PECADOS CONTRA EL AMOR AL PRÓJIMO
La mayoría de los pecados que contra el amor al prójimo se cometen, son los pecados de omisión de los deberes positivos ya indicados. Pero lo que más se opone al "regio precepto" de la caridad, son los sentimientos y los actos de hostilidad contra sí mismo o contra el prójimo y todo proceder que menoscabe positivamente el bien propio o el del prójimo.
Los principales pecados de esta índole son: el odio y la enemistad contra la persona del prójimo — que no han de confundirse con el odio contra sus pecados, el cual es bueno de por sí —; el odio diabólico, dirigido a sabiendas contra la salvación del prójimo y su amistad con Dios; la envidia, que es el pesar por el bien ajeno, y que llega a envidia diabólica cuando se siente por el amor de Dios en el prójimo. Del odio y la envidia proceden los altercados y discordias, como también las peleas y las guerras injustas, que destruyen la paz, fruto y al mismo tiempo condición de la caridad. Nadie ignora que hay arrebatos momentáneos intrascendentales, provocados por la contradicción o la pasión : la prontitud en aplacarse muestra que no son brotes de auténtico odio. En la guerra injusta se acumula la ferocidad de las multitudes hasta que estalla con efectos devastadores. La peor consecuencia de, la guerra es el odio sistemáticamente atizado contra el pueblo enemigo. La falta de consideración con el prójimo puede manifestarse de mil maneras. El hombre indelicado y falto de caridad tiene una nota que lo distingue, y es que rara vez advierte la pena y el daño que causa a los demás. ¿Quién no tiene que sufrir hoy día por el estrépito de los motoristas, de los radiorreceptores puestos a toda potencia, por la inobservancia de las leyes de tráfico que pone continuamente en peligro la vida de los transeúntes?
En los párrafos siguientes vamos a tratar de los pecados que más directamente se oponen a lo que es privativo de la caridad cristiana, o sea, al cuidado por el bien espiritual del prójimo; tales son: la seducción, el escándalo y la cooperación a los pecados ajenos.
I. LA SEDUCCIÓN
La seducción (scandalum directum) es el esfuerzo premeditado e intencional para hacer caer al prójimo en pecado. El seductor es el que intencionalmente tiende al prójimo una trampa, un lazo (scandalum), en el que ha de caer. La seducción puede realizarse instando, aconsejando u ordenando, o también obrando de tal manera que el prójimo entienda claramente que se le quiere inducir a una acción o voluntad pecaminosa. La manera más pérfida de seducir, es la de aquellos que tienden la red a la víctima sin que a ellos se les puedan probar sus perversas intenciones; obran, procurando no comprometerse exteriormente para no ser acusados o descubiertos como instrumentos del maligno. Esta seducción tenebrosa no merece juicio más benigno que la otra, clara y manifiesta, en que el seductor no vela su intención. Ambas obligan en conciencia a la misma reparación.
La seducción es, por sí misma, pecado grave, y lo es doblemente : pecado contra la caridad y pecado contra aquella virtud en la que se intenta hacer caer. Por lo mismo, al confesar dicha falta es preciso señalar a qué pecado grave se quiso inducir. El hecho de que el otro se haya dejado seducir o no, no cambia en nada el pecado de seducción ; sin embargo, importa saberlo para determinar la obligación de reparar el daño temporal y espiritual.
El inducir a faltas veniales será pecado grave si quien induce y escandaliza está especialmente obligado, en virtud de su cargo, a impedir precisamente aquellas faltas, o si el seductor prevé que éstas serán el camino para llegar a pecados graves.
La seducción procede generalmente de la codicia, o del culpable deseo de hallar cómplices en la maldad y las fechorías. Si, por el contrario, procede de la intención premeditada de hacer que se pierdan los demás, apartándolos de Dios eternamente, el hombre se hace culpable de seducción diabólica (cf. Ioh 8, 44: "Él — el diablo — es homicida desde el principio"), que es pecado mortal ex toto genere suo, y no admite parvedad de materia.
Terrible como león a quien quieren arrebatar los cachorros se muestra nuestro Señor contra los seductores : "Al que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que en mí creen, más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno y le arrojaran al fondo del mar" (Mt 18, 6). Lo que quiere decir: "Sería afortunado aquel que, a cambio de cargar con semejante culpabilidad, tuviese que padecer muerte tan inhumana.
II. EL ESCÁNDALO
1. Delimitación general del concepto de escándalo
Escándalo es, pues, toda acción libre que puede tornarse para algunos en lazo de tropiezo en el camino de la salvación. Al escándalo activo — escandalizar — corresponde el escándalo pasivo — escandalizarse —. El escandalizarse, el sucumbir ante el escándalo puede acaecer o porque se ha cedido al influjo de una acción culpable (scandalum datum et acceptum), o porque se tomó ocasión de escándalo de una acción buena, o por lo menos subjetivamente recta (scandalum mere acceptum) del prójimo.
(No estará por demás notar que en el lenguaje popular se emplea la palabra escándalo en un sentido muy diferente del que tiene en moral. Así, "armar un escándalo" puede ser una cosa muy inocente y muy diferente de "dar escándalo" ; lo primero es causar alboroto, lo segundo es dar un mal ejemplo que pueda arrastrar a otro al mal obrar.)
2. El escándalo según la Biblia. Conducta de Cristo
y de los apóstoles
Con la palabra "escándalo" (skándalon) no se limita la sagrada Escritura — como hacen generalmente los moralistas — a designar las acciones atentatorias contra el bien espiritual del prójimo, a quien presentan culpablemente una ocasión de pecado. Para los escritores sagrados, escándalo es todo aquello que, por cualquier motivo, puede hacer caer al prójimo, aún más, es todo lo que provoca un decidirse al bien o al mal.
Cristo nuestro Señor es, conforme a la profecía de Simeón, el gran escándalo: "Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel" (Lc 2, 34). Él es el signo que provocará la contradicción, por la que se manifestarán los sentimientos de muchos (no sólo los de los buenos sino también los de los malos) (1. c.). Él es la "piedra de tropiezo, la piedra de escándalo" (Rom 9, 33; cf. Is 8, 14; 28, 16; 1 Petr 2, 6 s ; Mt 21, 44).
Entraba en el ser y en la misión de Cristo el ser "escándalo" para el mundo pecador, para los fariseos que a sí mismos se declaraban justos y, en fin, para todo su pueblo, que había colocado sus esperanzas mesiánicas en los bienes de la tierra. Su obra y la misión del Espíritu santo debía poner de manifiesto que el pecado del mundo no era un simple "desorden", o una sencilla "equivocación", sino una verdadera "rebelión contra Dios" (Ioh 16, 8 s). Nuestro Señor procede muy a sabiendas al no evitar el escándalo (Mt 15, 12). A la sencilla observación de sus discípulos que le dicen: "¿Sabes que los fariseos al oírte se han escandalizado?", responde: "Dejadlos; son guías ciegos" (1. c.). Los fariseos tropezaron contra Cristo porque estaban ciegos. El fin, pues, que perseguía Cristo con su "escándalo" era abrirles los ojos, para ver si se hundían más o se convertían.
Después de la gran promesa de la eucaristía prefirió Cristo permitir el escándalo de los apóstoles a atenuar ni siquiera una palabra. Mucho menos quiso evitarles el escándalo de su cruz. De todos modos, los preparó a él con suma paciencia y caridad. El anuncio de la pasión lo hizo relativamente tarde, aunque bastante a tiempo para que el viernes santo estuvieran en condición de no sucumbir. Pedro, del solo anuncio de la pasión, toma ocasión para un grave escándalo, hasta querer convertirse, a su turno, en "escándalo" y en "seductor" del Señor (Mt 16, 23).
Con su doctrina, su persona y su cruz quiere Cristo ofrecer un escándalo; mas no para inducir a la caída, sino para que el enérgico reactivo de su escándalo ponga en evidencia lo que en el hombre hay de falso y de corrupto, descubriendo los pensamientos y procederes hostiles a Dios y haciendo así posible el retorno completo a Él. En esta perspectiva, las palabras de Cristo : "Dichoso el que no se escandalice en mí", puede acaso interpretarse del siguiente modo: ¡Dichoso el que se siente interiormente agitado por el saludable escándalo de mi venida, de mi doctrina y de mi pasión de manera que queden derrotados sus falsos ideales y se le abran los ojos a la acción libertadora de la verdad!
Donde más claramente ofreció Cristo el gran escándalo de la declaración de su divinidad fue ante el sumo sacerdote. Con tal claridad y precisión contestó a Caifás, que nada mejor podía éste haber deseado para provocar su condena. Cristo dio ese escándalo con el mayor énfasis, para quitar toda posibilidad de vacilación a quienes habían de sentenciarlo en el consejo supremo y en los demás tribunales, y en último término, para que la fe de todos los tiempos tuviese con ello un ejemplo que la vigorizara.
