Leído en CONOCERÉIS DE VERDAD
Corazón
Fuente: www.Almundi.org
Aunque el corazón es un símbolo
de extraordinaria riqueza, los diversos conceptos que hay de él podrían
resumirse básicamente en dos: uno que llamaremos “débil” o moderno, y otro
“fuerte” o clásico.
a) Concepto débil
Consiste en tomar al corazón como
símbolo de la “afectividad” en general, entendida ésta como “conjunto de
estados anímicos”, sin más precisiones. Es una noción cómoda y poco crítica,
pues engloba por igual experiencias muy heterogéneas sin necesidad de distinguirlas.
Por sus connotaciones psicológicas, además, tendría la ventaja de librar a la
palabra “corazón” de romanticismos y fantasías, que la Modernidad desdeña como
cosa de mujeres y niños. Este “corazón psicológico” está en consonancia con el
racionalismo liberal, rasgo dominante de nuestra cultura, y también es típico
de aquellas doctrinas éticas excesivamente ligadas a la Medicina. Así ,
cuando se habla del corazón como “sede de los sentimientos” se suele hacer
abstracción de la realidad que éstos revelan, del fin a que apuntan o del fondo
de que nacen; los sentimientos serían aprovechables pero no descifrables;
cabría usarlos pero no leerlos; domesticarlos, pero no entenderlos. Este
corazón-afectividad supone a los sentimientos mudos y opacos de por sí, “masa
psíquica humanamente neutra”, cuyo valor ético les sobrevendría desde fuera por
parte de la razón, como mano que modela la arcilla. Vistos así, lo importante
sería su ductilidad más que su autenticidad, es decir, su aptitud para ser
modelados más que su grado de transparencia: habría que usarlos como
herramienta más que como ventana, pues a través de ellos no cabría ver más que
espejismos o frivolidades.
En este planteamiento subyace una
antropología dualista, cuyas raíces modernas son básicamente el racionalismo
cartesiano y el puritanismo protestante, aunque también se debe al
intelectualismo de fondo propio de toda la cultura occidental desde sus
albores. Me refiero a la proverbial oposición entre cabeza y corazón, que en la
práctica suele traducirse en discriminación hacia la mujer. En este sentido
escribe Rafael Alvira: “La dialéctica entre la cabeza y el corazón está
documentada en la historia del pensamiento al menos desde el siglo V antes de
Jesucristo... La filosofía ha sido siempre construida y desarrollada en forma
predominantemente ‘masculina’, puesto que, en la mencionada disputa, la
simbología ha colocado también al hombre en la cabeza y a la mujer en el
corazón” (Filosofía de la vida cotidiana, p. 100).
Este corazón entendido como afectividad
se revela problemático apenas lo relacionamos con las dos potencias del alma,
entendimiento y voluntad. Respecto a ellas nos vemos abocados a una disyuntiva:
o bien relegamos la afectividad a la esfera de lo físico, como quiere el
racionalismo, o bien la erigimos como una “tercera potencia” espiritual, que
entiende y quiere a su manera. Esta última es la postura de insignes autores
como Hildebrand, Stein, Guardini y Haecker, que siguen la línea de Pascal (“el
corazón tiene razones que la razón no conoce”).
Parece más acertado, sin embargo,
y más acorde con la tradición literaria, patrística y bíblica, entender el
corazón no como una “tercera potencia” sino como un modo peculiar de entender y
querer, más aún, el modo plenamente humano, en la misma medida en que es
integrador, concreto, personalista y existencial. Estas son precisamente las
notas que caracterizan al que hemos llamado “concepto fuerte” de corazón.
b) Concepto fuerte
El concepto débil descrito
anteriormente es extraño a la gran tradición literaria de todos los tiempos,
que es tanto como decir a la experiencia amorosa del hombre concreto. Para esta
tradición y en particular para la
Biblia , el corazón no es tanto afectividad como intimidad,
siendo la intimidad el sentido de la afectividad: su verdad, su lógica, su fin.
Ello implica reconocer en los sentimientos cierta “transparencia”, fundada en
la unión substancial (córpore et ánima unus), por la cual las realidades más
netamente espirituales comparecen sensiblemente: la vocación, la gracia, la fe,
el compromiso, el pecado, etc. Esta misteriosa compenetración entre cuerpo y
espíritu está al servicio del amor: en ella nos vivimos completamente libres
para el don total de nuestra persona. En otras palabras, el corazón es tanto
más auténtico cuanto más orientado a la comunión amorosa, pues el amor lo
acrisola y afina. Obviamente el pecado empaña esta transparencia, y su amenaza
es constante e insidiosa.
