Del segundo nacimiento
Cuando Nicodemo vino a Nuestro Señor aquella noche y le reconoció como maestro enviado por Dios, Él le respondió con algo insólito, algo desconcertante: “En verdad, en verdad te digo: si uno no fuere engendrado de nuevo, no puede ver el reino de Dios.”
¿De qué me está hablando este maestro?- Pensaría Nicodemo- ¿Qué es esto de nacer de nuevo? ¿Acaso puede el hombre volver al vientre de su madre y volver a nacer? ¿Qué es esta cosa que me dice? Jamás oí cosa semejante en Israel. Ni siquiera de sus más grandes maestros. Tampoco recuerdo haber leído nada semejante en Moisés ni en la ley.
Por eso Nicodemo le respondió: “¿Cómo puede un hombre nacer si ya es viejo? ¿Acaso puede entrar segunda vez en el vientre de su madre y nacer?” Y Jesús le dijo: “En verdad, en verdad te digo: quien no naciere de agua y Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne, carne es; y lo que nace del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te haya dicho: es necesario que nazcáis de nuevo”……Y Nicodemo, más desconcertado aún, le respondió: “¿Cómo puede ser eso?” Respondió Jesús y le dijo: “¿Tú eres maestro de Israel, y esto no sabes?” (Jn. 3,1-10)
Un maestro de Israel, como creía de sí mismo Nicodemo, no sabe esto, esto que le dice con tanta autoridad Jesús, esto que no entiende. Y no lo entiende en su crudo sentido carnal pues no es éste precisamente el sentido en que le habla el Señor. “El hombre carnal no entiende las cosas del Espíritu” (I Cor. 2, 14), como dirá más tarde San Pablo, inspirado por el mismo Espíritu Santo.
Este segundo nacimiento debe darse en el hombre, debe darse en la vida del hombre. Está el nacimiento del agua, el nacimiento del bautismo, pero es preciso también el nacimiento del espíritu. El nacimiento del bautismo nos limpia del pecado original y nos incorpora a la Iglesia, al cuerpo místico de Cristo, pero es necesario que conjuntamente se produzca también el nacimiento del Espíritu. Si esto, por alguna razón no se da así es preciso que en algún momento de la vida se complete con ese segundo nacimiento según el Espíritu. Podemos ser bautizados de niños y recibir allí las gracias necesarias para una vida santa según el Espíritu, pero también podemos, como comúnmente ocurre, que la vida religiosa que llevamos desde niños se convierta en una rutina, en una costumbre casi exterior- cuando no del todo exterior- en un mero cumplimiento de ritos y preceptos que van perdiendo paulatinamente su vida y sentido, en una repetición rutinaria, mecánica, no viva, en donde la convicción intelectual no está alimentada como debiera, donde el crecimiento físico no es acompañado, a un mismo ritmo, por el crecimiento espiritual.
“Y Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres.” Dice San Lucas, en su Evangelio, (Luc. 2,52) hablando de Jesús niño. Y, hablando de la infancia de San Juan Bautista: “Y el niño crecía y se robustecía en el espíritu”… (Luc. 1, 80)
También San Pablo en una de sus epístolas les dice a los cristianos que es preciso y necesario el crecimiento interior diciéndoles que cuando uno es niño solo puede beber leche y comer comida de niño, pero, a medida que nos aproximamos a la adultez, el alimento debe ser sólido, es decir, adecuado a un adulto. “Y yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Leche os di a beber, no manjar sólido, pues todavía no erais capaces.” (I Cor. 3, 1-2)
El crecimiento exterior del cuerpo debe ir acompañado de un crecimiento interior espiritual. Y puede requerirse para ello, para que esto sea posible, en algunos casos- ¿o en muchos?- una muerte y una resurrección; una muerte y un nuevo nacimiento; una caída en la oscuridad más profunda para acceder a una subida a la luz.
Muchos maestros espirituales hablaron de esto en diversas formas, especialmente San Juan de la Cruz, cuando nos habla de la noche del espíritu, en su “Subida al monte Carmelo” y en “La noche oscura”. Alguien dirá que no es del segundo nacimiento de lo que habla allí San Juan de la Cruz, pero, si se fijan bien, verán que hay una profunda correspondencia. Aunque, en otro sentido, se pueda hablar, también, de grados en la vida espiritual (que es de lo que propiamente está hablando San Juan de la Cruz). Pero, aquí podemos hablar también, en un sentido diverso, de estadios, pues de un estadio de vida espiritual más exterior, se pasa, de un salto, a un estadio más elevado y profundo. Porque se trata de una conversión, de un cambio de dirección en profundidad.
Si no hemos vivido este segundo nacimiento debemos pedírselo al Padre, como nos enseñó Nuestro Señor:”Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad a golpes y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama a golpes se le abre. Y ¿a quién de vosotros que sea padre, le pedirá su hijo un pan… ¿por ventura le dará una piedra? O también un pescado… ¿por ventura en vez de pescado le dará una serpiente? O si le pide un huevo, ¿por ventura le dará un escorpión? Si, pues, vosotros, malos como sois, sabéis dar buenos regalos a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará desde el cielo el Espíritu Santo a los que se lo pidieren?”(Luc. 11,9-13).