Tampoco los apóstoles, a ejemplo del Señor, minimizaron el escándalo del Evangelio, y menos aún el de la Cruz, ni siquiera frente a la gnosis. El punto capital de la predicación de san Pablo es inexorablemente el de la cruz de Cristo, "escándalo para los judíos, locura para los gentiles" (1 Cor 1, 17-25; 2, 2). Sabía, en efecto, que el Crucificado era, "para los llamados, poder y sabiduría de Dios". Puesto que la muerte en cruz del verdadero Hijo de Dios es el punto básico de la doctrina evangélica, tenía el apóstol que presentar el "escándalo" sin paliativos, para que el hombre tomara su decisión a toda conciencia.
Una consecuencia se desprende de aquí para la predicación, aun la apologética, y es que nunca se puede suprimir la viva oposición que reina entre los pensamientos de Dios, sobre todo en lo que atañe a la cruz de su Hijo amadísimo, y la "sabiduría de este mundo". Hay que colocar al hombre ante una clara disyuntiva de "sí" o "no". Pretender hacer a todo trance "inofensivo" y "aceptable" el Evangelio, es desvirtuarlo.
Por otra parte, hemos de evitar, ya en la predicación, ya en todo nuestro sagrado ministerio, suscitar inútiles dificultades ante los fieles, o exigirles inoportunamente y a todo trance la aceptación de minucias secundarias; porque con ello podríamos hacernos culpables de sus traspiés. No se puede exigir todo a un mismo tiempo; preciso es esperar a que crezca el conocimiento.
En el mismo sentido nos instruye el ejemplo de san Pablo en la cuestión de la ley ritual:
El Apóstol hizo circuncidar a su discípulo Timoteo para no cerrar desde el principio toda entrada a los judíos. Y en su conducta personal se hace " judío con los judíos, gentil con los gentiles, flaco con los flacos; se hace todo para todos, a fin de salvarlos a todos" (1 Cor 9, 20 ss). A los cristianos de Roma les advierte que no han de ofrecer ocasión de escándalo a los flacos en la fe por una actitud rígida respecto de los alimentos prohibidos en el Antiguo Testamento (Rom 14 y 15). Él mismo se cuenta entre los "fuertes", entre aquellos que no tienen por impuro ningún alimento (Rom 14, 14). Pero lo decisivo no ha de ser este conocimiento de los fuertes, sino la amable atención al bien y salvación del débil, del prójimo. Nadie ha de complacerse a sí mismo; todos hemos de parar mientes en las flaquezas de los débiles (Rom 15, 1). Hay que estar dispuesto a abstenerse de un manjar prohibido por la caduca ley ritual, antes que dar a un hermano ocasión de pecar. "Mirad sobre todo que no pongáis tropiezos o escándalo al hermano" (Rom 14, 13).
Igualmente advierte el Apóstol a los corintios que el saber que sus dioses son falsos no es razón para darse a tales prácticas que perturben las conciencias poco avisadas y provoquen caídas. Es cierto que no hay tales dioses y que de por sí se podrían comer las carnes a ellos ofrecidas, dando gracias al verdadero Dios. Pero todas estas consideraciones pasan a segundo plano ante la capital importancia que reviste esta otra, a saber : que, con mi proceder, no debo, sin necesidad, dar al prójimo ocasión de pecado. Aquí queda magníficamente retratada el alma del Apóstol: "Si mi comida ha de escandalizar a mi hermano, no comeré carne jamás, por no escandalizar a mi hermano" (1 Cor 8, 13).
Por consiguiente, el cristiano ha de estar dispuesto a renunciar a muchos actos libres, acaso buenos en sí mismos, cuando entiende que han de ser ocasión de ruina espiritual para el prójimo. En verdad, no hay acción realmente buena si no se tiene en cuenta el efecto que ha de producir sobre el prójimo. "Nadie busque su provecho. sino el de los otros" (1 Cor 10, 24).
El mismo san Pablo, en el incidente de Antioquía con san Pedro, propugnó una actitud uniforme respecto de la ley ritual, para que se mostrase claramente que ésta ya no era obligatoria, aunque por ello se encandalizasen gravemente los judaizantes (Gal 2, 11 ss). San Pedro, queriendo evitar el escándalo de los judeocristianos — y sólo por eso, no por respeto humano, ni mucho menos por error teórico, y por una falsa apreciación del efecto que había de producir su conducta —, se abstenía de comer con los cristianos venidos del paganismo. Los judaizantes querían erigir este ejemplo del jefe de los Apóstoles en principio inquebrantable. Con él se ponía en peligro la pureza del Evangelio y se provocaba una gravísima crisis para la misión entre los paganos. Por eso san Pablo tuvo que exigir a san Pedro que se resolviera a dar el escándalo a los judeocristianos, quebrantando la ley mosaica, ya fenecida, a fin de preservar, tanto a ellos como a los venidos de la gentilidad, de un escándalo mucho más grave y peligroso, el de flaquear en los artículos esenciales del Evangelio.
3. Disposiciones interiores del escandaloso.
Diversas maneras de escandalizar
El pecado de escándalo procede fundamentalmente de la poca importancia dada a la salvación del prójimo.
El escandaloso de la peor especie no para mientes en el desastroso efecto que sus acciones causan respecto de la salvación del prójimo, precisamente por ausencia de la caridad sobrenatural. Este caso es totalmente distinto del que escandaliza inocentemente; porque puede suceder que, a pesar de profesarse un verdadero amor al prójimo, no advierta uno el verdadero efecto de la propia conducta sobre éste, o no le atribuya la importancia que tiene. En este caso no hay pecado de escándalo; en el primero, por el contrario, cada acto escandaloso reviste la misma culpabilidad y malicia que la disposición de que procede. De ordinario, no estará el hombre tan embebido en sí mismo que no advierta si su proceder es o no perjudicial para el bien espiritual del prójimo. Y si, a pesar de todo, escandaliza, es por egoísmo, por no poner límites a su libertad de acción, o porque busca su comodidad a expensas ajenas.
El efecto probable que tendrán las acciones sobre el alma del prójimo es uno de los principales elementos de la situación moral. Muchas pueden ser las razones por las que una acción cualquiera influya perjudicial, o por lo menos peligrosamente, sobre el prójimo: o porque la acción posea perversidad intrínseca, o porque sea tomada en mala parte, o por debilidad, o incluso malos sentimientos del prójimo. Vamos a examinar estos aspectos.
a) El escándalo del mal ejemplo
El escándalo más común y peligroso es el que se da con las malas acciones, con el mal ejemplo. Éste encierra un poder especial de seducción, cuando procede de una persona amada o investida de autoridad. Cuando el mal ejemplo se multiplica y se hace habitual en un sector humano, constituye una vigorosa potencia de. corrupción moral. Aun los que simplemente contemporizan con él, contribuyen a aumentar su eficacia y son, en cierto modo, causantes del escándalo. El escándalo es tanto más grave y pecaminoso cuanto mayor es el influjo que por su posición social ejerce quien lo da. El escándalo sólo se da cuando se comete la acción pecaminosa; aunque es cierto que los pecados puramente internos obran contra el prójimo, porque significan una disminución de caridad para con él y predisponen a cometer la acción escandalosa.
En confesión sólo hay que acusarse expresamente del escándalo del mal ejemplo, cuando éste poseía una especial peligrosidad; pues el peligro general queda ya implícito en la confesión del pecado.
b) El escándalo de los "débiles" (scandaium pusillorum)
Hay circunstancias en que puede darse escándalo grave aun por acciones que, consideradas en sí, independientemente de su eventual efecto sobre el prójimo, son buenas, o por lo menos indiferentes. Hay ocasiones, efectivamente, en que dichas acciones revisten un aspecto malo que puede descarriar una conciencia débil, o dar pie a una persona débil para entregarse a idénticos procederes, que en sí no serán malos, pero para ella serán por lo menos peligrosos. Dos causas obran en el que así se escandaliza, ambas ajenas al actuante: la debilidad y fragilidad moral del prójimo — por eso se llama scandalum pusillorum — y su incapacidad para discernir el deber en su situación. La culpabilidad del que provoca el escándalo proviene del poco cuidado y circunspección con los débiles. De éstos habla san Pablo en 1 Cor 8 s y Rom 14 s.
Hay obligación seria de prestar atención a la debilidad del prójimo cuando ello redunda en provecho espiritual suyo y es cosa factible. Pero por esta consideración no hay que proceder de manera que a la larga le sea más perjudicial aún (cf. Gal 2). Las consideraciones para con los débiles no han de ser tales que paralicen la actividad en pro del reino de Dios o disminuyan la alegría en su servicio. Tampoco suele haber obligación de perjudicarse a sí mismo por temor a la debilidad ajena, cuando no es seguro que el prójimo vaya a escandalizarse seriamente por nuestra manera de proceder.
Peca de simplista la opinión que afirma que es suficiente para obrar ante los débiles el explicarles claramente las razones que se tienen para ello, atribuyendo luego el escándalo a su propia malicia; ése no sería más que un escándalo farisaico, al que no debe prestarse atención. No es tan sencilla la solución de san Pablo. Tal opinión desconoce los límites psicológicos en la visibilidad de los valores insuficientes; atribuye, además, demasiado valor a las palabras exteriores frente a la fuerza de la situación y sobre todo frente a los prejuicios personales o sociales. Lo que sí se puede afirmar es que, cuando hay motivos poderosos para obrar, aun con escándalo de los débiles, es preciso procurar instruirlos mejor.
