Prólogo del comentario a los diez Mandamientos,
obra de Santo Tomás de Aquino que puede leerse
I. TRES cosas le son necesarias al hombre para su salvación:
el conocimiento de lo que debe creer, el conocimiento
de lo que debe desear y el conocimiento de
lo que debe cumplir. El primero se enseña en el Símbolo,
en el que se nos comunica la ciencia de los artículos
de la fe; el segundo en el Padrenuestro; y el
tercero en la Ley.
Trataremos ahora del conocimiento de lo que se debe
cumplir. Para ello tenemos cuatro leyes.
otra cosa que la luz del entendimiento puesta en nosotros
por Dios, por la cual sabemos qué debemos hacer
y qué debemos evitar. Esa luz y esta ley se las dio Dios
al hombre al crearlo. Sin embargo, muchos creen
excusarse por la ignorancia, si no observan esa ley. Pero
en contra de ellos dice el Profeta en el Salmo IV, 6:
"Son muchos los que dicen: ¿Quién nos mostrará lo
que es el bien?", como si ignorasen qué es lo que se
debe hacer, pero él mismo responde (ibidem, 7): "Marcada
está en nosotros la luz de tu rostro, Señor", o sea, la
luz del entendimiento, por la que se nos hace evidente
qué debemos hacer. En efecto, nadie ignora que
aquello que no quiere que se le haga a él no debe
hacérselo a otro, y otras cosas semejantes.
3. b) Pero aunque Dios le dio al hombre en la creación
esta ley, o sea la ley natural, el diablo sembró en
seguida en el hombre otra ley, esto es, la ley de la concupiscencia.
En efecto, mientras el alma del primer
hombre estuvo sujeta a Dios, guardando los divinos
preceptos, igualmente la carne estuvo en todo sujeta al
alma o razón. Pero luego que el diablo apartó al hombre,
por sugestión, de la observancia de los divinos pre7
ceptos, así también la carne le desobedeció a la razón.
Y por eso ocurre que aun cuando el hombre quiera
el bien conforme a la razón, por la concupiscencia
se inclina a lo contrario. Y esto es lo que el Apóstol
dice en Rom. 7, 23: "Pero siento otra ley en mis miembros
que repugna a la ley de mi mente". Y por eso
frecuentemente la ley de la concupiscencia echa a perder
la ley natural y el orden de la razón. Por lo cual
agrega el Apóstol (ibidem): "y me encadena a la ley
del pecado, que está en mis miembros".
4. c) Así pues, por haber sido destruida la ley natural
por la ley de la concupiscencia, convenía que el
hombre fuese llevado a obrar la virtud y apartarse de
los vicios: para lo cual era necesaria la ley de la Escritura.
5. Pero es de saberse que al hombre se le aparta del
mal y se le induce al bien de dos maneras.
En primer lugar, por el temor; porque lo primero por lo
que alguien principalmente empieza a evitar el pecado
es la consideración de las penas del infierno y del
último juicio. Por lo cual dice el Eclesiástico (I, 16): El
principio de la sabiduría es el temor de Dios"; y adelante
(27): "El temor del Señor aleja el pecado". En efecto,
aunque el que no peca por temor no es un justo, sín
embargo, así empieza su justificación.
Así pues, de este modo se aparta el hombre del mal y
es inducido al bien por la ley de Moisés, y quienes la
menospreciaban eran castigados con la muerte. Hebr 10,
28: "El que menosprecia la ley de Moisés, sin misericordia
es condenado a muerte sobre la palabra de dos o tres
testigos".
6. d) Pero como este modo es insuficiente, insufi8
ciente fue la ley que había sido dada por Moisés, por
que apartaba del mal al hombre precisamente por me
dio del temor, que aunque contenía la mano, no reprimía
el corazón. Por eso hay otro modo de apartar
del mal e inducir al bien, es a saber, el medio del amor.
Y según este medio fue dada la ley de Cristo, a saber,
la ley evangélica, que es la ley del amor.
7. Pero es menester considerar que entre la ley del
temor y la ley del amor hay una triple diferencia.
En primer lugar, porque la ley del temor hace siervos
a sus observantes, y en cambio la ley del amor los hace
libres. En efecto, aquel que obra sólo por el temor,
obra al modo del siervo; quien, en cambio, obra por
amor, obra a la manera del libre o del hijo. Por lo cual
el Apóstol dice en 2 Cor 3, 17: "Donde está el Espíritu del
Señor, allí está la libertad", porque obran por amor como
hijos.
