14/2/12

EL ESPERADO EMANUEL

               
DE CRISTO A LA EUCARISTÍA Y DE LA EUCARISTÍA A LA ETERNIDAD

P. Ramiro Sáenz

Cuando San Pablo es llevado preso a Roma, Festo expone su causa: se trata de un conflicto con los judíos por “un tal Jesús, ya muerto, de quien Pablo afirma que vive” (Hech. 25, 19). Una declaración tan simple sintetiza lo más central del cristianismo: Cristo está vivo.

I - DEL CRISTO VIVO A LA SANTA MISA

1- Cristo está vivo

Siempre que Israel se alejaba de Dios y le eran enviados los Profetas, el tema central de su predicación era el Dios vivo. ¿Por qué? Porque cuando el hombre se aleja de Dios tiende a irle quitando sus atributos: ya no es el Dios santo, que todo lo ve, que está presente, que nos juzgará,... Se transforma así en un Dios lejano y abstracto. Es decir, ya no es el Dios vivo con la infinita abundancia de la vida Divina en el cual estamos sumergidos. El deísmo es no sólo una doctrina filosófica sino una actitud del espíritu humano que quiere esconderse de Dios (como Adán y Eva) o hacerlo lejano y sin vida, lo cual es lo mismo. Ese Dios ya no nos molesta con su presencia santa, cercana, lúcida y celosa. Es un Dios domesticado. No ya un padre sino un abuelo. Para el alma recta, en cambio, es al contrario. Nada más consolador que su presencia y su presencia viva.

Eso ha significado la Resurrección de Cristo para los Apóstoles y primeros cristianos. Una de las características con que los Profetas designaban la era mesiánica era como un tiempo de “consolación”. Una consolación sobrehumana de saberlo Dios, y por lo tanto tan grande, a la vez que hombre, y por lo tanto tan identificado con las cosas del hombre, especialmente con aquello que más lo aflige como es el dolor y la muerte, ahora superados. Siempre que Cristo anuncia su pasión y muerte, anuncia también su resurrección. Imaginemos lo que ha significado para los Apóstoles después de la tragedia de la Pasión el encontrárselo de nuevo vivo. Durante 40 días se fue apareciendo cada ocho días con nuevas enseñanzas, algunas pocas de las cuales están escritas en el Nuevo Testamento.

2- La Santa Misa, sustituto de las apariciones.

Un buen día Cristo sube a los cielos pero deja dicho: “Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo”. ¿Dónde lo encontraron ahora? Nos responde un texto de los Hechos de los Apóstoles: El primer día de la semana “Acudían asiduamente a la Enseñanza de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hech. 2, 42). He aquí el sustituto de las apariciones, o de los encuentros “dominicales” ahora manifestado de cuatro maneras. La “enseñanza de los Apóstoles” era la continuación de la de Cristo, que hasta hace poco fascinaba las almas rectas; la “comunión” en el vínculo de amistad que nacía espontáneamente entre aquellos que compartían el amor a Cristo; la “fracción del pan” era la actualización, presencia de toda la Pasión, Resurrección y Glorificación de Cristo bajo los velos de los signos pero que para ellos eran transparentes; la “oración” era el nuevo modo que el mismo Cristo les había indicado para acercarse a él y tratarlo familiarmente. Todo ello estaba contenido en ese rito sagrado al que se acercaban “asiduamente”: la Eucaristía. Por ello la Misa será el sustituto de las apariciones dominicales de Cristo resucitado, y la continuidad entre ambos marcará el espíritu con que la vieron los primeros cristianos. En efecto, allí hay “alguien”.


Es conmovedor ver cómo vivieron la Misa los primeros cristianos. ¡En aquel contexto todo era tan natural, tan cercano y fresco! Hacían falta pocas explicaciones. Esa fuente abierta para todos los hombres que era Cristo, se multiplicaba hasta los confines de la tierra y se daba a cada uno de la manera más íntima. Por ello Santo Tomás de Aquino nos dirá con toda precisión: “Lo que los efectos de la Pasión de Cristo hicieron en el mundo hace este sacrificio en el hombre” (1).
Así lo vivió la primitiva Iglesia, de la que tenemos pocos pero preciosos datos (2).
El primero que traeré es de un gobernador romano de Bitinia, que por el año 100-105 pide consejo al emperador Trajano sobre el trato que debía dar a esa nueva “superstición”, que describe así:



            “Afirman (los cristianos) que la suma de su error o culpa consistía en reunirse un día señalado antes de salir el sol y entonar un cántico a Cristo como a Dios, en obligarse mutuamente y con juramento, no a maldad alguna, sino a no cometer hurtos, latrocinios ni adulterios, a no faltar a la palabra dada ni negar el depósito recibido. Hecho esto, se retiraban”.

Tenemos también el de San Justino, laico martirizado el año 130:


     “El día que se llama día del sol, todos, ya habiten en ciudades o en el campo, se reúnen en un mismo lugar”.

