmemente que vendrá en nuestra ayuda, sin que nos inquietemos acerca de la forma de proveer, y seguros de que nos quedaremos maravillados.
Toda la malicia de los hombres —dice la Imitación de Cristo— no alcanza a dañar a los que Dios quiere proteger. Si sabéis callar y sufrir, Dios os asistirá seguramente. Él sabe cómo y cuándo; abandonaos, pues, a Él. El auxilio viene de Dios, y Dios nos librará de la confusión.
El tiempo en que estamos abandonados de todo auxilio humano, es precisamente aquel en que Dios nos socorre. Le agrada esperar a que se haya despertado en la criatura una ciega confianza  en El, y entonces viene en su auxilio. Pero no le señaléis los medios; abandonaos por completo en su Providencia, que no os ha de faltar.
La mutación de lugar y de estado ha engañado a muchos, dice la Imitación de Cristo. Las almas inconstantes y poco mortificadas sienten vivamente el peso del lugar y de la carga que tienen, y pensando que puede haber en el mundo, estado o criatura exenta de cruz, no encuentran dónde estar a gusto. Ordenad, pues, las cosas según vuestro querer y vuestros deseos; pero lo queráis o no lo queráis, hallaréis siempre que en todas partes hay que sufrir. La cruz está siempre preparada, os espera en cualquier tiempo y lugar. Doquiera vayáis, la hallaréis, porque en todas partes os encontraréis a vosotros mismos. Si rehusáis una cruz, inexorablemente hallaréis otra, y tal vez más pesada que aquella que abandonasteis.
«No sembréis vuestros deseos en otros jardines, cultivad siempre el vuestro —escribe San Francisco de Sales; —. No deseéis ser lo que no sois, pero desead siempre lo mejor en donde estáis. Ocupaos en perfeccionaros y en llevar de buen grado las cruces que halléis, sean grandes o pequeñas. Muchos son los que aman su propia voluntad, pero muy pocos los que aman el querer de Dios».
Lo que puede consolaros y haceros perseverar con paciencia en el estado en que Dios os ha puesto, es la compañía de María y la unión con Jesús, que endulzaron para San José los rigores del destierro:Accípe puerum et matrem ejus. El Niño Jesús vivió en esa tierra maldita y enemiga del pueblo de Dios, como un cordero entre los lobos, y pasó así los primeros años de su vida. Allí, en el destierro, bajo el gobierno de José y de María, comenzó a caminar y a balbucear las primeras palabras, que llenaron de consuelo el corazón de esos padres.
Dios se encuentra doquiera; está en la morada más oscura como en la más espléndida; en el último empleo de una casa como en el primero; y ¿se puede estar mal, cuando se está con Dios?… En todas partes hay iglesias, en las que está Nuestro Señor, donde hay altares dedicados a María, un Crucifijo, y cada día se ofrece en ellas la santa misa. San Juan Crisóstomo, desterrado entre los bárbaros, se consolaba así: «Hallaré a Dios en la Escitia así como en Constantinopla». Cuando Jesús está presente, todo es dulce —dice el piadoso autor dé la Imitación— y nada es difícil. La compañía de Jesús es un paraíso de delicias; y si Jesús está con vosotros, ¿qué os podrá hacer mal?
El ejemplo de José viviendo en una tan perfecta armonía entre los desórdenes y supersticiones del Egipto idólatra, es muy oportuno para alentar a las almas piadosas que la Providencia ha querido dejar en el mundo en medio de las ocasiones, de las tentaciones más peligrosas. Dios Nuestro Señor las cuidará y las cubrirá con el escudo de la buena voluntad. Las llamas no rozaron siquiera los vestidos de los tres hebreos arrojados en el horno de Babilonia; antes bien, el horno se convirtió para ellos en un lugar de delicias, donde bendecían a Dios. Lo mismo sucede con aquellos a quienes la obediencia manda entrar en el horno ardiente de la Babilonia del siglo: si se mantienen unidos a Jesús y a María, como José, también ellos cantarán las alabanzas de Dios; y mientras que el fuego de la concupiscencia devora a los que temerariamente se exponen a él, el comercio con el mundo no alcanza sino a procurar a las almas piadosas de una mayor luz para despreciar sus vanidades, sus falsos placeres, y hacerles estimar cada vez más los beneficios de la piedad.
Las almas piadosas pueden, por otra parte, con sus oraciones y su buen ejemplo, destruir los prejuicios de los mundanos y enseñarles a amar la virtud.
No nos apartemos, por lo tanto, de las disposiciones de la Divina Providencia, ni aun en las cosas que parezcan indiferentes. Las varias circunstancias de nuestra vida tienen con nuestra eterna salvación y con nuestra perfección, relaciones que no alcanzamos a sospechar, y que sólo conoceremos en la otra vida.
Con frecuencia juzgamos que importa poco, para nuestra alma, estar en este o en otro lugar, con esta o aquella persona; pero, a poco que reflexionáramos, comprobaríamos que todo lo dispone Dios para nuestro bien. Se atribuye a la demora de la Sagrada Familia en Egipto, la caída de los ídolos, y también la gracia de que aquellas regiones fueran pobladas por tantos santos anacoretas. San Juan Crisóstomo y varios otros doctores de la Iglesia atribuyen a la estadía de Jesucristo en Egipto, los grandes progresos realizados por el cristianismo, y el establecimiento de tantas comunidades religiosas, las cuales por largo tiempo han dado maravillosos ejemplos de virtud. Y tal venturosa trasformación bastaría para confirmar el oráculo de Isaías, quien había anunciado que: “a la presencia del Señor entrando en Egipto, los ídolos de ese país serían destruidos”. Hay también una antigua tradición, ratificada por muchos autores del siglo IV, según la cual, la referida profecía se cumplió literalmente al arribo de Jesús a Egipto, y que gran número de ídolos —particularmente en la Tebaida, donde la Sagrada Familia residió algún tiempo— fueron efectivamente desbaratados, como en otra ocasión ocurrió con el ídolo Dagón a la presencia del Arca Santa, que era figura de Nuestro Señor Jesucristo.
Puede Dios haberos colocado en tal empleo o lugar, para utilidad y salvación de alguna persona, a quien habréis de convertir con nuestros buenos consejos y piadosas conversaciones, y cuyo celo podrá ser útil a la gloria de Dios. Si sufrís, si sentís fastidio, alegraos, porque estáis en el camino que lleva al cielo. ¿Acaso no sufría San José en Egipto?… Y sabemos muy bien que esos sufrimientos aumentaron sus méritos. Persuadíos, pues, de que aquella es vuestra cruz; el ejercicio de la paciencia que os exige, vuestro purgatorio, y no desperdiciaréis ni un solo momento: tendréis toda la eternidad para gozar y descansar, y afortunados de vosotros si morís en el estado en que Dios os ha colocado. De los brazos de su Providencia pasaréis a los de su misericordia.
Habiendo terminado la persecución con la vida de Herodes, el ángel del Señor se le apareció por segunda vez en sueños a José, para advertirle que podía volver sin temor a la tierra de Israel. Aprovechemos, pues, las sabias lecciones que nos da San José con su conducta.
No habiéndole dicho el ángel a José dónde debía ir a vivir, eligió entonces nuestro Patriarca, entre todas las provincias y ciudades de la Galilea, la de Nazaret, donde pensó que podía custodiar a Jesús más cómodamente, y sin temor de perderle.
Cuando la Providencia no nos manifiesta sus designios; cuando nuestros directores nos dejan la libertad de escoger, o bien nos piden nuestro parecer, podemos exponer con sencillez nuestra manera de pensar, y si es aceptada, podemos seguirla. Pero que no sea nunca nuestra inclinación natural la que nos guíe; esta se funda ordinariamente en nuestra vanidad y en nuestra debilidad, y por lo mismo, debe ser siempre dirigida por la fe o por la razón.
Examinemos seriamente delante de Dios en qué cargo o empleo serviremos mejor a Jesucristo, y dónde estaremos menos expuestos a perderle. Son las normas que, como San José, debemos seguir siempre. En nuestras determinaciones miremos siempre, primero la gloria de Dios y nuestra propia perfección, y que ninguna otra mira nos aparte de lo que debemos a Dios y a nosotros mismos.
Aun cuando San José sostenga entre sus brazos al Dios fuerte, al Salvador del mundo, teme no obstante la Judea: Timuit illo iré, donde piensa que la vida de Jesús puede estar en peligro. Como él, cuando nuestro ángel custodio nos advierte que no debemos ir a tal lugar o a aquella casa, donde correríamos peligro de perdernos, debemos seguir fielmente sus santas inspiraciones, y no creernos seguros porque por la mañana tuvimos la suerte de recibir a Jesús en la santa comunión. De otro modo, sería un milagro no perder a Jesús. Y por último, creamos en la promesa de Dios, cuya palabra es infalible: Buscad ante todo el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura.

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

Cuando estamos donde Dios quiere, estamos con El: dejémonos, pues, guiar por el Señor
(P. Nepven).
Nunca ejercitamos más perfectamente nuestra confianza, como cuando nos encontramos entre los más graves peligros y en medio de las más grandes penas (P. Huby).
El santo abandono establece en el alma el reino de Dios. Más os abandonáis en sus manos, tanto mejor os conducirá (P. Huby).

AFECTOS

Oh, fidelísimo José, dignaos dejarme entrar en el modesto asilo en que os refugiasteis en Egipto con Jesús y María. Veo en él, doquiera, las señales de una gran pobreza; pobres muebles, alimento pobre, trabajos y ocupaciones de pobre. Pero, Dios mío, ¿cuándo hubo en el mundo habitación más deliciosa, que aquella cabaña? En aquella oscura vivienda dio Jesús los primeros pasos y pronunció las primeras palabras. Oh San José, adoro con vos aquellas palabras de vida, salidas por primera vez de los labios del Verbo encarnado. Me postro como vos para besar respetuosamente las primeras huellas de sus pies adorables. Oh José, inspiradme vuestros sentimientos, y obtenedme la gracia de amar ardiente y generosamente, como vos lo habéis hecho, a este Dios de amor, a fin de que, después de haberle amado y seguido en este valle de lágrimas, me sea dado poseerle eternamente en la Jerusalén celestial. Así sea.

PRACTICA

Rezar por los misioneros, a fin de que puedan propagar la devoción a San José en los países infieles.



DÍA 13




Amor de San José a la pobreza
Bienaventurados los pobres de espíritu.
Mat. V, 3.
El Hijo de Dios —dice San Bernardoamaba tanto la pobreza, que no habiéndola hallado en el cielo, vino a buscarla sobre la tierra. En efecto, como puede verse en todas las circunstancias de su vida, demostró un verdadero amor de predilección por esta hermosa virtud. Nace en un establo, como el último y más abandonado de los hijos de los hombres; sus primeros adoradores son pobres pastores; las personas con quienes alternó toda su vida fueron pobres: su Madre era pobre, y pobres eran sus Apóstoles; vestía pobremente; comía pan de cebada, como los pobres, y como estos vivía de limosnas, y estas le faltaban con frecuencia; prueba de ello es que permitió a sus Apóstoles sacar algunos granos de trigo para saciar su hambre. Hasta cuando entró en Jerusalén, rodeado de una cierta gloria, estuvo rodeado de pobres y de niños; y pobre era su cabalgadura. No tenía un refugio donde reclinar su cabeza. Su primer discurso fue elogiando la pobreza: Beati pauperes spiritu. Finalmente, murió desnudo sobre la Cruz, y fue sepultado en un sepulcro que no era suyo.
Así como el Hijo de Dios amaba la pobreza con tanta pre-dilección, también San José la amó grandemente, y es por eso que Dios lo eligió para padre y custodio de su Unigénito. Y si este Santo Patriarca practicaba esta virtud en tan alto grado, ¿qué progresos no habrá hecho en esta virtud durante los treinta años que vivió en compañía de Jesús y de María?. . .
Una sola palabra del Evangelio, hizo que San Antonio se resolviera a despojarse de todos sus bienes, para distribuirlos a los pobres, y practicar así con mayor perfección la pobreza evangélica, que el Hijo de Dios había recomendado tan insistentemente con la palabra y el ejemplo. ¿Cómo podremos, después de esto, hacernos una idea exacta de las saludables impresiones que recibiría San José en su corazón, con el ejemplo y la palabra de Jesús y de María, él que era diario testigo de su extremada pobreza?. . .
Cuando María entró en el templo, según la revelación hecha por ella misma a Santa Brígida, renunció a todos los bienes de la tierra, para poseer a Dios solo. A principio vovi in corde meo nihil unquam possidere in hoc mundo. Por lo cual, María no llevó en dote a José más que su amor al trabajo y el perfecto desprendimiento de las cosas creadas. Y muy grande debió de ser la pobreza de ambos esposos, pues que María se vio obligada a ver nacer a su Hijo en un pesebre abandonado, sin tener para abrigarle más que un poco de paja y la compañía de dos animales. Digna Madre de Aquel que después de haber vivido en la mayor pobreza, había de morir sobre una Cruz, dejando como tesoro a sus discípulos: Bienaventurados los pobres.
María y José gustaron de esta máxima, y la pusieron en práctica. ¿Se trata de colocar sobre el altar del templo una ofrenda, después de la ceremonia de la purificación?. . . Será la ofrenda de los pobres; porque —dice San Bernardolos ricos dones que habían recibido de los Magos, ya los habían distribuido entre los pobres. Pero es sobre todo durante el largo viaje y en la larga permanencia en Egipto, donde 110 tenían amigos ni protectores, donde sintieron más vivamente la más grande pobreza. El hijo de David y de Zorobabel se hizo simple operario, y la hija de los reyes trabajó también de noche, para ayudar al módico é insuficiente salario de su esposo, y así procurarse lo necesario, que con harta frecuencia faltaba en la casa. Los pobresdice San Alfonso María de Ligoriono leerán, sin sentir grandes motivos de consuelo, lo que Landolfo escribió sobre este conmovedor misterio.
«Tal era la pobreza de María y de José —dice él—, que con frecuencia les faltaba el pan que Jesús pedía hostigado por el hambre. ¡Y ellos no tenían más que lágrimas para darle! ¡Cuánto sintió entonces José su pobreza!. .. Una pobreza que se sufre por amor a Jesús, tiene un cierto encanto; pero en la pobreza que sufre Jesús, la pena iguala al amor».
«De regreso a Nazaret, no se encontró José en mejores condiciones. Imaginaos —dice Bossuet— un pobre artesano que no tiene otro recurso más que sus manos, ni otra riqueza más que su taller, otro medio de vida que su trabajo, que debe entregar con una mano lo que recibe con la otra, y ve cada día gastarse la pobre ganancia, obligado todavía a hacer un largo viaje, por el que debe alejarse de los amigos, sin que el ángel que le manda partir, le diga ni una sola palabra respecto a cómo podrá hacer frente a sus necesidades más apremiantes. ¡No tuvo vergüenza de sufrir lo que a nosotros nos sonroja! ¡Humillaos, grandezas humanas!
»Va José poco menos que errante, tan sólo porque está con Jesús. Feliz de poseerle a tal precio, se cree rico, y cada día se esfuerza por purificar su corazón, a fin de que Dios se posesione más y más de él; rico, porque no tiene nada; poseyéndolo todo, todo le falta; feliz, tranquilo, seguro, porque no encuentra repo-so, ni casa, ni demora».
«Dios quiere; —dice San Francisco de Salesque José esté siempre en la pobreza, que es una de las pruebas más duras que pueda enviarnos; y lo somete a ella, no por un tiempo más o menos largo, pues fue pobre toda su vida. ¡Y qué pobreza fue la suya! Una pobreza despreciada, huida, mísera.
»La pobreza voluntaria de que hacen profesión los religiosos, es muy amable, por cuanto ella no les impide recibir las cosas que son necesarias, tan sólo les prohíbe lo superfluo; pero la pobreza de José y de Nuestra Señora no es tal, pues que aun cuando fuese voluntaria y la amaran de corazón, no dejaba de ser abyecta, rehusada y despreciada en sumo grado.
»Porque todos no veían en ese gran Santo, sino a un pobre carpintero, incapaz de ganar ni siquiera lo suficiente para que no le faltara lo indispensable para la vida, y eso a pesar de fatigarse con amor indecible para alcanzar a sostener a su pequeña familia; y él se sometía humildemente a la voluntad de Dios aceptando su pobreza y abyección, sin dejarse vencer por la tristeza interior que sin duda alguna y más de una vez quería hacerse sentir».
He aquí cómo José amó y practicó la pobreza; fue pobre de espíritu y de corazón; sufrió las incomodidades de la pobreza sin lamentarse. Reducido a ganarse su pan y el de su familia con el sudor de su frente, se consideraba muy feliz de compartir con María la pobreza de Jesús, el cual, siendo Dueño y Señor de todas las riquezas, se hizo pobre por nuestro amor; y a su ejemplo, José quiso vivir y morir pobre.
La pobreza evangélica, difícil tal vez en apariencia, es una fuente de paz y felicidad. Es una gran tranquilidad para el espíritu, —dice San Gregorio— el estar lejos de la concupiscencia del siglo, donde con tanta pasión se tiene lo que se posee; donde se desea siempre lo que no se tiene, y donde las pérdidas son tan dolorosas, porque los apegos son siempre exagerados; donde, en una palabra, los deseos crecen incesantemente, pues el mundo entero no basta a satisfacer el vacío inmenso de nuestro corazón, el cual está hecho para Dios. Más va el hombre tras los bienes falaces que lo corrompen, menos satisfacción encuentra en ellos, y más pierde el gusto y la estimación por los bienes eternos. La felicidad del alma consiste en la unidad de su amor, y su desventura, en la multiplicidad de sus deseos; la pobreza es la virtud que nos desapega y nos dispone para recibir las riquezas del amor divino, librándonos de una infinidad de frívolas e inútiles solicitudes.
Nuestra felicidad no consiste en la posesión de muchas cosas, sino en la satisfacción de nuestros deseos. Feliz aquel —dice San Agustínque posee todo lo que desea, y no desea más que lo que debe desear. Los pobres de espíritu tienen esta ventaja sobre los ricos del mundo, pues aquellos tienen cuanto desean, porque no desean más que lo que tienen, y miran todo lo demás como inútil y superfluo, mientras que los mundanos nunca están satisfechos, porque el placer de las riquezas que poseen es inferior a la ansiedad que sienten al no poder realizar sus deseos de poseer algo más y mejor; de manera que, agitados por deseos insaciables, ven trascurrir todos sus días en la inquietud y en la búsqueda de lo que nunca podrán poseer.
La pobreza no es tan sólo una fuente de paz, sino que es también un medio eficacísimo para progresar en la perfección; porque así como la concupiscencia es la raíz de todos los males, así también la pobreza es el principio de toda suerte de bienes. Es la guarda de la humildad —dice San Gregorio—; conserva la castidad por medio de la mortificación, de la cual es inseparable compañera, y ayuda a practicar la abstinencia y la templanza. Este es el motivo por el cual la pobreza —dice San Francisco de Saleses una virtud celestial y divina, pues libra al alma de cuanto pudiera retenerla en medio del mundo, y le facilita su ascensión hacia Dios y su unión con El. Los santos la llaman la madre, maestra y custodia de todas las demás virtudes.
Para obtener estas preciosas ventajas de la pobreza, es necesario ser pobre de espíritu, es decir, tener el corazón desasido de todas las cosas de la tierra. No todos los cristianos son llamados a despojarse de todos sus bienes para seguir a Jesucristo, como los Apóstoles: «He aquí que hemos abandonado todas las cosas para seguirte». Pero todos los que quieren vivir cristianamente y gozar de las promesas del Salvador a los pobres de espíritu, no deben hacer caso de los bienes de este mundo, sino creer, con el Apóstol, que «pues ellos poseen a Jesús, todo lo demás es polvo y miseria».
Pero ¡ay, qué pocos son los pobres de espíritu! Es muy difícil —dice la Imitación de Cristoencontrar a quien esté tan adelantado en el camino espiritual, que tenga el corazón desasido de todas las cosas. Para llegar a esto, es necesario haber renunciado, como los santos, a las riquezas y comodidades de la vida; tener horror a lo superfluo; no preocuparse por lo necesario; recibir con indiferencia, como San Pablo, la salud y la enfermedad, la tribulación o la alegría, la abundancia o las penurias. Así debe ser ese desapego universal, esa perfecta pobreza de espíritu que el divino Maestro puso como primera entre las bienaventuranzas. Si eres pobre, alégrate de estar en un estado en que más fácilmente puedes asemejarse a San José. Si Dios te ha favorecido con bienes de fortuna, no apegues tu corazón a ellos, da lo superfluo a los pobres. «Hay hombres —dice el Sabio— que son ricos aun cuando nada poseen, y hay otros pobres aun cuando viven en la abundancia de las riquezas». La virtud de la pobreza —añade San Bernardono consiste en la privación de los bienes terrenos, sino en el amor a esta privación”.

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

Toda abundancia que no es de Dios, no es más que indigencia (San Agustín),
De nada vale ser pobre, si no se ama la pobreza y no se soporta por amor a Jesucristo todo lo que hay en ella de desagradable (San Vicente de Paul).
Querer ser pobre sin sentir incomodidades, es una pretensión muy grande; porque eso es querer el honor de la pobreza y la comodidad de las riquezas (San Francisco de Sales).

AFECTOS

Modelo admirable de todas las virtudes, augusto José, os suplicamos humildemente, por aquel amor generoso a la pobreza que os hizo soportar con resignación tan admirable todas las penas de vuestro estado, no permitáis que seamos jamás deslumbrados por el falso esplendor de las riquezas transitorias; haced, con vuestra intercesión, que a la luz de los ejemplos de Jesús y de María conozcamos con vos la pobreza sufrida por amor de Dios y preferible a todos los tesoros de la tierra; haced que después de haber puesto toda nuestra confianza en la amable providencia de Dios, todos nuestros deseos se refieran únicamente a la posesión de los bienes celestiales, donde esperamos recibir la recompensa prometida a los pobres de espíritu y de corazón. Así sea.