Ejemplos:
Es a veces lícito y aun necesario pasar por encima de ciertas leyes exclusivamente positivas, por respeto al estado moral y a la sensibilidad religiosa del prójimo; pero no se puede ir tan lejos que parezca que se pone en tela de juicio la autoridad de la Iglesia, o la obligación de confesar claramente la fe, lo que sería un escándalo de los más graves.
De vez en cuando es preciso omitir las obras de mero consejo, cuando hay esperanza de poder practicarlas más tarde sin escándalo del prójimo. Aún habría que diferir la entrada en el estado religioso o sacerdotal para evitar algún escándalo grave de los débiles. Pero como será muy raro el caso de que sólo renunciando al estado sacerdotal se pueda evitar un escándalo grave y al mismo tiempo ganar a alguien para el cielo, será también contado el caso de que alguien pueda o aún deba renunciar definitivamente a una vocación tan trascendental para el servicio de Dios. Los sacerdotes tendrán muchas veces que renunciar a algún emolumento temporal, para no poner a los fieles en peligro de adoptar una actitud hostil contra la Iglesia o la fe. Porque han de tener presente que la sola apariencia de avaricia escandaliza a los débiles y pone en peligro de ineficacia todo el sagrado ministerio. La misma Iglesia debe estar pronta a renunciar a bienes temporales, aún de gran cuantía — aunque dentro de los límites de lo posible—, si con ello evita que se alejen grupos importantes. Claro está que siempre se ha de suponer que con tales renuncias se evita realmente algún grave escándalo.
Una joven o una mujer casada deberá abstenerse de diversiones, bailes y adornos innecesarios, y aun de ir a la iglesia, cuando se juzga útil o necesario para evitarle a otra persona graves tentaciones, o librarle de ellas.
Cuando una joven busca, sin motivo razonable e intencionalmente, el encuentro con un joven al que sabe que su vista causa graves tentaciones, comete pecado grave de escándalo, aunque ella pudiera excusarse diciendo que se viste y presenta decentemente y no se permite ninguna acción pecaminosa. No hay que olvidar que los meros pecados internos conducen las almas a la ruina.
No es lícito sin graves razones exigir a alguien una cosa que de suyo pudiera hacerse sin pecado, pero que, considerada su debilidad moral o su conciencia errónea, no es probable que pudiera cumplirla sin ofender a Dios. Así, ordinariamente no se puede pedir un juramento de quien se teme que ha. de cometer perjurio. Tampoco se pueden pedir los sacramentos sin motivo a un sacerdote que, según todas las probabilidades, no los puede administrar sin cometer un pecado.
Hay diferencia esencial entre dar ocasión de pecar a una persona que está ya en pecado mortal y darla a quien conserva aún la vida de la gracia, aunque sea débil en la virtud.
Tampoco es lo mismo causar positivamente un escándalo y permitir que se corneta un pecado que podría impedirse con sólo alejar la oportunidad u ocasión que uno no ha provocado. Se puede permitir el pecado del prójimo cuando es difícil alejar la ocasión, o cuando se tiene esperanza de que dejándolo caer en una falta se le puede librar del estado de pecado. Así los padres pueden dejar el dinero en caja sin cerradura, para sorprender al hijo que ya ha robado otras veces o que se sospecha que lo ha hecho, con el fin de conseguir la enmienda total. Igual cosa puede hacerse con otro ladrón cualquiera, aún con la finalidad principal de librarse definitivamente de sus fechorías. Lo que no es lícito es ponerlo en ocasiones y coyunturas que equivalgan a una directa seducción; porque de este modo se podría precipitar en el pecado a quien hasta entonces podía estar inocente.
Nunca es lícito inducir positivamente a alguien a cometer un pecado leve para hacerlo desistir o apartarlo de otro más grave. Pero no hay pecado de escándalo en dejar cometer un pecado menor o aun en dar a entender claramente que uno está dispuesto a permitir su comisión, pero solamente para estorbar otro mayor, suponiendo, claro está, que esto es lo único que se persigue y que no hay otro medio para estorbarlo. Éste y no otro es el sentido que se ha de dar a los autores que afirman ser lícito aconsejar un pecado menor. En tal caso, el verdadero objeto del consejo no es el pecado menor; lo que se hace no es sino amonestarlo del mejor modo posible a que se abstenga por lo menos del pecado mayor.
c) El escándalo de los mal intencionados
Quien trabaja por la gloria de Dios y la salvación de las almas evitará en lo posible que sus acciones buenas, pero no obligatorias, den ocasión a los malos para cometer nuevos pecados. Esto ha de tenerse particularmente en cuenta cuando se puede sospechar que con la maldad se mezcla la debilidad, lo que sucede hoy día con harta frecuencia.
Pero el cristiano debe saber que, por el mero hecho de llevar una vida auténticamente cristiana, será necesariamente la "piedra de escándalo" para el mundo enemigo de Dios. Esto es precisamente lo que hizo Cristo, el Santo de los santos; fue precisamente su santidad la que desenmascaró la maldad y desencadenó su furia. Al dar ocasión a que el mundo se pronunciara contra Él, revelóse un abismo de maldad que no hubiera sido concebible sin su venida. "Si yo no hubiera venido no tendrían ningún pecado" (Ioh 15, 22 ss). Así también las buenas y santas obras de los discípulos de Cristo serán el blanco a que apuntarán los dardos encendidos del mundo, secuaz de Satanás. Ante esta especie de escándalo no hay por qué retroceder; por el contrario, hay que desafiarlo resueltamente (cf. Sap 2, 10-20).
d) El escándalo provechoso
Además del escándalo pecaminoso y del inevitable de los perversos, hay el escándalo provechoso para los indecisos. De éste echa mano el celo para conmover las almas y salvarlas ; él provoca la crisis necesaria que trae la curación. A veces es el único remedio. Pero hay que esperar el momento oportuno y dar en el blanco. Las exigencias esenciales e irrenunciables del cristianismo obligan a salir de su letargo a los cristianos rutinarios, tibios y de medias tintas; pero esto no puede conseguirse sin provocar lo que para unos será un escándalo inicial, una crisis, y para otros la caída en un mayor abismo.
4. El escándalo pasivo
a) Escándalo pasivo pecaminoso
Por tal entienden los moralistas en sentido estricto el tomar voluntariamente ocasión para pecar de la conducta buena o mala del prójimo. Se entiende que la acción de éste, aunque pecaminosa, no ofrece más que una ocasión o un incentivo. La causa eficaz del escándalo pasivo pecaminoso y culpable es siempre el propio albedrío. No tiene, pues, excusa el escandalizado, aunque pretenda justificarse alegando la manera de obrar del prójimo, o diciendo que "así hacen todos".
Como ejemplo típico de esta suerte de escándalos tenemos hoy el "miedo al niño" y el abuso del matrimonio, a pesar de las claras advertencias de la Iglesia. Es cierto que la fuerza de la opinión pública (que se esparce en la fábrica, en el café, en la fonda, por el cine, y la prensa) puede obscurecer tanto el conocimiento moral, que no podríamos decir sin más que corneta pecado subjetivamente grave el que, conociendo la doctrina de la Iglesia en este particular, no resiste a este escándalo so.
La forma más culpable de escándalo pasivo es la del mundo, enemigo de Dios, que desencadena su odio contra los buenos, precisamente por serlo.
b) Escándalo pasivo peligroso, pero inculpable
A veces, sobre todo entre los niños, se juzga buena la torcida conducta de otras personas, cuyos ejemplos se imitan. No peca el que así procede, desorientado por esa conducta escandalosa; pero su formación religiosa y moral encontrará sin duda en esa peligrosa condición un estorbo gravísimo, cuya culpabilidad hay que achacar evidentemente al escandaloso.
Otras veces se entrelazan en una trama insoluble el escándalo pasivo no culpable y el propiamente culpable. En tales casos, sólo Dios puede juzgar en definitiva la verdadera culpabilidad. Lo cierto es que el Juez supremo ha pronunciado esta terrible palabra : "¡Ay de aquel por quien viniere el escándalo!" (Mt 18, 7).
c) Escándalo pasivo saludable
El sano dolor, llevado hasta una ardiente indignación, es la más adecuada respuesta a los pecados y a la malicia del prójimo. Cuando este disgusto moral es moralmente recto, provoca la aversión, no a la persona del culpable sino a su falta, y determina una enérgica lucha contra el mal.
Así, no sólo el escándalo saludable, sino aún el pecaminoso propiamente dicho, puede provocar un "escandalizarse" provechoso y fructífero. Ya se entiende que se trata aquí de dos maneras de escandalizarse. Dios permite el escándalo : "preciso es que vengan escándalos" (Mt 18, 7) : al hacerlo persigue la prueba y el afianzamiento de los buenos, su enérgica oposición al mal, la decisión de los tibios, aunque también el desenmascaramiento de los malos y corrompidos.
5. Escándalos más comunes
a) La moda
1) ¡La moda, dentro de sus justos límites! En principio nada 'hay que oponer a la mujer que cultiva la belleza en una forma moderada. Fue Dios quien puso en ambos sexos la inclinación a agradar. Pero es sobre todo la mujer la que posee un sano instinto de agradar y el arte de conseguirlo. La observancia de un justo medio es, empero, una obligación moral.