8. La segunda diferencia está en que a los observantes
de la primera ley se les ponía en posesión de bienes
temporales. Isaías I, 19: "Si queréis, si me escucháis,
comeréis los bienes de la tierra". En cambio, los observantes
de la segunda ley serán puestos en posesión de
los bienes celestiales. Mateo 19, 17: "Si quieres entrar
en la vida, guarda los mandamientos"; y Mt 3, 2: "Haced
penitencia, porque el reino de los cielos está cerca".
9. La tercera diferencia está en que la primera (de
las dos leyes) es pesada: Hechos 15, 10: "¿Por qué
tentáis a Dios, queriendo imponer sobre nuestro cuello
un yugo que ni nuestros padres ni nosotros fuimos
capaces de soportar?"; y en cambio la segunda es
leve: Mt 11, 30: "Pues mi yugo es suave y mi carga ligera";
y el Apóstol en Rom 8, 15: "No recibisteis un
espíritu de servidumbre para recaer en el temor, sino
que recibisteis el espíritu de adopción de hijos".
10. Así es que, como ya dijimos, hay cuatro leyes: la
primera es la ley natural, grabada por Dios en la creación;
la segunda es la ley de la concupiscencia; la tercera
es la ley de la escritura; la cuarta es la ley de la
caridad y de la gracia, que es la ley de Cristo. Pero
es claro que no todos pueden con el duro trabajo de la
ciencia. Por lo cual Cristo nos dio una ley abreviada,
que pueda ser conocida por todos y de cuya
observancia nadie se pueda excusar por ignorancia. Y
esta es la ley del amor divino. Dice el Apóstol en Rom 9,
28: "El Señor abreviará su palabra sobre la tierra".
11. Debemos saber que esta ley [del divino amor]
debe ser la regla de todos los actos humanos. Así como
vemos en las obras de arte que es buena y bella la que
se adecúa a la regla, así también un acto humano es
bueno y virtuoso cuando concuerda con la regla del
divino amor. Y cuando no concuerda con esta regla no
es bueno ni recto ni perfecto. Por lo tanto, para que
los actos humanos sean buenos es menester que
concuerden con la regla del divino amor.
12. Pero debemos saber que esta ley del divino amor
opera en el hombre cuatro cosas sumamente deseables.
I) En primer lugar produce en él la vida espiritual.
En efecto, de manera manifiesta, naturalmente el amado
está en el amante. Por lo cual quien ama a Dios lo
tiene en sí mismo: I Juan 4, 16: "Quien permanece en la
caridad, en Dios permanece, y Dios en él".
También es de la naturaleza del amor el transformar al
amante en el amado. Por lo cual, si amamos cosas viles
y caducas, nos hacemos viles e inciertos: Oseas 9, 10: "Se
hicieron abominables como lo que amaron". Pero si
amamos a Dios, nos hacemos divinos, porque, como se
dice en I Cor 6, 17: "El que se une al Señor se hace un solo
espíritu con El".
13. Pero según dice San Agustín, "así como el alma
es la vida del cuerpo, así Dios es la vida del alma". Y
esto es algo manifiesto. En efecto, decimos que el cuerpo
vive por el alma cuando tiene las operaciones propias
de la vida, y cuando obra y se mueve; pero si el
alma se retira, el cuerpo ni obra ni se mueve. Así también,
el alma obra virtuosa y perfectamente cuando
obra por la caridad, por la cual habita Dios en ella; y
sin la caridad no obra: I Juan 3, 14: "Quien no ama
permanece en la muerte".
Porque debemos considerar que si alguien posee todos
los dones del Espíritu Santo sin la caridad, carece de
vida. En efecto, ya sea el don de lenguas, ya sea el don
de la fe, ya sea cualquiera otro, sin la caridad no dan
piedras preciosas, muerto permanece. Esto es pues lo
primero que la caridad produce.
14. 2) Lo segundo que opera la caridad es la observancia
de los divinos mandatos. San Gregorio: "Nunca
está inactivo el amor de Dios: si existe, grandes cosas
opera; pero si se niega a obrar, no es amor". Por lo cual
el signo evidente de la caridad es la prontitud en
cumplir los preceptos divinos. Vemos, en efecto, que
el amante realiza cosas grandes y difíciles por el amado.
Juan 14, 23: "El que me ama guardará mi palabra".
