22/2/12

LOS MANDAMIENTOS

Prólogo del comentario a los diez Mandamientos,
obra de Santo Tomás de Aquino que puede leerse
completa en  Aquinatis






















I. TRES cosas le son necesarias al hombre para su salvación:

el conocimiento de lo que debe creer, el conocimiento

de lo que debe desear y el conocimiento de

lo que debe cumplir. El primero se enseña en el Símbolo,

en el que se nos comunica la ciencia de los artículos

de la fe; el segundo en el Padrenuestro; y el

tercero en la Ley.



Trataremos ahora del conocimiento de lo que se debe

cumplir. Para ello tenemos cuatro leyes.



2. a) La primera se llama ley natural. Y ésta no es

otra cosa que la luz del entendimiento puesta en nosotros

por Dios, por la cual sabemos qué debemos hacer

y qué debemos evitar. Esa luz y esta ley se las dio Dios

al hombre al crearlo. Sin embargo, muchos creen

excusarse por la ignorancia, si no observan esa ley. Pero

en contra de ellos dice el Profeta en el Salmo IV, 6:

"Son muchos los que dicen: ¿Quién nos mostrará lo

que es el bien?", como si ignorasen qué es lo que se

debe hacer, pero él mismo responde (ibidem, 7): "Marcada

está en nosotros la luz de tu rostro, Señor", o sea, la

luz del entendimiento, por la que se nos hace evidente

qué debemos hacer. En efecto, nadie ignora que

aquello que no quiere que se le haga a él no debe

hacérselo a otro, y otras cosas semejantes.



3. b) Pero aunque Dios le dio al hombre en la creación

esta ley, o sea la ley natural, el diablo sembró en

seguida en el hombre otra ley, esto es, la ley de la concupiscencia.

En efecto, mientras el alma del primer

hombre estuvo sujeta a Dios, guardando los divinos

preceptos, igualmente la carne estuvo en todo sujeta al

alma o razón. Pero luego que el diablo apartó al hombre,

por sugestión, de la observancia de los divinos pre7

ceptos, así también la carne le desobedeció a la razón.

Y por eso ocurre que aun cuando el hombre quiera

el bien conforme a la razón, por la concupiscencia

se inclina a lo contrario. Y esto es lo que el Apóstol

dice en Rom. 7, 23: "Pero siento otra ley en mis miembros

que repugna a la ley de mi mente". Y por eso

frecuentemente la ley de la concupiscencia echa a perder

la ley natural y el orden de la razón. Por lo cual

agrega el Apóstol (ibidem): "y me encadena a la ley

del pecado, que está en mis miembros".



4. c) Así pues, por haber sido destruida la ley natural

por la ley de la concupiscencia, convenía que el

hombre fuese llevado a obrar la virtud y apartarse de

los vicios: para lo cual era necesaria la ley de la Escritura.



5. Pero es de saberse que al hombre se le aparta del

mal y se le induce al bien de dos maneras.

En primer lugar, por el temor; porque lo primero por lo

que alguien principalmente empieza a evitar el pecado

es la consideración de las penas del infierno y del

último juicio. Por lo cual dice el Eclesiástico (I, 16): El

principio de la sabiduría es el temor de Dios"; y adelante

(27): "El temor del Señor aleja el pecado". En efecto,

aunque el que no peca por temor no es un justo, sín

embargo, así empieza su justificación.

Así pues, de este modo se aparta el hombre del mal y

es inducido al bien por la ley de Moisés, y quienes la

menospreciaban eran castigados con la muerte. Hebr 10,

28: "El que menosprecia la ley de Moisés, sin misericordia

es condenado a muerte sobre la palabra de dos o tres

testigos".



6. d) Pero como este modo es insuficiente, insufi8

ciente fue la ley que había sido dada por Moisés, por

que apartaba del mal al hombre precisamente por me

dio del temor, que aunque contenía la mano, no reprimía

el corazón. Por eso hay otro modo de apartar

del mal e inducir al bien, es a saber, el medio del amor.

Y según este medio fue dada la ley de Cristo, a saber,

la ley evangélica, que es la ley del amor.



7. Pero es menester considerar que entre la ley del

temor y la ley del amor hay una triple diferencia.

En primer lugar, porque la ley del temor hace siervos

a sus observantes, y en cambio la ley del amor los hace

libres. En efecto, aquel que obra sólo por el temor,

obra al modo del siervo; quien, en cambio, obra por

amor, obra a la manera del libre o del hijo. Por lo cual

el Apóstol dice en 2 Cor 3, 17: "Donde está el Espíritu del

Señor, allí está la libertad", porque obran por amor como

hijos.