Una mujer descuidada y desaseada puede también causar escándalo a los hombres.
No está, pues, prohibido a las mujeres velar por su hermosura, dentro de los justos límites que les impone su estado y condición y sin lujo exagerado. Pueden aún emplear medios artificiales (corno lápices labiales, coloretes, cabelleras postizas, etc.) si las usan las personas decentes. ¿ Pero no es más apreciable la hermosura natural que la postiza?
Para determinar los justos límites en esta materia, lo que más importa señalar es el motivo por el que la mujer se adorna. Porque una mujer puede engalanarse para agradar a su esposo, o a otra persona; por pura vanidad y despreocupado deseo de agradar, o para encontrar un buen partido, o por livianos galanteos.
Todo cuanto es exagerado, ostentativo, extravagante, fácilmente puede escandalizar y dar ocasión a la tentación propia y ajena. En ello habrá pecado grave o leve, conforme a.la intención y al escándalo que pueda tenerse. Es sobre todo lo desacostumbrado y nuevo lo que más excita. En caso de duda y si no se trata de algo indecente, sino sólo ostentoso y exagerado, ha de tenerse por falta leve.
2) La indecencia en los vestidos es, de por sí, pecado grave, a causa del escándalo que es de temer. También ha de tenerse en cuenta que con la indecencia en los vestidos la mujer pierde el pudor, a medida que va creciendo su debilidad para resistir a las tentaciones.
Es imposible, por otra parte, determinar en centímetros lo que haya de considerarse corno leve o gravemente indecente ; en este punto no puede fijarse tampoco una norma universal, valedera para todos los tiempos y lugares.
Ya dijimos que lo reciente y desacostumbrado puede más fácilmente tenerse por indecente y provocador; lo usual, por el contrario, aunque no sea siempre del todo conforme con un delicado sentimiento de pudor, parece menos peligroso.
El escote exagerado, la falda demasiado corta, el vestido transparente, el ligero traje de baño para uso público, son cosas que causan escándalo y excitan a muchos pecados internos y externos.
No hay que ser demasiado benignos para juzgar acerca del peligro en esta materia; pero tampoco se ha de precipitar uno a declarar pecado grave mientras no haya escándalo evidente. Cada caso ha de examinarse con detenimiento.
Otra particularidad conviene poner de relieve, y es que hay modas más o menos indiferentes o sólo levemente pecaminosas, que por su intención constituyen grave peligro para quienes las siguen.
No se ha de rehusar sin más la absolución únicamente por haber seguido una moda; pero cuando va acompañada de actos pecaminosos, habrá que sentenciar la moda con mayor severidad, en cuanto es causa de pecado.
Ha de procurarse sobre todo que las mujeres concurran ejemplarmente vestidas a la santa misa, a la recepción de los santos sacramentos y demás reuniones católicas. Pero si el escándalo no es evidente, incluso en la recepción de los sacramentos no será del caso formular críticas, ni mucho menos negárselos. El predicador no puede menos de hablar en contra de las modas indecentes, pero ha de ser prudente al señalar dónde está la indecencia.
También el vestido de niños y niñas ha de ser tal que no sólo no lesione el pudor sino que lo favorezca. Los padres de familia fácilmente pueden causar grave escándalo en este particular, no sólo porque fomentan la vanidad, sino también la sensualidad y exponen al peligro de seducción.
b) El arte degenerado
El arte puede corromperse al presentar el pecado bajo los esplendores de la hermosura, haciéndolo doblemente seductor. El arte auténtico puede ofrecer la visión desnuda de un cuerpo hermoso, de tal manera que no suscite tentaciones a una persona normal. La manera de representar el cuerpo, ya vestido, ya desnudo, determina el que haya o no escándalo. El representar escenas amorosas íntimas denota, por lo común, una falta de respeto; y es difícil que un verdadero artista las presente sin ofrecer ocasión de escándalo a muchos espectadores.
Fabricar, exponer y vender cuadros indecentes puede ser pecado leve o grave, según las circunstancias.
Visitar exposiciones donde se ofrecen a la contemplación no sólo cuadros decentes sino también peligrosas desnudeces u obras francamente indecentes, constituye generalmente ocasión próxima de pecado y ofrece muchas veces escándalo a los demás. Quien tenga un motivo serio para tales visitas (como los artistas y los estudiosos de arte), han de emplear los medios a propósito para que la ocasión de pecado, de próxima, se convierta en remota; esos medios son: la oración, la rectitud de intención y la circunspección en las miradas.
El cine es, hoy por hoy, el medio de que más echa nano el arte degenerado para escandalizar al mundo. El escándalo es público; por lo mismo es preciso unirse para combatirlo, sobre todo presentando un cine moral. Y cuando se prevé la apertura de un salón de cine, hay que hacer cuanto sea posible para que sus dueños y directores sean personas de responsabilidad moral.
c) Literatura pornográfica
Un verdadero diluvio de libros; periódicos y revistas ilustradas y tiendas inmorales asedia hoy no sólo a los hombres maduros, sino también a los adolescentes. Esta literatura no es simplemente escandalosa para los débiles; aquí se trata de una obra calculada para corromper, en la que se juega a sangre fría con la propensión humana para todo lo indecente y provocador. La literatura pornográfica realiza pingües ganancias, pero la ruina espiritual, sobre todo entre la juventud, es incalculable. Todos debemos luchar contra esta peste del mejor modo que nos sea posible. Al Estado corresponde defender la juventud: por eso debe intervenir con una legislación eficaz, que consulte al mismo tiempo sus propios intereses. Es cierto que el problema es difícil, porque, por una parte, es necesario amordazar la mala prensa, y por otra, dejarle a la buena la necesaria libertad; además, son muchos los obscuros y subterráneos caminos por donde aquélla trafica.
Para salir victoriosos en esta lucha es preciso que los particulares, uniéndose a la jerarquía eclesiástica, formen un frente único de defensa, bien organizado. Éste es precisamente uno de los campos en que debe trabajar especialmente la Acción católica, a quien corresponde la lucha metódica contra la mala prensa, la educación del pueblo para esta misma campaña (por ejemplo, indicándole la manera de protestar ante redactores y editoriales), la presentación de proyectos de leyes y, sobre todo, el fomento de una prensa auténticamente buena, que no se limite a producir libros religiosos, sino que se imponga también a los espíritus indiferentes en materias de religión, la producción y difusión de revistas decorosas, la creación de buenas bibliotecas populares y, en fin, la utilización de los medios modernos para la propagación del buen libro.
A los libreros no les está permitido poner públicamente a la venta los libros malos — la misma ley debería prohibirlo —; además, sólo pueden venderlos a quienes saben que los solicitan legítimamente.
Los libros, periódicos o revistas malos que se han recibido prestados no hay que devolverlos a su dueño, si es mal intencionado, siempre que de ello no haya de seguirse perjuicio grave. Aquí no hay derechos de propiedad que hacer valer, porque, ante Dios, el otro no tiene derecho a poseerlos.
6. Reparación del escándalo
Primer principio: El que se ha hecho culpable de escándalo debe esforzarse por impedir sus efectos y por reparar el daño espiritual que ha causado.
Segundo principio: Quien, con el escándalo, ha pecado no sólo contra la caridad sino también contra alguno de sus deberes cíe estado o contra la justicia, está obligado a reparar también estos perjuicios.
El deber de estado obliga especialmente a los padres de familia, a los educadores y a los pastores de almas a hacer cuanto esté a su alcance para anular el escándalo que hayan dado. Quien ha inducido a pecar a otro con astucia, engaño, temor o violencia, está obligado en justicia a reparar el daño.
Tercer principio: Quien ha escandalizado públicamente, ha de esforzarse por reparar también públicamente.
Cuarto principio: Cuando no es posible ofrecer una reparación completa, queda mayor obligación de dar buen ejemplo, de orar y de reparar por los pecados de los que fueron seducidos o escandalizados.
El seductor está de suyo obligado a hacer cuanto pueda por volver al buen camino a quienes sedujo. Pero sucederá con frecuencia que no sea prudente una intervención directa con ellos, por el próximo peligro que puede encontrar de volver a sus antiguos pecados y de hundir más todavía al prójimo. Lo que no puede omitirse en modo alguno, es la oración fervorosa y sobre todo la reparación. Casos habrá también en que pueda el escandaloso servirse de una tercera persona para reparar el mal.
Los escritores, políticos, artistas, actores, dueños de teatros y demás personas que ejercen parecida profesión y que en ella han dado escándalo, encuentran en la misma un terreno propicio para hacer el bien y así reparar auténticamente su conducta anterior. Pero es claro que para conseguirlo tienen que obrar primero la propia conversión, a la que deben llegar precisamente por razón de la obligación de reparar.
III. COOPERACIÓN EN LOS PECADOS AJENOS
1. Principios referentes a la cooperación
La cooperación en los pecados ajenos es, en general, la ayuda o contribución física o moral que se presta a un acto pecaminoso. En este sentido presta una cooperación sobresaliente el mandante, el corruptor y el ejecutor inmediato. Y ha de tenerse presente que, por más que la culpa de los diversos cooperadores difiera en grados, no difiere en cuanto a la especie.