15. Pero se debe considerar que quien observa el
mandato y la ley del amor divino cumple con toda la
ley. Pues bien, es doble el orden de los divinos mandatos.
En efecto, algunos son afirmativos, y la caridad
los cumple, porque la plenitud de la ley que consiste
en los mandamientos, es el amor, por el cual se les observa.
Otros son prohibitivos, y también éstos los cum11
ple la caridad, porque, como dice el Apóstol en I Cor
13, 4, no obra ella falsamente.
16. 3) Lo tercero que la caridad opera consiste en
ser un socorro contra las adversidades. En efecto, a
quienes poseen la caridad no los daña ninguna adversidad,
sino que ésta se les transforma en algo saludable:
Rom. 8, 28: "Todas las cosas concurren para el
bien de los que aman a Dios". Ciertamente, aun las cosas
adversas y difíciles le parecen dulces al que ama,
tal como entre nosotros lo vemos patente.
17. 4) El cuarto efecto [de la caridad] es que conduce
a la dicha. En efecto, únicamente a los que posean
la caridad se les promete la eterna bienaventuranza.
Porque sin la caridad todo es insuficiente. II Tim
IV, 8: "Ya me está preparada la corona de la justicia,
que me otorgará aquel día el Señor, justo Juez, y no
sólo a mí, sino a todos los que aman su venida".
18.Y es de saberse que sólo según la diferencia de
la caridad es la diferencia de la bienaventuranza y no
según alguna otra virtud. En efecto, hubo muchos que
fueron más abstinentes que los Apóstoles; pero éstos
aventajan a todos los demás en bienaventuranza en
virtud de la excelencia de su caridad, porque, según
el Apóstol —Rom. 8, 23—, poseyeron las primicias del
espíritu. Así es que la diferencia de la bienaventuranza
proviene de la diferencia de la caridad.
Y así se manifiestan los cuatro efectos que produce
en nosotros la caridad.
Pero aparte de ellos hay algunos otros producidos
por ella, que no se deben olvidar.
19. 5) En primer lugar, en efecto, produce la remisión
de los pecados. Y esto lo veremos claramente por
nosotros mismos. En efecto, si alguien ofende a otro, y
luego lo ama íntimamente, en virtud de este amor a
él perdona el ofendido la ofensa. De la misma manera,
Dios les perdona los pecados a los que lo aman. I Pedro
IV, 8: "La caridad cubre una muchedumbre de los
pecados". Y bien dice "cubre", porque éstos no los
ve Dios para castigarlos. Pero aunque diga que cubre
una multitud, sin embargo, Salomón dice —Prov 10,
12— que "la caridad cubre la totalidad de los pecados".
Y esto es lo que manifiesta sobre todo el ejemplo
de la Magdalena —Luc 7, 47—: "Le son perdonados
sus muchos pecados". Y en seguida dice por qué:
"porque ha amado mucho".
20. Pero quizá diga alguno: Luego basta la caridad
para lavar los pecados, y no se necesita la penitencia.
Pero se debe considerar que no ama en verdad el que
no se arrepienta verdaderamente. En efecto, es claro
que cuanto más amamos a alguien, tanto más nos dolemos
si lo ofendimos. Y este es uno de los efectos de
la caridad.
21. 6) Igualmente causa la iluminación del corazón.
Como dice Job —37, 19—: "todos estamos envueltos
en tinieblas". En efecto, con frecuencia ignoramos qué
debemos hacer o desear. Pero la caridad enseña todo
lo que es necesario para la salvación. Por lo cual dice
San Juan, 2, 27: "Su unción os lo enseña todo". En efecto,
donde hay caridad, allí está el Espíritu Santo, que lo
conoce todo y nos conduce por el camino recto, como
se dice en Salmo 142, 10. Por lo cual dice el Eclesiástico
—2, 10—: "Los que teméis a Dios, amadle, y vuestros
corazones serán iluminados", esto es, conociendo
lo necesario para la salvación.
22. 7) Igualmente produce en el hombre la perfecta
alegría. En efecto, nadie posee en verdad el gozo si no
vive en la caridad. Porque cualquiera que desea algo,
no goza ni se alegra ni descansa mientras no lo
obtenga. Y en las cosas temporales ocurre que se
apetece lo que no se tiene, y lo que se posee se
desprecia y produce tedio; pero no es así en las cosas
espirituales. Por el contrario, quien ama a Dios lo
posee, y por lo mismo el ánimo de quien lo ama y lo
desea en El descansa. "El que permanece en la caridad,
en Dios permanece, y Dios en él", como se dice en I
Juan 4, 16.