8. La segunda diferencia está en que a los observantes

de la primera ley se les ponía en posesión de bienes

temporales. Isaías I, 19: "Si queréis, si me escucháis,

comeréis los bienes de la tierra". En cambio, los observantes

de la segunda ley serán puestos en posesión de

los bienes celestiales. Mateo 19, 17: "Si quieres entrar

en la vida, guarda los mandamientos"; y Mt 3, 2: "Haced

penitencia, porque el reino de los cielos está cerca".



9. La tercera diferencia está en que la primera (de

las dos leyes) es pesada: Hechos 15, 10: "¿Por qué

tentáis a Dios, queriendo imponer sobre nuestro cuello

un yugo que ni nuestros padres ni nosotros fuimos

capaces de soportar?"; y en cambio la segunda es

leve: Mt 11, 30: "Pues mi yugo es suave y mi carga ligera";

y el Apóstol en Rom 8, 15: "No recibisteis un

espíritu de servidumbre para recaer en el temor, sino

que recibisteis el espíritu de adopción de hijos".



10. Así es que, como ya dijimos, hay cuatro leyes: la

primera es la ley natural, grabada por Dios en la creación;

la segunda es la ley de la concupiscencia; la tercera

es la ley de la escritura; la cuarta es la ley de la

caridad y de la gracia, que es la ley de Cristo. Pero

es claro que no todos pueden con el duro trabajo de la

ciencia. Por lo cual Cristo nos dio una ley abreviada,

que pueda ser conocida por todos y de cuya

observancia nadie se pueda excusar por ignorancia. Y

esta es la ley del amor divino. Dice el Apóstol en Rom 9,

28: "El Señor abreviará su palabra sobre la tierra".



11. Debemos saber que esta ley [del divino amor]

debe ser la regla de todos los actos humanos. Así como

vemos en las obras de arte que es buena y bella la que

se adecúa a la regla, así también un acto humano es

bueno y virtuoso cuando concuerda con la regla del

divino amor. Y cuando no concuerda con esta regla no

es bueno ni recto ni perfecto. Por lo tanto, para que

los actos humanos sean buenos es menester que

concuerden con la regla del divino amor.



12. Pero debemos saber que esta ley del divino amor

opera en el hombre cuatro cosas sumamente deseables.



I) En primer lugar produce en él la vida espiritual.

En efecto, de manera manifiesta, naturalmente el amado

está en el amante. Por lo cual quien ama a Dios lo

tiene en sí mismo: I Juan 4, 16: "Quien permanece en la

caridad, en Dios permanece, y Dios en él".

También es de la naturaleza del amor el transformar al

amante en el amado. Por lo cual, si amamos cosas viles

y caducas, nos hacemos viles e inciertos: Oseas 9, 10: "Se

hicieron abominables como lo que amaron". Pero si

amamos a Dios, nos hacemos divinos, porque, como se

dice en I Cor 6, 17: "El que se une al Señor se hace un solo

espíritu con El".



13. Pero según dice San Agustín, "así como el alma

es la vida del cuerpo, así Dios es la vida del alma". Y

esto es algo manifiesto. En efecto, decimos que el cuerpo

vive por el alma cuando tiene las operaciones propias

de la vida, y cuando obra y se mueve; pero si el

alma se retira, el cuerpo ni obra ni se mueve. Así también,

el alma obra virtuosa y perfectamente cuando

obra por la caridad, por la cual habita Dios en ella; y

sin la caridad no obra: I Juan 3, 14: "Quien no ama

permanece en la muerte".

Porque debemos considerar que si alguien posee todos

los dones del Espíritu Santo sin la caridad, carece de

vida. En efecto, ya sea el don de lenguas, ya sea el don

de la fe, ya sea cualquiera otro, sin la caridad no dan

la vida. Aunque un cuerpo muerto se vista de oro y

piedras preciosas, muerto permanece. Esto es pues lo

primero que la caridad produce.



14. 2) Lo segundo que opera la caridad es la observancia

de los divinos mandatos. San Gregorio: "Nunca

está inactivo el amor de Dios: si existe, grandes cosas

opera; pero si se niega a obrar, no es amor". Por lo cual

el signo evidente de la caridad es la prontitud en

cumplir los preceptos divinos. Vemos, en efecto, que

el amante realiza cosas grandes y difíciles por el amado.