Del hecho de que sean muchos los que contribuyen a una acción pecaminosa, no se sigue que disminuya la.culpa objetiva de cada uno; más bien aumenta, pues con la colaboración se peca también contra la caridad, corroborando la maldad de los demás, o facilitando su acción pecaminosa.
Trataremos únicamente de la cooperación o ayuda en la ejecución de una acción pecaminosa, a cuya comisión está ya decidido su autor principal.
Con esto la cooperación queda ya perfectamente deslindada del escándalo. El escándalo viene a ser el primer impulso al pecado, mientras que la cooperación, en el aspecto en que ahora la consideramos, es colaboración a una acción pecaminosa a la que su autor estaba ya previamente decidido. Pero tampoco vamos a negar que en la cooperación haya también su parte de escándalo: por ella, en efecto, se afianza más el prójimo en sus malas disposiciones y queda más hundido al facilitarle la realización del mal, sin contar que puede haber escándalo para terceros. Pero supongamos que no lo hay : entonces diremos que la cooperación es por sí misma menos perniciosa para el prójimo que el escándalo, el cual tiende a derribar al que aún está en pie. En desquite, el escandaloso, como tal, no colabora, en sentido estricto; el cooperador, por el contrario, se deja arrastrar a la acción y envolver en sus consecuencias. Es, pues, evidente que la cooperación culpable es, ante todo, un atentado contra el amor sobrenatural y cristiano de sí mismo. Pero no es éste el aspecto que vamos a considerar por el momento. Lo que nos importa ahora es la obligación que tiene todo cristiano de evitar la cooperación culpable en razón de otra cooperación: la que le pide Dios para establecer su reino sobre la tierra y para combatir cuanto pueda menoscabar su gloria y el bien del prójimo.
Para emitir un juicio moral acerca de la cooperación es necesario establecer la diferencia básica que hay entre cooperación formal y cooperación simplemente material en los pecados ajenos.
Cooperación formal es aquella que por su intrínseca finalidad o por el carácter propio de la obra cumplida (finis operis) o también por la finalidad perseguida por el colaborador (finis operantis) queda definida como contribución al pecado del otro. La colaboración formal se realiza, pues, de dos maneras: o como aprobación interna pecaminosa al pecado de otro, o como concurso que por su naturaleza incluye una aprobación del pecado ajeno y que se pone directamente al servicio del mal. La cooperación formal, por sí misma, es siempre pecado; y lo es mayor o menor, según sea el pecado a que se coopera, la magnitud del concurso que se presta y el afianzamiento del otro en su maldad. Mayor será la responsabilidad del cooperador cuando su ayuda se hace necesaria para la comisión del pecado.
La cooperación formal hiere no sólo la caridad, sino también la virtud ofendida por el pecado a que se coopera. El cooperador formal en pecados contra la justicia está obligado in solidum con el autor principal a la restitución (en principio, en la medida de su cooperación).
La cooperación puramente material consiste en una acción por sí misma buena o indiferente y que, ni de suyo ni por la intención del que la hace, es ayuda al pecado del otro; el cual. sin embargo, abusa de ella y la utiliza en su acción pecaminosa. La acción misma ofrece simplemente una posibilidad visible cíe su abuso.
Para que la acción del cooperador material merezca una condenación moral, es preciso que haya previsto o debido prever con seguridad, o por lo menos con probabilidad, el abuso que cíe ella se había de hacer. Pero esta previsión no ha de radicar en la acción considerada en sí misma, que de suyo no se encamina al pecado del agente principal (pues de lo contrario habría cooperación formal). Dicha presunción o conocimiento se desprende cíe las circunstancias especiales, de las tristes experiencias pasadas, de la participación de otras, en fin, de la directa manifestación de las malas intenciones del agente principal.
Plantea un espinoso problema la significación que hay que dar a las circunstancias especiales de la cooperación material. pues a veces puede ocurrir que una acción en sí indiferente esté indudablemente enderezada al fin malo perseguido por el agente principal; en este caso, las circunstancias entran de tal modo en la trama de la acción, que la convierten claramente en colaboración directa en el pecado ajeno. Nótese que el problema a que aludimos aquí no se presenta cuando las circunstancias son tales que hacen por sí ilícita la acción, independientemente del fin perverso de un tercero.
La distinción entre cooperación formal y material sería del todo ociosa para quien pretendiera que toda circunstancia peligrosa, aun el simple hecho de prever el abuso por un tercero, hace la acción intrínsecamente mala. Pero hay circunstancias y circunstancias. Sobre todo, el simple hecho de prever los malos efectos concomitantes no entra tan íntimamente en la acción, como el conjunto de circunstancias que la provocan y acompañan.
El ejemplo clásico que esclarece el problema es el del criado a quien su amo ordena que le ayude a entrar de noche por la ventana, o forzando la puerta, en la habitación de su amiga. (A nadie escapa la intención que lleva.)
Pues bien, puede decirse: el forzar una puerta o el prestar ayuda para entrar por una ventana puede ser, en ciertas circunstancias, un acto de caridad. En el caso citado, sólo se abusa de esta acción, que en sí misma puede ser buena. Se trata, pues, de una simple cooperación material; claro está que para su licitud han de concurrir razones muy urgentes. Pero también se puede decir, y con más razón: esta acción, por las circunstancias de tiempo y de lugar y sobre todo por la ausencia completa de motivos morales, no es más que una ayuda evidente al pecado ajeno, y sólo puede considerarse como una cooperación formal. Para que el forzar la puerta pueda considerarse como simple cooperación material, de la que abusa un tercero, es preciso que esa acción sea moralmente indiferente o buena no sólo en general y en abstracto, sino hic et nunc, considerada dentro de las actuales circunstancias.
Para que una acción pueda ser tenida por simple cooperación material, es preciso que al considerarla dentro de sus circunstancias reales e inmediatas, una persona de simple buen sentido pueda decir sin complicados raciocinios: "Lo que estoy haciendo es bueno en sí, y lo hago por un motivo honesto; ocurre sólo que la malicia ajena abusa de ello."
Pero cuando el que obra tiene que decirse: "Para hacer lo que hago no tengo más motivo ni justificación que el ser solicitado a prestar ayuda al pecado de otro, y las circunstancias no me permiten pensar que lo que se me pide hic et nunc tenga un fin honesto", entonces ya no puede decirse: "Aquí sólo hay un abuso de una buena acción mía", lo que ha de decirse es: "Mi acción sólo puede considerarse como colaboración al pecado ajeno, es decir, constituye una cooperación formal".
Para que haya simple cooperación material, es importantísimo establecer si se va a abusar de la acción o no; y, además, si ésta es buena y razonable y si se ejecuta por un motivo también razonable.
Es grave asunto de conciencia el considerar si una acción cuenta como cooperación material, es decir, si alguien se ha de servir de ella para pecar ; y es tanto más grave cuanto más inmediatamente puede servir para los fines perversos por él perseguidos; pero es especialmente grave cuando es prerrequisito indispensable para que él pueda realizar sus malos propósitos.
Primer principio: No sólo el amor a nosotros mismos y al prójimo (amor que incluye nuestra responsabilidad por el reino de Dios en el mundo), sino también aquella virtud que el agente principal se dispone a quebrantar, nos obliga a impedir en lo posible que nuestras acciones sirvan para el mal.
Segundo principio: Existen a veces motivos que justifican, y aun aconsejan y hasta imponen la cooperación material. Estos motivos han de ser tanto más serios cuanto mayor sea el daño que con la cooperación ha de causar el agente principal, cuanto más cercana esté la cooperación a la acción pecaminosa, cuanto mayor parezca la seguridad del abuso, cuanto más probable sea que, rehusando la cooperación, se impedirá el pecado, y en fin. cuanto mayor sea el peligro de escándalo para los demás.
Conclusiones: 1) Es lícita la simple cooperación material cuando con ella se defiende algún bien superior, o se impide un mal mayor. Pero, conforme a los principios acerca de las acciones "de doble efecto" 81, nunca es lícito procurar el buen efecto mediante el malo; porque el fin no justifica los medios.
2) Ninguna ventaja privada (o ningún temor de sufrir un perjuicio privado) puede hacer lícita la cooperación material próxima en acciones que perjudican gravemente a toda una comunidad (sobre todo a la Iglesia o al estado) ; porque el mal causado a una comunidad es siempre mayor que el de un particular.
3) Cualquier motivo razonable hace lícita la cooperación remota, de la que no depende la realización de la acción mala. Claro está que se supone que no es cooperación formal.
4) Para que sea lícita la cooperación en una acción que perjudica injustamente a un tercero es preciso que se trate de evitar un perjuicio mayor al prójimo o al mismo cooperador; pero hay que suponer que se tiene derecho para ejecutar la acción que redunda en daño de otro.
Tercer principio: El ambicionar una ventaja temporal no puede ser motivo suficiente para la cooperación material; ni siquiera puede presentarse como motivo principal el temor de daños temporales. El principal motivo que la justifica es el escapar a un daño espiritual, que lo amenaza a uno o a otra persona, y también el encontrar la posibilidad de ejercer un influjo espiritual "en el mundo".