PRACTICA

Imponerse durante el día alguna pequeña mortificación en honor de San José


DÍA 14





Interior de Nazaret
Donde dos o tres se hallan congregados en mi nombre, allí me hallo Yo en medio de ellos.
Mat. XVIII, 20.
Había en aquel tiempo célebres conquistadores, que llenaban el mundo con el estrépito de sus gestas. Se hablaba de sus proyectos, de sus empresas y de sus hechos heroicos; pero Dios, a quien le place humillar a los soberbios y exaltar a los humildes, no miraba a estos hábiles políticos, pues sus ojos estaban sobre Nazaret, ciudad tan despreciada, de la que se decía: «¿Puede salir algo bueno de Nazaret?…»
En lo alto de los cielos decía Dios a sus ángeles: Mirad a mi Hijo predilecto, en quien he puesto todas mis complacencias; mirad cómo obedece, se humilla, se anonada por mi gloria y por mi amor; mirad cómo María y José justifican la confianza que en ellos deposité, confiándole mi único Hijo: Deus humilla respicit, et alta a longe cognoscit.
Unámonos a los ángeles bajados del cielo, para contemplar el sublime espectáculo que ofrece el humilde retiro de Nazaret; entremos con respeto en aquella casa bendita entre todas las casas, y observemos cómo se gobierna la más santa de las familias que pueda existir sobre la tierra. Está compuesta por tres personas: el Hijo de Dios, la Madre de Dios y José, el casto esposo de una, y tenido por padre del otro. «Jesús, María y José nos representan —dice San Francisco de Sales— el misterio de la santa y adorabilísima Trinidad, no porque haya comparación posible, sino en lo que respecta a Nuestro Señor, pues María y José son criaturas; pero podemos decir que son una trinidad sobre la tierra que representan en cierto modo la Santísima Trinidad: Jesús, María y José, Trinidad maravillosamente digna de veneración y de honor. Jesús era como el vínculo que unía a estos dos esposos purísimos, que vivían tan estrecha e íntimamente unidos, que puede decirse de ellos lo que el Apóstol dice de la Trinidad del cielo: Estas tres personas no son más que una sola: Hi tres unum sunt.”
Su pobreza era grande; no tenían sino lo estrictamente necesario, que ganaban con el trabajo de sus manos, y aun cuando a veces llegaba a faltarles, estaban contentos y bendecían a Dios: Sufficiebat enim paupertas nostra.
Vivían en la oscuridad, ignorados por el mundo, y sin mostrar deseo alguno de hacerse conocer. En Nazaret nadie sabía ni quién era Jesús por su naturaleza divina, ni cuál era la dignidad de María, hecha Madre de Dios sin dejar de ser Virgen. Eran tenidos por piadosos israelitas y fieles observantes de la Ley, cuya conducta era de edificación para el prójimo; su piedad no tenía nada de extraordinario que la distinguiera de la común; su exterior no dejaba sospechar ni remotamente lo que eran en realidad; no dejaban trasparentar en nada el secreto de Dios, y más adelante veremos cómo los parientes más próximos ignoraban absolutamente el gran misterio del Verbo hecho carne. José y María esperaban que Dios mismo revelara la verdad, o que Jesús se mostrara al mundo.
La humilde casa de Nazaret era una imagen del cielo, por el orden, la calma y la regularidad que en ella reinaban: Sapientia aedificavit sibi domum. ¡Qué feliz y acertada distribución del tiempo y de los oficios! ¡Qué paz, qué recogimiento, qué armonía en aquella Sagrada Familia, qué sublimes ejemplos de todas las virtudes!… La humildad les hace preferir a las obras brillantes de celo, la oscuridad, el retiro, una vida escondida en el taller de un pobre artesano. El desasimiento les hacía soportar las más penosas privaciones en la habitación, en el vestido, en los alimentos. En sus coloquios, en el trabajo, en los momentos de descanso, su alma estaba siempre elevada y unida a Dios.
¡Qué consuelo y qué dulzura siento, oh augusto jefe de la Sagrada Familia, considerando el edificante espectáculo que me ofrece vuestra pobre casa de Nazaret, más hermosa a mis ojos que el más bello palacio de los reyes: Quam pulchra tabernacula tua, Jacob!. . . La oración, el silencio, el trabajo reinan allí incesantemente, y forman la demora de la santidad y de la paz. ¡Oh, Santa Familia, yo quiero imitaros en vuestra unión, en vuestro recogimiento y en vuestro trabajo! Quiero vivir pobre como vosotros, y por vuestro amor, olvidado de todos, a fin de llegar, como vosotros, al reposo eterno.
¡Felices las familias cristianas en las cuales todo está bien regulado; donde todo, como en Nazaret, respira la paz, la caridad, la verdadera felicidad! ¡Felices las comunidades religiosas donde se manda con respetó y humildad, como San José, y donde se obedece con alegría y con amor, como Jesús y María! ¡Felices las comunidades cuyos miembros no forman sino un solo corazón y un alma sola!. . . Esas son las que reciben las bendiciones prometidas por el Profeta a la concordia y unión entre hermanos: Ecce quam bonum et quam jucundum habitare fratres in unum . . Felices, particularmente, porque merecen vivir, como José, en compañía de María y bajo el mismo techo que Jesús..
¡Qué correspondencia interior y continua entre Jesús y María, entre María y José!. . . Jesús era la fuente de las gracias, que El derramaba constantemente en el corazón de su Madre con toda la profusión de que era capaz un Hijo semejante; María hacía partícipe de su abundancia a José, y Dios era perfecta-mente glorificado por la pureza y la generosidad de sus disposiciones. Los corazones de Jesús, María y José eran como tres anillos de una cadena en la que todas las cosas partían de Dios y a Dios volvían.
¡Qué unión la de José y María! ¿Y qué unión más íntima ha existido jamás que la de María y su Hijo divino? ¡Y qué inefable unión era la de Jesús con su Padre celestial!. . . Una perfecta correspondencia de sentimientos, una comunión de gracias y una santidad proporcionada al grado de la unión.
Por todo esto, puede decirse que sin pronunciar palabra se hablaban de continuo. Todo allí hablaba de Jesús; todo se dirigía a Jesús, como a centro de las afecciones de María y de José. ¡Qué progreso no hicieron uno y otra en el largo tiempo que les fue dado vivir en la compañía del Santo de los santos!. . . Nuestro divino Salvador, que no dedicó más que tres años para lograr la santificación del mundo, quiso pasar treinta en la más grande intimidad con María y con José. ¡Y cuántos favores, cuántas gracias particulares y desconocidas para el mundo no habrán recibido ellos de su Hijo divino!. . .
¿Quién podrá decir sobre qué eran sus coloquios?. . . Dios y sus beneficios, su misericordia sobre su pueblo y sobre todo el género humano, eran sin duda sus argumentos. Loquebatur illis de regno Dei. Su boca hablaba de la abundancia de sus corazones; y teniéndolo colmado de Dios, todos sus pensamientos se referían a Dios, y toda su conversación estaba en el cielo. ¡Qué dulzura en esos entretenimientos! ¡Qué dilección, qué éxtasis, oh Dios de bondad, el no hablar de otra cosa más que de Vos!. . . Su alma estaba siempre en contemplación, aun durante el trabajo y las ocupaciones domésticas; su corazón ardía continuamente en el más puro amor divino. Jesús los instruía, pero con mucha sencillez y sin que se dieran cuenta, mostrándose siempre como hijo respetuoso, no dejando entrever, sino con una maravillosa economía, algún rayo de la Sabiduría profunda de que era asiento: Sicut docuit me Pater, haec loquor, María y José escuchaban todas sus palabras y las guardaban en su corazón: Mirabantur in verbis istis, quae procedebant de ore ejus (Luc. IV, 22).
Bien podéis decir vosotros con el Apóstol: «Afortunados padres de Jesús, que habéis visto y oído cosas de las que los hombres no pueden hablar.  ¡Oh, qué suerte la nuestra, si como José y María fuéramos fieles en escuchar a Jesús con recogimiento, y en conservar sus divinas palabras en nuestro corazón!. . .
Y a pesar del homenaje que María y José rendían continuamente en su alma a la divina Persona de Jesús, ejercían exteriormente toda la autoridad que sobre Él había querido darles el Padre Eterno: «Les estuvo sometido». Le mandaban, sí, ¡pero con qué respeto, con qué consideración y con qué humildad!. . .
José encontraba en la compañía de Jesús y de María el más dulce consuelo. ¡Qué satisfacción para aquel tierno padre, cuando, volviendo por la noche a su humilde habitación, veía correr hacia él a ese divino Niño! ¡Ah, entonces olvidaba todas sus fatigas, todos los dolores de la larga jornada! Ampliamente los hallaba compensados en los dulces momentos que pasaba con Jesús y con María, quienes a porfía le prodigaban los más afectuosos cuidados. ¡Felices nosotros, si como ellos, después de las tristezas y los desengaños, de las distracciones inevitables a nuestra condición, supiéramos llegarnos por la noche a desahogar nuestra alma bajo las miradas tan misericordiosas de María y el Corazón tan compasivo de Jesús!. . .
Es así como se realizaba en la  humilde casa de Nazaret la profética visión de Habacuc, quien había visto a los dos principales astros del firmamento detenerse inmóviles sobre su propia casa: Sol et luna steterunt in habitáculo suo. ¡Qué gloria para José, la de haber tenido bajo su custodia y a sus órdenes el divino Sol de justicia, y esa Luna radiante que comunica a la tierra la luz que Ella recibe!. . . Sin embargo, a San José debemos juzgarlo más bienaventurado aún, por haber recibido tan de cerca y por tan largo tiempo las celestiales influencias de esos astros divinos, que llenan con su luz el cielo y la tierra.
La Sagrada Escritura, hablando de los espíritus celestiales más puros y sublimes, resume todas sus grandezas, diciendo: Asisten siempre junto al trono de Dios. Nada, en efecto, es más grande que tal honor, y las criaturas son más o menos sublimes, según estén más o menos cerca de Dios. Cualquiera que se acerque más a aquella fuente inextinguible de bien, es al mismo tiempo el más bienaventurado y el más justo. El que no pierde nunca a Dios de vista, está siempre en la luz; el que no se ocupa más que de El, ya está en el cielo.
Tal es la felicidad de José en Nazaret: es olvidado por las criaturas, pero sobre él está siempre la mirada de Dios; habla poco con los hombres, pero su conversación con el cielo no se interrumpe jamás; no posee nada, pero ha hallado la perla evangélica; viste un traje ordinario, pero está revestido de Cristo; está desasido de sus amigos y parientes, pero el Hijo de Dios lo llama padre, lo llena de su luz, lo inunda con sus gracias, e insensiblemente lo trasforma en su propia imagen y le comunica una belleza invisible a los ojos de los hombres, pero que arrebata a los ángeles de admiración y respeto.
Y por un afortunado intercambio de todos estos favores y gracias, José sólo tiene el corazón para amar a Jesús; no sabe sino hablar de Jesús; no es ya él quien vive, sino Jesús quien vive en él.

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

La gracia se complace en las cosas simples y humildes; no desdeña lo que hay de más ordinario, y no rehúsa vestir pobremente (Imitación de Cristo).
No debemos buscar nuestro descanso en el descanso, sino sólo en la voluntad de Dios
(San Vicente).
Observad el orden en cada cosa, y el orden os cuidará a vosotros
(San Bernardo).




DÍA 15


San José, Compañero de María. Fidelidad a la gracia
Todos los bienes me vinieron juntamente con ella.
Sab. VII, U.
Cuando Dios eligió a José para ser el casto esposo de María y el padre de su único Hijo, ya era sumamente grande y perfecto; pero ¡cuánto crecieron y se perfeccionaron tan eminentes cualidades en la compañía íntima y continua de esa Virgen incomparable, cuya profunda humildad y pureza, superiores a las de los ángeles, obligaron, por así decirlo, al Hijo de Dios a bajar del cielo para hacerse Hombre!. . .
Que si un solo saludo de María obró tantos prodigios en la casa de Zacarías, santificó a San Juan, y le comunicó el espíritu de profecía con tanta abundancia, que participó de él también su madre, ¡qué saludables impresiones no debía hacer en el alma de San José la conversación de esa Virgen, en el tiempo en que la plenitud de la Divinidad habitaba personalmente en Ella! ¡Qué luces fulgurantes esparcía en su alma, qué fervor movía su voluntad!…
En efecto, si la boca habla de la abundancia del corazón, ¡qué edificantes serían las conversaciones de María, cuando tenía en su casto seno al Verbo que inspira el amor: Verbum spirans amorem, el Verbo hecho carne por obra del Espíritu de amor!. . .
¡Qué santas reflexiones debían de hacer sobre los misterios que así se cumplían bajo sus propios ojos, esos dos querubines colocados al lado del verdadero propiciatorio, pudiendo contemplarse y entretenerse continuamente! ¡Cuántas sublimes comunicaciones, qué maravillosas efusiones, qué flujo y reflujo de luces y de llamas divinas, qué sagrados coloquios entre María y José durante treinta años!. . .
Y ¿qué diremos, luego de esto, de la prédica constante del buen ejemplo, mil veces más elocuente, más eficaz y más conforme con la modestia de la más humilde de las vírgenes?… Es muy cierto que no pueden pasarse muchas horas en compañía de una persona plena del Espíritu Santo, sin sentirse en cierto modo mudados y penetrados del buen olor de su piedad. San Juan Crisóstomo asegura que si un hombre de su tiempo hubiera pasado solamente un día con los fervientes religiosos que vivían en la soledad, aun cuando el motivo de su visita hubiese sido tan sólo la curiosidad, le habría sido suficiente para que al regresar a su casa, la mujer, los hijos, los amigos, se dieran cuenta de que volvía del desierto y que había conversado con sus moradores, que más que hombres eran verdaderos ángeles. Y si un solo día de este trato producía tan saludables efectos, ¡qué impresiones divinas no debían de hacer sobre San José los heroicos ejemplos de María, de los que era afortunado testigo!. . . Nada veía en Ella que no le despertara piadosos sentimientos; una modestia angelical era la norma de todas sus acciones; sus palabras lo elevaban a Dios; sus miradas santificaban su corazón.
Los santos, aun sin quererlo, inspiran santidad; poseen un fuego sagrado cuyo benéfico calor se comunica naturalmente; de donde se infiere que José, más afortunado que Obededón, no podía tener en su casa y bajo su custodia la verdadera Arca de la Alianza sin sentir su virtud. Y aun cuando María no se hubiera dedicado a perfeccionar a su casto esposo, lo mismo habría hecho él, estando en su compañía, inmensos progresos en el amor de Dios. Pero es muy cierto que la augusta Madre de Dios tuvo más celo Ella sola, que todos los Apóstoles; y si hubiera podido abandonar la soledad en que vivía para ir por el mundo, Ella sola lo habría convertido todo.
Ahora bien; este celo sin límites lo ejerció María sobre la  persona de su esposo. El orden de la caridad exigía que José fuera el primer objeto de este celo, y así lo fue por muchos años. Ese foco divino, capaz de encender toda la tierra, sólo tuvo que inflamar y consumir el corazón de José.
San Gregorio Nacianceno, hablando del celo de Santa Gorgona por la conversión de su esposo, nos dice que era tan vivo el celo que la abrasaba, que le parecía que Dios no fuera amado sino por la mitad de su corazón, pues su esposo estaba en las tinieblas del paganismo. ¡Con cuánto mayor razón podemos decirlo de María, que consideraba a José como parte de su propio corazón, hecho expresamente por Dios para Ella! ¿Y quién podrá expresar con qué fidelidad se dedicaba a llenarlo con un amor semejante al que ardía en su pecho por Dios?. . .
Y no debe creerse que en el ejercicio de su celo olvidara María las atenciones debidas a su esposo y señor. No obstante la libertad que podía darle la perfecta unión que reinaba entre ellos, y la veneración con que San José se complacía en honrarla como a augusta Madre de Dios, el celo de esta Virgen tan humilde como prudente estaba siempre acompañado de tanta sencillez y modestia, que lo hacían tanto más amable y más eficaz. María instruía conversando, exhortaba trabajando. ¿Qué más necesitaba el alma de San José, ya tan bien dispuesta, y qué más podía desear un esposo tan santo, que, deseando hacer constantemente nuevos progresos en la perfección, observaba todas las acciones de María, recogía todas sus palabras, las meditaba continuamente, y nada ahorraba por descubrir los tesoros que Ella misma deseaba dividir con él?. . .
Pero la humildad de María era tan profunda, que estaba bien lejos de pensar que su ejemplo fuera más que suficiente para santificar a José, por lo que se valía del crédito que tenía ante Dios su oración omnipotente: Omnipotentia supplex.
La omnipotencia es atributo de Dios solo, ya es sabido: Tua est potentia. La soberanía está en sus manos; la criatura es una nada, no tiene sino la medida de lo que Dios se ha dignado señalarle. Pero plugo a Dios comunicar a María el poder con una abundancia tal, hasta hacerle obrar prodigios tan maravillosos, que no solamente igualan a los de su brazo omnipotente, sino que lo superan, como dice el Santo Evangelio: Opera quae ego fació, et ipse faciet, et majora horum faciet (Juan, XIV, 12). Y Dios se mostró realmente admirable, participando su omnipotencia a la Santísima Virgen.
En efecto, si la omnipotencia de Dios resplandece sobre todo en su Divinidad, en cuanto que un Dios puede engendrar a un Dios, la Santísima Virgen hace algo semejante, al ser la Madre del Dios hecho Hombre. Si la omnipotencia de Dios se manifiesta haciendo brotar toda la magnificencia del universo con un fiat, parece aún mayor el triunfo de la omnipotencia de María, quien con un fiat hizo que Dios se abajara desde el abismo insondable de su Divinidad, para hacerse Hombre. Por lo que San Bernardino de Siena no vacila en afirmar que todo, y hasta Dios mismo, está sometido al imperio de María: Imperio Virginis omnia famulantur, etiam Deus (Tom. II, 61); es decir, que Dios escucha sus oraciones como si fueran órdenes.
Dios confió a María el inagotable tesoro de sus gracias: Mariae se tota infundit plenitudo gratiae, dice San Jerónimo. Ella es la depositaría y la dispensadora, la sabia ecónoma de la casa de Dios, porque, como dicen los Santos Padres, no recibimos de Dios ninguna gracia, sino por la mediación poderosa de María. Quibus vult, quomodo vult, et quando vult. Y si la Madre de la divina gracia se mostró siempre llena de bondad y misericordia para el último y más culpable de los hombres, ¿qué tesoros inextinguibles de favores celestiales no habrá dejado caer de su corazón al de su casto esposo, para quien tenía el deber de rezar, y a quien le debía favores tan preciosos como el de la guarda de su honor y la vida de su Unigénito?. . .
San Bernadino de Siena escribe: Credo quod Beatissima Virgo totum thesaurum cordis sui, quem Joseph recipere poterat, illi líberalissime exhibeat, ¡Cuántas y qué gracias pediría María para José!… Y por estas oraciones, ¡cuántas gracias derramó Jesús sobre un Santo a quien tanto amaba, y a quien, si así puede decirse, por deber de gratitud debía prodigarle sus más grandes atenciones!. . . No podemos, pues, dudar de que aquel que se hallaba tan estrechamente unido a la Dispensadora de las gracias, no haya recibido de ellas una extraordinaria plenitud.
Y para terminar esta consideración, debemos hacer alguna reflexión práctica. Si San José hizo tan admirables progresos en el camino de la perfección, es porque fue fiel a las primeras gracias que Dios le hizo; y esta correspondencia a todas las inspiraciones del Espíritu Santo, a todos los impulsos de la gracia, le merecieron siempre nuevos y mayores favores. Animo, siervo prudente: porque te mostraste fiel en lo poco, te estableceré en lo mucho.
No olvidemos, y la fe así nos lo enseña, que Dios nos pedirá cuenta exacta y severa de todas las gracias que hemos recibido y que recibimos continuamente. Son otros tantos talentos que nos confía, y que quiere que sean negociados. Toda gracia debe producir fruto en nosotros y dar a Dios un grado de gloria.
De donde resulta que más nos colma Dios de sus gracias, más debemos, a semejanza de San José, ser humildes y fervorosos en su servicio.
Humildes, porque las recibimos gratuitamente, y porque de ellas debemos responder a Dios; y por otra parte, ¿sería justo gloriarnos de un bien recibido y del que debemos dar cuenta?. . .
Fervorosos, porque es este el único medio de pagar, en cuanto nos es posible, las deudas que hemos contraído con Dios, como consecuencia de las gracias que nos ha concedido con preferencia a tantos otros.
No os engañéis, oh almas interiores, que no son los favores más señalados del cielo los que forman la verdadera grandeza. La gloria de San José no es tan sólo la de haber sido el esposo de María y de haber llevado a Jesús en sus brazos, sino la de haberle custodiado en su corazón; de haber sabido unir la preeminencia de la virtud a la de las gracias y de los títulos, y de haber sabido honrar con la virtud más sublime al Dios que lo había elevado a tanta altura. Verdaderamente sabio, pues que la gracia que lo santifica, prevalece en su corazón a la gracia que lo levanta y engrandece; pues que pospone el estado honorífico a otro más perfecto. Son sus virtudes, y no los honores, las que lo hicieron meritorio delante de Dios; y si pudiéramos separar ambas cosas, lo que Dios hizo por José por medio de María le sería inútil, sin su propia cooperación a la gracia y a los beneficios de Dios.

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

Con la fidelidad a las gracias, estas se multiplican (San Jerónimo).
Dios, para amar a vuestra alma, no mira vuestros talentos, ni los demás dones que os ha dado, sino vuestra humildad y el desprecio de vosotros mismos.
Acostumbraos a dar a los demás pequeñas órdenes y grandes ejemplos (San Francisco de Sales).

AFECTOS

Casto esposo de una Madre siempre Virgen, oh amable Protector mío, no permitáis jamás que sea tan insensato de apropiarme los dones de Dios. Oh bienaventurado José, enseñadme ese santo desapego de todas las cosas, con lo que sabré encontrar sólo en Dios toda mi riqueza, mi luz y mi paz; hacedme comprender que tan sólo la humildad puede acercarme a Dios en el tiempo y en la eternidad: por María, obtenedme esta gracia. Así sea.

PRACTICA

Agradecer a Dios las gracias que le concedió a San José por mediación de María. Rezar los siete gozos en honor de San José.



DÍA 16



San José pierde a Jesús y le encuentra en el templo
Cuando Jesús está presente, todo es dulce y nada parece difícil; cuando Jesús se aleja, todo es duro y penoso.
 Imitación de Cristo, XI, 8.
Fieles observadores de la Ley, José y María se llegaban cada año a Jerusalén a celebrar la Pascua. Cuando Jesús llegó a los doce años, sus padres le llevaron también, para obedecer a la ley que establecía que los niños llegados a esa edad debían asistir a la inmolación de la Pascua. Terminadas las fiestas, partieron; y Jesús se quedó en Jerusalén sin que se dieran cuenta. Los hombres iban juntos, separados de las mujeres, y los niños podían ir indistintamente con el padre o con la madre, por lo que ni María ni José se percataron de la desaparición de Jesús. María creyó que estuviera con José, y José pensó que María tendría consigo al Niño.
Después de un día de camino, cuando se reunían las familias para pasar la noche, ¡cuál no fue la sorpresa y el dolor de José, al ver que su amado Jesús no estaba con su Madre!. . . De inmediato recorrió todos los grupos, entró en todas las tiendas, preguntó a todos por su Hijo, sin que nadie pudiera darle la menor información. Preso de la más grande inquietud volvió a Jerusalén con María, reprochándose mil veces el poco cuidado que había tenido con el tesoro que Dios le confiara. Llegados a la ciudad, visitaron todas las plazas y todos los barrios, y a todos los que encontraban les preguntaban por Jesús: «Num quem diligit anima mea vidistis? ¿No habéis visto vosotros al amado de mi corazón?…»
En cualquier lugar se puede perder a Jesús: el ángel le perdió en el cielo; Adán y Eva en el paraíso terrenal; José, en el templo; pero esta pérdida no era culpable, ni duró mucho tiempo, y después de tres días tuvo la suerte de hallarle. Se puede perder a Dios de varias maneras, perdiendo la gracia con el pecado mortal, y así lo perdió el ángel por su soberbia, Eva por la curiosidad, Adán por la culpable condescendencia que tuvo con su mujer.
Se pierde a Jesús perdiendo las dulzuras y los consuelos de la verdadera y sólida piedad, por una demasiada libertad de los sentidos, por las disipaciones voluntarias del espíritu o por un secreto apego a las criaturas. «Si somos privados de los consuelos divinos o los sentimos muy rara vez, la culpa es nuestra —dice el piadoso autor de la Imitación—; porque no buscamos la compunción del corazón y no rechazamos enteramente las vanas consolaciones exteriores». Si las arideces son efecto de nuestra negligencia, hay que aceptarlas con espíritu de penitencia, y humillarse delante de Dios, sin dejarse abatir por eso, ni afligirse demasiado.
Finalmente, se pierde a Dios perdiendo la devoción sensible y el gusto de los consuelos celestiales, sin haber merecido tales privaciones, y así le pierden las almas generosas, a quienes Dios se oculta de vez en cuando, para poner a prueba su amor, aumentar sus méritos, hacerse buscar con mayor fervor, para darse luego con mayores dulzuras. Y es en esta forma como José perdió a Jesús: se ocultó por tres días a su padre, sin que por su culpa hubiera merecido José tal castigo.
Luego, cuando os encontréis en un estado semejante, debéis humillaros, y desde el abismo de vuestra nada elevar a Dios vuestra oración, esperando su vuelta con paciencia, sin turbaros ni inquietaros. Dios quiere esta demostración de vuestra entera dependencia, la obtiene y está satisfecho, y no tardará en volver a vosotros con sus gracias con más abundancia que antes. «Cuando creéis estar lejos de Mí —dice Jesús—, es cuando más cerca estoy de vosotros; cuando creéis que todo está perdido, las más de las veces es sólo la ocasión de adquirir un mérito mayor. Yo conozco los secretos de vuestro corazón, y sé qué es útil para vuestra salvación el que a veces os encontréis en la aridez, pues un favor continuo podría llevaros a la presunción o a una vana complacencia de vosotros mismos, imaginándoos ser lo que no sois en realidad. No debéis juzgar por el sentir presente, ni creer que os haya abandonado, cuando por un tiempo os aflijo o retiro de vosotros mis consuelos, porque este es el camino que conduce al reino de los cielos» (Imitación).
Jesús estaba presente viendo cuanto pasaba en el corazón de José; se complacía grandemente contemplando su ternura para con El, su afecto y su dolor por haberle perdido; y El advierte también vuestra pena: cuanto mayor es esta, tanto mayor es su gozo, siempre que sea tranquila y aceptada como la de San José, y que su causa no sea el haber perdido a Jesús, sino sus dulzuras.
A Jesús le gusta ser deseado. Y ¿cuáles no fueron las inquietudes, el celo y la preocupación de José? ¿A quién no habrá preguntado por su Jesús?. . . Un alma que así le busca, no le ha perdido; antes bien, nunca le amó tanto como en esos momentos de desolación, en que se dirige a todos para saber de Él. Entonces redobla sus oraciones, su recogimiento y su fidelidad; no se ocupa más que de Él; todo lo demás la cansa y le causa tedio. «Vos sois Aquel a quien amo —dice esa alma—, y Aquel por quien suspira mi corazón».
¡Ay de mí! Dulce Jesús mío, no es así siempre porque yo os pierdo; es más bien porque me he expuesto al peligro, porque pensé únicamente en mi cuidado, cuando era mi deber vigilar con Vos; os he perdido porque me fié de mi propia virtud, y no desconfié lo suficiente de las falaces atracciones de las criaturas. Pude perderos por mi culpa, pero no puedo encontraros sin vuestra gracia. Merecí ser abandonado, ¡pero no os alejéis de mí para siempre! Castigadme con las humillaciones, con las arideces, con los disgustos y desolaciones interiores, con la privación de las dulzuras; el ejemplo de San José me hará soportar estas penas con una resignación constante a vuestra santa voluntad.
Oh dulcísimo Jesús, si la amargura de que estuvo llena el alma de José sobrepasó la de las aguas del mar, porque estuvo tres días sin veros, ¡cuál no será la de un alma creada a vuestra imagen, destinada a gozar de la misma felicidad de que Vos gozáis, y condenada a no veros jamás!. . .
A veces se busca a Jesús después de haberle perdido, y no se le encuentra, porque no se le busca como se debe. Dios quiere ser buscado, y no se da sino a quien le busca con la misma fidelidad y perseverancia que José.
El divino Salvador, que vio cuanto pasaba en el alma de San José, pudo El solo revelar el grado de tristeza en que estuvo sumergido hasta tanto volvió a encontrar a aquel Hijo a quien amaba más que a sí mismo. ¡Cuántos suspiros, cuántas lágrimas fueron las que brotaron de su corazón afligido!… Y yo, después de haberos perdido a Vos, que sois el Salvador de mi alma, el tesoro más precioso de mi corazón, cuya posesión forma la eterna felicidad de los santos, permanezco tranquilo, no me preocupo, ni muestro ninguna solicitud por hallaros. Si se busca a Dios después de haberle perdido y no se le encuentra, es porque no se le busca cuando se le puede hallar. Dios quiere que aprovechemos el momento en que se presenta, y amenaza alejarse eternamente de aquellos que rehúsan abrirle su corazón.
Si apenas nos damos cuenta de que no estamos con Dios, volvemos atrás, nos es más fácil hallarle, porque entonces somos guiados por el arrepentimiento sincero; pero si dejamos pasar el momento de la gracia sin aprovecharla, nos exponemos a la separación eterna: Quaesivi, et non inveni illum.
Finalmente, si se busca a Dios después de haberle perdido, y no se le encuentra, es porque se le busca donde no se le debe buscar. Fue en el santuario donde Samuel mereció oir la voz de Dios; en el templo, donde Ana tuvo la dichosa suerte de ver al Mesías; al pie de los altares, donde el santo anciano Simeón recibió entre sus brazos al Salvador, y vio colmados sus deseos.
El mismo José encontró a Jesús en el templo, después de haberle buscado inútilmente entre sus parientes y por las calles de Jerusalén. ¡Dios mío! Hace mucho que os busco y no os encuentro, porque no voy adonde Vos estáis. ¿Cómo podría hallaros jamás? Vos estáis en el anonadamiento, y yo huyo de los desprecios y busco la vanagloria. Vos estáis en mi corazón, y yo estoy siempre fuera de mí mismo. Si José no os encontró entre vuestros parientes, ¿cómo podré hallaros yo entre los míos, en medio de los obstáculos y en la confusión que reina en el mundo, Vos que hacéis oir vuestra voz en la soledad y en la calma? Ducam eam in solitudinem, et loquar ad cor eius. Non in commotione Dominus.
¿Queremos de veras hallar a Jesús?. . . Busquémosle al pie de los altares; en el recogimiento del santuario nos dará lecciones admirables, y nos enseñará la ciencia de los santos, El que es el Maestro de todos los doctores.
José busca a Jesús con María, y lo mismo hagamos nosotros: por la mediación de esta divina Madre podremos tener la esperanza de hallarle cuando tengamos la desgracia de perderle. Ella, como una dulce estrella, alumbrará nuestras tinieblas y nos llevará a Jesús.
La pérdida de este santo Niño, y de la que José no se dio cuenta sino por la noche, podría ser la imagen del extravío de un alma que se aleja de Dios por las imperfecciones diarias, y cuyo daño no valora sino al fin del día, después de un diligente examen de conciencia. Por lo que, antes de acostarse, debe de-testar de todo corazón las faltas que la han alejado de su Dios.
Finalmente, después de haber encontrado a Jesús, María, que estaba conmovida hasta las lágrimas por el dolor y la angustia de José, dijo a Jesús: «Pater tuus et ego dolentes quaerebamus te. Hijo mío, ¿por qué nos dejaste? Tu padre y yo te buscábamos, muy afligidos por tu ausencia. No temo llamar a José tu padre, y no creo manchar la inmaculada pureza de tu nacimiento. Por su solicitud y por sus inquietudes, puedo decir que es tu padre, puesto que te ha mostrado un amor verdaderamente paternal. Ego et pater tuus, unido a mí en el mismo dolor».
En nuestras pruebas y aflicciones debemos pedir prestada a María su voz, y pedirle también que presente Ella misma nuestros gemidos y nuestros deseos: pasando por su Corazón, serán escuchados por el respeto y por el amor que a Ella son debidos.