Juan 14, 23: "El que me ama guardará mi palabra".



15. Pero se debe considerar que quien observa el

mandato y la ley del amor divino cumple con toda la

ley. Pues bien, es doble el orden de los divinos mandatos.

En efecto, algunos son afirmativos, y la caridad

los cumple, porque la plenitud de la ley que consiste

en los mandamientos, es el amor, por el cual se les observa.

Otros son prohibitivos, y también éstos los cum11

ple la caridad, porque, como dice el Apóstol en I Cor

13, 4, no obra ella falsamente.



16. 3) Lo tercero que la caridad opera consiste en

ser un socorro contra las adversidades. En efecto, a

quienes poseen la caridad no los daña ninguna adversidad,

sino que ésta se les transforma en algo saludable:

Rom. 8, 28: "Todas las cosas concurren para el

bien de los que aman a Dios". Ciertamente, aun las cosas

adversas y difíciles le parecen dulces al que ama,

tal como entre nosotros lo vemos patente.



17. 4) El cuarto efecto [de la caridad] es que conduce

a la dicha. En efecto, únicamente a los que posean

la caridad se les promete la eterna bienaventuranza.

Porque sin la caridad todo es insuficiente. II Tim

IV, 8: "Ya me está preparada la corona de la justicia,

que me otorgará aquel día el Señor, justo Juez, y no

sólo a mí, sino a todos los que aman su venida".



18.Y es de saberse que sólo según la diferencia de

la caridad es la diferencia de la bienaventuranza y no

según alguna otra virtud. En efecto, hubo muchos que

fueron más abstinentes que los Apóstoles; pero éstos

aventajan a todos los demás en bienaventuranza en

virtud de la excelencia de su caridad, porque, según

el Apóstol —Rom. 8, 23—, poseyeron las primicias del

espíritu. Así es que la diferencia de la bienaventuranza

proviene de la diferencia de la caridad.

Y así se manifiestan los cuatro efectos que produce

en nosotros la caridad.

Pero aparte de ellos hay algunos otros producidos

por ella, que no se deben olvidar.



19. 5) En primer lugar, en efecto, produce la remisión

de los pecados. Y esto lo veremos claramente por

nosotros mismos. En efecto, si alguien ofende a otro, y

luego lo ama íntimamente, en virtud de este amor a

él perdona el ofendido la ofensa. De la misma manera,

Dios les perdona los pecados a los que lo aman. I Pedro

IV, 8: "La caridad cubre una muchedumbre de los

pecados". Y bien dice "cubre", porque éstos no los

ve Dios para castigarlos. Pero aunque diga que cubre

una multitud, sin embargo, Salomón dice —Prov 10,

12— que "la caridad cubre la totalidad de los pecados".

Y esto es lo que manifiesta sobre todo el ejemplo

de la Magdalena —Luc 7, 47—: "Le son perdonados

sus muchos pecados". Y en seguida dice por qué:

"porque ha amado mucho".



20. Pero quizá diga alguno: Luego basta la caridad

para lavar los pecados, y no se necesita la penitencia.

Pero se debe considerar que no ama en verdad el que

no se arrepienta verdaderamente. En efecto, es claro

que cuanto más amamos a alguien, tanto más nos dolemos

si lo ofendimos. Y este es uno de los efectos de

la caridad.



21. 6) Igualmente causa la iluminación del corazón.

Como dice Job —37, 19—: "todos estamos envueltos

en tinieblas". En efecto, con frecuencia ignoramos qué

debemos hacer o desear. Pero la caridad enseña todo

lo que es necesario para la salvación. Por lo cual dice

San Juan, 2, 27: "Su unción os lo enseña todo". En efecto,

donde hay caridad, allí está el Espíritu Santo, que lo

conoce todo y nos conduce por el camino recto, como

se dice en Salmo 142, 10. Por lo cual dice el Eclesiástico

—2, 10—: "Los que teméis a Dios, amadle, y vuestros

corazones serán iluminados", esto es, conociendo

lo necesario para la salvación.



22. 7) Igualmente produce en el hombre la perfecta

alegría. En efecto, nadie posee en verdad el gozo si no

vive en la caridad. Porque cualquiera que desea algo,

no goza ni se alegra ni descansa mientras no lo

obtenga. Y en las cosas temporales ocurre que se

apetece lo que no se tiene, y lo que se posee se

desprecia y produce tedio; pero no es así en las cosas

espirituales. Por el contrario, quien ama a Dios lo

posee, y por lo mismo el ánimo de quien lo ama y lo

desea en El descansa. "El que permanece en la caridad,

en Dios permanece, y Dios en él", como se dice en I

Juan 4, 16.