Más conmovedor es el de estos mártires de Abitene, en Túnez, en tiempos de Dioclesiano (por el año 300). Detenidos por reunión ilegal, son interrogados por el procónsul:“Saturnino (sacerdote) le responde:
— Hemos de celebrar el día del Señor; es nuestra ley.
Después le toca a Emérito (lector):
“¿Se celebraron en tu casa reuniones prohibidas?
Sí, hemos celebrado el día del Señor.
— ¿Por qué les permitiste entrar?
— Son mis hermanos, no se lo podía prohibir.
— Deberías haberlo hecho.
— No podía hacerlo: no podemos vivir sin celebrar la Cena del Señor."


También tenemos ejemplos en nuestros días. Durante la Revolución Francesa, en una parroquia, el sacerdote expulsado exhorta a la comunidad a reunirse a las 10, hora en que él celebrará la Eucaristía. Así lo hizo el pueblo uniéndose al sacerdote. En los países comunistas acostumbraban celebrar las llamadas “Misas blancas”, que consistían en recitar las oraciones omitiendo las del sacerdote ante un altar en el que cruzaban la estola sobre el misal. En nuestra historia es conmovedora la vida entre los ranqueles de un grupo de emigrados unitarios que, los domingos, “leía ciertos oficios divinos en un Ancora de Salvación que conservaba sucia y casi desecha” (3). Algo semejante encontramos en el caso de Santiago Avendaño, cautivo a los 7 años y que los domingos, según la cuenta que él hacía, rezaba de un viejo devocionario algunas oraciones especiales. Era una manera de sustituir el vacío de la Misa.

II- EL MULTIPLE EFECTO DE UNA PRESENCIA

1- El sentido de la Santa Misa

Por todo lo dicho, la Misa es un verdadero “misterio”, prolongación de la Encarnación. Ambos, los más grandes insertados en nuestra tierra. Los antiguos llamaban simplemente “misterios” a las acciones sagradas que hoy llamamos “sacramentos” o “sacramentales”. Dieron origen a toda una disciplina que se llamó del “arcano”, por la cual aquellos que no tuvieran fe suficientemente ilustrada, no podían acercarse y participar de ellos. Incluso el adulto que se estaba instruyendo en la fe, hasta no llegar al final no podía participar de toda la Misa sino sólo de la liturgia de la palabra. Luego debían retirarse. Para asegurarse de todo esto existía un ministerio especial: el ostiario o portero de la iglesia.
Este sentido del misterio, presente en lo sagrado, responde, por otro lado, al deseo natural de conocer, que en las cosas de Dios siempre encontrará algo nuevo. En nosotros se manifiesta por la capacidad de asombro, admiración, que nunca debe apagarse. Pero hoy se han sustituido los misterios por sus caricaturas: sean de las cosas (misterios del universo), lo personal o la interioridad (test, horóscopos, mancias, etc) o de los demás (vidas ajenas, etc).
Nadie desconoce que la búsqueda de las cosas de Dios, por muy convencidos que estemos de ello, tiene sus tentaciones propias. Es opacada y desanimada por la tentación llamada “acidia”, que para más es vicio capital, es decir que produce otros efectos en cadena. Consiste en la “tristeza del bien Divino”, nacido no de una insuficiencia de bondad o belleza en Dios sino en la imperfección del sujeto que lo busca. “Para los ojos enfermos es odiosa la luz, que para los sanos es agradable”, decía San Agustín. Ello explica ese disgusto que suele producir la oración y la participación en la Santa Misa. “No siento nada”, se escucha con frecuencia. A continuación nace el deseo de buscarlo en medio de un mundo más atractivo sensiblemente: liturgias novedosas y sensiblemente más impactantes. Tentación, por otro lado, también del sacerdote. Santo Tomás observaba que esta acidia nacía
de una “débil consideración de los bienes divinos”, por lo que el remedio estaba en hacer lo contrario pues “cuanto más meditamos en los bienes espirituales, tanto más deleitosos se nos hacen”. (4)
Una manera ligth de acercarse a la Misa es buscar en ella un momento agradable, una “Misa divertida”, como se suele decir. La Misa puede ser santa o no, pero la categoría de divertida no le pertenece. Es como decir que una comida es clara u oscura, o que un paisaje es alto o bajo. En realidad se está buscando otra cosa y no a Cristo Resucitado. O, si se quiere, nos pasa como a María Magdalena, que buscaba a Jesús sensiblemente y Cristo se la corrige diciéndole: “No me toques, que aún no he subido al Padre”. La liturgia de la Misa debe ser de tal manera que quien esté frente a ella le nazca decir como San Juan: “Es el Señor”.