Desde el punto de vista ético,
por consiguiente, es menester combinar la ascesis de los sentimientos con su
atenta “lectura” a la luz de la reflexión, el diálogo, la oración y el
acompañamiento espiritual: en una palabra, cultivando la interioridad. Este
nexo entre dominio e interpretación de los sentimientos se encuadra en la gran
tradición espiritual del cristianismo –que en este punto diverge netamente de
la oriental– según la cual la lucha interior se abre de modo natural a la
contemplación, y la ascética, a la mística.
Sólo en esta perspectiva es
posible un sutilísimo discernimiento, imprescindible en la buena amistad, para
deslindar nociones aparentemente afines, pero realmente distantes, tales como
sensibilidad y sensiblería, intimidad y privacidad, franqueza e insolencia,
ternura e infantilismo, fortaleza y dureza, romanticismo y cursilería,
elegancia y afectación, misericordia y debilidad, lo femenino y lo mujeril,
etc. Son matices de extraordinaria importancia para la convivencia, cuyo
descuido torna incompresible el misterio de la mujer y obstruye su labor
humanizadora.
A continuación proponemos, sin
pretensiones de exhaustividad, algunos aspectos de este corazón-intimidad o
“concepto fuerte”: Morada interior y lugar del encuentro.
Con la analogía de la
“profundidad”, “ahondamiento”, etc., a que alude la palabra intimidad (de
‘intimus’, superlativo del latín ‘interior’) evocamos aquella distancia que hay
entre el ser y el aparecer: siempre soy más de lo que parezco, aún no soy quien
debo, mi espíritu redunda más allá de mi cuerpo, etc. En este sentido
necesitamos hablar de un “dentro” o “centro escondido” para referirnos a la
verdad de la persona: eso es el corazón. De ahí que el Catecismo de la Iglesia , recogiendo una
tradición milenaria, lo describa como “morada donde habito y me adentro” (cfr
n. 2563). Se trata de una interioridad vivificante, como la del corazón
fisiológico: no se ve pero da vida a lo que se ve. Es, pues, el lugar donde la
persona late y mana, desde donde vive. También lo llama el Catecismo “lugar del
encuentro” porque permite a los amigos ser morada el uno para el otro,
inhabitar recíprocamente, hasta el punto de exclamar: “¡qué alegría vivir
sintiéndose vivido!” (Pedro Salinas). La traducción externa de esta vivencia
íntima la constituye el arte de la hospitalidad, que es una cierta plasmación
visible del propio corazón.
De lo dicho deducimos que el
corazón realiza en su sentido más puro el concepto de “habitar”. ¿Qué significa
esta palabra sino “existir para adentro y desde dentro”? No en vano su
etimología latina (frecuentativo de ‘habeo’, haber) pone en relación las
siguientes palabras: a) ‘habitación’, como creación de la arquitectura y la
decoración; b) ‘haber’, como sinónimo de ‘tener’, por ejemplo utensilios y
herramientas; c) ‘hábito’, como sinónimo de vestido, indumentaria; d) ‘hábito’
como virtud, autodominio, fuerza moral. Estos haberes proceden todos de la
habitación última y radical que es el corazón.
Órgano de la integración.
A diferencia del concepto débil o
psicologista, el fuerte se inserta en una verdadera teoría del amor, pues es el
amor el que revela la intimidad, la ahonda y la orienta al don de sí. A la luz
del amor, fuerza integradora y reveladora por excelencia, el hombre aparece en
su concreción y singularidad, en su proyección histórica y en su dramatismo. La
vida, en efecto, se hace intensa cuando se vive de corazón. Esta plenitud o
excelencia viene dada por tres movimientos, que constituyen su latido:
integrarse por las virtudes, conocerse por el diálogo, darse por el amor. En
estos tres actos, simultáneos e interdependientes, se afianza el totum humano:
carne y espíritu, memoria y proyecto, tiempo y eternidad.
