30/3/11

JESUCRISTO SE ENTREGÓ POR ENTERO A LOS DOLORES Y A LA MUERTE


Todo es perfecto en el sacrificio de Jesús: el amor que lo inspira y la libertad con que lo ejecuta. Perfecto también en el don ofrecido: Jesucristo se ofrece a Sí mismo.
Jesucristo se ofrece a Sí mismo y de manera total: su alma y su cuerpo quedan abrumados, quebrantados, de tanto dolor: no existe dolor desconocido a Nuestro Señor. Al leer el Evangelio con atención se ve que los sufrimientos de Jesucristo de tal modo fueron dispuestos que alcanzaron a todos los miembros de su sagrado cuerpo, y que todas las fibras de su corazón quedaron desgarradas por la ingratitud de las turbas, el desamparo de los suyos y los dolores de su Santísima Madre, y que su alma bendita sufrió cuantas afrentas y humillaciones pueden abrumar a un hombre. Se cumplió a la letra en Jesucristo aquel vaticinio de la profecía de Isaías: "Se pasmaron muchos al verlo; tan demudado estaba... que no tenía figura ni belleza para fijarnos en Él..., nos pareció un leproso, completamente desfigurado... "
En la agonía en el Huerto de los Olivos, Jesucristo, que no exagera, declara a sus apóstoles que su alma “está triste hasta la muerte” . ¡Oh, qué abismo insondable! Un Dios, Poder y Gloria infinitos, "comenzó a sentir temor, angustias y tristeza” . El Verbo Encarnado conocía todos los sufrimientos que sobre Él iban a descargarse en aquellas largas horas de su Pasión; esta visión producía en su naturaleza sensible todo el efecto que una simple criatura pudiera sentir ante un revulsivo- su alma veía clarísimamente en la divinidad a la que estaba unida todos los pecados de los hombres, todos los ultrajes a la santidad y al amor infinito de Dios.
Se había cargado con todas esas iniquidades, se había como revestido de ellas y sentía sobre
Sí el peso de toda la cólera de la justicia divina: “Soy gusano, que no hombre, oprobio humano y de la plebe mofa” . De antemano veía que su sangre se derramaría en vano para muchos hombres, y este pensamiento llevaba a su colmo la amargura de su alma santísima. Pero, como hemos visto, Jesucristo lo aceptó todo. Ahora se levanta, sale del Huerto, y va al encuentro de sus enemigos.
Aquí comienza para Nuestro Señor esa serie de humillaciones y padecimientos de los que casi no podemos intentar hacer una descripción. Vendido por el beso de uno de sus discípulos, maniatado por la soldadesca como un fascineroso, se lo llevan a la casa del sumo sacerdote. Allí, entre tantas acusaciones falsas que profieren contra Él, Jesús "callaba" .
Sólo habla para proclamar que es el Hijo de Dios: "Tú lo has dicho, Yo soy” . Ésta es la confesión más solemne que se hizo jamás de la divinidad de Jesucristo: Jesucristo, Rey de los mártires, muere por confesar su divinidad, y todos los mártires darán su vida por la misma causa.
Pedro, cabeza de los apóstoles, había seguido de lejos a su Divino Maestro; le había prometido que no lo abandonaría jamás. ¡Pobre Pedro! Negó tres veces a Jesús. Ésta fue, a no dudarlo, una de las más hondas penas que nuestro Divino Salvador pasó en aquella espantosa noche.
Los soldados que custodian a Jesucristo lo injurian y lo maltratan, y al no poder resistir aquel mirar tan dulce, le vendan los ojos por escarnio, le dan insolentes bofetadas y aun se atreven a ensuciar de modo vil con su inmunda saliva aquel rostro adorable, espejo en el que se miran los ángeles con fruición indecible.
Nos dice después el Evangelio cómo muy de mañana fue conducido de nuevo Jesús ante el sumo sacerdote y llevado de tribunal en tribunal. Y aunque es la Sabiduría eterna, Herodes lo trata como a un loco, Pilato dio órdenes de azotarlo, los sayones golpean sin piedad a su inocente víctima, cuyo cuerpo se convierte rápidamente en una llaga. Y a pesar de todo, a aquellos hom­bres, que no tienen nada de tales, no les basta esta inhumana flagelación: clavan en la cabeza de Jesús una corona de espinas y lo llenan de insultos y befas.