A quien se ha retirado del mundo y sólo se ocupa en la propia salvación, se le ha de antojar muy fácil declarar lícita toda cooperación material, siguiendo a los rigoristas; cosa muy delicada es, en cambio, para quien vive "en medio del mundo", trabajando por el establecimiento del reino de Dios y la salvación de los que peligran. Una actitud rigorista respecto de la cooperación material, a la manera de Tertuliano, haría imposible a los laicos el cumplimiento de sus deberes en el mundo. El que establece como norma de conducta el no hacer nunca nada de que el prójimo se sirva o pueda servirse para el vial, excluye, desde un principio, toda acción apostólica de muchos campos de la vida, por ejemplo, de la política.
Como cristianos, tenemos una misión que cumplir en todas las esferas de la vida que no sean malas en sí mismas. No sólo para los apóstoles, sino para todos los cristianos, valen las palabras de Cristo: "Así como tú me enviaste al mundo, así los he enviado yo a ellos" (Ioh 17, 18). "Yo ya no estoy en el mundo, mientras que ellos están en el mundo" (Ioh 17, 11). "No pido que los saques del mundo" (Ioh 17, 15). No es que hayamos de pagar tributo al mundo para permanecer en él; nunca podemos abrazar su espíritu ni realizar sus malas obras o fomentarlas. "Te pido que los guardes del mal. Ellos no son del mundo, como no soy del mundo yo" (Ioh 17, 15s).
El cristiano está en el mundo sin ser del mundo. Esta condición establece la tensión de su existencia, porque es preciso rechazar rotundamente toda cooperación formal y usar de prudencia para evitar en lo posible la cooperación material, resignándonos pesarosos a que los malos abusen de nuestras buenas acciones para el mal, sin dejarnos, por ello, abatir. Para mantenernos en esta tensión es para lo que necesitamos "sencillez de paloma" y "prudencia de serpiente" (cf. Mt 10, 16).
2. Ejemplos de cooperación admisible e inadmisible
a) Cooperación de criados y sirvientes
Una cocinera puede preparar ordinariamente carne, aun los viernes, si los amos lo exigen, aun cuando sepa o conjeture fundadamente que sus amos, aunque católicos, no tienen motivo suficiente para no guardar la abstinencia. Si los amos no son católicos, el asunto es más fácil, porque puede suponer que tienen buena fe. Si son católicos, debería, por lo menos, disuadirlos, en forma comedida, si hay esperanza de que la atiendan. En todo caso, su cooperación es sólo material y remota.
Cuando el amo entretiene amistades dudosas, el criado puede suponer generalmente que son honestas. Mas cuando la culpabilidad de las relaciones y visitas es evidente, puede, con todo, prestar los servicios acostumbrados, cuando no pueda negarse a ellos, como son: abrir la puerta a la visita, presentarla a su amo, servir a la mesa, arreglar el aposento, y cosas por el estilo. Es cierto que debería manifestar, en alguna forma, que no le agracian las relaciones culpables. Al limitarse a prestar los servicios acostumbrados de un sirviente, puede decirse propiamente que su amo abusa de ellos. Distinto sería que le pidiera una ayuda directa en sus pecaminosas relaciones, como quedarse a la escucha para evitar sorpresas, cursar subrepticiamente invitaciones nocturnas o recados orales de contenido pecaminoso: todas estas cosas las ha de rechazar en toda ocasión. El simple hecho de transmitir noticias escritas, esto es, el hecho de llevar cartas en las que sospecha con razón que se trata de cosas malas, no constituye, por sí mismo, cooperación formal, porque en sí esa acción no supone necesariamente aceptación del concurso al pecado. Es, de todos modos, servicio muy peligroso, que no podría prestar sino por razones muy imperiosas, pues ello podría ser el requisito inmediato para un pecado. Y si, dándose cuenta de las malas consecuencias, sigue sirviendo continuamente de mandadero de "recados amorosos", ya no podría decir tan fácilmente que su amo abusa de sus servicios; más bien cabría pensar que anda de acuerdo con él.
Para aceptar un empleo cuyo desempeño da frecuente ocasión a que otros se sirvan de él para pecar, se necesitan razones muy graves.
Los ,chóferes no deberían nunca mostrar a nadie el camino de las casas de mala nota, pues ello equivale a facilitar el pecado. Pueden, sin embargo, conducir a sus amos u otros pasajeros a la calle solicitada, aunque sospechen o sepan lo que allá van a buscar. Pero cuando se les pide expresamente que ayuden al pecado conduciendo a la casa de lenocinio, deben, en lo posible, rehusar el servicio, o por lo menos rechazar toda connivencia, diciendo, por ejemplo: "Los llevo a tal calle, pero en lo demás no me meto". Si un taxista ve que con sólo rehusar sus servicios se impide el pecado, el deseo de la ganancia no es razón suficiente para prestar una cooperación material tan importante.
Comerciantes y vendedores :
Hay objetos que tienen un empleo honesto y un empleo pecaminoso. Quien, al venderlos, sospecha que el comprador los ha de emplear para el pecado, no presta sino una cooperación material que, en ciertas circunstancias, puede ser lícita.
La venta de objetos que, por su naturaleza, sólo sirven para el pecado (como son los medios anticoncepcionales), es cooperación formal al pecado del comprador.
Nadie lo ha puesto en duda, por lo que atañe al vendedor propietario, y con razón. ALBERTO SCHMITT y AERTNYS-DAMEN son los únicos que, por lo que yo sé, lo ponen en duda respecto de un simple empleado y en ciertas circunstancias. Pero aun estos moralistas juzgan que semejante cooperación material puede causar un escándalo tan grave, que no es fácil darla como permitida. DAMEN (y acaso también ScIMITT) piensa, con razón, que hay simple cooperación material cuando el vendedor-dependiente no hace más que entregar el artículo (simpliciter exhibet), sin venderlo personalmente. Tal manera de opinar parece aceptable. RULAND suministra un argumento favorable : "Los empleados que trabajan absolutamente bajo las órdenes de un superior, no son responsables del contenido de las cartas, libros y cuentas asentadas que deben custodiar, sin contribuir a ellas con su actividad intelectual personal. Lo son en el caso contrario, por ejemplo, como jefes de sección o departamento, donde comparten la responsabilidad" Respecto de la cuestión que ahora nos ocupa, dice sin vacilar: "Es naturalmente ilícito confeccionar o vender objetos que no puedan absolutamente emplearse para una finalidad moralmente buena". Es asimismo ilícito prestar su colaboración en tal negocio. También SCHILLING, por no citar más que uno de tantos, dice sin restricción: "Está absolutamente prohibido vender artículos que sólo sirven para un fin pecaminoso". Y no distingue entre vendedor dueño y vendedor dependiente. A mi juicio, quien despacha en una farmacia o droguería, estando capacitado para ello, es decir, sabiendo realmente lo que entrega ("y es fundamental que lo sepa para desempeñar legalmente su profesión"), se hace culpable de cooperación formal, cada vez que vende esa clase de artículos. Ni vale presentar la excusa de que lo hace sólo por orden del dueño. Por orden superior se han perpetrado los crímenes más inauditos. Para una conciencia respetuosa de la ley de Dios nada vale tal explicación. De todos modos, es evidente que el dueño del negocio es mucho más culpable que el simple vendedor.
Yo quisiera apuntar también aquí lo referente a los simples cajeros y a los empacadores que no hacen más que entregar lo que ordenan los jefes respectivos. ¿ Habrá, de parte de aquéllos, sí o no, cooperación formal? Una persona de simple buen sentido podría decir aquí que no hay más que un abuso de un acto, de por sí indiferente, como es el de un cajero o de un empacador ;lo que no podría ciertamente decirse del acto realizado por el farmacéutico o droguista vendedor y perito en su oficio, que va a buscar, a conciencia, el artículo pecaminoso. La acción de éste está esencialmente determinada por el objeto. Por el contrario, la acción de liquidar la cuenta o de preparar el paquete puede realizarse bien, aun cuando el empleado no sepa del objeto vendido ni preste atención a él. Aquí el objeto no determina esencial y necesariamente su acción. En todo caso, no se puede sentenciar terminantemente que es cooperación formal.
La cooperación formal del farmacéutico responsable es siempre ilícita. Puede suceder, a veces, que tales profesionales aparten a muchos del pecado e impidan cosas peores; en tal caso lo más que puede hacer el confesor o el pastor de almas es guardar silencio acerca de la ilicitud absoluta de tal cooperación, mientras haya buena fe de parte de aquéllos. Pero si preguntan, ha de respondérseles que es intrínsecamente ilícita. Es enorme el escándalo que puede dar una persona que pasa por piadosa y que desempeña tal oficio.