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

Sé humilde y pacífico, y Jesús lo será contigo. Que tu vida sea piadosa y tranquila, y Jesús vivirá junto a ti (Imitación de Cristo).
El fuego de la tribulación quema las pajas y purifica el oro (Santa Teresa de Jesús).
Una onza de oración hecha durante la tribulación, pesa delante de Dios más que cien libras hechas en las alegrías (San Francisco de Sales).

AFECTOS

Oh Jesús, divino Salvador, adoro vuestros designios en la prueba a que quisisteis someter a vuestra Madre Santísima y a San José, separándoos de ellos; os suplico que no me abandonéis, y me inspiréis un vivo horror al pecado, que os obligaría a alejaros de mí.
Oh María, oh bienaventurado José, con frecuencia tengo la desgracia de perder a Jesús por mi culpa; haced que le busque con el mismo fervor y con la misma perseverancia con que vosotros le habéis buscado; que me reconcilie con El por medio de una sincera penitencia, y que después de haber tenido la suerte de hallarle, le conserve para siempre, a fin de que me sea dado poseerle eternamente con vosotros en el cielo. Así sea.

PRACTICA

Invocar a San José en las tentaciones y en las penas interiores.



DÍA 17






San José se gana la vida con el trabajo.
 Soy pobre y trabajo desde mi juventud.
Sal. LXXXll, 16.
No hay precepto en torno del cual se forjen más ilusiones en una cierta clase de la sociedad, que el que nos obliga a todos al trabajo. En él estamos incluidos todos, después del pecado de nuestro primer padre, condenado a comer el pan con el sudor de su frente. Si la necesidad de vivir no obliga a todos los hombres, necesidades de orden superior imponen su obligatoriedad: la de someterse al castigo que nos fue impuesto; la de obedecer a la Ley de Dios, que no admite excepciones; en fin, la de asemejarse a Jesús, a María y a José, si queremos ser del número de los predestinados.
Representémonos el interior de Nazaret. Un pobre artesano que trabaja desde la mañana hasta la noche, para proveer a las necesidades primordiales de su familia. . . Una Esposa cuya perfección y méritos sólo Dios conoce, ocupada en cuanto hay de más ordinario en los trabajos domésticos… Un Niño en quien están encerrados todos los tesoros de la ciencia y la Sabiduría del Padre celestial, que ayuda primero a su Madre, y a medida que crece en edad y fuerzas, ayuda a su padre en los trabajos de su profesión: Nonne hic est faber? (Marc. VI, 3). ¡Qué espectáculo! ¡Qué tema para meditar!
Es un espectáculo digno de los ángeles, y si no estamos realmente conmovidos, es que nos falta la fe y no sabemos ver las cosas, como las ve Dios: Et respexit Deus humilitatem nostram, et laborem atque angustiam.
Meditemos atentamente la vida laboriosa de San José, muy a propósito para avergonzar nuestro orgullo y condenar nuestra delicadeza. Ante todo, ¿quién es este que así trabaja?… El heredero de David, descendiente de reyes y de los más ilustres patriarcas, el esposo de la Madre de Dios, de la Reina de los ángeles, el padre adoptivo del Verbo encamado, el depositario de los secretos y los designios de la adorable Trinidad, en cuyas manos se hallan los destinos del mundo, los más preciosos tesoros del cielo y de la tierra. ¿Con qué ojos se mira en el mundo la suerte de un obrero? ¿Qué piedad no inspira un hombre a quien un revés de fortuna le obliga a descender a tan baja condición? . . .
Trabajo de San José, trabajo asiduo, continuo, desde la juventud hasta la muerte, como los pobres que ganan cada día de su vida. Trabajo penoso, oscuro, humillante: Nonne hic est faber, fabri filius?.. . Trabajar la madera y el hierro; manejar toscas herramientas; estar sujeto al patrón que da la paga; volver a comenzar cada día los trabajos apenas interrumpidos por un frugal almuerzo hecho apresuradamente y por un breve sueño. . . In laboribus, in vigiliis, in ieiuniis.
Expuesto a todas las pobrezas de una condición despreciable a los ojos de los hombres, San José se consideraba feliz de encontrar a quien quisiera utilizar sus servicios: Vide humilitatem meam et laborem meum. Tal es la condición de San José;  sea ello lo que fuere, lógicamente hemos de deducir que se cumple en su persona la palabra del real Profeta, uno de sus ilustres antepasados: «Yo soy pobre, y me dedico al trabajo desde mi juventud».
No dejemos pasar ejemplos tan saludables, sin sacar alguna práctica provechosa para nuestra conducta. Toda persona sólidamente piadosa, ama el trabajo, se lo impone como deber y aprovecha todos los momentos, huyendo con diligencia de la ociosidad. El trabajo nos mantiene dentro de nosotros mismos; nos aleja de las divagaciones del espiritu. En el tiempo de las consolaciones impide que nos abandonemos, y en, el de la aridez es alimento del alma. En las tentaciones, y en las pruebas, una persona piadosa no podría sostenerse si no tuviera trabajo, pues entonces es menester que por cuanto sea posible aleje el pensamiento de lo que pasa en su interior.
Toda alma interior es activa por naturaleza, necesita siempre de alguna ocupación, ya material, ya espiritual; y si no tiene suficiente con los deberes de su estado, debe ingeniarse buscando las tareas que lo mantengan ocupado. Debe, empero, evitar con el mayor cuidado el abandonarse sin discreción a las buenas obras y darse por entero a una gran actividad natural: la multiplicidad de obras y la premura le harán perder la paz interior, que bien puede no hallarse en la agitación de un corazón ardoroso.
Aprendamos también de San José, que no hay ocupación, por despreciable que sea a los ojos del mundo, de la cual un cristiano deba avergonzarse; antes bien, pensar que tiene sobrados motivos para estimarse honrado, siendo que su condición lo acerca más y más a Jesús, a María y a José; y para tener una conformidad más perfecta con ellos, debe aceptar, por amor al trabajo, el oficio a que su condición lo sujete.
Y para honrar este estado oscuro y silencioso de la Sagrada Familia, las comunidades de regulares acostumbran servirse unos a otros en los oficios, en las enfermedades y en todas las circunstancias de la vida. Cuando los enviados del Padre Santo fueron a presentar al seráfico doctor San Buenaventura el capelo cardenalicio, lo encontraron ocupado en ayudar a sus hermanos con-versos lavando la vajilla de la cocina. San Luis, rey de Francia, gloria de su siglo, lavaba con todo respeto los pies de los pobres que cada sábado reunía en su palacio. Queriendo dar a San Francisco Javier, legado pontificio, un familiar que lo sirviera en el barco que debía trasportarlo a las Indias, lo recibió el santo con estas hermosas palabras: «Hasta tanto Dios me conserve estos dos brazos, yo los emplearé para servir a todos, y nadie habrá de incomodarse para servirme a mí»… Imitemos a estos siervos de Dios. Como San José, hagamos todos estos trabajos con Jesús, por Jesús y con el mismo espíritu que Jesús, y nunca nos acontecerá de realizarlos con negligencia o con precipitación, sino que siempre los haremos con alegría y consuelo, aunque sean largos y penosos: Labores huius magnas habent virtutes.
Pero si queremos que nuestros trabajos sean realmente medios de santificación, no basta que sean honestos o convenientes, conformes con los designios de Dios y hechos con rectitud de intención, sino también que estén acompañados con el espíritu de oración. Entremos en el corazón de José; la oración está constantemente unida al trabajo de sus manos; en las fatigas bendice a Dios, que ha condenado al hombre a trabajar con el sudor de su frente la tierra que ha de proporcionarle el pan que come. Cuando recibe órdenes, adora en las criaturas el dominio supremo de Dios; si recibe un salario módico en recompensa de sus tra¬bajos, da gracias a la Divina Providencia, que vela sobre las criaturas y da sustento a todos los hombres. ¿Recibe repulsas, desprecios, injusticias, observaciones inmerecidas? Acepta todo en silencio, para reparar la gloria de Dios ultrajada por el pecado.
¡Cuántas y qué admirables virtudes ofrece a nuestro ejemplo San José, en medio de sus ocupaciones de cada día!. . . Trabaja, sí, pero sin afán de lucro: bástale cubrir las necesidades de Jesús y de María. Es asiduo en el trabajo, pero sin perder de vista a su divino Hijo, como lo hacen los ángeles, los cuales, aun cuando nos vigilan, no por eso dejan de contemplar a Dios y de gozarse en su eterna beatitud.
Así debemos atender a nuestras ocupaciones y a los deberes de nuestro estado; de otro modo, el trabajo alimenta la actividad del carácter, las solicitaciones del amor propio, el malhumor; disipa el espíritu, seca el corazón, lo aleja poco a poco de la oración, y lo envuelve en dificultades y distracciones innumerables. No quiere decirse con esto que debéis meditar trabajando, lo cual es poco menos que imposible, ni recitar oraciones vocales que os cansarían y terminarían por ser un movimiento mecánico de los labios. Basta estar unidos a Dios con un cierto afecto del espíritu y del corazón, que es la oración recomendada por el Santo Evangelio en estas palabras: Sine intermissione orate.
Por lo tanto, el amor nos enseña a hacer esta especie de oración durante el trabajo, y a no interrumpirla aun cuando estemos dedicados a otras cosas: este es el medio más seguro para conservar el espíritu de oración, y de pasar del trabajo a la oración y de esta al trabajo; de hacer, como dice San Francisco de Sales, el oficio de Marta y de María. ¿Qué hombre más espiritual que San Agustín, San Bernardo, San Alfonso de Ligorio, y quién más laborioso y ocupado?… Lo mismo podría decirse de un gran número de mujeres, de una Santa Catalina de Siena, de una Santa Teresa de Jesús y otras muchas, cuya vida, aunque toda de oración, estuvo llena de toda clase de buenas obras.
En una palabra, San José trabajaba para Jesús y para María. ¿Quién podría creerlo? ¡Un hombre gana con el sudor de su frente todo cuanto necesita para vestirse y alimentarse su propio Dios!… Manos sagradas, destinadas a conservar la vida de Jesús, ¡qué glorioso es vuestro ministerio! ¡Vuestra suerte es digna de los ángeles! ¡Sudores verdaderamente preciosos, cuyo galardón ha de ser la conservación de un Hombre-Dios! De labore manuum mearum victum deferebat.. .
También en esto podemos imitar estas santas disposiciones del corazón de San José, trabajando como él para ayudar y alimentar a Jesucristo en la persona de sus miembros dolientes; y para inducirnos más eficazmente a socorrer a los pobres, el mismo divino Salvador nos dice en el Santo Evangelio que todo lo que haremos por aquellos, lo considera como hecho a Sí mismo, y así también lo recompensa.
Es este el misterio de la caridad cristiana, misterio que se ofrece como una nueva Eucaristía, por la que podemos alimentar a Dios en los pobres, así como Dios nos alimenta de Sí mismo bajo las especies sacramentales. Los misteriosos dones que se hacen a Jesús en la persona de sus miembros, traen consigo las bendiciones y la abundancia de la paz que derrama en el corazón, llenándolo de una alegría la más santa y la más pura. Reddes ei pretium laboris sui.

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

Haced bien lo que hacéis, y alabaréis a Dios (San Agustín).
Cuando las obras de la vida activa están animadas por el amor de Dios, son la perfección suprema (Santa Teresa de Jesús).
No miréis nunca la calidad de lo que hacéis, sino solamente el honor que tenéis de ser gratos a Dios (San Francisco de Sales).

AFECTOS

Augusto jefe de la Sagrada Familia, ¡qué consuelo y satisfacción admirables siento al contemplar el edificante espectáculo que ofrece vuestra pobre casita de Nazaret, más hermosa a mis ojos que palacio de reyes! .. La oración, el silencio, el trabajo reinan incesantemente en ella, haciéndola el santuario de la virtud y de la paz.
Mientras vuestra divina Esposa se ocupa del gobierno de la casa, vos trabajáis en un oscuro taller con mi adorable Jesús: el mandato de Dios a nuestro primer padre, jamás se cumplió mejor que en esa Casa, que es la más santa, la más inocente. Oh Sagrada Familia, yo quiero imitaros en el trabajo, quiero trabajar como vosotros y por amor a vosotros, a fin de merecer en vuestra compañía el eterno descanso. Así sea.

PRACTICA

Trabajar para los pobres; distribuir medallas e imágenes de San José.



DÍA 18






Jesús obedece a San José.
Dios hace la voluntad de los que le temen.
Salm. CXLIV, 19.
Hay cargos tan importantes en las casas de los reyes, que sólo son ejercidos por los príncipes de sangre real o por hombres de gran mérito, dignos de toda confianza: también en la casa de Dios hay oficios tan sublimes, empleos tan importantes, que no pueden ser ocupados más que por santos, superiores en méritos y en gracia a todos los demás hombres. Tal es la dignidad de María y de José. Ser la Madre de Dios es la primera de las dignidades; ser el padre adoptivo de Dios es la segunda.
Para ser la Madre del Hijo de Dios, es menester acercarse a la grandeza de Dios en cuanto le es posible a una criatura. Para ser el tutor, el jefe; en una palabra, para tener autoridad sobre el Rey del cielo y de la tierra, precisa tener una dignidad superior a la de los ángeles cuanto el Señor es superior a sus siervos.
Que los hombres ocupen el lugar de Dios al gobernar a los súbditos, es una gran cosa; pero que un hombre ocupe el lugar de Dios para gobernar a un Dios, es algo que sobrepasa a todas las grandezas. Que los Sumos Pontífices sean los Vicarios de Jesucristo, los depositarios, los dispensadores de sus tesoros, es cosa muy grande; pero que José sea el gobernador, el Custodio de Jesucristo, es maravilla incomparable.
San José tiene el lugar de Dios, y está revestido de su autoridad para gobernar a su propio Hijo, de manera que el Eterno Padre lo hace partícipe de su propia voluntad. El poder soberano del Padre no comenzó sino con la Encarnación, antes de la cual el Verbo era igual al Padre. Es cierto que desde toda la eternidad le ha engendrado y le es en todo igual; le reconoce como a su Padre, pero no por su Soberano. Este origen divino no indica el carácter de imperio por parte del Padre, ni dependencia por parte del Hijo. Pero cuando el Verbo se unió a nuestra naturaleza, entonces se hizo súbdito del Padre y le reconoció como a su Soberano y a su Dios, y se convirtió, por así decirlo, en súbdito y siervo de José, a quien el Padre Eterno hizo partícipe de la nueva autoridad que adquiría sobre su Hijo por el misterio de la Encarnación.
Después de esto, ¿podremos no creer que San José fuera, después de María, el más grande en dignidad entre todos los santos, cuando vemos a Dios confiarle el más divino de todos los oficios?.. . «Los príncipes pueden engañarse a veces en su elección, pero es imposible que Dios elija a una persona indigna», dice Santo Tomás. En efecto, la elección de Dios es un acto de su voluntad omnipotente, que hace cuanto a Él le place; y cuando elige a uno para una misión, sabe hacerlo digno con su santa gracia.
¡Qué gloria, por lo tanto, significa para José el haber sido elegido para padre del Hijo único de Dios!. . .
Se confunde nuestro pensamiento al considerar que la Sabiduría infinita está sometida a una débil criatura, que el Hijo del Padre Eterno se pone bajo la dependencia de un pobre obrero. Es José quien hace de carpintero al gran Arquitecto del mundo, a Aquel que todo lo ha creado y todo lo conserva.
Toda la grandeza de los demás santos, durante su vida en este mundo, consistió en no tener más voluntad que la de Dios, y en haber hallado el secreto de reinar sirviendo a Dios; pero la de José es más admirable aún, pues se diría que Dios no tiene con él sino una misma voluntad. Toda la grandeza de los demás santos —dice San Agustínconsiste en haber vivido bajo Jesucristo; más la de José, en haber vivido por Jesucristo y sobre Jesucristo: Pro Christo et supra Christum; de haber sido destinado a asistir en esta tierra a la persona del Hijo de Dios y mandarle como señor.
Ventura inefable fue para vosotros, oh Apóstoles de Jesucristo, el haber sido elegidos para gobernar y dirigir la Iglesia, que es su cuerpo místico; pero ¿no es acaso gloria mayor la de San José, a quien se encargó de tomar bajo su cuidado su cuerpo natural y su santa humanidad?… Y para vosotros, ángeles del cielo, es una grande recompensa la de poder seguir al Cordero doquiera vaya; pero ¿puede compararse vuestro privilegio al de San José, el cual no sigue al Cordero de Dios, sino que le guía y le lleva adonde a él le place; conduce en sus brazos al que sostiene el universo, y da órdenes a Jesús, a cuyo solo nombre se arrodillan el cielo, la tierra y los abismos?. . .
Nos maravilla que Josué haya podido detener el sol, a pesar de que no fue el hombre quien mandó al astro, sino que Dios accedió a la oración de su criatura; pero aquí estamos ante un extraño trueque de autoridad y dependencia, pues es la criatura quien ordena al Creador, y es Dios quien recibe órdenes de un hombre: Oboediente Deo voci hominis. Una sola vez tuvo Josué el poder de parar el sol, mientras que José es el encargado de regular el Sol de justicia durante muchos años. Et erat subditus illis. Jesús obedecía verdaderamente tanto a María como a José; pero puede decirse que obedecía más a este, por cuanto era el jefe de la familia, y María misma, que mandaba a Jesús, obedecía también a su casto esposo.
Es José quien particularmente ordena y dirige todos los actos de Jesús; él es quien le oculta o le da a conocer, según lo exijan las circunstancias; es él quien descubre los rayos de ese Sol naciente, o bien le esconde apenas le descubren; y es él, en fin, quien señala a ese Niño divino el trabajo o empleo que le place, y eso durante treinta años, mientras que Jesús dedicó tan sólo tres años a los intereses de su Padre celestial.
Pero si la gloria del que ejerce autoridad sobre otros consiste, no tanto en poder dar órdenes, cuanto en verlas aceptadas con sumisión y ejecutadas con premura, fuerza es confesar que la gloria de San José no fue tanto la de mandar a Jesús, sino el ver a aquel Hijo adorable seguir fielmente sus menores indicaciones, con tanta sumisión como si hubiera sido incapaz de gobernarse por sí mismo. San Basilio escribe que el divino Salvador trabajaba todo el día, para obedecer a José. San Justino mártir asegura que el Verbo encarnado servía de ayudante en el taller de San José, cuanto las fuerzas de su humanidad podían soportar.
No obstante el homenaje que José rendía continuamente en su alma a la divina persona de Jesucristo, conservaba y ejercía externamente toda la autoridad que le había sido dada. Le mandaba, pues, con toda la circunspección, con todos los miramientos, dulzura y humildad, pensando en la infinita distancia que había entre él y Jesús, y arrobado de admiración viendo a un Dios abajado hasta el punto de obedecer a una criatura. Jesús obedecía por amor a Dios, su Padre, y le glorificaba con su sumisión. José mandaba a Jesús, porque ocupaba sobre la tierra el lugar de Dios, cuyos derechos ejercía sobre un Dios anonadado por su amor. ¡Qué virtud, qué muerte a sí mismo, qué sublimidad de gracia le eran necesarias para dar órdenes a Jesús en una forma digna de Él, y que mereciera la aprobación divina! ¡Qué admirable espectáculo a los ojos del Eterno Padre y de los espíritus celestiales!… La inteligencia humana se confunde, y no sabe qué pensar de tales cosas-,
¡Qué grande es San José cuando manda a Jesús como a Hijo!… No precisamente porque ese Hijo es Dios, sino porque dándole órdenes practica las virtudes más admirables; porque no le manda sino para obedecer él mismo con eso a la voluntad de Dios, pues nunca fue más humilde, ni más anonadado a sus propios ojos, que ejercitando semejante autoridad; porque seguía los movimientos de la gracia, y moría cada vez más a sí mismo ejerciendo esta autoridad que jamás consideró como propia, sino que siempre refería a Dios.
Pero dejemos estos razonamientos: admiremos e imitemos todo lo que nos sea posible. Dios merece que un Dios, para honrarle, se anonade hasta hacerse obediente a una criatura, que es nada delante de Él. Y yo, que soy esa nada, ¿sentiré repugnancia en obedecer a los hombres a quienes Dios reviste de su autoridad? ¿Qué orgullo podrá subsistir ante el ejemplo de Jesús, sabiendo que fue expresamente para nuestra lección que quiso dárnoslo?
Si Jesús me enseña a obedecer, San José me enseña a mandar; lección tal vez más difícil que la de la obediencia. Mandando, siempre que esté obligado a hacerlo, debo pensar que no tengo para ello más títulos que los que Dios me confiere; que el derecho que ejerzo es de Dios y no mío, y en consecuencia, es menester que lo ejerza con entera dependencia de la gracia, no dando oído a mi amor propio ni a mis caprichos. Es necesario que lo ejercite con dulzura, con caridad, con las mayores atenciones y respeto a la delicadeza de mis inferiores; que lo haga, en fin, sin perjuicio de la humildad, que no debe perderse jamás de vista, y menos cuando se ejerce la autoridad. Es mil veces más ventajoso obedecer que mandar, y no sabremos mandar nunca, si antes no hemos aprendido a obedecer: tanto para mandar como para obedecer, todas las virtudes nos son necesarias, pero particularmente lo son la dulzura y la humildad.

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

Nadie está seguro en los primeros puestos, si no sabe amar los últimos (Imitación de Cristo).
Es necesario tener una humildad noble y generosa, no hacer nada para obtener alabanzas, y omitir todo aquello que no merezca ser alabado (Santa Teresa de Jesús).
Nadie manda sin riesgo, sí no sabe obedecer (Imitación de Cristo).