23. 8) Igualmente produce una perfecta paz. En efecto,

ocurre que frecuentemente se desean las cosas temporales;

pero ya poseyéndolas, aún entonces el ánimo

del que las desea no descansa; por el contrario, poseyendo

una cosa, desea otra. Isaías 57, 20: "Pero el corazón

del impío es como un mar proceloso que no puede

aquietarse". Y también Isaías 57, 21: "No hay paz para

los impíos, dice el Señor". Pero no ocurre así habiendo

Caridad para con Dios. Porque quien ama a Dios, goza

de perfecta paz. Salmo 118, 165: "Mucha paz tienen los

que aman tu ley; no hay para ellos tropiezo".

Lo cual es así porque sólo Dios basta para satisfacer

nuestros deseos: Dios, en efecto, es más grande que

nuestro corazón, como dice el Apóstol (I Juan 3, 20), y

por eso dice San Agustín en sus Confesiones (L. I): "Nos

hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto

hasta que descanse en ti". Salmo 102, 5: "El sacia tus

deseos de todo bien".



24. 9) Igualmente la caridad hace al hombre de gran

dignidad. En efecto, todas las criaturas están al servicio

de la Divina Majestad (porque todas han sido hechas

por El), como están al servicio del artesano las

obras de sus manos; pero la caridad convierte al siervo

en libre y amigo. Por lo cual les dice el Señor a los

Apóstoles —Juan 15, 15—: "Ya no os llamo siervos...

sino amigos".



25. Pero ¿acaso no es siervo Pablo, ni los demás

Apóstoles, que se firman siervos?

Pero es de saberse que hay dos clases de servidumbre.

La primera es la del temor; y ésta es aflictiva y

no meritoria. En efecto, si alguien se abstiene del pecado

por el solo temor de la pena, no por eso merece,

sino que todavía es siervo. La segunda es la del amor.

En efecto, si alguien obra no por temor del castigo

sino por el amor divino, no obra como siervo, sino como

libre, por obrar voluntariamente. Por lo cual les dice

Cristo: "Ya no os digo siervos". Pero ¿por qué? El apóstol

responde —Rom 8, 15—: "No habéis recibido un espíritu

de servidumbre para recaer en el temor, sino que

recibisteis el espíritu de hijos adoptivos". En efecto, no

hay temor en la caridad, como se dice en I Juan 4, 18,

porque el temor es por un castigo; pero la caridad no

sólo nos hace libres sino también hijos, de modo que

nos llamamos hijos de Dios y lo somos, como se dice en

I Juan 3, I.



En efecto, el extraño se hace hijo adoptivo de alguien

cuando adquiere para sí el derecho a heredarlo.

De la misma manera, la caridad adquiere el derecho a

la herencia de Dios, la cual es la vida eterna, porque,

como se dice en Rom 8, 16-17: "El Espíritu mismo da

testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios,

y si hijos, también herederos: herederos de Dios,

coherederos de Cristo". Sabiduría 5, 5: "He aquí que han

sido contados entre los hijos de Dios".



26. Por lo ya dicho son patentes las ventajas de la

caridad. Puesto que es tan ventajosa, con ahínco se

debe trabajar por adquirirla y conservarla.

Sin embargo, es de saberse que por sí mismo nadie

puede poseer la caridad, antes bien es un don de solo

Dios. Por lo cual se dice en I Juan 4, 10: "La caridad está

no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en

que El nos amó primero"; pues es evidente que Dios no

nos ama porque nosotros lo amáramos primero, sino

que nosotros lo amamos a causa de su amor.



27. Se debe considerar también que aunque todos

los dones provienen del Padre de las luces, el de la caridad

sobrepasa a todos los otros dones. En efecto,

todos los demás se pueden poseer sin caridad y sin el

Espíritu Santo, mientras que con la caridad necesariamente

se posee al Espíritu Santo. Dice el Apóstol en

Rom 5, 5: "La caridad de Dios se ha derramado en

nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que

nos ha sido dado". En efecto, sin la gracia y sin el Espíritu

Santo se poseen ya el don de lenguas, ya el de

ciencia, ya el de profecía.