Los empleados secundarios, a quienes no se pide especial pericia, como cajeros, etc., prestan siempre una cooperación material apreciable, que sólo es lícita por muy graves motivos y evitando, en lo posible, todo escándalo.
b) Cooperación de médicos y enfermeros
El médico que asiste a una operación ilícita presta, en la mayoría de los casos, una cooperación formal, porque debe estar en cada momento pronto a prestar ayuda al operador principal y aun a sustituirlo en caso necesario. La asistencia puramente pasiva para instruirse o para los cortes preparatorios, usuales en toda operación, pueden considerarse como simple cooperación material, sobre todo cuando puede dar a comprender que no está conforme con la operación prohibida.
Los enfermeros y las hermanas de hospitales tienen que cumplir en la sala de operaciones ciertos oficios indiferentes, como son : esterilizar el instrumental, preparar o hacer la anestesia, entregar los instrumentos, etc. Todo ello constituye simple cooperación material, cuando "por casualidad" sirven para una operación ilícita, como es un aborto. Es evidente que el personal de las salas de operación, los enfermeros y practicantes (cuya cooperación es generalmente más remota), especialmente cuando son personas religiosas, han de hacer cuanto esté a su alcance para evitar toda cooperación al vial e impedir toda operación prohibida. Podría ser muy notable el escándalo dado por las religiosas de un hospital si tuvieran que prestar ordinariamente su colaboración en semejantes operaciones.
Las religiosas que se encargan del cuidado de una clínica u hospital deben, antes de recibirlo, dejar bien sentado en el contrato que no se las obligará a colaborar en operaciones condenadas como inmorales por la Iglesia. Pero tampoco es asunto suyo el determinar con el médico en cada caso particular, si tal o cual procedimiento es o no lícito. Cuando la benéfica actividad en clínicas y hospitales de las religiosas enfermeras depende de que alguna vez accedan a prestar una cooperación material más o menos remota en prácticas y operaciones ilícitas, tal cooperación puede, por lo común, justificarse. Pero nunca les será lícita una cooperación formal; ni tampoco una cooperación material que, dadas las circunstancias, pudiera parecer una aprobación de las prácticas prohibidas.
Sería cooperación formal el entregar al médico operador los instrumentos que sólo se usan en operaciones prohibidas ; sobre todo si el médico dijera, por ejemplo: "Prepáreme los instrumentos que sirven para interrumpir el embarazo, etc." Pero cuando con los mismos instrumentos se pueden realizar operaciones lícitas, v. gr., el parto prematuro, no puede ya decirse que el entregarlos constituya, por sí mismo cooperación formal.
Mas tampoco es lícita la cooperación puramente material, cuando la acción ha de poner en extremo peligro la salvación del alma del feto o de la madre, y al mismo tiempo se ve que, rehusando la cooperación material, se aleja probablemente dicho peligro.
Los Institutos de previsión social y de salud pública no pueden, de ningún modo, enseñar métodos antinaturales para limitar los nacimientos. Los enfermeros tampoco pueden proporcionar o propagar medios anticoncepcionales, ni siquiera por órdenes superiores, pues con ello fomentarían directamente el pecado.
El proporcionar medios profilácticos antivenéreos y el prestar los mismos servicios no constituye cooperación al pecado, pues el objeto que persigue la profilaxis antivenérea es la extinción de los gérmenes de enfermedades venéreas contraídos en el pecado; es, pues, esencialmente lo mismo que atender a cualquier enfermo que contrajo en cualquier forma dicha enfermedad. No diríamos otro tanto si dicha profilaxis se ejecutara como incentivo premeditado al pecado de los demás; lo que, efectivamente, puede acontecer. Si el permiso de ausentarse del cuartel estuviera condicionado por el hecho de recibir y llevar consigo "preservativos" — ¡ ojalá tal disposición haya pasado a la historia ! —, en caso de necesidad sería lícito distribuir y recibir tales objetos, evitando cualquier escándalo.
c) Cooperación de taberneros, comerciantes, etc.
Los taberneros que excitan a seguir bebiendo a quienes ya están medio ebrios son verdaderos seductores y cooperan formalmente a la embriaguez. Lo mismo hay que decir naturalmente de cuantos les pagan el licor. Prestan grave cooperación material a los pecados de los borrachos cuando sirven indistintamente a cuantos piden, sin fijarse si guardan la medida o no; y con tal cooperación pecan gravemente, a no ser que tengan motivos plausibles que los excusen, como evitar algún grave disgusto, maldición o enemistad. Cuando los padres de familia gastan en bebida lo que deben a sus hijos, los cantineros son culpables, no sólo de cooperación al robo, sino también de grave injusticia contra la familia del bebedor, y tienen la obligación de ayudarle en sus necesidades, en proporción de sus injustas ganancias.
Los propietarios de cafés o bares que organizan danzas y diversiones peligrosas son culpables de cooperación formal a los pecados que podían preverse, como también culpables de seducción. Pero si la diversión es, en sí, honesta, y los pecados que se cometan pueden atribuirse a la malicia de los concurrentes, la cooperación será sólo material, culpable o no, según las circunstancias.
Los comerciantes no están autorizados para poner a disposición de los clientes toda clase de diarios, periódicos o revistas malas, aunque ellos los soliciten o pidan.
Los propietarios de cines que hacen proyectar cintas perniciosas, son reos de seducción, escándalo y cooperación en los pecados de los espectadores. Los arrendadores de los edificios, si no tienen nada que ver con los programas de cine, pecan, sin embargo, con su cooperación material, si no tienen motivo que la justifique. Los empleados del cine que no prestan más que una colaboración técnica o indiferente, cooperan materialmente y, por lo mismo, se los puede excusar más fácilmente de pecado, a no ser que trabajen en un local de conocida mala fama.
Los comerciantes no están generalmente obligados a preguntar a sus clientes qué uso van a hacer de los objetos indiferentes que les venden. En el caso de prever que han de hacer un mal uso, valen las reglas de la cooperación material. Los almacenes de ropa confeccionada, las modisterías y sastrerías que confeccionan y venden trajes francamente indecentes, son culpables de cooperación formal y de seducción. A la cooperación de los empleados de tales casas se aplica lo que se dijo anteriormente sobre los empleados de farmacias.
El alquilar voluntariamente pisos o habitaciones para fines perversos, como para prostitución o citas adulterinas, etc., es siempre pecado grave, aunque se tratara de la prostitución legal ya establecida (algunos autores antiguos son más benignos para este último caso). Desde el punto de vista de la cooperación es, sin duda, sólo cooperación material ; pero es escándalo grave. Si el arrendatario dedicó posteriormente la habitación a dichos usos, el dueño tiene el derecho de reclamar y la obligación de impedir todo escándalo, sobre todo si se trata de la casa donde él mismo habita. Pero si las leyes estatales no dan ningún apoyo al dueño (lo que sucede sobre todo cuando el arrendatario no las ha quebrantado), bastará, por lo general, que le manifieste en alguna forma su desagrado.
Es puramente cooperación material la que prestan, las empresas de transporte (ferroviarias, aéreas, etc.) al transportar indistintamente cuanto se les ofrece, aun periódicos peligrosos y otros objetos que sirven para el pecado; y no es cooperación formal, porque el objeto malo no determina intrínsecamente la acción. Para que su proceder no sea pecaminoso, les bastará, por lo general, ignorar qué cosas malas transportan o por lo menos no conocerlo en sus pormenores. Tachar de cooperación formal el trabajo de los transportes públicos, sería cerrar esa profesión a los cristianos. Son dos cosas muy distintas el ponerse voluntaria e independientemente a transportar objetos prohibidos y el sufrir que otro abuse de esa acción indiferente. En el primer caso hay cooperación formal. dada la disposición voluntaria.
d) Cooperación de jueces y abogados
Encuéntrase a veces algún juez en el caso embarazoso de tener que "hacer justicia conforme a una ley injusta" 87. Si se le presenta la posibilidad de dejarla a un lado, y a pesar de todo la aplica, ciertamente que no sería posible declararlo exento de cooperación formal. Pero si no puede evitar la aplicación de la ley injusta, se puede decir con razón que él no hace otra cosa que declarar que, en el caso dado, dicha ley encuentra su aplicación; lo cual puede tomarse ciertamente como simple cooperación material.
Más delicado es el caso en que la ley no sólo peque de injusta, sino que exija cosas injustas o que por sí mismas son pecado, como la ley que impusiera la esterilización o la apostasía. En tal caso ningún juez puede prestar su cooperación. Con todo, podría haber una duda, tratándose de imponer la esterilización a un inocente que cayera dentro de la categoría de personas a quienes dicha pena se aplicara, si el juez hace cuanto puede para evitar dicha sentencia. Pero sí consideramos como cooperación formal la denuncia del testigo, que provoca la aplicación de la ley; aun cuando el denunciante se vea obligado por la misma ley a tal denuncia, como sería el médico oficial.
Los casos más delicados que más a menudo se ofrecen hoy día a los jueces, son los casos matrimoniales. Cuando un juez, conformándose con la mentalidad del estado pagano, declara que el vínculo matrimonial es disoluble y que es lícito un segundo matrimonio, es reo de cooperación formal. Pero las leyes civiles sobre el divorcio pueden entenderse únicamente de los efectos civiles de la sociedad matrimonial. Por eso, en ciertas circunstancias, puede ser lícito el declarar que, conforme a las leyes, se disuelve la sociedad matrimonial en cuanto atañe a los efectos civiles del matrimonio (comunidad de bienes, etc.), aun cuando se prevea que esta declaración impulsará a no pocos para llevar una vida seudomatrimonial, evidentemente ilícita.