AFECTOS

Bienaventurado José, elegido por Dios para el más sublime oficio a que puede ser llamado un pobre mortal, dignaos ofrecerme vos mismo a la Santísima Trinidad, con la que habéis tenido relaciones tan íntimas y tan gloriosas. Representante del Padre Eterno, depositario de su autoridad sobre su Hijo único, ofrecedle mi memoria, a fin de que la santifique con el continuo recuerdo de su presencia. Padre del Verbo encarnado, vos que le habéis nutrido y dirigido sobre la tierra, presentadle mi inteligencia, a fin de que la ilumine con su luz divina. Hombre según el Corazón de Dios, que habéis sido siempre fiel a las inspiraciones del Espíritu Santo, presentadle mi voluntad, a fin de que la inflame en su santo amor. Así sea.

PRACTICA

Prepararse con una piadosa novena a las fiestas de San José.



DÍA 19





San José, modelo de piedad verdadera
Todo lo que hacéis, hacedlo en el nombre de Jesucristo Nuestro Señor.
Col. III, 19.
Viviendo bajo el imperio de los prejuicios y de las ilusiones, gran número de personas piadosas no consideran apreciable la perfección, sino por aquello que tiene de exterior y de extraordinario. Unos la suponen contraria a las conveniencias y a las reglas que deben observarse en la sociedad; otros la creen opuesta al estricto deber y a sus particulares empeños; otros la hacen consistir en ciertos medios a los cuales se limitan, olvidando sus fines, y otros la reducen a ideas indefinidas que se proponen, dejando de lado los medios para alcanzarla.
Pero la piedad que santifica y que nos consagra enteramente a Dios, consiste en hacer todo lo que Él quiere, y cumplirlo en el tiempo, el lugar y las circunstancias en que su Providencia nos coloca. Así fue como San José llegó a un grado de virtud tan eminente.
Sin embargo, no leemos en el Evangelio que el Santo Patriarca haya hecho muchas cosas. Cierto es que estuvo siempre dispuesto a sacrificar al beneplácito de Dios cuanto tenía de más precioso y querido: sus acciones, su tiempo, su libertad, su reputación y la vida misma; pero como Dios no le pidió nada de extraordinario, se contentó con hacer todas sus acciones con un gran espíritu de caridad, no mirando el número ni la calidad de las obras, sino que fueran gratas a Dios.
Aprovechemos el ejemplo de San José, para convencernos de que la verdadera piedad no consiste precisamente en hacer muchas cosas, sino en hacer lo que Dios quiere de nosotros en la condición en que nos hallemos. Abuso de la devoción es multiplicar de tal modo las prácticas de piedad, que apenas alcance el día para cumplirlas. Y eso ocurre porque a las ya aprobadas se van agregando otras nuevas, con lo que se tortura el espíritu y se lo priva de la libertad, con detrimento de los deberes del propio estado. Se deja la acción por la oración, con peligro de hacerlo todo mal, porque se quiere hacer lo que no se puede. La precipitación, hija del amor propio, no atiende sino a los movimientos de la naturaleza, a los brillantes atractivos que encantan en el momento. Se quiere tener parte en todas las buenas obras, figurar en todos los ejercicios de piedad; se aspira a ser perfectos en un día, sin tener en cuenta nuestra nada y nuestra miseria. He aquí el motivo por el cual no se llega a nada, porque se corre demasiado, lo cual trae luego las inquietudes, los escrúpulos y el desaliento.
Una de las cosas más admirables en San José es precisamente la vida común que vivió y que tan grato lo hizo a los ojos de Dios; muy al contrario de lo que creemos nosotros, que juzgamos que sólo puede ser santo aquello que hiere nuestra imaginación, esto es, actos extraordinarios, austeridades, ayunos y largas vigilias. José se santificó ejerciendo un arte modesto, escondido en un taller, viviendo del trabajo de sus manos, sin dejar traslucir lo que era, ni los privilegios con que Dios lo había adornado. Vestía sencilla y pobremente, sin afectación. Su manera de andar y de hacer, su conversación, su persona toda, nada ofrecía de particular; y después de haber pasado treinta años en: compañía de Jesús y de María, era considerado siempre un pobre obrero, en quien no había nada de notable.
En materia de santidad, cada uno debe seguir las inspiraciones de Dios y vivir la vida a que es llamado. Debemos cuidarnos, de condenar el estado extraordinario en qué Dios ha colocado a ciertos santos, y los favores señalados que les dispensa, ni pensar que por esto fueron más gratos a Dios, sino por la humildad que practicaron con mayor diligencia y fidelidad. Por lo que a nosotros respecta, debemos preferir la vida común, para imitar mejor a San José y para huir del orgullo, que ama la singularidad, y tratar de hacer amable la virtud al prójimo, en lugar de deslumbrarlo presentándosela bajo una forma poco menos que impracticable.
La vida común está perfectamente de acuerdo con el espíritu de oración, con el recogimiento habitual, con el desapego de las cosas creadas, con la unión con Dios, con la caridad hacia el prójimo, con las más sublimes virtudes del cristianismo. Las almas interiores tienen por lo general una gran propensión a la vida común, y muy a su pesar se sustraen a ella; tienen mucho temor de ser singulares, y cuando Dios les pide algo extraordinario, saben ocultarlo perfectamente a las miradas de los demás.
San José observaba exactamente el sábado, sin llegar al extremo dé la precisión farisaica; iba regularmente a Jerusalén en el tiempo prescrito, pero se preocupaba especialmente de adorar a Dios en espíritu y en verdad dentro de su corazón. Sufría sin quejarse las privaciones inherentes a la pobreza, los rigores del destierro, las fatigas de los viajes, sin hacer ostentación de mortificaciones y austeridades fuera de lo común; se alimentaba parcamente, como la gente de su condición, y los Evangelistas no nos hablan de sus rigurosos ayunos. Los fariseos procedían de un modo muy diverso.
Debemos, sin duda, guardarnos de criticar las penitencias prodigiosas a que, inducidos por la gracia, se entregaban ciertos santos; pero tampoco debemos llevar nuestra admiración, ni dejarnos impresionar hasta el punto de proponernos su imitación, ni menos creer que sin esto no podríamos ser santos. Sea que practiquemos las mortificaciones corporales, que deben ser siempre reguladas por la obediencia, no olvidemos que debemos atender particularmente a las virtudes interiores, que son esenciales a la santidad: todo lo demás es accesorio, y tanto, que puede ser suprimido sin perjudicar lo esencial. Más docilidad, más negación de nuestro propio juicio, nos hará morir a nosotros mismos mejor que cualquiera otra austeridad. En una palabra, debemos preferir las mortificaciones comunes que encontramos en el cumpli¬miento de los deberes de nuestro estado, porque esas son las que  cada día nos proporcionan la ocasión de negarnos a nosotros mismos: Tollat crucem suam quotidie; y menos nos exponemos a las ilusiones de la vanidad. Las ocasiones de practicar las mortificaciones ordinarias, se presentan a cada momento; nos ponen de continuo en guerra contra nuestra soberbia, nuestra pereza y vanidad; son, en una palabra, las que consiguen vencer todas nuestras inclinaciones sin excepción.
Por ejemplo, responder con dulzura a quien nos reprende sin razón y con aspereza; callar; sufrir en silencio; obrar contra el propio gusto; cumplir con la voluntad de Dios, adaptándose a la del prójimo: he aquí las señales de una verdadera piedad, que se considera afortunada en llevar la cruz que Dios en su amor nos hace cargar con su propia mano.
Las mortificaciones que nosotros elegimos, no hacen morir el amor propio como las que Dios nos manda cada día. Estas, por lo común, no tienen nada que pueda halagar nuestra voluntad; y como todo lo que viene directamente de la Divina Providencia, tiene en sí una gracia proporcionada a nuestras necesidades.
San José nos enseña también con su conducta a no descuidar los deberes de nuestro estado, para atender las obras que Dios no nos pide. En efecto, ¿quién podrá referir las alegrías que gustó; este gran Santo en compañía de Jesús y de María, y cuán feliz  era de entretenerse con ellos hablando de las cosas de Dios y  de su alegría en servirle?. . . Pero sabía sustraerse a las dulzuras | de la contemplación para apartarse de Jesús y de María, y dedicarse, por amor a ambos, a un duro y penoso trabajo, para ganarles la subsistencia.
José no ignoraba que la verdadera caridad se alimenta tan sólo de sacrificios, y que, como reina de todas las virtudes, debe estar por sobre todos los gustos de la piedad sensible. Por lo tanto, para seguir los movimientos de la piedad que lo animaba, no había cosa que no estuviera dispuesto a sacrificar, aunque ella hubiese sido esta unión tan íntima con Dios. Pero ¿no habría sido esto dejar a Dios?… No —responde el autor de la Imitación—, pues sería dejar a Dios por Dios, para agradarle.
En las prácticas de piedad es necesario, a ejemplo de San José, ceder prudentemente a las necesidades y a las conveniencias. Es devoción mal entendida la que pospone el deber, la obligación del propio estado a las obras supererogatorias.
No deben seguirse los consejos sino después de haber cumplido con los deberes; ni se debe ejercer la liberalidad sino después de haber pagado las deudas. Toda condición tiene sus obligaciones y los medios propios para su santificación; limitémonos, pues, a los de nuestro estado, y no deseemos obtener otros frutos que no nos corresponda conseguir, por cuanto entonces no haremos la voluntad de Dios.
El medio principal para llegar a la perfección es la caridad. Ninguna obra exterior vale sin la caridad —afirma el autor de la Imitación—; pero todo lo que se hace por la caridad, aunque sea vil y pequeño, produce abundantes frutos, porque Dios no mira tanto la acción, cuanto la intención y los motivos por los cuales se obra. Hace mucho el que ama mucho. Hace mucho el que hace bien lo que hace, y sabe subordinar su propia voluntad al interés común.
San José mereció en su vida mortal un grado de gloria muy elevada, no por la obra extraordinaria que hizo, sino por haber obrado siempre por Jesús y en unión de Jesús. En efecto, si trabajaba, era para alimentar a Jesús; si emprendía largos viajes, era por el interés de Jesús; si consintió vivir en el destierro, sólo fue por salvar y conservar a Jesús; si se imponía privaciones y daba a su familia lo que le era necesario para él, era siempre por Jesús, y murió contento cuando la gloria de Dios así se lo exigió. San José encontraba en las manos de Jesús la gracia de trabajar sólo por El; en los, ojos de Jesús, la luz que incesantemente le hacía penetrar los divinos misterios; en el Corazón de Jesús, las llamas del amor que lo encendían a cada instante en una caridad siempre más viva y más ardiente.
Obrar por Dios, referirlo todo a su gloria, trabajar por principio de caridad, es lo que hace santos a los hombres. Todas las cosas vienen de Dios, de su amor, y todo debe ser referido a Él por amor. Por su naturaleza, todas las cosas son pequeñas delante de Dios; pero todo se hace grande por el aprecio que Dios hace de todo, y por la recompensa que tiene destinada a las acciones comunes. ¡Oh, cuán útil es meditar en las palabras del Apóstol: «Todo lo que hacéis, hacedlo de corazón, como para Dios y no para los hombres, pensando que recibiréis de Dios la recompensa»!…
Si queremos que todas nuestras obras sean agradables a Dios y acreedoras a la vida eterna, debemos, como San José, tener el cuidado de hacerlas por Jesucristo, per ipsum; con Jesucristo, cum ipso; y en unión de Jesucristo, et in ipso. Nuestras acciones no unidas a Cristo, no son siempre malas, pero son siempre inútiles para el cielo; mientras que un suspiro, una oración, una práctica de piedad, una mortificación hecha con Jesucristo y por El, cambia su naturaleza y adquiere, por así decirlo, un valor infinito. Entonces todas nuestras acciones se hacen semejantes a esas víctimas espirituales de las que habla el Apóstol, las cuales son aceptables al Eterno Padre: Spirituales hostias acceptabiles.
Dios nos mira y nos escucha con complacencia. Ya no es un hombre, es Jesucristo, con El y en El, quien reza, trabaja, sufre: Acceptabilis per Christum. Es Jacob obteniendo la bendición de su padre, porque se pone el vestido de su hermano: Odor vestimentorum. Antes de esta unión con Jesucristo, nuestras obras no tienen más que imperfecciones: son como los hermanos de José, que no pueden merecer gracias, pero son tiernamente abrazados cuando los acompaña Benjamín.

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

La mano nunca está vacía a los ojos de Dios, cuando el corazón está lleno de buena voluntad (San Gregorio).
Dios ama más en nosotros el más pequeño acto de obediencia y sumisión a su voluntad, que todos los servicios que nos propongamos rendirle por nuestra propia inclinación (San Francisco de Sales).
El apego, aun a las cosas buenas, no vale nada (San Alfonso de Ligorio).

AFECTOS

Oh gran San José, padre virginal de Jesucristo, vos sois un modelo admirable de esa virtud espiritual, interior y escondida, a la que aspiramos de todo corazón. Sois el protector especial de todos los que quieren imitar esa vida humilde y oscura, que forma el carácter especial de vuestra santidad. Obtenednos del divino Salvador la fuerza y la vigilancia necesarias para seguir vuestras huellas, a fin de que, habiendo tenido la suerte de participar de la felicidad de vivir escondidos, ignorados por el mundo, pero siempre estrechamente unidos a Jesús, podamos también tener parte en la gloria de que gozáis reinando con ellos en el cielo. Así sea.

PRACTICA

A imitación de San José, dedicarse a hacer todas las acciones de este día con una gran pureza de intención.


DÍA 20

San José en compañía de Jesús.

Jesucristo es mi vida. 
(Filip. 1, 21).

No hay práctica de piedad más dulce y más ventajosa para las almas piadosas, que el ejercicio de la presencia de Dios. Ver a Dios en todas las criaturas: el alma puede encontrarle y unirse a Él. El está  presente en nuestros corazones como en un templo sagrado, en el cual reside complacido, y hace gustar a los que le son fieles, delicias que no alcanzan a comprenderse fácilmente. «Convertíos a Dios de todo corazón —dice el piadoso autor de la Imitación—, dejad este mundo falaz, y vuestra alma hallará la paz. Jesucristo vendrá a vosotros y os hará sentir la dulzura de sus consuelos, y le prepararéis en vuestra alma una morada digna de El».
El cristiano fiel en caminar en la presencia de Dios, halla a Dios doquiera, dentro y fuera de sí; como San José, vive con Dios, en Dios y de Dios mismo. Vive con Dios, por una conver­sación casi continua con El; vive en Dios, porque descansa úni­camente en El; vive de Dios, porque por el comercio interior y fa­miliar que tiene con Dios, Dios se convierte en la vida y el ali­mento de su espíritu y de su corazón.
Si el recuerdo de Dios, la fidelidad en vivir en su santa presencia, son un medio tan eficaz de perfección y una fuente tan pura y abundante de incontables consuelos, ¿cuál no habrá sido la felicidad de José, que tuvo la suerte de vivir en la compañía del Unigénito de Dios?…
Santa Teresa de Jesús, alma tan iluminada en los caminos de Dios, formada por San José en la vida interior, dice que la humanidad de Jesucristo es la puerta que nos introduce en el santuario de su divinidad. Si así es, ¿quién más que San José pudo penetrar en ese océano de luz y majestad, él que no cesaba de adorar, de contemplar y amar a ese Verbo  Encarnado, que veía con sus ojos, tocaba con sus manos y nutría con el fruto de sus sudores?. . . Gozaba desde ya en este mundo —dice la Iglesia — de la felicidad reservada a los santos en el cielo.
«La práctica de la presencia de Dios — dice San Francisco de Saleses el ejercicio de los bienaventurados, es decir, el ejer­cicio continuo de la beatitud, de acuerdo con las palabras de Je­sucristo: Los ángeles contemplan de continuo el rostro de mi Padre que está en los cielos. Que si la reina de Sabá consideraba bienaventurados los siervos y los cortesanos de Salomón, porque estaban de continuo en su presencia y escuchaban las palabras de sabiduría que salían de su boca, ¡cuánto es más feliz el alma fiel que vive de continuo en la compañía de Aquel a quien los án­geles desean siempre contemplar, aun cuando le vean incesan­temente! … Porque es el deseo perennemente renovado de ver a Aquel que contemplan, sin que este anhelo pueda saciarse jamás».
¡Oh, cómo José debía sentirse feliz de poder conversar lar­ga y familiarmente con Jesús, el Verbo del Padre, la sabiduría increada! ¡Qué satisfacciones, qué dulzuras en esos coloquios con el más amable de entre los hijos de los hombres! Non habet amaritudinem conversatio illius nec taedium convictus illius!. …
¡Oh, qué maravillosos efectos producía sobre el corazón tan puro de San José la presencia visible y continua de Dios!… Más privilegiado que ningún otro santo, todos los objetos que se ofrecían a su mirada no servían sino para aumentar su reco­gimiento e inspirarle nuevo fervor. Vive junto a Jesús; y más afortunado que la esposa de los Cantares, no debe ir errando por las plazas de la ciudad para hallar a su Amado.
Si el padre de Orígenes se llegaba en el silencio de la noche a besar el pecho de su hijo, como tabernáculo de Dios que tanto ama la inocencia, ¡cuántas veces la piedad de José debió de despertarlo en la noche para llevarlo hasta la cuna del divino Salvador!… Si viajaba, lo hacía con Jesús, a quien tenía entre sus brazos, o dirigiendo sus pasos; si tomaba su frugal alimento, lo hacía en presencia de Jesús, el cual comía en su misma mesa y sentado junto a él, mientras lo alimentaba interiormente de su divinidad. Los discípulos de Emaús, por haber partido el pan una sola vez con Jesús, sintieron enardecer sus corazones en amor divino. ¡Qué diremos de José, que si ejercía su profesión, era junto a Jesús, dividiendo con Él las fatigas, y recibiendo en cam­bio su ayuda; si hablaba, era siempre con Jesús y con María; si oía, escuchaba siempre la voz dulcísima de Jesús: Favus distillans labia tua mel et lac sub lingua tua; y si se oía llamar, era con el dulce nombre de padre, de los labios de un Hijo tan grande y tan excelso!…
Bien pudo decir, con la esposa de los Cantares: «Mi alma se deshace oyendo a mi Amado, y el sonido de su voz es de una dulzura admirable».
¡Qué efusiones de amor paternal! ¡Qué retribución de amor filial!. . . José es tenido por padre de Jesús; Jesús pasa por hijo suyo, y ambos cumplen con los deberes que exigen uno y otro tí­tulo. El Santo Patriarca alberga a Jesús; le provee de lo nece­sario, y Jesús responde plenamente a los paternales cuidados con amor, con caricias, con obediencia. Lo acompaña doquiera, y después de haberlo honrado toda su vida, lo asiste en su muerte, recoge su último suspiro y le cierra los ojos.
¡Cuántas veces, pleno de maravilla y respeto ante tanto fa­vor, no habrá exclamado: ¡Cómo sois grande, Dios mío! Aun cuando los hombres y los ángeles hicieran todos los esfuerzos posibles para comprenderos, no alcanzarían nunca la magnifi­cencia de vuestra grandeza; tanto más, cuanto de lo más alto de los cielos os dignáis abajar vuestra mirada sobre una miserable criatura, sobre un átomo: Et dignum ducis super hujuscemodi aperire oculos (Job, XIV, 3). Vos halláis dilección infinita en contemplar vuestras perfecciones, y dirigís vuestra mirada llena de bondad sobre vuestro siervo, lo buscáis, lo acercáis a vuestro Corazón, venís a vivir con él, os sentáis a su mesa, y queréis que os ame, y establecéis con él una amistad tierna y cordial: Quid est homo quia magnificas eum! Aut quid apponis erga eum cor tuum? (Job, VII, 17).
Los efectos de esta presencia de Dios, y de esta contempla­ción que   es su consecuencia, no sólo los sentía José en su inte­rior, sino que se reflejaban en su exterior, edificando a cuantos lo veían.
Es privilegio de las almas interiores inspirar a quien las ve y oye su palabra, los sentimientos de que están animadas. La santidad que resplandecía en toda la persona de José, su ange­lical modestia, la serenidad de su rostro, la inocencia y la pureza de sus miradas, la dulzura y afabilidad de sus palabras, el candor de su alma hermosa, que se trasparentaban en su manera de ser; la serenidad de su corazón, manifestada en todas sus acciones, eran otros tantos maravillosos frutos de su unión con Jesús, que elevaban hacia Dios a quienes  tenían la fortuna de acercarse a él.
Muy cierto es, oh almas interiores, que jamás llegaréis a la contemplación sublime a que fue levantado este gran Santo; pero debéis procurar imitarlo, por cuanto lo puede vuestra debi­lidad, en ese culto interior y perfecto de todas sus disposiciones hacia el divino Salvador.
Debéis, por lo tanto, tener una atención continua hacia Je­sucristo, que habita en vuestro corazón como en un cielo interior, donde quiere deleitarse y hacerse conocer y amar. Empeñaos en hacer todas vuestras acciones, aun las más indiferentes, con rec­titud de intención, siguiendo las luces del Espíritu Santo y con una entera dependencia de su auxilio. Conservad en vuestro co­razón una gran pureza y un perfecto desapego de las criaturas: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».
«Es imposible —dice San Ambrosioque nuestra alma pueda recibir la luz tan pura de la presencia de Dios, si está man­chada por el pecado». Huid con gran diligencia de cuanto pueda turbar la paz y la tranquilidad de vuestra alma. «Sólo cuando el Espíritu Santo encuentra nuestra alma tranquila, esparce en ella su gracia y su luz interior», dice San Efrén. Y así como el agua de un lago no puede reflejar el sol y los astros, si no está en plena bonanza, así la imagen de Dios no puede imprimirse en nuestra alma sino cuando está pura y en paz. Acostumbraos, como el Profeta, a valeros de todas las criaturas para elevaros hacia Dios y contemplar su sabiduría y su inmensidad. «Si fuese recto vuestro corazón, todas las criaturas os servirían como espe­jo de vida y libro lleno de santas instrucciones» (Imitación de Cristo).
No hay criatura, por pequeña o vil que sea, que no nos ofrezca alguna imagen de la bondad de Dios. Que el universo sea, pues, como un vasto templo en el que adoréis a Dios, y un libro admirable en el que todo os recuerde su presencia y su omnipotencia divinas. «Señor —decía David—, Vos me habéis llenado de alegría con la contemplación de vuestras criaturas, y manifestaré este gozo alabando las obras de vuestras manos» (Sal. XCI, 5).
Y por último, entre otros medios de que os podéis valer para manteneros en la santa presencia de Dios, el mejor y el más eficaz es el de tener, como San José, la vida de Jesucristo, sus mis­terios y sus divinas palabras presentes en vuestro espíritu y en vuestro corazón, y recibiréis de ellos la luz interior que necesitáis.
Cuando os despertáis por la mañana, representaos al adora­ble Niño de Nazaret, el cual, al despertar se ofrecía en sacrificio a su Eterno Padre. A su ejemplo, abriendo los ojos a la luz, abrid los del alma para mirar a Dios dentro de vosotros, adorarle inte­riormente, y consagrarle todas vuestras obras, afectos y pensa­mientos. Cuando os vestís, recordad que Jesús fue llevado delante de Herodes con ropaje blanco, como un insensato, o bien imagi­naos a María que en el pesebre le envuelve en pobres pañales con un amor respetuoso. Cuando hacéis oración, pensad en Jesús ro­gando a su Eterno Padre, y a imitación de José, uníos a sus dis­posiciones. Cuando trabajáis y llenáis los deberes de vuestro es­tado, recordad que Jesús trabajó en calidad de ayudante de San José durante treinta años: In laboribus a juventute mea; que se preocupó por vuestra salud, y lejos de lamentaros, unid con amor y resignación vuestras fatigas a sus fatigas, vuestras obras a sus obras. Si se os ordena alguna cosa penosa a la naturaleza, recor­dad al Hijo de Dios sometido y obediente a María y a José, y unid de inmediato vuestra obediencia a la suya.
Cuando toméis vuestro alimento, invitad a Jesucristo; admi­rad con qué modestia, con qué frugalidad restauraba sus fuerzas, para poder trabajar mejor por la gloria de su Padre y por la salvación de las almas. Cuando os toméis el recreo necesario, recordad cuán dulce y afable era Jesús cuando conversaba con José o con los Apóstoles. Si oís malos discursos o veis cometer algún pecado, pedid perdón a Dios teniendo presente el dolor que hería el Corazón adorable del divino Salvador, cuando veía a su Padre ofendido y desconocido por los hombres; y entonces decid con Él: «¡Ah, Padre mío, el mundo no os conoce!…»
Cuando os confesáis, pensad en Jesús profundamente afli­gido en el huerto de los Olivos, donde llora amargamente nues­tros pecados. Si asistís a la santa misa, unid vuestro espíritu a las divinas intenciones de Jesucristo, que se sacrifica sobre el altar para glorificar a su Padre y por vuestros pecados. Cuando os dispongáis al sueño, no olvidéis que el Salvador no descansaba sino para consagrar nuevamente sus fuerzas a la salvación de las almas, repitiendo las palabras que luego había de pronunciar en el doloroso lecho de la Cruz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
Con este ejercicio de la presencia de Dios y de unión con Jesús, se adquiere una facilidad admirable para practicar actos de virtud: “Camina en mi presencia, dice el Señor a Abraham, y serás perfecto.”

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

Tener a Dios presente dentro de sí mismo y no tener en el corazón las cosas exteriores, es el estado del hombre interior (Imitación de Cristo).
Tened, por cuanto es posible, vuestro corazón en Dios y a Dios en vuestro corazón, pensando incesantemente en Él (San Ignacio).
Muchos tienen a Dios frecuentemente en la boca, y pocos en el co­razón (Imitación de Cristo).