2 - El sentido del domingo

El ritmo de siete días pertenecía ya a la tradición judía, pero impactó a los primeros cristianos con un sentido nuevo. Cristo reposó el sábado y se apareció el domingo, primer día de la semana para los judíos. A su vez las apariciones eran “cada ocho días”.
El domingo era entonces el “primer día de la semana”. Esto recordaba los días de la creación. Ahora todo se hacía nuevo en Cristo: es la “Nueva Alianza”, nuevo comienzo de todo. Restauración de la humanidad y del cosmos. La Iglesia es el nuevo paraíso al que ingreso por el bautismo, como lo indica todo el arte de los antiguos bautisterios. Y Dios vuelve a pasearse por el paraíso, como en los días primeros.
El domingo es el sustituto del “sábado”, día de reposo en la tierra de los trabajos temporales. Pero no es ausencia de actividad sino reposo de la mente en las fuentes de la vida, de la luz, del ser. Reposo que no es inactividad, algo meramente pasivo, sino gozo contemplativo o contemplación gozosa en Dios (5). Santo Tomás observa
que el pecado de acedia conspira justamente contra esta necesidad y obligación de la creatura: el reposo dominical indicado en el tercer mandamiento.
El domingo es también el “octavo día”. Es el que supera el séptimo, símbolo del tiempo: la eternidad, esa nueva dimensión a la que ingreso por la gracia. El templo y la Santa Misa, espacio y tiempo, son figura e incoación de la eternidad.
Fue tan significativo en la antigüedad el “día del Señor”, que ya cuando San Juan escribe el Apocalipsis los cristianos le daban ese nombre, sustituyendo el romano “Dies solis”. Luego Constantino decretará feriado ese día a principio del s. IV. Su influjo pasará a las lenguas latinas (Domenica, dimanche, domingo) y de otra manera a las eslavas (voscresenie, resurrección). El inglés y el alemán mantienen el nombre pagano (sunday y sonntag).
Hoy se ha sustituido el Día del Señor por el “fin de semana”, no indicando sino algo totalmente sin sentido, neutro, vacío. Entonces es que el hombre “aunque vestido de fiesta, es incapaz de festejar” (6).

3- El sentido del sacerdocio.

Así entendido el Sacrificio de Cristo, se comprende la naturaleza del sacerdote y su misión. Este obra In persona Christi, en el lugar de Cristo sacerdote. Toda la acción litúrgica ha sido con razón definida en nuestros días como “el ejercicio del sacerdocio de Cristo” (7). No es un simple animador de una comunidad y menos aún un showman, como ha reprochado el Cardenal Ratzinger. “Se ha intentado mostrar una religión atractiva con la ayuda de tonterías a la moda y de incitantes principios morales, con éxitos momentáneos en el grupo de creadores litúrgicos” (8), pero que no es ya el “encuentro con el Dios vivo”. El sacerdote no está ni de cara al pueblo (como se ha impuesto la costumbre) ni de espaldas; está de cara a Dios.


III - DE LA SANTA MISA A LA ETERNIDAD


Hemos ido de Cristo a la Eucaristía, ahora iremos de la Eucaristía a Cristo resucitado a la derecha del Padre. Al unirnos y recibir a Cristo mismo, estamos introduciéndonos de la manera más perfecta en otra dimensión: la eternidad. Esta ya se encuentra en la Iglesia especialmente por la Santa Misa. Para comprenderlo, nada más gráfico que acudir a la misma pedagogía divina en una de las apariciones: la del lago, relatada en el capítulo 21 de San Juan.
La nave de los Apóstoles (figura de la Iglesia) se mueve hacia la orilla, la tierra firme (figura de la eternidad). Cristo Resucitado es percibido detrás de los velos de su humanidad: “Es el Señor” dice San Juan. Nuestra liturgia debe ser de tal manera sacra, santa, que manifieste, detrás de los velos, el misterio de Cristo. Lo descubre el Apóstol casto, el que estuvo más cerca de la Pasión. En la medida que nos purifiquemos y nos ejercitemos en las virtudes entre los avatares del mundo durante la semana podremos “ver” al Señor.
Cristo se aparece en tierra firme (en contraste con el lago): es la estabilidad de los bienes eternos, anticipados por la Eucaristía.
Es el amanecer (en contraste con la noche): Es la luz eterna que se anticipa en la Iglesia y la Eucaristía como una aurora.
Cristo es el octavo personaje del cuadro (superando los 7 apóstoles): es la eternidad propia de Dios que se participa por la Eucaristía.
Comen peces y panes (en contraste con el ayuno): es la Eucaristía como sacrificio y sacramento con los que nos saciaremos en el cielo; “felices los invitados al banquete celestial”.
De Cristo a la Eucaristía y de la Eucaristía a la eternidad. Esa tensión entre el pasado y el futuro lo confesamos en esa expresión litúrgica: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”.


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NOTAS

(1) Suma Teológica, III, 79, 1.
(2) Datos tomados de A. Hamman, La vida cotidiana de los primeros cristianos, Ed. Palabra, Madrid 1985, p. 204.

(3) Estanislao Zeballos, Painé y la dinastía de los zorros, EUDEBA, Bs As 1964, p. 111.
(4) Suma Teológica, II-II, 35, 1 ad 4.
(5) Juan Pablo II, Dies Domini, 11.
(6) Juan Pablo II, Dies Domini, 4.
(7) Pio XII, Mediator Dei; Sacrosantum Concilium, 7.
(8) J. Ratzinger, presentación del libro de Klaus Gamber, La reforma de la liturgia Romana, Ed. Renovación, Madrid 1996, P. XXV.

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