El cobarde gobernador romano se figura que el odio de los judíos quedará ya satisfecho al ver a Cristo en tan lastimoso estado; lo presenta a las turbas y les dice: "¡He ahí al hombre!" Con­templemos en este momento a nuestro Divino Maestro sumido en un piélago de afrentas y dolo­res, y pensemos también que el Padre nos lo presenta y nos dice: “Ved a mi Hijo, el resplandor de mi gloria, pero al que herí por el crimen de mi pueblo...”
Jesús oye la gritería del populacho furioso que lo pospone a un bandolero, y en pago de tan­tos beneficios como le ha hecho, pide a voces su muerte: “¡Crucficalo, crucifícalo!”
Ya se ha pronunciado la sentencia de muerte, y Jesucristo, tomando su pesada cruz sobre sus hombros, se dirige hacia el Calvario. ¡Cuántos dolores lo aguardan todavía! La presencia de su Madre, a la que profesa tan acendrado amor y cuya inmensa aflicción conoce Él mejor que na­die, el verse despojado de sus vestidos, el sentir taladrados sus pies y manos y la sed que lo abra­sa. Luego las burlas y sarcasmos de odio de sus mortales enemigos: “Tú que destruyes el Tem­plo de Dios, sálvate a ti mismo y creeremos en ti... Salvó a otros y a sí mismo no puede salvar­se”. Finalmente, el abandono de su Padre, cuya santa voluntad había cumplido siempre: "¡Pa­ dre!, ¿por qué me has desamparado?”
Verdaderamente bebió el cáliz hasta las heces, y cumplió, sin faltar una tilde ni el más leve de­talle, cuanto de Él estaba vaticinado. Por eso al quedar todo cumplido, cuando ha apurado hasta el fondo el cáliz de todos los dolores y de todas las humillaciones, puede exhalar su “ Todo está acabado” . Sí, en verdad, “todo se acabó", sólo falta ya poner su alma en manos del Padre: “E inclinando la cabeza, entregó el espíritu".
Al leernos la Iglesia en los días de Semana Santa el relato de la Pasión, lo interrumpe en este lugar para adorar a Dios en silencio. Siguiendo su ejemplo, prosternémonos reverentes y adore­mos al Crucificado que acaba de expirar; verdaderamente es Hijo de Dios: Verdadero Dios de Dios verdadero. Sobre todo, el Viernes Santo tomemos parte en la adoración solemne de la Cruz, para reparar, conforme lo quiere la Iglesia, las ofensas sin cuento de que fue agobiada por sus enemigos la Divina. Víctima. Mientras se realiza esta ceremonia conmovedora, la Iglesia pone en boca del Salvador inocente los improperios a modo de triste lamento; directamente se aplican al pueblo deicida; nosotros podemos escucharlos en un sentido enteramente espiritual y despertarán en nuestras almas vivos sentimientos de compunción: “ Pueblo mío, ¿qué te hice yo? O, ¿en qué te he contristado? Respóndeme. ¿Qué más debí hacer por ti, y no lo hice? Yo te planté como mi viña más hermosa, y tú me has salido muy amarga, pues has saciado mi sed con vinagre y has taladrado con una lanza el costado de tu Salvador... Por ti flagelé yo a Egipto con sus primo­génitos y tú me has entregado al azote. Yo te saqué de Egipto, hundiendo al Faraón en el Mar Rojo, y tú me has entregado a los príncipes de los sacerdotes. Yo abrí ante ti el mar, y tú has abierto con una lanza mi costado... Yo fui delante de ti en la columna de nube, y tú me has llevado al pretorio de Pilato... Yo te alimenté con maná en el desierto, y tú me has herido con bofetadas y azotes... Yo te di un cetro real, y tú has dado a mi cabeza una corona de espinas. Yo te exalté con gran poder, y tú me has suspendido en el patíbulo de la Cruz”.
Estas quejas de un Dios padeciendo por los hombres deben mover nuestros corazones; uná­monos a esta obediencia llena de amor que lo llevó hasta el sacrificio de la cruz: "Hecho obe­diente hasta la muerte, y muerte de cruz". Digámosle: "¡Oh, Divino Redentor, que tanto sufris­te por amor nuestro! De hoy en más te prometemos hacer cuanto podamos para no pecar ya; haz, por tu gracia, que, muriendo, oh Maestro adorado, a todo lo que es pecado y apego al pe­cado y a la criatura, vivamos únicamente para Ti”.
Porque, como dice San Pablo, "el amor que Cristo nos demostró al morir por nosotros, de tal modo nos apremia que los que viven no vivan ya para sí, sino para aquel que por ellos murió" (II Corintios, V, 15).
 Dom COLUMBA Marmión, O.S.B. en su obra “Jesucristo en sus misterios”

Tomado de STAT VERITAS

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