AFECTOS

Oh bienaventurado José, que tuvisteis la ventaja inestimable de vivir con Jesús: dignaos obtenerme de este adorable Salvador la gracia de pensar frecuentemente en Él y de conservarme en su divina presencia, a fin de que esté en el número de los verdaderos fieles que le adoran en espíritu y en verdad.
Obtenedme el amor al recogimiento, a fin de que imite, por cuanto pueda, esa vida interior y escondida que vivisteis sobre la tierra, y esa unión continua que tuvisteis con Jesucristo. Así sea.

PRACTICA

Al comenzar toda acción importante, renovar el pensamiento de la presencia de Dios.





DÍA 21



Felicidad que las almas piadosas encuentran en la comunión.

Mi amado me pertenece, y yo a él.
(Cant. II, 16.)
Jamás podremos comprender los consuelos divinos y las inenarrables delicias que San José gustó en sus íntimas vincula­ciones con Jesús. ¿Quién podrá medir los trasportes de amor, los éxtasis de este padre bienaventurado, la primera vez que tuvo la suerte de estrechar sobre su corazón tan tierno y tan puro a Aquel a quien adoran los ángeles en dulces deliquios de amor: Trementes adorant angeli?…
¿Quién podrá referir los sentimientos de esa alma tan amante, cuando con las suyas se confundían las dulces miradas de Jesús, que respondía al amor de su dilecto padre, no sólo con el reconocimiento, sino también con la efusión de sus divinos favores?… Las caricias que Jesús hacía a José, no eran como las de los niños comunes, de simple instinto: eran demostraciones razonadas de caridad, emanaciones de su divinidad, pruebas infa­libles de su predilección; eran caricias inspiradas, que producían efectos deliciosos de santidad y perfección. ¿No podemos decir de José como de Simeón: El anciano llevaba al Niño, y el Niño gobernaba al anciano; el anciano era la fuerza del Niño, y el Niño era la ciencia del anciano; el anciano sostenía el cuerpo del Niño, y este sostenía el alma del anciano?. . .
Tertuliano admiraba la gloria y la suerte del trozo de tierra que fue tocado por las manos de Dios, cuando quiso modelar el cuerpo de nuestro primer padre, pues que sus manos adorables santifican y divinizan cuanto tocan: Ita toties honoratur, quoties manus Dei patitur.
¡Oh, San José, qué grande fue vuestra suerte al tener tantas veces el honor de acariciar al Salvador!… Pero aun has sido más afortunado, porque aquellas manos poderosas, que son fuen­te tan abundante de gracias, de bendiciones y de vida, os hayan acariciado a Vos: Itaque toties honoratur, quoties manus Dei patitur.
¡Ah, no, el divino Salvador no os tocó jamás con sus sagra­das manos sin dejar alguna divina impresión, y cada vez ma­yor!… ¿Cómo podremos hacernos una idea exacta de los indecibles favores y consuelos con los que Jesús inundaba el corazón de su padre, en su continuo trato con él?…
Si Juan, el discípulo amado, repitió doquiera que la suerte que tuvo de reposar sobre el pecho adorable de su divino Maes­tro, fue un favor insigne, lo que para San José era un derecho, y lo que fue concedido una sola vez al afortunado Apóstol, era felicidad de todos los días para nuestro Santo Patriarca, en la in­fancia de Jesús, cuando reposaba amorosamente sobre el corazón de José, y en la vejez de este, cuando junto al divino Salvador saboreaba un dulce descanso: Sub umbra illius, quem desideraveram sedi, et fructus eius dulcís gutturi suo.
María Magdalena acercó sus labios y dejó su alma cautiva a los pies del Salvador, y José recibió con María el primer beso, la primera caricia del Dios Niño.
Decídnoslo, si podéis, bienaventurado José; ¿qué pasaba en vuestro corazón cuando ese Niño divino sonreía a vuestro amor, estrechaba con sus divinas manos vuestra frente virginal, y acercaba a vuestros labios su boca adorable?. . . ¡Qué delicio­so júbilo debió de ser el vuestro, cuando el divino Niño articuló las primeras palabras, vuestro nombre y el de vuestra augusta y castísima esposa!… Vox enim tua dulcis… ánima mea lique­facta est ut locutus est. «¡Oh gran San José —exclama el santo Obispo de Ginebra—, esposo amantísimo de la Madre de Jesús, cuántas veces tuvisteis en vuestros brazos ese Amor del cielo y de la tierra, mientras, inflamado por los besos y abrazos de aquel divino Niño, vuestra alma se deshacía de gozo al oír repetir a vuestro oído (¡oh Dios mío, qué suavidad!) que vos erais su gran amigo, su padre!…»
¡Con qué lágrimas, con qué celestiales acentos le responde­ríais! … ¡En verdad que vos habéis hallado al dilecto de vues­tra alma: Inveni quem diligit anima mea, tenui eum, nec dimittam!…
Si el seráfico San Francisco de Asís gustaba dulzuras inde­cibles en repetir durante noches enteras estas conmovedoras pa­labras: Mi Dios y mi todo; José, más bienaventurado, podía decir, no sólo como Santo Tomás: Dios mío y Señor mío, sino: Mi hijo y mi todo.
Este padre bienaventurado no vivía en la tierra sino con el cuerpo: su alma estaba en el cielo, cuyas puras delicias gusta­ba a raudales. Lo afirma la Santa Madre Iglesia cuando, diri­giéndose a San José, le dice: Maravilloso destino: desde esta vida sois igual a los ángeles, participáis de su felicidad y gozáis de Dios: Tu vivens superis par, frueris Deo, mira sorte beatior (Oficio de San José). ¡Qué satisfacción para ese padre bienaventu­rado, contemplar ese templo vivo que la divinidad llenaba de su gloria, crecer entre sus manos; esa soberana razón escondida bajo la debilidad de la humanidad, desarrollarse bajo sus cuidados, y hacer resplandecer bajo el velo de la infancia los primeros destellos de esa sabiduría infinita que debía confundir toda la prudencia del siglo: Puer autem crescebat et confortabatur, in sapientia!
¡Oh, gloria de Nazaret! ¡Qué felicidad estar solo con Él durante treinta años, ignorado de toda la tierra; solo con Él, olvi­dado del mundo entero!… ¡Oh, alegrías puras, alegrías desco­nocidas! ¡Oh felicidad, el verle crecer bajo vuestros ojos! ¡Oh dulce imagen de las alegrías del cielo! ¡Qué torrentes de delicias inundaban vuestro corazón, oh San José!. . .
Si San Juan Bautista, que no vio al Salvador sino a través de un muro, al decir de un Santo Padre, sintió tanta alegría, que saltó de júbilo; si el santo anciano Simeón, por haberle tenido entre sus brazos un momento, creyó que sus ojos no podrían hallar sobre la tierra nada que fuera digno de sus miradas, ¡qué efectos debían de producir en el alma de José las caricias y la continua familiaridad con Jesús!. . .
¡Cuántas veces, oh bienaventurado padre, contemplando vuestra dulce imagen, envidié vuestra venturosa intimidad con Jesús!… Y sin embargo, esa misma mañana me había sido dado gozar de una felicidad me atrevería a decir aun mayor que la vuestra. También yo, a pesar de mi miseria, he ordenado a Jesús, y El, obedeciendo a mi palabra como a la vuestra, bajó del cielo al  altar por mi ministerio, y repitió en mi favor el adorable sacrificio del Calvario.
Pero esto no bastó a su amor; no solamente Jesús me permi­tió reposar sobre su Corazón, sino que descendió al mío, mezcló su Sangre con la mía, y unió mi alma a su alma: Erant cor unum et anima una; nuestras dos vidas se confundieron; nuestras dos existencias formaron una sola: Vivo ego, jam non ego, vivit vero in me Christus; y esta felicidad se renueva para mí cada día.
¡Cuántas veces, oh mi bienaventurado padre, tuve como vos la suerte incomparable de llevar a Jesús escondido bajo los velos del Sacramento!… Como a vos, me es dado habitar bajo el mismo techo que Jesús, entretenerme con El familiarmente a cada momento; no hay hora que pueda llamar más propicia o favorable, pues siempre está pronto con su santo amor, por­que El no se oculta con el sol; su ojo está siempre abierto, y su oído siempre atento; siempre está dispuesto a interrumpir la ora­ción que por mí dirige a su Eterno Padre, para escuchar mis penas y mis necesidades.
Jesús os llamaba su padre, y su condescendencia y su amor llegan hasta darme los dulces nombres de hermano y amigo: Vos autem dixi amicos. . . Vado ad fratres. Permite que a su Padre celestial le llame Padre mío: Pater noster qui es in caelis, y a María, su santísima Madre, Madre mía: Ecce Mater tua.
Después de haber vivido, como vos, en la intimidad de Jesús, tengo también la dulce esperanza de dormirme entre sus brazos y entrar con El en la casa de mi eternidad.
En efecto, es propio de la Eucaristía el darnos todo un Dios a los hombres, no sólo como un objeto de adoración, sino también como un objeto de piadoso, tierno, religioso amor. Aquel que reina en los cielos, el Dueño, principio y fin de todas las cosas, quiere ser amado, y como la debilidad humana no podía elevarse hasta su infinita grandeza, Él, que es la misma fortaleza, se hizo, como se dice, débil con los débiles, abajándose hasta nosotros despojado de su infinita majestad, como un amigo que se da, no para ser tratado como monarca, sino como esposo y amigo de nuestra alma.
La comunión eucarística es un paso entre la unión con Dios concedida a los antiguos justos en este lugar de destierro, y la de que gozan los santos en la patria. Más felices nosotros que los primeros, no sólo participamos de la gracia, sino de la sustancia misma del Hombre-Dios, que se une cada día a nosotros para purificar nuestra alma y para alimentarnos con su Sangre. Es la unión con Dios llevada, si así puede decirse, a la más alta potencia que pueda alcanzarse en los límites del orden presente; más allá está el cielo. Y en verdad, si cuando la sustancia divina se mezcla a nuestra sustancia, Dios trasformara en la misma proporción nuestra inteligencia, nuestro amor en su amor, le veríamos cara a cara, le amaríamos con un amor semejante a aquella clara visión, y habríamos logrado la plenitud de la regeneración, seríamos tan bienaventurados como los santos.
Hubieras tenido por gran favor, oh alma mía, que José hubiese puesto a Jesús sobre tu corazón y te hubiese permitido colmarle de besos y caricias. Reaviva tu fe, ya que en la santa comunión tienes una felicidad mayor aún, pues posees plenamente, bajo el velo del Sacramento, al mismo Dios que constituye la felicidad de los elegidos en el esplendor de los santos.
Agradezcamos a Dios, quien en las maravillosas invenciones de su amor halló el medio de unirse a nosotros aún más estrechamente de lo que se unió con San José. Lamentémonos en nuestras comuniones y en nuestras visitas al Santísimo Sacramento, de no tener el espíritu de fe y el amor de que estaba animado el casto esposo de María en sus tiernas comunicaciones con Jesús. Recibamos con reconocimiento, pero sin apegarnos a ellos, los consuelos que alguna vez quiera darnos, a fin de desprender nuestro corazón de todo lo que no es El, y hacernos más animosos y más fieles en el tiempo de la prueba.
Pidamos a San José que nos obtenga la gracia de amar como él lo hizo, no sólo los consuelos de Dios, sino y por sobre todas las cosas, al Dios de los consuelos.

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

Cuando poseas a Jesús, serás rico, y El solo te bastará (Imitación de Cristo).
Vale más una aflicción bien recibida, que cien consuelos muy gustados (San Andrés).
El verdadero amor de Dios no es el que se siente y se gusta, sino el que humilla y nos despega (Fenelón).

AFECTOS

Oh bienaventurado José, también a mí me es dado tener parte en vuestra felicidad; pero ¡ay de mí, qué lejos estoy de participar de vuestro amor!… Haced que, como vos, descanse más en Jesús que en las criaturas; más que en los placeres y que en la alegría, en los consuelos y en las dulzuras, en las esperanzas y en las promesas; más que en todos los méritos y en todos los deseos, y también más que en sus mismos dones y recompensas, más que en todas las cosas visibles e invisibles; en una palabra, más que en todo lo que no es mi Dios.
Vos solo, oh Jesús, sois infinitamente bueno, Altísimo, Omnipotente; Vos solo bastáis, porque Vos solo poseéis y lo dais todo. Vos solo sabéis consolar con vuestras inenarrables dulzuras. Vos sois la verdadera paz del corazón y su único reposo; fuera de Vos, todo es pesadez e inquietud. En esta paz, es decir, sólo en Vos, Eterno y Soberano Dios, dormiré y descansaré. Así sea.

PRACTICA

Disponerse con la fidelidad a la gracia a hacer cada miércoles, día consagrado a San José, la santa comunión.



DÍA 22




San José, modelo de la devoción a María.
El que tenga la suerte de ha­llarme, hallará la vida y recibirá de Dios la salvación.

( Salm. VIII.)
Nada más a propósito para demostrar la excelencia de la devoción a María y las gracias preciosas que Ella puede obtenernos, que las hermosas palabras del Libro de la Sabiduría y que la Iglesia, iluminada por el Espíritu Santo, aplica a María: «Amo a los que me aman, y los que me buscan con diligencia me hallarán. Tengo en mi poder las riquezas y la gloria, la abundancia, la magnificencia y la justicia, para enriquecer a los que me aman y colmarlos de bienes» (Prov. VIII, 17-21).
«Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor de Dios, de las luces celestiales y de la santa esperanza; bajo mi protección se camina por la senda de la verdad; en mí se halla la esperanza de la vida y de la virtud» (Ecl. XXIV, 24-25).
«Bienaventurado el que escucha mi voz, que vigila cada día a mi puerta, y es fiel en honrarme con perseverancia». (Prov. VIII, 34).
¿Cómo podremos, después de estos testimonios del Espíritu Santo mismo, apreciar la felicidad de San José, que fue elegido para honrar, amar e imitar a María, y ofrecerse como el primer perfecto modelo de la devoción que todos debemos tener a la purísima y santísima Madre de Dios?…
San José, maravillado de la virtud que veía resplandecer en María, sentía en su corazón el mayor respeto por esta Virgen incomparable, aun antes que el ángel le revelara el adorable misterio que en Ella se había cumplido por obra del Espíritu Santo; y ¡cómo creció su veneración cuando supo que esa era la Virgen augusta anunciada desde el principio del mundo, deseada y esperada por los justos y los patriarcas de todos los tiempos!. . . «Iluminado por la luz purísima de la fe, José está lleno de respeto hacia María, que, sin dejar de ser Virgen, es la Madre del Hijo de Dios, dignidad que la levanta por sobre todo, excepto Dios», dice San Anselmo.
¿Cuáles eran los sentimientos de José cuando contemplaba a María, tan profundamente humillada cuanto estaba elevada en dignidad, abajarse ante él para pedirle consejo en todo y tributarle los más humildes servicios, y cuando miraba a Jesús honrar a María como a su Madre divina?. . . Para imitar a San José y al divino Salvador, debemos, estar plenos de respeto hacia María, y enteramente dedicados a su servicio. Si Dios dice en su Evangelio que todo lo que habremos hecho para el más pequeño de sus siervos, lo considerará como hecho a El mismo, ¿cuánto nos empeñaremos para propagar doquiera el culto de su divina Madre, defender sus sublimes prerrogativas y ganarle muchos corazones?. . . Refoditur in filium quod impenditur matri (San Bernardo).

En el alma de la Santísima Virgen sabía templar tan bien su modestia y angelical dulzura, el honor y el esplendor que le daba su título de Madre de Dios, que el profundo respeto que San José le tenía, no disminuía en nada sus afectuosos sentimientos. Pero los dos corazones estaban estrechamente unidos; ni hubo jamás afecto más santo y más puro que el de María y el de José. Se amaban con amor sobrenatural, fundado sobre las gracias inefables que habían recibido de Dios, y sobre el amor de Jesús, que fue el vínculo indisoluble de su alma. José no ignoraba que debía a María las gracias y sublimes privilegios con que Dios lo había adornado, y María estaba penetrada de la más viva gratitud por todas las atenciones de José y por los eminentes servicios que le prestaba, protegiendo, al mismo tiempo que su humildad y su virginidad, el honor de su Hijo divino. A medida que se descubrían mutuamente los tesoros de virtud y de méritos que Dios les había prodigado, su afecto crecía de día en día.
¡Ah! si los santos que no conocieron a María sino a través de las pocas palabras que se leen en el Evangelio, se sintieron trasportados de amor hacia esta Madre; si San Bernardo declara que no conocía felicidad mayor y más pura que la de hablar de María; si el hijo de Santa Brígida repetía incesantemente que nada le consolaba tanto como el saber el grande amor que Dios tiene a María, agregando que habría aceptado de buen grado todos los tormentos para impedir que María perdiese, si tal fuera posible, un solo grado de gloria y de felicidad, ¿cómo podremos hacernos una idea exacta del amor, de la complacencia y estima de José por aquella Virgen inmaculada de quien pudo contemplar, por el espacio de treinta años, las sublimes y más heroicas virtudes, que la colocaron por sobre todos los ángeles y santos?.. . No somos aventurados al afirmar que, después de Jesús, nadie amó tanto a María como José, porque nadie pudo conocerla mejor que él, y nadie estuvo unido a Ella con vínculos tan fuertes y estrechos: Relinquet homo patrem suum et matrem, et adhaerabit uxori suae.
Nosotros también, hijos de María, hermanos de Jesucristo, debemos amar y honrar a nuestra Madre. Ella nos adoptó en el Calvario en medio de los más grandes dolores; nos ama como ama Jesús, el cual, muriendo, nos confió a su amor; y como está escrito del Padre Eterno, que amó al mundo hasta darle su propio Hijo, así —dice San Buenaventurase puede decir de María que nos amó más que a la misma vida de Jesús, a quien ofreció en sacrificio para nuestra salvación: Sic María dilexit nos, ut Filium suum- unigenitum daret.
El virtuoso Tobías, recordando a su hijo sus deberes, le decía: «Honra y ama a tu madre todos los días de tu vida, y no olvides los dolores que sufrió por ti». Jesús nos hace desde la Cruz la misma recomendación: «He aquí —nos dice, señalando a María— a vuestra Madre; no olvidéis sus gemidos, y cuánto sufrió para conquistar sobre vosotros los derechos de la maternidad».
¿Podré ser yo, María, insensible a tan conmovedora exhortación? ¿Podré, después de estas consideraciones, rehusaros dar todo mi corazón?. . . ¡Ah, sí, de ahora en adelante será mi mayor felicidad amar a mi Madre; amar a mi Madre será el único pensamiento de toda mi vida; amar a mi Madre endulzará todas las penas y reavivará mis esperanzas! ¡No descansaré hasta tener la certeza de haber obtenido la gracia de un constante y tierno amor por vos, oh Madre mía! Quisiera poseer un corazón que os amara por todos los infelices que no os aman. Si tuviera riquezas, querría emplearlas para honraros; si tuviera súbditos, querría hacer de ellos otros tantos servidores de María; por vos y por vuestra gloria sacrificaría voluntariamente mis más preciados intereses.
Sabiendo San José que Jesús había bajado a la tierra por medio de María, se dirigía a esta Virgen divina para presentar a Dios sus homenajes y sus oraciones. Hacía sus ofrendas a Jesús por mano de María. Imitémoslo, si queremos que nuestros votos sean acogidos favorablemente; pidámosle a María que los lleve Ella misma al trono de su Hijo divino: Per te, María, nos suscipiat qui per te datus est nobis (San Bernardo).
      Viendo Dios que somos indignos de recibir sus gracias directamente de sus manos —dice San Bernardo—, se las da a María, a fin de que por medio de Ella tengamos todo cuanto necesitamos; y también le place y da a Dios mayor gloria el recibir por mediación de María el reconocimiento, el respeto y el amor de que le somos deudores. Justo es que imitemos esta conducta de Dios, a fin de que —dice ese santo Doctor— la gracia vuelva a su Autor por el mismo canal que ha venido a nos-otros: Ut eodem álveo ad largitorem gratia redeat quo fluxit.
El Altísimo, el Inaccesible, bajó por medio de María hasta nosotros sin detrimento de su Divinidad, y por medio de María, débiles y pequeños como somos, debemos subir hasta Dios sin temer nuestra miseria. ¡Oh, cómo nos sentimos fuertes y poderosos ante Jesús, cuando estamos acompañados por los méritos y la intercesión de su augusta Madre, la cual —dice San Agustín— venció amorosamente el poder de Dios!…
«Cualquiera —dice San Buenaventuraque desee tener la gracia del Espíritu Santo, busque la flor sobre el tallo, es decir, a Jesús en María, pues el tallo dará la flor, y con esta tendremos a Dios. Si queréis tener aquella flor divina, procurad con vuestras oraciones hacer curvar su tallo hasta vosotros, y lo poseerás».
«Habiendo querido Dios darnos a Jesucristo por medio de María —dice Bossuet—, no se cambia jamás este orden, porque los dones de Dios son sin arrepentimiento. Es verdad y siempre verdad que habiendo recibido de Ella una vez el principio universal de la gracia, recibamos también por su mediación sus di-versas aplicaciones, que corresponden a todos los estados de la vida cristiana».
Dirijámonos a María con una filial confianza; pidámosle que interceda por nosotros ante Dios, y le presente Ella misma nuestros votos y oraciones: Queramus gratiam, et per Mariam queramus (San Bernardo).
¿Qué podría rehusarle el Eterno Padre, después de haberla elevado tan alto, y el Espíritu- Santo, después de haberla elegido por Esposa? ¿Y qué mayor contento que el de Jesús, al poder devolver a su Madre por toda la eternidad cuanto Ella, durante su vida mortal, hizo por El con tanto amor y generosidad?. . . Hija, Esposa, Madre de Dios, María es omnipotente en el cielo para socorrer a todos los que a Ella se dirigen con amor y confianza: In cunctis Maríam sequere et invoca quam voluit Deus in cunctis subvenire (San Basilio).
Finalmente, el mejor medio de honrar a María es aplicarse con todo empeño a imitar sus virtudes: Mariam indulte, quicumque diligitis eam (San Bernardo). Y nuestros homenajes no pueden ser gratos, si nuestra piedad no está animada por el amor a su divino Hijo. No seremos gratos a Jesús sino cuando para agradarle multipliquemos nuestros esfuerzos para asemejarnos a su  augusta Madre: Vera devotio imitare quod colimus.
El camino más seguro de la santificación es el de imitar a Jesús, cabeza de los predestinados; pero el medio más excelente para llegar a imitar al Hijo es el de imitar a la Madre, la copia augusta más perfecta del divino Modelo: María capit formare Unigenitum suum in ómnibus filiis adoptionis (San Bernardo).
San Agustín llama a María la semblanza de Dios: Forma Dei. El que es arrojado en esta forma divina, se imprime en Jesucristo, y Jesucristo en él; se convierte en poco tiempo en semejante a Dios, puesto que se ha formado en el mismo modelo que formó al Hombre-Dios.
El gran secreto de José para llegar a la más alta perfección, consistía en mirar atentamente a María, y observar cómo procedía Ella en las diversas circunstancias de su vida, para imitar sus ejemplos. Así el silencio heroico de María, después de la visita del ángel, inspira a José esa discreción y ese amor a la vida oculta que lo distingue de entre todos los santos. Aprende de María a amar y tratar a Jesús con ese amor lleno de respeto y ternura que le debía como a Hijo suyo y como a su Dios.
Imitemos a San José, haciendo todas nuestras acciones con María, en María, por María y guiados por María, para hacerlas más perfectamente con Jesús, en Jesús, por Jesús y como guiados por Jesús: María splendeat in moribus, fulgeat in actibus (San Buenaventura). «Que el alma de María —dice San Ambrosioesté en cada uno de nosotros, para glorificar a Dios; que el espíritu de María esté en cada uno de nosotros, para alegrarnos en Dios».
Después de haber colmado a sus hijos de los más preciosos favores, María los conserva en Jesucristo, cuida a Jesucristo en ellos, y les obtiene la gracia de la perseverancia final: In pleni- tudine dieí. Bienaventurados todos los que, caminando sobre las huellas de María, se esfuerzan en imitar sus virtudes: Beati qui custodiunt vías meas. Son felices en este mundo por la abundancia de las gracias y de las dulzuras que les obtiene; felices en la hora de la muerte, suave y tranquila entre los brazos de María, que los conduce a las alegrías de la felicidad eterna, prometida y dada a todos los hijos fieles. Tota confidens juxta imaginem Mariae mori desídero et salvus ero. (San Buenaventura).
MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL
En todas las circunstancias de la vida, María se nos presenta para instruirnos y servirnos de guía y modelo (San Ambrosio).
Dios inspira la devoción a la Virgen tan sólo a los predestinados (San Juan Damasceno).
Si perseveráis hasta la muerte en la verdadera devoción a María, vuestra salvación es cierta (San Alfonso de Ligorio).
AFECTOS
Oh amable protector mío, no os pido hoy más que un solo favor; pero os lo pido con todo el ardor de que es capaz mi corazón; y ese favor es el de amar a María y de ser amado por María. Más esa augusta Virgen participa de las infinitas perfecciones de Dios, menos puedo amarla sin el socorro de la gracia, con un amor meritorio y santificante. Obtenedme esa devoción tierna y sólida hacia María, que hace santos a los predestinados. Encomendadme a vuestra santa Esposa inmaculada, que nada puede negaros. Decidle que por amor vuestro, me cuente en el número de sus  hijos y me tome bajo su santa protección. Os lo pido por todo el amor que le tenéis, y por el deseo que sentís de verla más y más honrada y amada por todos los cristianos, Así sea.
PRACTICA
Unirse a San José para dar gracias a Dios por los favores concedidos a María.