28. Pero aunque la caridad sea un don divino, para

poseerla se requiere una disposición de nuestra parte.

Y por eso es de saberse que para adquirir la caridad

son necesarias dos cosas especialmente, y otras dos

para el aumento de la caridad ya adquirida.

A) Pues bien, para adquirir la caridad lo primero es

escuchar cuidadosamente la palabra [divina]. Y esto se

prueba de manera suficiente por lo que ocurre entre

nosotros. En efecto, oyendo cosas buenas de alguien,

nos inflamos en amor por él. Salmo 118, 140: "Tu palabra

es fuego impetuoso, y tu siervo la ama". También el

Salmo 104, 19: "La palabra del Señor lo inflamó". Y por

eso aquellos dos discípulos [de Emaús], turbados por el

amor divino, decían —Lc 24, 32—: "¿No ardían nuestros

corazones dentro de nosotros mientras en el camino nos

hablaba y nos declaraba las Escrituras?". Por lo cual

leemos también en Hechos 10, 44, que al predicar

Pedro, el Espíritu Santo descendió sobre los que

escuchaban la divina palabra. Y esto ocurre

frecuentemente en las predicaciones, en cuanto los que

vienen con un corazón duro se encienden en el divino

amor en virtud de la palabra de la predicación.



29. Lo segundo es la continua meditación del bien.

Salmo 38, 4: "Me ardía el corazón dentro del pecho".

Así es que si quieres adquirir el amor divino, medita

en el bien. En efecto, demasiado duro tendría que ser

el que meditando en los divinos beneficios que se le

han concedido, en los peligros que se le han evitado y

en la bienaventuranza que de nuevo se le ha prometido

por Dios, no se inflamara en el amor divino. Por lo

cual dice San Agustín: "Duro es el corazón del hombre,

que no sólo no quiere dar amor sino que ni siquiera

corresponder". Siempre, así como los malos pensamientos

destruyen la caridad, así también los buenos la adquieren,

la alimentan y la conservan. Así es que decidamos

con Isaías I, 16: "Quitad de ante mis ojos la

iniquidad de vuestros pensamientos". Sabiduría I, 3:

"Los pensamientos perversos apartan de Dios".



30. B) Por otra parte, son también dos las cosas que

aumentan la Caridad ya adquirida.

La primera es el desprendimiento del corazón de las

cosas terrenas. En efecto, el corazón no puede portarse

perfectamente en cosas diversas. Por lo cual nadie puede

amar a Dios y al mundo. Por lo mismo, cuanto más

se aleja el alma del amor de las cosas terrenas, tanto

más se afirma en el amor divino. Por eso dice San Agustín

en el Libro de las 83 Cuestiones: "La ruina de la

caridad es la esperanza de alcanzar o guardar los bienes

temporales; el alimento de la caridad es la disminución

de la concupiscencia; su perfección, nula concupiscencia,

porque la raíz de todos los males es la

concupiscencia". Así es que el que quiera alimentar la

candad, aplíquese en disminuir las concupiscencias.



31. Ahora bien, la concupiscencia es el deseo de adquirir

o retener las cosas temporales. El principio de su

disminución es el temor de Dios, al que no se puede sólo

temer sin amarlo. Y con este objeto fueron establecidas

las órdenes religiosas: en ellas y por ellas el alma

se aparta de las cosas mundanas y corruptibles y se

endereza a las divinas. Lo cual se significa en 2 Mac

I, 22, donde se dice: "Salió el sol, que antes estaba

nublado". El sol, esto es, el humano entendimiento, está

nublado cuando se aplica a las cosas terrenas; pero brilla

cuando se aparta y se retira del amor a las cosas

terrenas. En efecto, entonces resplandece y en él crece

entonces el amor divino.



32. La segunda es una firme paciencia en las adversidades.

En efecto, es claro que cuando sufrimos cosas

penosas por la persona amada, ese amor no se destruye

sino que aumenta. Cant 8, 7: "Copiosas aguas (o sea, las

muchas tribulaciones) no han podido extinguir la caridad".

Por eso los varones santos que soportan las adversidades

por Dios, más se afirman en su amor, así

como el artesano quiere más la obra en que más trabajó.

De ahí también que cuanto más aflicciones sufren

los fieles por Dios, tanto más se elevan en su amor.

Gen 7, 17: "Crecieron las aguas (esto es, las tribulaciones)

y levantaron el arca sobre la tierra", o sea, a la

Iglesia, o el alma del varón justo.

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