Otra consideración que debemos hacer es aquella de hacer notar que hay tantas y tan distintas formas de alcanzar este nuevo, o segundo nacimiento, como personas existen, con sus distintos temperamentos y aptitudes. Tal vez un hecho externo, una experiencia determinada, un dolor, una lectura, el conocimiento de una persona, etc. puedan ser ocasión (¡Ojo! “ocasión”, no “causa”) de hacer posible este nuevo nacimiento. Puede ocurrir en edad temprana, en la juventud, en la madurez; puede ocurrir inesperadamente; pueden tardarse años. Creo que fue el poeta Paul Claudel quien tuvo una iluminación de esta naturaleza al entrar a la catedral de Notre Dame mientras se celebraba una Misa. El escritor Giovanni Pappini se convirtió, ateo y líder socialista como era, mientras le tomaba lecciones de catecismo a su sobrinita. Dicen de Gilbert Keith Chesterton que fue ocasión de su conversión la muerte de su hermano en la primera gran guerra. Y, así, podríamos enumerar muchísimos casos de los más diversos, como también aquellos otros menos espectaculares, por decir así, que llevaron años de penosa preñez. Pero este segundo nacimiento debe darse porque sin él “no podremos ver el reino de Dios.”
El reino de Dios reside en lo profundo de nosotros mismos, no en actos meramente exteriores, como tantas veces recalcó Jesús a los jefes religiosos de su tiempo. “No penséis que vine a destruir la Ley o los Profetas: no vine a destruir sino a dar cumplimiento” (Mat. 5, 17) es decir, real y verdadero cumplimiento, “en espíritu y en verdad” (Jn. 4, 23) como le dijo a la samaritana. Cristo nos trajo la interiorización de la ley. “Mirad que el reino de Dios está dentro de vosotros” (Lc.17, 21) no precisamente fuera. El segundo nacimiento es un nacimiento hacia el interior. La religión puramente externa es el fariseísmo, es la muerte de la religión, es la falsificación de la religión, es el pecado contra el Espíritu Santo.
El que encuentra es porque ha estado buscando, tal vez sin estar claramente consciente de ello, a veces sin saber realmente la meta final de su búsqueda, pero la revelación de este enigma se resuelve luminosamente como un descubrimiento, como un hallazgo, como un maravilloso encuentro con aquello que más anhelaba en lo más íntimo de su ser y con todo su ser, y, como dijo Nuestro Señor, como un tesoro hallado en un campo mientras se cavaba sin saber; como una perla preciosa por la cual uno vende todo cuanto tiene para conseguirla. (Mt. 13,44-45) Vender todo lo que uno tiene es abandonar como inservible e inútil todo lo que se valorizó como un tesoro hasta entonces. Es dejar un falso y equivocado amor, por uno verdadero. Muchos de los ejemplos mencionados antes tienen su iluminación en esto. La ocasión de que hablábamos antes no es más que el reconocimiento de aquello que con toda el alma andábamos buscando. Un hecho cualquiera que nos toca en el momento preciso toma la forma adecuada de nuestra búsqueda; se transforma en el símbolo que trasciende todas las palabras. Lo indecible, lo inefable, se nos revela como la clave de todas las cosas. Allí se produce el “clic”, el encastre justo en donde todo toma sentido, un sentido nuevo de todas las cosas. Allí muere todo lo que poseíamos hasta entonces, y muere como un vestido viejo. “…Si uno está en Cristo, es una nueva creación. Lo viejo pasó: mirad se ha hecho nuevo.”(II Cor. 5, 17) La luz ha venido al mundo.
Cristo no usó de palabras o de conceptos abstractos para describirnos el reino de los cielos, la inhabitación del Espíritu en nosotros, sino que usó de símbolos y de figuras, de parábolas y, aún, de los ejemplos luminosos de sus milagros: resucitando muertos, dando vista a los ciegos y haciendo andar a los paralíticos.
El segundo nacimiento es una resurrección. “En verdad, en verdad os digo que se llega la hora, y es ésta, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren vivirán.”(Jn. 5,25). Cristo nos trae la novedad de la gracia, la buena noticia de la gracia. La gracia hace posible el cumplimiento de la ley, que era muerte para los judíos. Pero, además, Cristo nos trae una nueva ley: la ley del amor, que supera, perfecciona y trasciende a la ley de Moisés. Cristo nos trae la interiorización de la ley transfigurada por la ley del amor. Cristo nos revela que Dios es Padre. Cristo nos revela que “Dios es Amor.”(I Jn. 4, 8).
El nuevo nacimiento por la fe y el abandono a la gracia se produce en el instante del abandono de nuestro yo, en la renuncia a nuestra propia vida, a nuestra propia e ilusoria voluntad. Y éste es el primer acto de verdadero amor, que es renuncia y olvido del propio yo. Y éste olvido del propio yo produce la paradoja de hallar a aquel Yo que es más yo que yo mismo, produce la unión con Dios.
“Pero vivo…no ya yo, sino Cristo vive en mí.” (Gal. 2, 20) Llegó a decir San Pablo.
“Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; mas si muere, lleva mucho fruto.” (Jn. 12, 24)
“Quien quisiere poner a salvo su vida, la perderá; mas quien perdiere su vida por causa de mí, la hallará. Pues ¿qué provecho sacará un hombre si ganare el mundo entero, pero perdiere su alma?” (Mt. 16, 24-26)
“¡Lázaro, ven afuera!” (Jn. 11,43)
Ariel Marthe
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