DÍA 23


Vida oculta de San José.

Vuestra vida está oculta con Jesucristo en Dios.
Col. III, 3.
La justicia cristiana —dice Bossuetes un asunto particular de Dios con el hombre y del hombre con Dios; es un secreto que se profana cuando se divulga, y que no estará nunca suficientemente guardado para quien no tiene parte en el secreto. Es por eso que Nuestro Señor Jesucristo nos manda que cuando tengamos intención de orar —y el mismo consejo alcanza a la práctica de todas las virtudes cristianas—, que nos apartemos de todo, cerremos la puerta y hagamos nuestra oración con Dios solo, sin admitir sino a aquellos a quien Él le plazca llamar: Solo pectoris contentas arcano, orationem tuam fac esse mysterium, dice San Juan Crisóstomo.
De manera que la vida cristiana debe ser una vida oculta; el verdadero cristiano debe desear ardientemente vivir oculto bajo la mirada de Dios, sin otro testimonio que sus buenas acciones. Ningún santo más que José se preocupó de poner en práctica esta sublime doctrina; nadie como él supo sustraer a los ojos de los hombres todo lo que podía dar brillo a su virtud o a su persona. El Evangelio apenas lo cita; los Evangelistas no hablan de José sino en cuanto lo exige la vida de María; nada de lo que no tiene una relación indispensable con esta augusta Virgen figura en sus páginas; la Sagrada Escritura no nos trasmite ni una sola de sus palabras. No tenemos ninguna relación detallada acerca de los años de su vida que precedieron a su unión con María, e ignoramos por completo la fecha y el lugar de su muerte.
Parece que Dios tuviera un cuidado particular de favorecer este amor de San José por la vida oculta. En efecto, vemos a los demás santos, no obstante sus precauciones para ser desconocidos, convertirse en oráculos del pueblo y árbitros de la tierra; más huían de la gloria, más esta los circundaba; buscó a los anacoretas en sus horrendas soledades; el solo perfume de las virtudes de San Antonio, de San Benito, de San Bernardo atrajo a los reyes y a los emperadores, convirtiendo en ciudades bien pobladas los desiertos en que vivían.
Pero respecto a San José, parece que Dios y los mismos hombres quisieron secundar en todo su humildad, dejándolo en la oscuridad y en el olvido. José fue un tesoro de virtudes desconocido para los suyos; los que tenían relación más íntima con él, lo consideraban y lo estimaban como a un obrero pobre y honesto, fiel observante de la ley, y no pasaban de allí, porque no veían nada en su persona que les hiciera decir: «He aquí un hombre de extraordinaria piedad»; y menos aún podían llegar a sospechar ni remotamente que hubiera sido elegido por Dios para ser el casto esposo de la Madre de Dios, el padre adoptivo del Mesías esperado por tantos siglos; el depositario, en una palabra, de la salvación del mundo y del más rico tesoro del cielo y de la tierra. En efecto, leemos en el Evangelio que cuando Jesucristo dio comienzo a su vida pública, los hebreos decían entre sí: «¿No es este el hijo del carpintero José? ¿Cómo puede saber letras, si nunca las ha estudiado? None hic est fabri filius? Quómodo hic lítteras scit, cum non dícerit?…
¡Oh, qué preciosa eres a los ojos de Dios, vida de San José, vida oscura, pasada en el recogimiento, en el silencio, en el retiro; vida que sólo tiene por testigos a los ángeles, y que pone todo su empeño en ocultarse a los demás y a sí mismo!.. . Los hombres no conocen tu precio, y son incapaces de estimar tu valor. La piedad mal entendida trata de ponerse en evidencia con el propósito de edificar; más la verdadera piedad trata de ocultarse, y se revela sólo por necesidad, cuando lo exige la gloria de Dios y la salud del prójimo.
Por lo cual, a imitación de San José, debemos desear que los favores que recibimos del cielo permanezcan sepultados en el secreto, y lejos de hablar, ni siquiera debemos pensar en ellos, sino tratar de olvidarlos después de haber dado cuenta a quien dirige nuestra alma.
La humildad que se manifiesta exteriormente, no es de ordinario más que una vanidad disfrazada, pues es una virtud que debe ser cuidada como la niña de nuestros ojos, y así glorifica realmente a Dios y edifica al prójimo. Es necesario, entonces, hablar más voluntariamente de lo que nos humilla, que de lo que nos puede levantar a los ojos de los demás; o más acertadamente, no hablemos nunca de lo que a nuestra alma se refiere. El modo más perfecto y seguro es callar, y tratar de que nadie piense ni se ocupe de nosotros. «Amad el ser ignorados», dice la Imitación de Cristo; máxima que debe ser norma para las almas interiores.
No sólo San José permaneció oscuro y desconocido para el mundo, sino que fue elegido por la divina providencia para esconder la gloria de Jesús y de María a los ojos de los hombres. Dios ocupa a sus santos en el ministerio que a Él le place: unos como doctores, para instruir a los pueblos; otros para combatir por Él, como los mártires; otros para edificar al mundo, como los confesores, y a todos según su vocación, para hacer resplandecer su gloria. Pero José es un santo extraordinario, predestinado a un ministerio nuevo: el de ocultar la gloria de Dios. Y así como es mayor prodigio ver el sol cubierto de tinieblas que verlo refulgente de luz, así también parece que la omnipotencia de Dios haya querido mostrarse más maravillosamente en San José, de quien se sirvió como de una sombra para esconder su gloria a los ojos del mundo, que en los demás santos, a quienes destinó para manifestarla. Oh, gran Santo, yo os miro con el mismo profundo respeto con que adoro aquellas tinieblas en que quiso envolverse la majestad de Dios: Posuit ténebras latíbulum suum.
Imaginaos todo el orden del misterio de la Encarnación como un gran cuadro, en el que están representados Dios Padre, el Unigénito de Dios, el Espíritu Santo y la Santísima Virgen, brillando a la luz admirable de los prodigios obrados por este misterio. En un cuadro material hace falta la sombra para que las figuras tengan el realce necesario: aquí también hace falta la sombra, para templar un esplendor que deslumbraría los ojos demasiados débiles de los hombres, y esa sombra es San José.
Dios Padre está oculto por nuestro Santo, quien aparece ocupando su lugar, y es considerado por todos como el padre de su Unigénito. Éste está también oculto por la sombra de San José, quien lleva a Jesús a Egipto entre sus brazos, y le esconde a los ojos del tirano que quiere hacerle morir. También el Espíritu Santo está oculto a la sombra de San José, por cuanto el que ha nacido de María es obra suya: Quod in ea natum est, de Spíritu Sancto est. ¡Oh, gran San José! Si toda la adorable Trinidad quiso esconderse a vuestra sombra, ¡cómo se estimarían bienaventurados todos los santos del cielo y de la tierra de poderse esconder también ellos allí y descansar!…
Finalmente, es la Santísima Virgen quien de una manera particular se esconde a la sombra de San José, su casto esposo, el cual, ocultando a los ojos de los hombres el adorable misterio que se había obrado en Ella, protege al mismo tiempo su honor y su humildad. ¡Qué sublime es el ministerio de San José! ¡Dios le da a él solo el oficio de protector, de fiel conservador, de ecónomo prudente, depositario de los secretos del más grande de los misterios que se haya obrado jamás!..
¡Oh Jesús, oh María, a qué grado sublime de honor levantáis a todos los que os sirven!… Más sois servidos en el secreto de una vida escondida y abyecta, tanto más gratos os son estos servicios, y más grande es la gloria con que los coronáis. Así, pues, ¡cuán glorioso es San José por haber consagrado su vida a los sagrados intereses de Jesús y de María, sin salir de una vida humilde y oculta! Elegi abiectus esse in domo Dei mei. Pero ¡ay de mí, qué lejos estamos de parecemos a él!… No queremos servir a nadie en la sombra; no deseamos otros oficios y hasta otras prácticas de piedad, sino aquellas que son honrosas a los ojos de los hombres. La soberbia nos es tan natural, que hasta en las acciones más humildes conservamos un secreto deseo de ser aprobados y estimados, y de elevarnos sobre los demás. Aprendamos hoy de San José a ser dulces y humildes de corazón, y como él hallaremos la paz del alma. ¡Cuánta tranquilidad acompañaba su vida escondida, y cuánta paz gozaba en ella!… Desconocido para el mundo, José no estaba expuesto a sus discursos, ni sometido a sus luchas. En el estrecho recinto de una pobre casa, en la que vivía oculto y contento en su trabajo, no sentía la turbación de las pasiones que agitan a los hombres; gozaba tranquilamente del silencio y de las ventajas de la soledad, y sólo se entretenía con Jesús y con María en las más santas y dulces conversaciones.
Y es así como la vida retirada y oculta procura la paz interna, que es el más sólido y precioso de todos los bienes. «El que no desea agradar a los hombres y no teme desagradarlos, gozará de una paz muy grande —dice la Imitación de Cristo—; del amor desordenado y de los vanos temores nacen las inquietudes del corazón y la disipación de los sentidos». El mundo es como un mar proceloso; el retiro, por el contrario, es como un puerto y un asilo en el que se está a cubierto de cualquier borrasca. ¿Quién podrá apreciar las verdaderas dulzuras de que gozan las almas piadosas, avezadas a la soledad, y que, como San José, saben vivir esta vida?…Ésta tiene las ocupaciones señaladas o prescritas por la misma obediencia; no son los suyos trabajos elegidos, y que por lo mismo agradan más; los llenan con fidelidad y sin ocuparse en otras cosas, de manera que no se inquietan por cuanto pasa en el mundo, ni por los mil acontecimientos que para los demás son una fuente de inquietudes y de afanes. ¿Y cómo pueden inquietarse por cuanto sucede afuera, si apenas conocen cuanto pasa junto a ellas?. . . Desde que saben que una cosa no les corresponde, y que no se trata ni de la caridad, ni del bien común de la familia, no se interesan por ella ni se preocupan; su felicidad está en esconderse y confundirse con la multitud. Son amigas de la virtud y de las prácticas menos brillantes, que son las más sólidas, y por lo mismo, las prefieren por sobre cualquier otra. Son como la humilde y tímida violeta, que apenas se levanta del suelo, y se deja pisar entre las yerbas que la cubren. Pero lo que más consuela a estas almas es la palabra del Apóstol que se aplican a sí mismas: «Vosotros estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Jesucristo en Dios». Pues es una vida escondida en Dios y una vida agradable a Dios; en consecuencia, es una vida toda santa, puesto que está escondida en Jesucristo; es una vida como la de San José, conforme en todo a la vida de Jesucristo, a su espíritu y a sus sentimientos.
Dejad a los hombres vanos, las cosas vanas —dice el piadoso autor de la Imitación de Cristo—; no os ocupéis sino en aquello que Dios os manda. Cerrad la puerta detrás de vosotros; llamad a Jesús, vuestro amado, y vivid con Él en vuestra celda, que en ninguna otra parte hallaréis una paz semejante. Cuando no se busca afuera ninguna apreciación favorable al propio obrar, es porque se está enteramente entregado a Dios. El no querer consolación de criatura alguna, es prueba de una gran confianza interior.
MÁXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL
La humildad no consiste en ignorar las gracias que Dios nos concede, sino en referir enteramente a Él los dones que se reciben de sus manos, y no atribuirse a sí mismo sino la nada y el pecado
(San Juan de la Cruz).
Así como el estudio lleva a la ciencia, así también la humillación es el camino que conduce a la humildad (San Bernardo).
Mejor es vivir oculto y preocupado por la propia salvación, que hacer milagros y olvidarse de sí mismo (Imitación).
AFECTOS.
Bienaventurado José: honrado con los más sublimes privilegios, vivisteis en este mundo despreciado y desconocido. ¡Qué ejemplo para mí, que siendo polvo y ceniza, no busco otra cosa sino ensalzarme!… Yo pido, por vuestra intercesión, la gracia de poder extirpar de mi corazón el amor propio y la soberbia, y hacer brotar sentimientos de una verdadera y sincera humildad. Obtenedme que como vos ame el silencio y la vida oculta; que como vos sea olvidado por las criaturas; que las humillaciones y la cruz de Jesucristo sean mi gloria en este mundo, como lo fueron la vuestra. Oh, Jesús, María y José, quiero de ahora en adelante poner toda mi gloria y mi felicidad en humillarme siguiendo vuestro ejemplo. Así sea.
PRACTICA.
Honrar a los santos que más honraron y amaron a San José: Santa Teresa de Jesús, Santa Isabel, San Bernardino, San Bernardo, San Francisco de Sales, etc.




DÍA 24


Amor de San José al silencio.

Vuestra fortaleza estará en la quietud y en la esperanza.
Isaías, XXX, 15.

El silencio es uno de los medios más eficaces para progresar en la vida interior. Cuando se edificaba el templo de Jerusalén, no se oían golpes de martillo, ni de ningún otro instrumento, porque el templo de Dios debía ser levantado en silencio. Del mismo modo, cuando un alma no se disipa por fuera con palabras, y se mantiene recogida y fiel a las inspiraciones de la gracia, el templo de su perfección se levanta sin dificultad en su interior.
El silencio facilita la presencia de Dios, dispone a la oración, nutre los sentimientos de piedad, aviva los ardores de la caridad, insta a la práctica de la humildad; en una palabra, levanta el alma hasta Dios, que por boca del Profeta dice que conducirá el alma a la soledad, le hablará al corazón, y conversará familiarmente con ella.
Si San José elevó a tanta altura el edificio de su perfección, fue porque siempre vivió en una gran soledad interior, sin detenerse en nada caduco que pudiera distraerlo o turbarlo.
Dulce reposo, poco conocido por aquellos que, viviendo en la agitación y en el tumulto, no pueden oír la voz que llega hasta nosotros —dice el Espíritu Santo— como un dulce céfiro, del que no percibimos el soplo, pero cuyo efecto sí sentimos. ¡Silencio sagrado, durante el cual no se habla sino con Dios, y no se escucha a nadie sino a Dios!…
San José es el modelo por excelencia de esta vida silenciosa y recogida, en la cual el alma interior, alejada de todas las criaturas, descansa únicamente en Dios, que se preocupa hasta de la cosa más insignificante.
«Jesús es revelado a los Apóstoles, y es también revelado a José, pero en condiciones muy diversas», dice Bossuet. Es revelado a los Apóstoles para que le anuncien a todo el mundo, es revelado a José para que calle y le esconda. Los Apóstoles son como otros tantos faros que muestran a Jesucristo al mundo; José es un velo para cubrirle; y bajo este misterioso velo se esconde la virginidad de María y la grandeza del Salvador del mundo.
Leemos en la Sagrada Escritura que cuando se quería despreciar a Jesús, se le decía: «¿Y no es este el hijo de José?» Jesús, en manos de los Apóstoles, es una palabra que debe predicarse:  «Predicad la palabra de este Evangelio». En las manos de José es el Verbo escondido y no es permitido descubrirle.
Los Apóstoles predican tan altamente el Evangelio, que el sonido de su predicación llega hasta el cielo, por lo que con toda razón ha escrito San Pablo que los consejos de la divina Sabiduría llegaron al conocimiento de las potencias de la Iglesia por ministerio de los predicadores: Per Ecclesiam. José, por el contrario, oyendo hablar de las maravillas de Jesucristo, escucha, admira y calla. Aquel a quien glorifican los Apóstoles con el honor de la predicación, es glorificado también por José con el humilde silencio, para enseñarnos que la gloria de los cristianos no consiste en los oficios brillantes, sino en hacer lo que Dios quiere.
Si no todos pueden tener el honor de predicar a Jesucristo, todos pueden tener el honor de obedecerle, y esta es, precisamente la gloria de San José, y es este el sólido honor del cristianismo. José no hizo nada a los ojos de los hombres, porque todo lo hizo a los ojos de Dios. El veía a Jesucristo, y callaba; sentía los admirables efectos de su presencia, y no hablaba de ellos. Dios solo le bastaba; no pretendía dividir su gloria con los hombres; seguía su vocación, porque así como los Apóstoles son ministros de Jesucristo públicamente, él era el compañero y el ministro de su vida escondida.
En efecto, vemos que José, aun cuando perfectamente instruido en los misterios de Dios, no se dedicó a comunicar a otros la sabiduría de la cual estaba colmado, ni los secretos divinos que le habían sido confiados. ¿Y qué no habría podido decir de su casta esposa y de su amado Hijo, cuando tantas razones tenía en su favor que justificaran alguna discreta confidencia? ¿Qué lengua tan cauta y modesta no se hubiera hecho escrúpulo de callar y deber de hablar?.. . Deber de caridad hacia tantas almas fervorosas que languidecían y suspiraban esperando a su libertador; deber especialmente hacia su grande esposa desconocida entre los suyos y puesta en el trance de dar a luz al Unigénito de Dios en un pesebre miserable, expuesta a los rigores de la estación… El corazón de José sufría las humillaciones de María y de Jesús, pero ninguna razón lo movía a violar el secreto de que era depositario.
Escucha en silencio a los Magos y a los pastores que vienen a adorar al Salvador, y hablan de las maravillas que acompañaron su nacimiento. Y ¡cuántas otras cosas admirables podía haber dicho de las que le fueron reveladas por el ángel, acerca de la grandeza futura de aquel Niño divino!… Pero él prefiere darnos el ejemplo de la humilde discreción que debemos observar aun en los trasportes de la más justa alegría. El silencio es el sello de la santidad del alma; si se rompe, con frecuencia aquella se evapora.
Óptima lección para las almas a las que Dios concede gracias extraordinarias, pues conviene que estas observen silencio sobre cuánto les sucede, no permitiendo que trascienda en absoluto, ni llegue a conocimiento de quienes no corresponda. A veces parecerá que es gloria para Dios hablar de los favores que Él hace a un alma; pero ¡qué fácil es que bajo esta apariencia de celo se esconda la soberbia!… Si os proponéis, pues, sinceramente la gloria de Dios, comenzad por desear las humillaciones, y alegraros y complaceros en ellas, como San José: con estas disposiciones glorificaréis a Dios, indudablemente.
Veis cómo San José recibe de buen grado los avisos del justo Simeón; cómo no desdeña ser instruido por el santo anciano respecto del porvenir de Jesús; cómo acoge las palabras del buen anciano, pareciendo que ignorara completamente todo lo que ya sabía, porque estaba lleno de espíritu divino y de gracia. No se apresura a narrar las maravillas que el mensajero celeste le había anunciado de parte de Dios; y como si el cántico de Simeón le hubiera descubierto misterios por él ignorados, escucha sus frases —dice el Evangelio— con una admiración llena de respeto y maravilla: «El padre y la madre del Niño se maravillaban de lo que se decía de Él».
Ahora bien; nada más raro, aun entre las personas piadosas, que esa sabia y modesta prudencia que inclina a callar los propios dones y a manifestar los de los demás. Con frecuencia pagados de sí mismos por alguna débil luz que creen haber hallado en alguna lectura un poco más sublime que las comunes, quieren instruir sin conocimiento, regularlo todo sin estar llamados a ello, decidirlo todo sin tener autoridad para hacerlo.
Las grandes cosas que Dios hace en el alma de las criaturas, operan naturalmente el silencio, y ese no sé qué de divino que la palabra humana es incapaz de expresar. En esta forma se aprende a guardar en silencio el secreto de Dios, siempre que El mismo no nos obligue a hablar. Las ventajas humanas no valen nada, si no son conocidas y si el mundo no las aprecia; los dones de Dios tienen por sí mismos un valor inestimable, que no puede sentirse sino entre Dios y el alma.
Si San José es tan fiel en tener escondida la grandeza anonadada del Hijo de Dios, ¡cuánto más aún en dejar sepultados en el más profundo silencio los favores inestimables de los que estaba colmado!… Nada prueba mejor la humildad de José, como el modesto silencio que observó constantemente: el Evangelio no nos trasmite una sola de sus palabras. Esto, que podría significar una pérdida para nosotros, está ventajosamente reparado por el ejemplo de su humilde discreción. El saber observar el silencio es una cosa tan preciosa y rara, que hizo decir a un pagano: «Los hombres nos enseñan a hablar, pero sólo los dioses pueden enseñarnos a callar».
Aprovechad, oh almas piadosas, el ejemplo de San José. Si queréis hacer rápidos progresos en la vida interior, si queréis ser humildes y conversar familiarmente con Dios, si queréis tener  tan sólo pensamientos santos y sentir siempre la inspiración del cielo, observad el silencio y manteneos en el recogimiento, como José, el cual nunca estaba menos solo que cuando estaba solo. No es siempre fácil en el mundo tener horas señaladas para el silencio, porque cuando menos se piensa, se presenta la ocasión de hablar; pero se observa el silencio si no se habla sino sólo cuando es necesario; cuando sin afectar un silencio fuera de lugar, más bien que hablar se escucha a los demás; cuando hablando se tiene el cuidado de no abandonarse a una natural vivacidad, y de mantenerse en una cierta reserva que inspira el espíritu de Dios. No temáis, almas piadosas; no temáis nunca de no ser bastante solitarias, pues tendréis soledad y silencio cuando sea necesario, si no hablaréis nunca sino cuando el deber o la conveniencia lo exijan. Cuando se eviten las disipaciones voluntarias, las curiosidades, las palabras inútiles, sólo entonces podrá decirse que vivimos recogidos.
Tened cuidado, oh almas interiores. Si no queréis perder el mérito de las adversidades que Dios os manda, soportadlas en silencio, a imitación de San José, el cual sufrió sin lamentarse las humillaciones, aun las más penosas a la naturaleza. Las almas generosas quieren sólo a Dios como testimonio de sus penas; y no queriendo a otro más que a Él por espectador, están ciertas de tenerlo como consolador.
Así como el silencio exterior es tan necesario y ventajoso para nuestra perfección, el silencio interior lo es más aún; porque sin este, el primero pierde en gran parte su virtud. «Quien desea servir a Dios —dice la Imitación de Cristo—, debe amar la soledad interior, pues sin esta, la soledad exterior se convierte en multitud».
El silencio interior es uno de los más nobles ejercicios de esta vida sublime, que conduce a una gran unión con Dios. El Espíritu Santo no encuentra sus delicias sino en los corazones pacíficos y tranquilos, y no permanece en un alma agitada o frecuentemente turbada por el rumor de las pasiones y la conmoción de los afectos. No habita en un alma disipada, distraída, que gusta de expandirse al exterior con conversaciones inútiles.
El silencio interior calma las imaginaciones vanas, inquietas y volubles; hace callar y suprime una multitud de pensamientos que agitan y disipan el alma. En fin, el silencio consiste más bien en el recogimiento interior que en el alejarse de los hombres, pues esto solo no es capaz de darnos la paz del alma. Las distracciones que son propias y personales de las potencias sobre las que Dios quiere trabajar, distraen mucho más que las cosas exteriores que hieren el oído. Se puede ser muy recogido y vivamente penetrado de Dios aun entre el tumulto de las criaturas —así San José gozaba de una gran paz interior entre las agitaciones y desórdenes de Egipto—; pero es imposible estar recogidos entre la multitud de pensamientos y entre el agitarse de las pasiones.
Para oír la voz de Dios, que no habla sino en la calma, es menester una gran atención, por la que el oído esté incesantemente a las puertas del corazón; porque Dios habla al corazón: Audi, filia, et vide, et inclina, aurem tuam. Esta atención no es una aplicación penosa, sino un silencio tranquilo y deleitoso. Siempre escondida dentro de sí misma, siempre unida a Dios, atenta a sus palabras, fiel a sus inspiraciones, el alma interior goza de una paz continua e inestimable, cuya dulzura no sabe expresar: Pax Dei, quae exsuperat omnem sensuum. Siempre guiada por el Espíritu divino, que no cesa de inspirarla cuando la gracia es correspondida, sus deseos son justos y moderados; las acciones, reguladas y santas; las pasiones, sometidas; los modos, graves; las palabras, sabias; las intenciones, puras; en una palabra, su vida es toda divina. No es ella quien vive, sino Cristo quien vive en ella.
Elevada hasta Dios, es semejante en pureza a los ángeles de paz, no anhelando el cielo sino por amor, y permaneciendo unida a la tierra tan sólo por necesidad: colocada así entre uno y otra, esta alma ve pasar a las criaturas, y ser trasportadas del tiempo a la eternidad. Es siempre igual a sí misma, porque todo es igual para ella, y está convencida de que todo es nada. Entre las vicisitudes de las cosas creadas goza de una calma deliciosa, que es como un anticipo de la visión beatífica.
MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL
Si sois fieles en callar cuando no es necesario que habléis, Dios os concederá la gracia de que no os disipéis cuando tengáis que hablar por verdadera necesidad (Fenelón).
Las inspiraciones de Dios obran en el alma con poco rumor: un alma muy ocupada exteriormente no podrá oír la palabra interior, y la dejará pasar sin que produzca ningún efecto (P. Httby).
Para tener a Dios presente en todo momento, es necesario separarse de las criaturas, no sólo exteriormente, sino también en el interior; es decir, tener en sí una soledad en la que el alma permanezca siempre encerrada (Máximas espirituales)
AFECTOS
Oh bienaventurado Padre mío, siervo fiel y prudente, vuestra vida silenciosa y recogida habla elocuentemente a mi corazón. ¡Qué saludables remordimientos me produce —por el abuso que hice de mi lengua— esa admirable discreción que os hizo observar el silencio, cuando a mí, en idénticas circunstancias, mil razones sutiles me habrían persuadido de que debía decirlo todo y revelarlo todo!… Quiero de ahora en adelante aprender de vos a callar.
Dignaos, oh Verbo encarnado, recibir en expiación de mis pecados de lengua, los méritos tan preciosos del silencio de San José. Que de ahora en adelante mi boca no se abra más que para bendeciros a Vos y edificar al prójimo. Así sea.
PRACTICA
Hacer de modo de encontrar en el día un momento para recogeros y observar el silencio en unión con San José.