23. 8) Igualmente produce una perfecta paz. En efecto,
ocurre que frecuentemente se desean las cosas temporales;
pero ya poseyéndolas, aún entonces el ánimo
del que las desea no descansa; por el contrario, poseyendo
una cosa, desea otra. Isaías 57, 20: "Pero el corazón
del impío es como un mar proceloso que no puede
aquietarse". Y también Isaías 57, 21: "No hay paz para
los impíos, dice el Señor". Pero no ocurre así habiendo
Caridad para con Dios. Porque quien ama a Dios, goza
de perfecta paz. Salmo 118, 165: "Mucha paz tienen los
que aman tu ley; no hay para ellos tropiezo".
Lo cual es así porque sólo Dios basta para satisfacer
nuestros deseos: Dios, en efecto, es más grande que
nuestro corazón, como dice el Apóstol (I Juan 3, 20), y
por eso dice San Agustín en sus Confesiones (L. I): "Nos
hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto
hasta que descanse en ti". Salmo 102, 5: "El sacia tus
deseos de todo bien".
24. 9) Igualmente la caridad hace al hombre de gran
dignidad. En efecto, todas las criaturas están al servicio
de la Divina Majestad (porque todas han sido hechas
por El), como están al servicio del artesano las
obras de sus manos; pero la caridad convierte al siervo
en libre y amigo. Por lo cual les dice el Señor a los
Apóstoles —Juan 15, 15—: "Ya no os llamo siervos...
sino amigos".
25. Pero ¿acaso no es siervo Pablo, ni los demás
Apóstoles, que se firman siervos?
Pero es de saberse que hay dos clases de servidumbre.
La primera es la del temor; y ésta es aflictiva y
no meritoria. En efecto, si alguien se abstiene del pecado
por el solo temor de la pena, no por eso merece,
sino que todavía es siervo. La segunda es la del amor.
En efecto, si alguien obra no por temor del castigo
sino por el amor divino, no obra como siervo, sino como
libre, por obrar voluntariamente. Por lo cual les dice
Cristo: "Ya no os digo siervos". Pero ¿por qué? El apóstol
responde —Rom 8, 15—: "No habéis recibido un espíritu
de servidumbre para recaer en el temor, sino que
recibisteis el espíritu de hijos adoptivos". En efecto, no
hay temor en la caridad, como se dice en I Juan 4, 18,
porque el temor es por un castigo; pero la caridad no
sólo nos hace libres sino también hijos, de modo que
nos llamamos hijos de Dios y lo somos, como se dice en
I Juan 3, I.
En efecto, el extraño se hace hijo adoptivo de alguien
cuando adquiere para sí el derecho a heredarlo.
De la misma manera, la caridad adquiere el derecho a
la herencia de Dios, la cual es la vida eterna, porque,
como se dice en Rom 8, 16-17: "El Espíritu mismo da
testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios,
y si hijos, también herederos: herederos de Dios,
coherederos de Cristo". Sabiduría 5, 5: "He aquí que han
sido contados entre los hijos de Dios".
26. Por lo ya dicho son patentes las ventajas de la
caridad. Puesto que es tan ventajosa, con ahínco se
debe trabajar por adquirirla y conservarla.
Sin embargo, es de saberse que por sí mismo nadie
puede poseer la caridad, antes bien es un don de solo
Dios. Por lo cual se dice en I Juan 4, 10: "La caridad está
no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en
que El nos amó primero"; pues es evidente que Dios no
nos ama porque nosotros lo amáramos primero, sino
que nosotros lo amamos a causa de su amor.
27. Se debe considerar también que aunque todos
los dones provienen del Padre de las luces, el de la caridad
sobrepasa a todos los otros dones. En efecto,
todos los demás se pueden poseer sin caridad y sin el
Espíritu Santo, mientras que con la caridad necesariamente
se posee al Espíritu Santo. Dice el Apóstol en
Rom 5, 5: "La caridad de Dios se ha derramado en
nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que
nos ha sido dado". En efecto, sin la gracia y sin el Espíritu
Santo se poseen ya el don de lenguas, ya el de
ciencia, ya el de profecía.
28. Pero aunque la caridad sea un don divino, para
poseerla se requiere una disposición de nuestra parte.