A partir de este proceso de
integración “hacia dentro” se abre de modo natural otro “hacia fuera”,
configurando la convivencia y la cultura. En efecto, el temple ético, la lucha
ascética, la finura de espíritu (integración hacia dentro), hacen a la persona
capaz de conciliar categorías y órdenes aparentemente incompatibles
(integración hacia fuera): lo abstracto y lo imaginario, lo femenino y
masculino, lo público y lo privado, lo familiar y lo profesional, el trabajo y
el descanso, lo práctico y lo teórico, etc. Y lo logra además actuando “de
corazón”, mediante una bien entrenada espontaneidad, que es al mismo tiempo
dominio de sí y don de Dios.
Organo del sentido.
En el corazón la verdad comparece
en forma de sentido, que no es lo mismo que sentimiento. El sentido es “lo que
las cosas quieren decir”: a qué llaman, qué preguntan, adónde llevan.
Ciertamente está expuesto a ofuscaciones y engaños, consecuencia del pecado,
pero eso no impide al corazón ser el órgano del sentido. Con él alcanzamos
niveles de verdad inaccesibles a la razón abstracta: hay cosas, en efecto, que
sólo entendemos cuando lloramos, reímos, contemplamos, besamos, jugamos,
descansamos, soñamos...; y son, además, las fundamentales de la vida.
Para captar el sentido hay que
tomarse en serio la realidad, lo cual no es tan fácil como parece: hay que
aceptarla como viene, asumirla sin deformarla, arriesgarse a ella, responderla
con honradez. Sólo un corazón bien templado es capaz de sentir la verdad, que
es el modo más perfecto de comprenderla: si no hiere ni acaricia ni apremia, en
una palabra, si no es dramática, apenas es una verdad sino un dato.
Pero pocas veces sentido y
sentimiento coinciden. Se requiere, además de un severo ejercicio de
sinceridad, cierta conversión interior. A esto se refiere la antítesis
carne/piedra de la que habla la Sagrada Escritura (Ezequiel 11, 19; 36, 26). La
expresión “corazón de piedra”, en contra de lo que parece, no se refiere al
hombre de carácter frío y duro sino al embotado por el vicio, insensible para
el misterio, aunque sea psicológicamente emocionable y sentimental. E
inversamente ocurre con el “corazón de carne”, imagen que profetiza la perfecta
Humanidad de Cristo en la que estamos llamados a participar.
Es de notar que la plenitud de lo
humano se expresa aquí en términos de ternura para el sentido, netamente
diversa de la “ternura sentimental”. En efecto, la experiencia sensible de la
verdad es señal de cierta integración cuerpo-espíritu, aunque sea esporádica e
imperfecta, que experimentamos como un don. Así ocurre en la contemplación mística
(“conocimiento sabroso e intuitivo de la verdad”, “simplex intuitus
veritatis”), a la que está llamado el cristiano corriente.
La distinción entre “ternura para
el sentido” y “ternura sentimental” es de capital importancia para apreciar la
perspectiva femenina de la ética, librándola de prejuicios inveterados. Esta
perspectiva se caracteriza por: a) La mujer discierne mejor entre “dato” y
“sentido”, verdad de algo y verdad de alguien; el varón en cambio suele
interpretar la “ternura para el sentido” como “blandura emocional”. b) La mujer
comprende de manera más honda y espontánea la dimensión estética de la vida y
por tanto su ingrediente contemplativo.
Como resumen de todo lo expuesto
transcribimos el punto n. 2563 del Catecismo de la Iglesia Católica ,
que formula con excepcional claridad lo que aquí hemos llamado “concepto
fuerte” de corazón:
“El corazón es la morada donde yo
estoy, o donde yo habito (según la expresión semítica o bíblica: donde yo
"me adentro"). Es nuestro centro escondido, inaprensible, ni por
nuestra razón ni por la de nadie; sólo el Espíritu de Dios puede sondearlo y
conocerlo. Es el lugar de la decisión, en lo más profundo de nuestras
tendencias psíquicas. Es el lugar de la verdad, allí donde elegimos entre la
vida y la muerte. Es el lugar del encuentro, ya que a imagen de Dios, vivimos
en relación: es el lugar de la
Alianza ”.
+++
"Corazón sacratísimo de
Jesús, paciente y de infinita misericordia, ten piedad de nosotros. Corazón
sacratísimo de Jesús, lleno de bondad y de amor, ten piedad de nosotros.
Corazón sacratísimo de Jesús, casa de Dios y puerta del cielo, ten piedad de
nosotros. Corazón sacratísimo de Jesús, esperanza de los que en Ti mueren, ten
piedad de nosotros...».
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