DÍA 25



San José, modelo de oración.

La meditación de mi corazón se hace siempre, oh Dios mío, en vuestra presencia.
Salm. XVIII, 15.
Según definición de San Juan Crisóstomo, la oración mental es una conversación íntima y familiar del alma con Dios: Est colloquium cum Deo.
En la oración se habla a Dios como un amigo hablaría al amigo, un hijo a su padre: vertemos en su corazón nuestras penas, le descubrimos nuestras miserias y nuestras imperfecciones, para que las cure. «En la oración —dice San Agustínel corazón habla a Dios, como en la conversación la boca habla a los hombres; y si el corazón no tiene amor, todo está mudo, todo está muerto».
Ahora bien; ningún santo más que San José puede iniciarnos en este comercio con Dios, pues nadie como él tuvo la suerte de pasar una gran parte de su vida en la estrecha intimidad de Jesús. «Las personas de oración —dice Santa Teresadeben ser muy devotas de San José; y las que no tienen director que las instruya en esta santa práctica, no tienen más que tomar por guía a este Santo admirable, seguros de no extraviarse».
San Juan Evangelista y San Pablo fueron contemplativos en grado sumo; el primero, porque, llamado, a reposar sobre el Corazón de Jesús, entró en un suave y profundo éxtasis; el segundo, porque, arrebatado hasta el tercer cielo, descubrió inefables arcanos. Pero ¿quién podrá contar todos los éxtasis, todos los secretos, todas las luces con que fue favorecido San José, que por espacio de tantos años tuvo la suerte de reposar sobre ese Corazón, Santuario vivo de la Divinidad, y de hacerle reposar sobre el suyo, que ardía en tanto amor?. . . ¡Ah, qué dulce sueño tomaba Jesús sobre vuestro pecho, oh bienaventurado Padre mío, y qué dulce descanso gustabais vos sobre su Corazón!… De vos deben aprender las palomas y las águilas —es decir, las almas más sencillas y las más elevadas— a dirigir su vuelo hacia el cielo y a contemplar el Sol divino de justicia. En efecto, ¿podrá imaginarse una oración más excelente que la de San José, que estaba siempre en la presencia del Arca de la verdadera Alianza y junto a su Dios soberanamente amable?…
Aprendamos de este gran Santo cómo debemos hacer este saludable ejercicio, para recoger, como él, frutos abundantes de piedad.
La vida de San José era una continua oración: nada podía sacarlo de su habitual recogimiento. Según la hermosa observación de San Agustín, este gran Santo es el templo de Dios mismo; doquiera vaya, es el templo de Dios que va o que viene, que entra o que sale. Él es siempre —añade San Ambrosiola habitación secreta en que Jesucristo nos ordena entrar para hacer oración; y esa habitación es su corazón, en el que están encerradas sus penas, y donde todos sus sentidos están perfectamente recogidos. Todo lo lleva a Dios, todo le habla de Dios, todos sus pensamientos son para Dios.
Lo mismo estaba recogido San José en los viajes, en los trabajos, en las relaciones con el prójimo, como en el interior de la casa de Nazaret, cuando estaba solo con Jesús. Ese recogimiento continuo, esa fidelidad en permanecer siempre unido a Dios, producía en su alma una paz inalterable, una tranquilidad que mantenía todas sus potencias en una calma profunda. Jamás se abandonaba enteramente al exterior, sino que a sus acciones unía continuas adoraciones y plegarias.
Si queremos tener, como San José, una gran facilidad para orar, debemos procurar estar recogidos durante el día, custodiar con diligencia las puertas de nuestros sentidos y, según el consejo del Espíritu Santo, preparar nuestra alma antes de presentarnos delante de Dios.
San José no perdió jamás de vista los divinos misterios de Jesucristo: recogía todas sus palabras y lecciones, y se alimentaba con ellas; admiraba los prodigios de su humildad, su amor a la vida oculta, la ciega obediencia a las órdenes de un pobre obrero. Los Profetas proporcionaban a San José la materia de los misterios que aún no se habían cumplido. David, en el Salmo XXI, e Isaías, llamado con toda verdad el quinto evangelista, le presentaban todas las circunstancias de la Pasión de Jesús. «Nosotros lo hemos visto; era el más despreciable y el último de los hombres, varón de dolores y que sabe qué es sufrir. Su rostro está oscurecido por el desprecio, como señal de que no hemos hecho caso de Él. Verdaderamente tomó sobre sí todas nuestras angustias y cargó todos nuestros dolores, hasta ser a nuestros ojos semejante a un leproso, como un maldito de Dios, como un abandonado…»
Jesús Crucificado es el Sol que ilumina al alma fiel; sus llagas son focos de luz que le descubren los secretos impenetrables de su amor y los sacrificios que tiene derecho a esperar en reconocimiento de sus beneficios. ¡Ah, si supiéramos, como San José, penetrar por medio de la fe y el amor en el interior de Jesucristo, qué pronto seríamos hombres de oración y de santa devoción!…
«Si todavía no sabéis —leemos en la Imitación de Cristoelevaros a la celestial contemplación, apoyaos en la Pasión del Salvador y desead permanecer en sus sagradas llagas».
La meditación de las perfecciones y de los padecimientos de Jesucristo es como el fundamento de todo el edificio espiritual; lo llena de sus luces y de sus máximas, y a fuerza de representarnos su imagen, esta se va esculpiendo en nuestro corazón tan profundamente, que produce esos frutos admirables de santificación prometidos a todos los que son fieles en permanecer en Él. Qui manet in me, hic fert fructum multum. Jesucristo es ese tesoro infinito que ha sido dado a los hombres, y que hace amigos de Dios a todos los que saben aprovecharlo. Bienaventurado —exclama el Profeta— aquel a quien cupo la suerte de tenerle por maestro, porque consigue al mismo tiempo la luz para comprender, el fervor para obrar y la constancia para perseverar.
«Jesucristo —dice San Francisco de Saleses el árbol misterioso del deseo de que habla la santa esposa de los Cantares; y a sus pies es donde se debe ir a buscar la brisa suave, cuando el corazón se ha dejado absorber por el espíritu del siglo. Es el verdadero pozo de Jacob, esa fuente de agua viva y pura; y es menester acercarse a ella con frecuencia, para purificar el alma de todo pecado. Así como los niños, a fuerza de oír hablar a sus padres y esforzándose por balbucear, aprenden a hablar el mismo idioma, así también, uniéndose el alma a Jesús en la oración y meditando sus palabras y sentimientos, aprenderemos con el auxilio de la gracia a hablar como Él, a juzgar como Él, a obrar como Él y a amar todo lo que Él ama. Jesús se llamó a sí mismo el Pan bajado del cielo, para decirnos que así como se come el pan con toda suerte de alimentos, así también debemos gustar de tal modo el espíritu de Jesucristo en la meditación, que, habiéndonos servido de alimento, le hagamos entrar en todas nuestras acciones».
Considerad cuál es el misterio de la vida y pasión de Jesucristo que más os conmueve y que produce en vuestro corazón una impresión saludable; mantened vuestra atención todo el tiempo a que os invite la gracia, y de este modo empezaréis a gustar de los misterios de la vida del divino Salvador; porque la causa que impide apreciarlos debidamente, es porque no se piensa en ellos sino de una manera superficial, sin particularizar sus detalles y sin dedicarles una perseverante meditación.
El misterio que se medita no debe considerarse como pasado, sino imaginarlo como presente, porque, en efecto, está presente a los ojos de Dios. Si la acción del misterio es pretérita, no ha pasado empero su virtud, ni mucho menos el amor con que Jesucristo ha obrado, por cuanto ese amor es infinito, inmutable, siempre el mismo, tan ardiente como cuando dio su vida por nuestra salvación, y está dispuesto a renovar el sacrificio, si fuera necesario.
No olvidemos que cuanto Jesucristo dijo, hizo y sufrió, lo dijo, hizo y sufrió por cada uno de nosotros. Nadie puede dejar de decir con toda verdad lo que de sí dijo el Apóstol: «Jesucristo me amó y se sacrificó por mí». No daría el sol mayores luces, si yo únicamente gozara de sus rayos. Así también, aun cuando yo hubiera sido el único pecador del mundo, el Sol divino de justicia no hubiera hecho brotar de su seno, sobre mí, ni menos luz, ni menos calor. Es certísimo que cada una de sus palabras fue dicha para mí, cada una de las gotas de su Sangre corre para mí, es para mí cada una de sus acciones, para mí todos sus padecimientos; todo por mi intención y para mi provecho.
En todas vuestras oraciones pedid a Jesucristo la gracia de comprender bien con qué intención, con qué fines y en qué condición se hizo Hombre por vosotros, se hizo pobre y obediente por vosotros, cuál fue su pensamiento muriendo por vosotros, resucitando por vosotros.
Que vuestra fe os tenga a Jesucristo tan presente, que creáis verle siempre y obrar a su respecto como lo hacía San José cuando vivía con Él sobre la tierra. Haced de modo que sea, no sólo el objeto o el testimonio de vuestra oración, sino que tome parte en ella como si quisiera hacer con vosotros una conversación toda santa. Manifestadle vuestro amor con palabras tiernas o con la sola efusión de vuestro corazón, según os lo dicte Él. Espíritu Santo, cuyas inspiraciones debemos seguir; y pues que lo que buscamos no es otra cosa sino Él, debemos estar contentos y satisfechos cuando le hemos hallado.
Que nuestra inteligencia no obre en nuestra oración sino en cuanto es necesario para mover el corazón. Si Dios en su misericordia quiere, sin la ayuda de la imaginación, llenaros el alma de una suave paz y de admiración por la verdad que la fe os descubre, o bien del deseo de pertenecerle por entero, permaneced tranquilos, sin ocuparos en ningún otro pensamiento, aun cuando os pareciera muy santo; porque en esta paz interior, el alma encuentra el fruto y el fin de todos sus anhelos.
Toda la vida de San José fue una continua oración. ¡Oh, cuántas veces ese bienaventurado tutor del Niño Jesús iba como casta abeja recogiendo el jugo de la más pura devoción, en esa hermosa flor que era Jesús! ¡Cuántas veces, como el pájaro solitario, iba a descansar sobre el techo de ese augusto templo de la Divinidad!… Y viendo a aquel Niño dormido sobre su pecho, y pensando en el eterno descanso que habría de tomar sobre el pecho del Padre Celestial: «Descansad —le decía—, Verbo Encarnado, Vos que dais el descanso a todas las criaturas, y que derramáis la alegría y la dulzura de la paz como un río fecundo en el corazón de los hombres»; o bien, volviendo al cielo sus miradas: «¡Oh estrellas, oh sol, he aquí el que os ha sacado de la nada y os conserva todo vuestro esplendor!»; o considerando las divinas perfecciones de Jesús: «¡Oh Hijo de Dios vivo, cuán amable sois! ¡Ah, si los hombres os conocieran! ¡Oh mortales, abrid los ojos, he aquí vuestro tesoro, vuestra salvación, vuestro rescate, vuestra vida, vuestro todo!...»
He aquí cómo el alma piadosa, después de haberse ejercitado en amar a Dios en la meditación, habla amorosamente con Él en coloquios llenos de ternura.
San José no hablaba continuamente con Jesús: a veces se contentaba contemplándolo, y gozando en profundo silencio de la beatitud de su divina presencia. Es en esta forma como el comercio con Dios llega en la oración a una unión simple y familiar, que la lengua humana no puede expresar. Con Él se está como con un verdadero amigo; no se pondera todo cuando se dice, pero se le habla espontáneamente, sin un orden preconcebido, pero de todo corazón. Se tienen mil cosas para decir o preguntar a un amigo, que se olvidan luego, sin que por ello pase el placer de la compañía. Todo está dicho sin hablar palabra; se goza con sólo estar juntos, saboreando las dulzuras de una santa y dulce amistad; se calla, pero se entienden en silencio; se sabe que se está de acuerdo en todo, y que los dos corazones no forman sino uno solo. ¡Bienaventuradas las almas interiores que, como San José, por su fidelidad a la gracia llegan a esta familiaridad afectuosa con Dios!
Pleno de humildad y penetrado de su nada, San José unía sus oraciones a las de Jesús, para dar gracias a Dios por todos los beneficios que recibía. «Yo soy una nada —decía—; nada puedo, nada tengo que ofreceros, Dios mío. Pero tengo este Hijo divino que me habéis dado: os adoro por medio de Él, y os doy gracias por sus méritos. No me miréis a mí, pues nada tengo que ofrecer a vuestros ojos. Y ¿con qué títulos podría presentarme delante de Vos? Pero mirad este Hijo: es el vuestro y es el mío. Respice in faciem Christi tui.
Jesucristo —dice el gran Apóstol— es el mediador entre Dios y los hombres; subió al cielo para apoyar nuestras oraciones con su mediación omnipotente: Ut appareat vultui Dei pro nobis. En esta forma, nuestras oraciones, unidas, como las de San José, a las oraciones de Jesucristo, no son ya oraciones puramente humanas: están llenas de la santidad de Jesucristo; no son sino una sola y misma oración con las del Hijo de Dios; son como Él divinas, y por lo mismo, son siempre escuchadas con todo el respeto que a Él es debido.
En una palabra, San José sacaba de la oración los más preciosos frutos, animaba todas sus acciones exteriores con el espíritu interior que perfeccionaba con este santo ejercicio, y crecía continuamente en el conocimiento y el amor de Jesucristo. Animados con su ejemplo, no nos contentemos tan sólo con hacer oración por la mañana y por la noche, sino que el día entero sea para nosotros de ininterrumpida oración; y así como durante el día se digiere el alimento material, así también, mientras estamos ocupados en los quehaceres comunes, tratemos de alimentarnos del pan de la verdad y de la caridad, que nos proporciona la oración.
MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL
En todo lugar, en medio de vuestras ocupaciones exteriores, esforzaos por permanecer libres internamente y tan dueños de vosotros mismos, de manera que todo esté sometido a vuestra voluntad (Imitación de Cristo).
Sed fieles en hacer cada día un cuarto de hora de oración, y en nombre de Jesucristo os prometo el cielo (Santa Teresa de Jesús).
Una lágrima derramada meditando la Pasión de Jesucristo, vale más que un año pasado a pan y agua (San Agustín).
AFECTOS
Oh, bienaventurado José, hombre según el Corazón de Dios, no me canso de admirar los tesoros de la gracia encerrados en vuestra hermosa alma. Jesús y María ocupaban solos todo vuestro corazón. Modelo admirable de recogimiento y de fervor, habéis recibido una gracia especial para atraer a las almas a Dios con la práctica de la oración. Por vuestra intercesión os pido que sea iluminada, purificada y santificada la mía: introducidla en aquel santuario de la vida interior, de la que me inspiráis una tan grande estima y un tan ardiente deseo. Pero ¡ay de mí, que no soy capaz de mantenerme recogido y unido a Dios ni el tiempo que dura la más breve oración! Haced que de ahora en más sea fiel a las inspiraciones de la gracia, a fin de que, siendo Jesús mi tesoro y mi todo, encuentre, como vos, mis delicias en estar junto a Él. Así sea.
PRACTICA
Invocar a San José al comenzar y al terminar la oración.




DÍA 26



Empeño de San José por conocer a Jesucristo. 
No me he preciado de saber otra cosa entre vosotros sino a Jesucristo, y este crucificado.
I Cor. 11, 2.
Desconocer a Jesucristo es ignorar toda la religión, que está fundada en la relación íntima y esencial que todo cristiano debe tener con Él, pues que, recibiendo el bautismo —dice San Pablo—somos revestidos al mismo tiempo de Jesucristo.
El Salvador mismo dice que Él es el Camino, la Verdad y la Vida. Sin el Camino no se puede andar bien, sin la Verdad no puede haber conocimiento, y sin la Vida no se puede vivir. Jesucristo es el Camino seguro, la Verdad que no engaña y la Vida que no tendrá fin. Por Él vamos al Padre y llegamos a la vida eterna: Haec est vita eterna, ut cognoscant te Deum verum, et quem misisti Jesum Christum (Juan, XVII, 3).
No podemos progresar en el amor de Dios sino en proporción al conocimiento y amor que tengamos a Jesucristo, pues que El mismo nos lo dice: el Padre mide el amor que le tenemos por la medida del que nosotros tenemos por Él: Qui diligit me, diligetur a Patre. San Ambrosio nos asegura que trabaja inútilmente por conquistar la virtud el que olvida que no puede adquirirse si no es estudiando a Jesucristo. Llegar a conocer a Jesucristo —dice el Espíritu Santo— es la perfección más alta y la más eximia: Scire et nosse te, consummata iustitia est (Sab. XV, 3).
El conocimiento de Jesucristo es tan excelente, que Dios mismo no sabría en su mente infinita poseer uno más digno. San José llegó a una perfección tan sublime, porque pasó la mayor parte de su vida ocupado en estudiar y conocer a Jesucristo. Desde el momento que lo vio nacer en Belén, hasta el último suspiro de su vida, ese padre ternísimo no perdió de vista un solo momento a aquel que quería pasar por hijo suyo delante de los hombres. Su espíritu y su corazón estaban de continuo ocupados en esto. Sabía que el Salvador se había hecho Hombre para ser nuestro modelo, y se consideraba muy afortunado de tener constantemente ante sus ojos sus divinos ejemplos, de conversar con Él frecuente y familiarmente, de ser testigo de su conducta y objeto de su cariño. Su espíritu vivía en una ininterrumpida contemplación aun durante el trabajo, y su corazón estaba inflamado del más puro amor.
José prestaba atención a todos los movimientos y a todas las palabras de Jesús, y las conservaba y las meditaba secretamente en su corazón. El mismo interés tenía por cuanto María le decía de su divino Hijo, objeto habitual de sus conversaciones más íntimas; escuchaba con el mayor recogimiento cuanto decían de Él las personas inspiradas por el Espíritu Santo, como Isabel, el anciano Simeón y otras, y esculpía profundamente en su alma todo cuanto tenía relación con Jesús.
Para imitar a San José, nuestro principal empeño ha de ser el de estudiar y conocer a Jesucristo, no superficialmente y al vuelo, sino con toda la atención de que somos capaces con la gracia. Nunca meditaremos suficientemente sobre tan excelso argumento. Adentrándonos en él, descubriremos siempre algo nuevo, y cuanta más luz consigamos, encontraremos nuevos tesoros. Todo otro estudio, toda otra ocupación que nos alejen de estos, son inútiles y peligrosos. Los demás estudios de nada nos servirán para la eternidad, si no son mandados, dirigidos y santificados hacia este fin. «Todo me parece pérdida —dice San Pablofuera del conocimiento de Jesucristo».
Pero no nos debemos contentar con estudiar a Cristo exteriormente. Aun cuando conociéramos las más íntimas particularidades de su vida, todo lo que dijo e hizo en el curso de los años que pasó en la casa de Nazaret con María y con José, si no conocemos el espíritu que animó sus palabras, todos y cada uno de sus padecimientos y todas y cada una de sus acciones, no tendremos la ciencia de Jesucristo. Pocos son los cristianos que saben lo que Jesucristo hizo por nosotros y lo que es por sí mismo: la mayor parte se contentan con lo que alcanzan a ver exteriormente en ese Hombre-Dios, sin preocuparse de estudiar a fondo su alma y el principio interior de sus maravillosas virtudes: Unus Dominus Jesus Christus, per quem omnia, et nos per ipsum, sed non in ómnibus est scientia. ¿Cuántas son las personas que, al meditar o contemplar el nacimiento del Salvador, no van más allá de lo que se ofrece ante sus ojos: el estado humilde y penoso en que nació, el pesebre, los pobres lienzos en que fue envuelto, y se conmueven ante las lágrimas y vagidos de aquel pequeño Niño?
San José no se detenía en la parte exterior de este misterio: penetraba en lo más hondo del mismo, y pensaba que este Niño que así había querido nacer, era el Unigénito de Dios, el Rey del cielo y de la tierra, a quien se debe todo honor, toda gloria y toda riqueza; que así había venido al mundo por su propia voluntad, a fin de honrar a su Padre celestial con su propio abajamiento, y darnos la paz con el entero don de sí mismo, y que mientras lloraba y gemía como un niño común, era la sabiduría eterna, la fuerza, la omnipotencia, y se ofrecía al eterno Padre pronto a cualquier sacrificio.
Y más aún, pues estas consideraciones no son suficientes, sino que aplicándose este misterio de amor, se decía: «Es por mí que Jesús quiso nacer así, para enseñarme a despreciar las riquezas; a estimar la pobreza, las penas y las humillaciones, que son su secuela; para iniciarme en la escuela del anonadamiento de mí mismo, en esa vida interior de la que me ofrece desde su nacimiento tan perfecto modelo. ¿Qué semejanza hallo entre mis disposiciones actuales y las de este Niño; entre mis penas, mis pensamientos, mis afectos y los suyos? ¿Qué debo hacer para volverme semejante a Él?..
Así estudiaba San José los misterios de la vida de Jesús, meditaba sus divinas palabras y sus menores acciones; y así también debemos hacer nosotros, si queremos ser almas verdaderamente interiores, aplicándolo a nosotros mismos y sintiendo en nosotros —como nos exhorta San Pablolos sentimientos que tenía Jesucristo; revistiéndonos de Jesucristo; pensando y obrando
como Él, con los mismos principios y por el mismo fin, para asemejarnos a Él en todo. ¿Y no es este, acaso, el objeto del Evangelio, de las Epístolas de los Apóstoles, y particularmente de las de San Pablo? ¿Puede haber piedad verdadera más grata a Dios, más útil a nuestra alma, pues que la vida interior no tiene otro fin que la contemplación afectuosa y la imitación de Jesucristo?. . . «¿A quién iremos nosotros, Señor? —debemos decir con San Pedro—. Tú solo tienes palabras de vida eterna».
¿No nos ha dicho Nuestro Señor Jesucristo: Ninguno va al Padre sino por Mí?… Ahora bien; si no se conoce a Dios Padre sino por cuanto se conoce a Jesucristo, así también no puede ser conocido para ser amado sino en cuanto se conoce su Corazón, es decir, cuánto hay en Él de más interior. ¿No es, pues, evidente que el conocimiento del Corazón de Jesús supera el conocimiento y la práctica de la vida interior y la encierra toda entera?. . .
Si queréis, oh almas piadosas, penetrar como San José en aquel santuario augusto, entregad vuestro corazón a Jesús; abandonadlo a su inspiración y a su gracia, y Él os descubrirá todos sus secretos, os comunicará el amor de que está inflamado, y con el amor os dará todas las virtudes que forman su cortejo. Con la entrega del propio corazón se conquista el corazón de un amigo: Jesús os ha dado el suyo, y por lo tanto tiene derecho al vuestro. Si se lo rehusáis, perderéis el derecho que tenéis sobre el suyo, y ya no tendréis libre acceso a Él.
Esta feliz disposición de estudiar las virtudes de Cristo, de conocer sus perfecciones, de meditar todas sus acciones y palabras, es una de las señales de predestinación más ciertas que podamos tener en este mundo. El Espíritu Santo, después de haber dicho que el conocimiento de Jesucristo es la justicia más perfecta, agrega estas notables palabras: «Este conocimiento es una señal de inmortalidad». Radix immortalitatis; es decir, señal de predestinación; y esto es lo que hacía decir a San Pablo que «no tienen que temer la condenación los que están en Cristo: Nihil damnationis est us qui sunt in Chisto Jesu» (Rom. VIII, 8).
En la meditación de las epístolas de San Pablo podremos beber las más sublimes ideas que puedan tenerse de Jesucristo.
Puede decirse que cada página de ese santo libro está dedicada a la continua repetición del adorable nombre del Salvador; y es verdad que ese grande Apóstol se gloriaba con razón de haber recibido del cielo el don admirable de anunciar a todos los pueblos las incomprensibles riquezas encerradas en la persona de Jesucristo: Mihi data est gratia evangelizare in gentibus investigabiles divitias Christi (Efes. III, 8).
Si queremos ser interiores, debemos crecer cada día —según la recomendación de San Pedro— en el amor y el conocimiento de Jesucristo: Crescite in gratia et in cognitione Domini nostri et Salvatoris Jesu Christi. Es un estudio consolador, que derrama una unción divina en nuestras almas, y le inspira insensiblemente un amor tan tierno y reverente hacia este amable Salvador, que cualquier cosa que aleje de nuestro espíritu el recuerdo de su adorable Persona, nos resultará insípida e importuna. «No he hecho profesión —dice San Pablode saber otra cosa fuera de Jesús, y Jesús Crucificado». Y por eso desea vivamente «que Jesucristo permanezca en nosotros y esté siempre presente por una fe viva y afectuosa».
MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL
Que nuestra principal preocupación sea estudiar y meditar a Jesucristo (Imitación de Cristo).
En Jesucristo tenemos todas las cosas, y Jesucristo es todo para nosotros (San Ambrosio).
El desear sufrir y ser crucificado es muy fácil; pero la práctica es difícil y amarga (De Berniéres).
AFECTOS
¡Oh, bienaventurado José, qué felicidad sería la mía, si como vos, supiera dejar de lado tantas curiosidades frívolas e inútiles, para, a vuestro ejemplo, ocuparme únicamente en estudiar a Jesús, y este crucificado!…
¡Oh, serafín de amor, glorioso Patriarca! Vos sois admirable en todas las virtudes, pero me place especialmente admirar vuestra íntima unión con Jesús. ¡Afortunadas vuestras manos, que cargaron al Dios de majestad y que no trabajaron sino por El! ¡Felices vuestros ojos, que no cesaron de contemplarle! ¡Pero todavía más bienaventurado vuestro corazón virginal, que le amó siempre, y no amó jamás a nadie más que a Él!.. .
PRACTICA
Tener en el cuarto una estatua o imagen de San José con el Niño en brazos.