Y por eso es de saberse que para adquirir la caridad
son necesarias dos cosas especialmente, y otras dos
para el aumento de la caridad ya adquirida.
A) Pues bien, para adquirir la caridad lo primero es
escuchar cuidadosamente la palabra [divina]. Y esto se
prueba de manera suficiente por lo que ocurre entre
nosotros. En efecto, oyendo cosas buenas de alguien,
nos inflamos en amor por él. Salmo 118, 140: "Tu palabra
es fuego impetuoso, y tu siervo la ama". También el
Salmo 104, 19: "La palabra del Señor lo inflamó". Y por
eso aquellos dos discípulos [de Emaús], turbados por el
amor divino, decían —Lc 24, 32—: "¿No ardían nuestros
corazones dentro de nosotros mientras en el camino nos
hablaba y nos declaraba las Escrituras?". Por lo cual
leemos también en Hechos 10, 44, que al predicar
Pedro, el Espíritu Santo descendió sobre los que
escuchaban la divina palabra. Y esto ocurre
frecuentemente en las predicaciones, en cuanto los que
vienen con un corazón duro se encienden en el divino
amor en virtud de la palabra de la predicación.
29. Lo segundo es la continua meditación del bien.
Salmo 38, 4: "Me ardía el corazón dentro del pecho".
Así es que si quieres adquirir el amor divino, medita
en el bien. En efecto, demasiado duro tendría que ser
el que meditando en los divinos beneficios que se le
han concedido, en los peligros que se le han evitado y
en la bienaventuranza que de nuevo se le ha prometido
por Dios, no se inflamara en el amor divino. Por lo
cual dice San Agustín: "Duro es el corazón del hombre,
que no sólo no quiere dar amor sino que ni siquiera
corresponder". Siempre, así como los malos pensamientos
destruyen la caridad, así también los buenos la adquieren,
la alimentan y la conservan. Así es que decidamos
con Isaías I, 16: "Quitad de ante mis ojos la
iniquidad de vuestros pensamientos". Sabiduría I, 3:
"Los pensamientos perversos apartan de Dios".
30. B) Por otra parte, son también dos las cosas que
aumentan la Caridad ya adquirida.
La primera es el desprendimiento del corazón de las
cosas terrenas. En efecto, el corazón no puede portarse
perfectamente en cosas diversas. Por lo cual nadie puede
amar a Dios y al mundo. Por lo mismo, cuanto más
se aleja el alma del amor de las cosas terrenas, tanto
más se afirma en el amor divino. Por eso dice San Agustín
en el Libro de las 83 Cuestiones: "La ruina de la
caridad es la esperanza de alcanzar o guardar los bienes
temporales; el alimento de la caridad es la disminución
de la concupiscencia; su perfección, nula concupiscencia,
porque la raíz de todos los males es la
concupiscencia". Así es que el que quiera alimentar la
candad, aplíquese en disminuir las concupiscencias.
31. Ahora bien, la concupiscencia es el deseo de adquirir
o retener las cosas temporales. El principio de su
disminución es el temor de Dios, al que no se puede sólo
temer sin amarlo. Y con este objeto fueron establecidas
las órdenes religiosas: en ellas y por ellas el alma
se aparta de las cosas mundanas y corruptibles y se
endereza a las divinas. Lo cual se significa en 2 Mac
I, 22, donde se dice: "Salió el sol, que antes estaba
nublado". El sol, esto es, el humano entendimiento, está
nublado cuando se aplica a las cosas terrenas; pero brilla
cuando se aparta y se retira del amor a las cosas
terrenas. En efecto, entonces resplandece y en él crece
entonces el amor divino.
32. La segunda es una firme paciencia en las adversidades.
En efecto, es claro que cuando sufrimos cosas
penosas por la persona amada, ese amor no se destruye
sino que aumenta. Cant 8, 7: "Copiosas aguas (o sea, las
muchas tribulaciones) no han podido extinguir la caridad".
Por eso los varones santos que soportan las adversidades
por Dios, más se afirman en su amor, así
como el artesano quiere más la obra en que más trabajó.
De ahí también que cuanto más aflicciones sufren
los fieles por Dios, tanto más se elevan en su amor.
Gen 7, 17: "Crecieron las aguas (esto es, las tribulaciones)
y levantaron el arca sobre la tierra", o sea, a la
Iglesia, o el alma del varón justo.
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