Puede suceder que, en las causas matrimoniales, un juez considere como válido ante la ley de Dios un determinado matrimonio y que una de las partes pida la anulación de los efectos civiles, sin que haya justa causa (como serían las que justificasen la separación de mesa y lecho). El juez católico debe hacer entonces cuanto esté en su mano para evitar la sentencia de divorcio. Pero si no le es posible, su cooperación, material en este caso, será lícita si le asisten graves razones (como sería la de no verse privado del puesto).
Más severo es el juicio que merece la cooperación de los abogados en procesos injustos. Jamás puede un abogado defender causas que ocasionen algún perjuicio directo e injusto a un tercero, al Estado, a la Iglesia, o que menoscaben algún derecho divino. Pero sí le es lícito esforzarse por librar del castigo a un reo, cuando cree lealmente que el bien común no se perjudicará con ello.
Los funcionarios públicos no pueden prestarse voluntariamente para actuar en la celebración de matrimonios civiles que sepan son inválidos o gravemente prohibidos, en el caso de que puedan, sin graves perjuicios, rehusar sus servicios. Y si deben actuar, han de rechazar hasta la apariencia de cooperación formal, manifestando claramente que declinan toda responsabilidad y que, a su parecer, la ceremonia no produce un verdadero matrimonio, sino efectos puramente juridicociviles.
e) Cooperación a la mala prensa
Los directores de una editorial o de una empresa de publicación son reos de cooperación formal cuando prestan sus servicios para una publicación mala. No son culpables de cooperación los miembros de la directiva que, al ofrecerse ocasionalmente la publicación de algo malo en la editorial o periódico que dirigen, se declaran en contra, declinando la responsabilidad. Si no hay peligro de grave escándalo, tampoco están obligados a renunciar a su puesto. Pero si basta la amenaza de interrumpir la colaboración para impedir la publicación inconveniente, deben valerse de ella en los casos más graves.
Los que en diarios o periódicos malos sólo contribuyen con un trabajo moralmente indiferente, prestan, a lo sumo, una cooperación material, lícita según la moral, cuando con ella no se impulsa propiamente lo malo del periódico y no hay escándalo. Hay que suponer, además, que les asiste una buena razón para trabajar allí, como sería, por ejemplo, el dejar oir de vez en cuando, en aquel ambiente, una palabra buena. Un escritor de renombre, sin embargo, que colabora en periódicos de notoria hostilidad a la Iglesia, no dejaría de escandalizar gravemente.
El insertar anuncios en periódicos malos es, en sí, cooperación material, puesto que puede redundar en un apoyo económico y, en determinadas circunstancias, en una propaganda de la mala prensa. El trabajar como corresponsal, aun de simples deportes, en periódicos malos, tiene un especial carácter de colaboración material. La esperanza fundada de ejercer un influjo provechoso puede ser motivo suficiente. Generalmente hablando, puede afirmarse que la colaboración de los impresores (no la de los editores) es sólo material, pues no les corresponde normalmente el informarse del contenido, sentido o calidad de lo que imprimen. Pero los dueños y directores de imprenta sí que son gravemente culpables cuando hacen trabajar a aquéllos en alguna mala publicación. Sin embargo, no están obligados a renunciar a la impresión de un escrito porque en él se encuentre algún que otro pasaje malo, en el supuesto de que su repulsa no consiga impedir la publicación. Los empleados que se ocupan simplemente del trabajo técnico, apenas si podrán darse cuenta de la moralidad de lo que imprimen. Pero han de saber que no pueden prestar sus servicios en imprentas dedicadas a la publicación de malos libros, aunque sea a costa de graves perjuicios.
f) Cooperación en el campo de la política
El abrazar un partido o elegir un diputado que públicamente patrocina principios inmorales o contrarios al Evangelio, equivale a aprobar dichos principios y a impulsarlos : constituye, por sí mismo, cooperación formal. Los principios del partido comunista están tan opuestos a la doctrina y a la moral del Evangelio, que el Santo Oficio se creyó en el deber de calificar de pecado grave el abrazar el partido comunista o el favorecerlo, recibiendo o propagando sus escritos. Ese pecado excluye de los santos sacramentos mientras el culpable no se retracte de ello 89. Lo cual se aplica aun a aquellos que afirman no admitir los errores filosóficos y morales del comunismo, pues es pecado no sólo la defensa interior y convencida de la herejía, sino también el favorecerla, como cooperación que es a un grave pecado.
También es pecado grave, por ser una ayuda al mal, el abrazar partidos que defienden la masonería o también el socialismo, cuando éste, entre otras cosas, combate la escuela católica de modo sistemático y niega toda protección a los niños que aún no han visto la luz.
A veces no se ofrece al elector católico la posibilidad de escoger entre partidos buenos, porque todos presentan programas que ofenden gravemente la moral y la fe. Entonces debe abstenerse de dar su voto, si juzga que su abstención no ha de contribuir al aumento del mal. En caso contrario, debe dar su voto al partido que entienda ser menos opuesto a las buenas costumbres y a la fe. Tal proceder no significa que apruebe los objetivos inmorales del partido, sino simplemente que escoge el mal menor.
Es reo de cooperación formal y de pecado grave quien se hace elegir diputado por un partido cuyos miembros lo han de forzar a defender proyectos de leyes contrarias a la fe y a la sana moral. Si, por el contrario, queda libre dentro del partido, y puede combatir en las Cámaras o el Parlamento cualquier proyecto inadmisible, su actuación está lejos de ser cooperación formal. El católico podría hacerse elegir en tales condiciones, con tal que, todo bien considerado, no vaya a escandalizar con ello, o a prestar apoyo al mal, en vez de hacerlo retroceder.
El diputado que apoyara una ley opuesta a la fe y las buenas costumbres, cooperaría formalmente al pecado. Mas cuando se está ante la alternativa de votar por una ley menos perjudicial y peligrosa que otra, debe dar su apoyo a la menos mala, para evitar el mal mayor. Pero debe procurar que, por las circunstancias o por su misma declaración, se sepa que da su voto en favor de dicha ley, no por lo que encierra en sí de injusto, sino para impedir el mayor mal.
Cuando un agente de policía, en cumplimiento de una ley injusta u hostil a la Iglesia, arresta a un inocente, no se puede decir, sin más, que no tiene culpa. Sin embargo, cuando su actividad sólo consiste en ejecutar la orden de captura, puede ser que las circunstancias especialmente difíciles en que se encuentra, hagan de su proceder una simple cooperación material. Por el contrario, es auténtico secuaz de la ley injusta y perseguidor de los inocentes quien, ocupando un puesto de jefe, o aun como subordinado si obra por propia cuenta, persigue a un inocente o lo pone en prisión.
El soldado que, por cumplir las órdenes recibidas, da muerte a un inocente reconocido como tal, o contribuye a la matanza en masa de inocentes (como en la de Oradour o en los bombardeos intencionados de los barrios residenciales), es culpable de verdadera y formal cooperación y no puede ser disculpado, aunque su cielito es, subjetivamente, menos grave, por lo general, que el del jefe que le ordenó obrar.
g) Cooperación en ritos falsos
En ciertos países no debe, en general, considerarse como cooperación al pecado el satisfacer el deseo de un hereje gravemente enfermo, que suplica le llamen a su pastor, o el preparar para éste un aposento, sobre todo porque comúnmente hay que suponer la buena fe en los que nacieron en el error, y, además, el servicio espiritual del ministro acatólico no consiste esencialmente más que en ayudar al enfermo a avivar su fe en la providencia y misericordia de Dios y a emitir el acto de arrepentimiento y de amor.
Por lo demás, en este acto no se trata de la asistencia a un culto herético, naturalmente ilícito, sino simplemente de transmitir a su pastor el deseo de la visita. Pero es claro que el católico, al hacer este acto de caridad, debe portarse de modo que no parezca siquiera aprobar o defender la doctrina o los ritos heréticos.
Cuando en reuniones públicas los católicos aportan su óbolo para la construcción de iglesias para protestantes (expulsados del Este), en el convencimiento de que es preferible que recen en comunidad a que sean víctimas de la indiferencia y de la incredulidad, nada hay que objetar contra ello, en el supuesto de que eviten el escándalo y el favorecer la expansión del protestantismo. Por el mismo motivo y bajo idénticas condiciones, se ha dado el caso de que párrocos católicos han ofrecido a los protestantes iglesias o parte de las mismas para la celebración de su culto. El hecho se apoya en la reciprocidad y es expresión de sentimientos caritativos.
Por el contrario, el católico nunca debe prestarse a hacer de padrino en los matrimonios mixtos celebrados ante un ministro acatólico, porque eso sería tanto como aprobar y defender el pecado grave de la parte católica que intenta contraer matrimonio ante un ministro herético. A la inversa, puede discutirse la licitud de la asistencia meramente pasiva como testigo de un matrimonio de dos acatólicos y en caso de especial necesidad.
BERNHARD HÄRING
Herder - Barcelona 1961
Págs. 102-135
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