DÍA 27



Fidelidad de San José en imitar a  Jesús.
Sed imitadores míos, así como yo lo soy de Cristo.
I Cor. XI, 1.
Es riguroso deber de todos los cristianos, si quieren salvarse, el conformar su vida a la de Jesucristo, e imitar los ejemplos que nos dio durante su vida mortal. «Todos aquellos —dice San Pablo— que Dios ha previsto desde toda la eternidad que habían de ser del número de sus elegidos, los ha predestinado en el tiempo a ser conformes a la imagen de su Hijo Jesucristo» (Rom. VIII, 29).
El Hijo de Dios se encarnó a fin de que, haciéndose semejante al hombre, nos fuera más fácil imitarle. En efecto, desde el primero hasta el último instante de su vida, Jesucristo no hizo cosa alguna que no haya tenido por fin instruirnos y darnos ejemplo. Por lo tanto, debemos persuadirnos de que el Salvador nos repite a cada uno de nosotros lo que dijo a los Apóstoles después de lavarles los pies: «Exemplum dedi vobis, ut quemadmodum ego feci vobis, ita et vos faciatis: Os he dado el ejemplo, a fin de que hagáis aquello que Yo mismo he hecho». Jesucristo no es tan sólo el guía a quien debemos seguir, sino también el camino por el que debemos andar, si queremos hallar la verdad y llegar a la vida eterna: Ego sum via, véritas et vita.
Si San José llega a una santidad tan eminente, ¿no es acaso porque tuvo la suerte de ver más de cerca y escuchar más frecuentemente al Verbo hecho carne?… Todo, en efecto, invitaba a San José a imitar a Jesucristo: el ejemplo de María, que estaba siempre atenta a copiar minuciosamente el interior de su Hijo divino, y a procurar la perfección en todo. El amor de que estaba inflamado San José lo llevaba a hacerse semejante a Jesús.
Cada día comprobamos que el amor natural de los padres los convierte casi en niños con sus hijos pequeños. Ahora bien; ¿quién podrá comprender todo lo que el amor sobrenatural del cual San José estaba lleno, le inspiraba hacia Jesús, a quien consideraba como a Hijo queridísimo? ¡Con qué ternura, con qué efusión de corazón, con qué respetuoso afecto se hacía niño con aquel divino Infante!. . .
Ya sabría José, seguramente, aquello que el Salvador debía decir en el Evangelio: Nisi efficiamim sicut parvulm iste, non intrabitis in regnum celorum (Mat. VIII, 3). Si no os hacéis como niños, si no os hacéis semejantes a Él, si el amor no os trasforma en Él, no seréis jamás dignos de entrar en el cielo. Los que nunca amaron ardientemente y no conocen la natura-eza del amor, no pueden comprender —dice San Agustín— la fuerza que el amor tiene para trasformar al que ama en el objeto amado, y darle las mismas inclinaciones, la misma voluntad y hasta los mismos pensamientos. Del mismo modo, un alma piadosa no puede tener la certeza de poseer el amor de Jesucristo en su corazón, si no siente, como San José, el deseo ardiente de transformarse en Él, de adquirir su espíritu, de seguir sus máximas, de no estimar sino lo que Él estima, de despreciar todo lo que Él desprecia, de amar todo lo que Él ama, las cruces, las humillaciones; en una palabra, de conformarse enteramente a Él en todo, de dejar de ser lo que se es, para comenzar a ser lo que Él es.
Pero desdichadamente, ¡qué corto es el número de los cristianos que comprenden y gustan estas verdades!… Casi todos, buscándose a sí mismos, no se encuentran más que a sí mismos, y siempre permanecen en sí mismos. Deseamos que Dios se dé a nosotros, para hacer de Él lo que sea de nuestro agrado, pero no queremos darnos a Él sin reservas, como San José, para que Él obre en nosotros según su voluntad. Hablad, oh Jesús, a nuestro corazón; hacednos conocer y amar la belleza de ese amor tan puro, que trasforma nuestras almas en Vos mismo.
Vuestro amor por mí, oh Señor, os ha obligado a haceros semejante a mí, pobre mortal, sujeto a la enfermedad y al dolor. Si yo os amo verdaderamente, mi amor por vuestra adorable Persona debe hacerme semejante a Vos, humilde, dulce, modesto, paciente, obediente y pleno de caridad para todos.
San José tenía continuamente los ojos del espíritu sobre Jesucristo, para reproducir en sí mismo lo mejor que le era posible toda su imagen; para conformar los sentimientos, las facultades de su alma y todos sus actos a los sentimientos, a las facultades del alma y a las acciones de su divino modelo, de manera que sus ojos eran puros, sencillos y modestos como los de Jesús; sus oídos estaban cerrados a todas las conversaciones vanas, aduladoras o poco caritativas; su boca, como la de Jesús, no se abría sino para edificar al prójimo, consolar a los afligidlos, instruir a los ignorantes; no usaba de sus manos sino para hacer el bien a todos, practicando las obras de justicia y de misericordia; en una palabra, todos sus padecimientos y todos sus actos eran regulados por la modestia y perfectamente sujetos al espíritu, como los de Jesús.
He aquí lo que San Pablo llama «práctica de la mortificación de Jesucristo en nuestros cuerpos», para ser copias vivas y fieles del modelo divino. Tal era San Francisco de Sales, cuyo exterior y modales semejaban el exterior, los modos y las virtudes de Jesucristo, cuando vivía entre los hombres. Haced, oh divino Salvador, que yo tenga continuamente, como San José, los ojos del corazón y del alma sobre vuestra divina Persona, a fin de que todas mis acciones sean otros tantos rasgos que contribuyan a formar en mí vuestra imagen. Nuestro Señor Jesucristo es la regla general y universal de nuestra vida: por lo tanto, cada acción del Salvador —dice San Basilio— debe ser la regla particular de cada una de las nuestras. Para imitar a San José, debemos considerar atentamente cómo procedía Nuestro Señor en las varias circunstancias de la vida, a fin de conformar en todo nuestra conducta con la suya.
En nuestras relaciones con el prójimo, no debemos jamás perder de vista la modestia que se trasparentaba en toda la persona de Jesucristo, sin quitarle nada de aquella majestad que inspiraba un amor respetuoso a todos los que le veían; ni la gravedad de la conversación, acompañada siempre de una dulzura inefable y siempre regulada por una maravillosa discreción; ni la condescendencia al adaptarse al querer de unos y a soportar las importunidades de los demás; ni su respeto y la sumisión a aquellos que por su condición o dignidad estaban por sobre los demás; ni su particular afección por los pobres; en una palabra, la equidad y sencillez de su conducta, unida a una prudencia del todo divina.
San José estaba especialmente atento a imitar los sentimientos de respeto y humildad, de adoración del Salvador, cuando cumplía con algún deber de religión o se dirigía al Padre celestial. Procuremos también nosotros, en nuestros ejercicios de piedad, tener continuamente los ojos sobre este divino modelo.
Que nunca falten a nuestras oraciones las disposiciones que Jesús tenía cuando por nosotros oró en el huerto de los Olivos: se separa de las criaturas; se postra, adora y sumerge en un profundo anonadamiento; se llena de una perfecta contrición por todos los pecados del mundo; hace penitencia y se arrepiente profundamente, aceptando con resignación la muerte que los hombres han merecido. No obstante el debilitamiento de las fuerzas en que cae, persevera una hora entera en la oración, animado de la más viva confianza, llamando a Dios su Padre, y diciéndole que sabe que todo le es posible; en una palabra, se somete a todo lo que quiera mandarle: Non sicut ego volo, sed sicut tu.
Nuestro divino Salvador nos ofrece un modelo no menos admirable de las disposiciones que debemos llevar a la santa comunión. Hablando de la Cena, el Evangelista dice que aun cuando Jesús había amado siempre a los suyos, quiso todavía, antes de su muerte, darles una prueba de amor más conmovedora, instituyendo ese adorable Sacramento para enseñarnos que la principal disposición para participar dignamente de este misterio es la caridad. Dijo a sus Apóstoles que había deseado con gran deseo comer esa Pascua con ellos, para enseñarnos que el tener un ardiente y vivo deseo, es una excelente preparación para recibir su Cuerpo adorable. Finalmente, antes de dar la comunión a sus discípulos, se abajó hasta lavarles los pies, para enseñarnos con qué humildad y pureza debemos acercarnos a tan tremendo misterio.
Pero sobre todo debemos, como San José y según el consejo del grande Apóstol, tratar de formar a Jesucristo en nuestros corazones, a fin de que no vivamos más de nuestra propia vida, sino de la vida de Jesucristo, teniendo sus mismos sentimientos, sus mismos pensamientos, sus mismos afectos; amando lo que Él ama, evitando con diligencia lo que Él aborrece, teniendo en nuestras acciones el mismo principio y el mismo fin que el divino Salvador.
Pero no siempre depende de nosotros imitar los actos exteriores de la vida de Jesucristo. Dios no lo exige sino a un corto número de cristianos, de los cuales, a unos llama a la imitación de su pobreza; a otros, a la de su vida oculta o a la de sus divinas fatigas y ministerio público. La variedad de los estados y de las condiciones de la sociedad humana así lo exigen. Pero todos, ricos y pobres, doctos e ignorantes, son llamados a imitar el espíritu de Jesucristo.
Sin cambiar en nada lo exterior en lo que respecta a las varias condiciones, de nosotros depende ser humildes en la grandeza, y con San José, estar contentos en la condición oscura en que Dios nos ha puesto, sin avergonzarnos por ello y sin desear grandezas. De nosotros depende renunciar con el afecto a los bienes, si es que los poseemos, y a no quejarnos de la pobreza, bendiciendo a Dios, que nos quiere hacer semejantes a Jesús, a María y a José. Depende enteramente de nosotros mandar con dulzura y con humildad —como lo hizo San José, quien no olvidó jamás que la autoridad la había recibido de Dios—, u obedecer a los hombres, casi como a Dios, con miras nobles y dignas de un cristiano. Todos recibimos la gracia de conformarnos de esta manera a los sentimientos interiores de Jesús, para pensar y obrar cada uno en nuestro estado como Él mismo había pensado y obrado.
«En todas vuestras acciones, en toda palabra, sea que caminéis o que corráis, que habléis o calléis, que estéis solos o en compañía, tened siempre los ojos sobre Jesucristo —dice San Buenaventura— como sobre vuestro modelo. Estas frecuentes miradas sobre Jesús inflamarán vuestro amor, os harán entrar en una gran familiaridad con Él, os inspirarán confianza, os con-seguirán la gracia, y os harán perfectos en todas las virtudes.
«Que sea este vuestro empeño, vuestra oración y vuestro gusto: el tener siempre presente en vuestro espíritu el recuerdo de alguno de sus misterios, para excitaros a imitarle y a amarle. Cuanto más fieles seáis en imitar sus virtudes, más cerca estaréis de Él en la gloria, porque seréis más semejantes a su celeste y eterna belleza».
MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL
Las acciones de Jesucristo son reglas vivas que tienen influencia sobre las nuestras, por cuanto las hizo no sólo para servirnos de modelo, sino también para merecernos la gracia, las luces y los santos afectos para imitarle (P. Grott).
Con la gracia, la cruz y el amor se consigue la unión íntima con Jesucristo (P. Nepveu).
 Muchas oraciones sin mortificación son inútiles (Santa Teresa de Jesús).
AFECTOS
Oh bienaventurado José, vos que jamás habéis perdido de vista al divino Salvador confiado a vuestros cuidados, y habéis tenido la suerte de contemplar durante treinta años sus divinos ejemplos, conformando en todo vuestra vida a la suya, ¡qué celestiales ardores y qué trasportes de amor no encendería en vuestra alma la conversación con ese Hijo tan adorable! ¡Dios mío, qué suerte tan grande la de ver siempre a Jesús, pensar siempre en Jesús, trabajar siempre con Jesús!… Vos gozabais de su presencia sensible bajo las apariencias de Niño; nosotros le poseemos en el Sacramento de su amor en un estado de gloria, de impasibilidad, que no quita nada a su ternura y familiaridad. ¡Qué felices seríamos, si como vos supiéramos escuchar y poner en práctica las divinas lecciones que no cesa de darnos, instándonos a seguirle, a fin de que por nuestra fidelidad en imitarle, merezcamos poseerle eternamente en el cielo! Así sea.
PRACTICA
Rezar y ganar indulgencias por las almas del purgatorio que tuvieron por patrono a San José.
 
 
 

DÍA 28

 
 
Amor de San José a Jesús. Caracteres de la caridad.
Hallé al que adora mi alma.
Cant. III, 4.
Nuestro Señor Jesucristo confió el gobierno y la dirección de su Iglesia a San Pedro, después de
haberle exigido una pública y solemne declaración de su ardiente caridad. «Simón, hijo de Juan, ¿me amas tú más que estos?… Sí, Señor; Tú lo sabes todo; Tú conoces que yo te amo…» Y sólo después de repetida tres veces esta protesta de amor tan grande, sincera y expresiva, lo estableció príncipe de los Apóstoles.
¿Podremos creer que Dios haya querido de San José un amor menos fuerte y menos puro, para darle el cuidado y la dirección, no ya del cuerpo místico de la Iglesia, sino de su Cabeza adorable?..  ¡Ah!, si Dios quiso dar a San José una tan admirable prerrogativa, no fue sino después de haber encendido su corazón en las más vivas llamas de la caridad. José amaba a Dios con toda su alma y con todas sus fuerzas, aun antes de haber recibido esas gracias extraordinarias; su amor, más fiel y constante que el de San Pedro, no experimentó jamás la menor alteración; su vida fue un acto perpetuo de ardiente caridad, que se levantaba día tras día a la más alta perfección.
José vivía como un serafín en carne humana; su corazón gozaba a raudales de las delicias del santo amor, cuando Dios, queriendo hacerle el inestimable honor de custodio y padre adoptivo de su Unigénito, le comunicó alguna de esas centellas que tiene reservadas para alguno de sus escogidos, y que es el esplendor de su gloria y la imagen viva de su esencia. Así nació el amor de José; se obró como una efusión del Corazón de Dios en el suyo; de consiguiente, el amor que tiene por Jesús nació de la misma fuente que el honor de ser Custodio de ese Hijo divino.
Dios quiere, oh bienaventurado José, que recibáis como a Hijo vuestro al Hijo purísimo de María. No dividís con Ella el honor de haberle dado la vida, pero compartís con Ella las inquietudes, las vigilias, las preocupaciones en medio de las que María criará a ese Hijo queridísimo; ocuparéis el lugar de padre para ese santo Niño.
¿Quién podrá decir con qué alegría le recibió José, y cómo se ofreció de todo corazón para hacerle de padre adoptivo?. . .Y                                          desde entonces no vivió sino para Jesús: todos sus cuidados y solicitudes
fueron para Jesús, para quien tuvo corazón de padre. Si trabajaba, si sufría, si se imponía privaciones o peregrinaba en el destierro, oculto en la más profunda oscuridad, todo lo hizo por Jesús y únicamente por Él: Probatio amoris exhibitio est operis.
Vuestro amor, oh José, recibe un nuevo acrecentamiento. Ya no es el Dios invisible, el Dios espíritu el que vos amáis, ahora sentís un amor más tierno y más sensible; un amor natural y sobrenatural os hace gozar de delicias y ardores hasta ahora desconocidos al corazón del hombre, y que los ángeles mismos envidiarían, si pudieran. Vos amáis a vuestro Dios hecho semejante a vos, a vuestro Dios convertido en Hijo vuestro, el más hermoso de los hijos de los hombres, el Omnipotente revestido de los atractivos de la infancia, el Deseado de todas las naciones, el Rey y Salvador del mundo, confiado a vuestros cuidados, a vuestro gobierno. Y vos pudisteis amarle con una ternura tanto más viva y fuerte, cuanto que la gracia y la naturaleza no señalan límites a vuestro amor.
Podemos repetir con el Salmista: «Un abismo llama a otro abismo»; y esto, porque para formar el amor de San José fue necesario fundir cuanto la naturaleza tiene de más tierno y la gracia de más eficaz; la naturaleza tenía su parte, porque el amor se refería a un hijo, y al mismo tiempo no podía faltar la gracia, porque el amor se refería a un Dios. Pero lo que sobrepasa a la imaginación humana, es que la naturaleza y la gracia ordinarias no bastan para explicar tanto misterio; porque no es propio de la naturaleza dar el Hijo de un Dios, ni lo es de la gracia —ordinaria, por lo menos— el poder amar a un Dios en un hijo.
Padre afortunado, que pudo amar excesivamente a su Hijo, si así puede decirse, sin amarle demasiado; que pudo dar todo aDios, sin quitar nada a su Hijo; que no tuvo que temer ese oráculo de Jesucristo: «Aquel que ama a su hijo más que a Mí, no es digno de Mí». El objeto del amor de José era infinitamente amable, y él, por lo tanto, debía amarle infinitamente: que si hubiera podido hacerse algún reproche, habría sido de no amarle lo suficiente. Pero José le amaba con todas sus fuerzas, y según la exacta y sobreabundante medida de gracia que había recibido.
Si amar a Jesús y ser amado por Jesús son dos cosas que atraen las divinas bendiciones en las almas, ¿qué torrente de gracia no debía inundar el corazón de José?.. . Jesús no se saciaba de verse amado por su padre, y este augusto padre no creía tener nunca amor suficiente para aquel único dilecto Hijo; por lo que incesantemente pedía la gracia de amarle, y este pedido le merecía siempre nuevas y mayores gracias.
Si los discípulos de Emaús, por haber conversado breves momentos con el Salvador, sintieron su corazón todo encendido en amor; si Jesús, con la dulzura de su palabra atraía de tal manera a las gentes, que se olvidaban hasta del alimento, ¿qué habrá sido para José, que tuvo la suerte de conversar durante treinta años del modo más familiar con el Verbo encarnado? ¿Cómo habría podido recibir por tan largo tiempo las afectuosas atenciones del divino Salvador, sentir sobre sí sus tiernas miradas llenas de gracia y de favor, ser amado, y amar otra cosa fuera de Él?…
El Salvador mismo dice en el Evangelio que vino a traer a la tierra el fuego sagrado de ese amor divino que le une en el cielo a su Padre celestial: lógico es, entonces, que en cuanto lo permiten los límites de la criatura, inflamara en la misma caridad a José, que ocupaba el lugar de padre suyo en este mundo.
Ah, si un soldado pagano se sintió iluminado por la verdadera fe y se hizo santo viendo la caridad de los primeros cristianos, ¿qué profundas impresiones debían de hacer en el alma de José   las conversaciones, los ejemplos de María, la cual amó a Jesús como no le alcanzaron a amar todos los santos y serafines juntos? ¿Qué acrecentamiento de caridad no debían de obtener a José las oraciones de esa Virgen divina, Madre del Salvador, Esposa del Espíritu Santo?…
Y no temamos decir que ningún santo, después de María, amó a Jesús como le amó José, por cuanto
ningún santo tampoco recibió favores tan insignes; nadie como él prestó a Jesús tantos servicios personales; ninguno tuvo la suerte de vivir tan largo tiempo en la compañía del divino Maestro. Nadie, en una palabra, pudo ver tan de cerca los tesoros de gracia y de amor encerrados en su adorable persona.
Hubo santos que llevaron la caridad a un grado por demás heroico: por ejemplo, un San Pablo, que llegó a desafiar a todos los poderes del cielo y de la tierra a que lo separaran del amor de Jesucristo; un San Francisco de Asís, que mil veces al día suplicaba a Dios que lo hiciera morir por Él; un San Agustín, que con indecible nostalgia repetía estas sublimes palabras: «Belleza siempre antigua y siempre nueva, muy tarde os conocí y muy tarde os amé»; y con santo ardor, este doctor de la gracia —es decir, del amor— agregaba estas palabras, las más hermosas que labio humano haya jamás pronunciado: «¿Por qué no soy yo Dios y Vos Agustín?. . . Entonces querría volver a ser Agustín, para haceros a Vos mi Dios…»
Finalmente, el amor divino que reinaba sin obstáculos en el corazón de José y ocupaba todos sus pensamientos, aumentaba día a día con su empeño, se perfeccionaba con el deseo, se multiplicaba en sí mismo hasta alcanzar tal perfección, que la tierra no hubiera podido contenerlo. «Un Santo que tanto había amado durante su vida, no podía sino morir de amor —dice San Francisco de Sales—; muerte nobilísima, que debía ser la consecuencia de la vida más noble que jamás haya vivido criatura alguna, y de cuya muerte desearían morir los mismos ángeles, si fueran capaces de muerte».
¡Oh almas interiores, almas privilegiadas, a quienes Dios ha colmado de gracias especialísimas! Vosotras debéis imitar a San José; como él, debéis consagraros a amar a Dios con un amor superior al que podáis tener a cualquier otro objeto. Dios es soberanamente celoso, y no admite corazones divididos: los quiere enteros, porque lo merece; quiere que le pertenezcan a Él solo, ya que Él solo los merece, porque los ha creado para sí. Por poco que desviéis vuestro corazón hacia las criaturas, es un hurto que le hacéis a Dios; le quitáis un bien que le pertenece, y que no puede ceder a los demás. Debéis amarle a Él solo absolutamente, y amar todo lo que a Él se refiera. Por lo tanto, los afectos de vuestro corazón deben dirigirse a Dios como a su fin, y reunirse en Él como en su centro. «No es amaros suficientemente —dice San Agustín— el amar con Vos alguna cosa que no se ama por Vos». «El perfecto amor de Jesús no desea otra cosa —dice San Jerónimo— más que agradar a Jesús. Si tiene alguna otra pretensión, señal es de que no ama sin imperfección al divino Salvador».
«La verdadera señal de que amamos a Dios en todas las cosas —dice San Francisco de Sales—, es cuando le amamos igualmente en todas; pues que siendo igual a sí mismo, la falta de igualdad en nuestro amor hacia Él, no puede tener otro origen que el habernos detenido en alguna cosa que no es Él».
El alma piensa en lo que el corazón ama, y si amáis a Dios con todo el corazón, toto corde. «¿Queréis saber lo que amáis? —dice San Lorenzo Justiniano—. Examinad hacia qué cosa se encaminan vuestros pensamientos, y por ellos conoceréis el objeto de vuestro amor». Es así como los pensamientos de San José estaban todos en Dios y eran todos para Dios; nada se le importaba de las criaturas, sino en cuanto podían llevarlo a Dios. En todos los seres admiraba el poder, la sabiduría y la grandeza de Dios como en un espejo; y de aquí provenía la felicidad que tenía de mantenerse unido con Dios, de pasar tan fácilmente de la acción a la oración. Su mente, de acuerdo con su corazón, no perdía jamás de vista al que amaba con todas sus fuerzas.
Y finalmente, para penetrar bien en las santas disposiciones de este augusto modelo, no os saciéis
jamás de amar a Dios con un amor afectivo, sino con un amor efectivo.
«Con el primero —dice San Francisco de Sales— amamos a Dios y todo lo que El ama, y con el segundo servimos a Dios y hacemos cuanto Él nos ordena. El primero nos une a la voluntad de Dios, y el segundo nos hace seguir su santa voluntad. Uno nos llena de complacencia, de deseos, aspiraciones y ardores espirituales, haciéndonos practicar la unión y la fusión de nuestra alma con Dios; el otro nos inspira firmes resoluciones, valor decidido, y la inquebrantable obediencia necesaria para cumplir la voluntad de Dios y para sufrir, amar, aprobar y abrazar cuanto viene de su beneplácito. El uno hace que nos alegremos en Dios, y el otro, que agrademos a Dios; con el primero ponemos a Dios sobre nuestro corazón como una señal de amor bajo la cual se unen nuestros afectos, y con el segundo le ponemos sobre nuestro brazo como una espada de amor, con la cual realizamos actos heroicos de todas las virtudes: Pone me ut signaculum super cor tuum, ut signaculum super brachium tuum (Cant. VIII, 6)».
MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL
Sueño del alma es olvidar a Dios: todo el tiempo que el alma vive olvidada de Dios, ha estado dormida (San Agustín).
La vida del amor propio es la muerte del amor puro, y la vida del amor puro es la muerte del amor propio. Es necesario perder todo otro amor, para obtener el más puro (P. Huby).
Nada mío, ni para mí, sino todo de Dios y para Dios.
AFECTOS
Padre dilecto del Salvador, digno esposo de su Madre divina: por ese inestimable favor que habéis tenido de estar tan estrechamente unido a los corazones de Jesús y de María, y de participar abundantemente de sus gracias y de sus virtudes, dignaos obtenerme de amarles como vos, con un amor puro y generoso, con un amor fiel e invariable, a fin de que después de haber imitado vuestros ejemplos, tenga la suerte de morir entre sus brazos y de contemplarles para siempre con vos en la bienaventuranza eterna. Así sea.
PRACTICA
Después de la visita al Santísimo Sacramento y a la Virgen, saludar a San José con una breve y fervorosa oración.



       




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