17/7/12

CON MOTIVO DEL 16 DE JULIO

LAS PROMESAS DE LA VIRGEN DEL CARMEN SOBRE EL ESCAPULARIO

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Decía el Papa León XIII, “Su misma nobleza de origen, su venerada antigüedad, su extraordinaria propagación, así como los saludables efectos de piedad por él obtenidos, y los insignes milagros obrados por su virtud, lo recomiendan con el mayor encarecimiento”. A él ha vinculado la Virgen dos maravillosas promesas:
Primera promesa…
 Es la gran promesa, el privilegio de preservación o exención del infierno para cuantos mueren revestidos con el Escapulario Carmelitano. Orando con fervor a la Virgen S. Simón Stock, General de la Orden Carmelitana, apareciósele circundada de ángeles la Stma. Virgen (15 de Julio de 1251) y entregándole, como prenda de su amor maternal y de ilimitado poder, el Santo Escapulario, prometióle que cuantos murieren revestidos de él no se condenarían.
Para merecer esta Promesa de la perseverancia final, se requiere haber recibido el Escapulario de manos de sacerdote, llevarlo siempre puesto, especialmente en la hora de la muerte, e inscribir el nombre en el libro de la cofradía.
Segunda promesa
Estando orando el Papa Juan XXII, se le apareció la Virgen, vestida del hábito carmelitano, y le prometió sacar el purgatorio del sábado después de la muerte al que muriese con el Escapulario. María dijo al Papa: “Yo Madre de misericordia, libraré del purgatorio y llevaré al cielo, el sábado después de la muerte, a cuantos hubieses vestido mi Escapulario”.
Tal es el privilegio Sabatino, otorgado por la Reina del Purgatorio, a favor de sus cofrades carmelitas, el Papa Juan XXII y promulgado por éste en la Bula Sabatina (3 de Marzo de 1322) aprobada después por más de veinte Sumos Pontifices.
Por él, el Sábado siguiente a la muerte de los cofrades carmelitas, o como lo interpreta la iglesia, cuanto antes, pero especialmente el sábado, según declaración de Paulo V, la Virgen del Carmen, con cariño maternal, los libra de la cárcel expiatoria y los introduce en el Paraíso.
El Papa Paulo V expidió el 20 de enero de 1613 el Sgte. Decreto: “Permítase a los Padre Carmelitas predicar que el pueblo cristiano puede piadosamente creer que la Bienaventurada Virgen María con sus intececiones continuas, piadosas sufragios y méritos y especial protección, ayudara después de la muerte, principalmente el sábado, día a ella dedicado, a las almas de sus cofrades que llevaren el habito carmelitano”.
En 1950 recordaba Pío XII: “Ciertamente, la piadosa Madre no dejará de hacer que los hijos que expían en el Purgatorio sus culpas, alcancen lo antes posible la patria celestial por su interseción, según el llamado privilegio sabatino, que la tradición nos ha trasmitido”.
Para ganar esta Promesa, el privilegio Sabatino, sobre los tres requisitos anteriores, se exige: usar el escapulario con fidelidad; observar castidad de acuerdo al estado de vida;.rezo del oficio de la Virgen (oraciones y lecturas en honor a la Virgen) o rezar diariamente 5 décadas del rosario.

9/7/12

CATECISMO DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS


La devoción al Sagrado Corazón de Jesús nació en el mismo Calvario como uno de los más preciados frutos del árbol de la Cruz, del que dice un himno litúrgico “no hay selva que produzca otro igual en lozanía, en flor o en fruto” (Himno de Laudes de la Santa Cruz). “Uno de los soldados le abrió el costado con su lanza, y al punto salió sangre y agua” Comentando este texto de San Juan exclama admirado San Agustín: “¡Qué palabra más adecuada usa el Evangelista!

Pues no dice que el soldado golpeó o hirió el costado, sino que lo abrió para manifestar que así quedaba abierta aquella puerta de vida de donde dimanan los Sacramentos y todas las gracias.”

Honda impresión dejó en la primitiva Iglesia el recuerdo de la sangre y agua brotadas del costado de Cristo.

Ya en los toscos grabados de las catacumbas se observan las piadosas miradas fijas en el costado del Salvador.

6/7/12

UNA PRESENCIA MUY REAL


Publicado en ECCE CHRISTIANUS 

EL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS: PRESENCIA REAL

6 de julio de 2012
El Corazón de Jesús vive en la Eucaristía, supuesto que su cuerpo esta allí vivo. Es verdad que este Corazón divino no está allí de un modo sensible, ni se le puede ver, pero lo mismo ocurre con todos los hombres. Este principio de vida conviene que sea misterioso, que esté oculto: descubrirlo sería matarlo; sólo se conoce su existencia por los efectos que produce.
El hombre no pretende ver el corazón de un amigo, le basta una palabra para cerciorarse de su amor. ¿Que diremos del Corazón divino de Jesús? El se nos manifiesta por los sentimientos que nos inspira, y esto debe bastarnos. Por otra parte ¿quién sería capaz de contemplar la belleza y la bondad de este Corazón? ¿Quién podría tolerar el esplendor de su gloria ni soportar la intensidad del fuego devorador de su amor… capaz de consumirlo todo? ¿Quién se atrevería a dirigir su mirada a esa arca divina, en la cual está escrito con letras de fuego su evangelio de amor, en donde se hallan glorificadas todas sus virtudes, donde su amor tiene su trono su bondad guarda todos sus tesoros? Quién querría penetrar en el propio santuario de la divinidad? ¡El Corazón de Jesús! ¡Ah, es el Cielo de los cielos, habitado por el mismo Dios, en el cual encuentra todas sus delicias!

El Corazón de Jesús nos guarda: mientras el Salvador, encerrado en una débil Hostia, parece dormir el sueño de la impotencia, su Corazón vela: Ergo dormio et cor meum vigilat

Vela, tanto si pensamos como si no pensamos en Él; no reposa: continuamente está pidiendo perdón por nosotros a su Padre. Jesús nos escucha con su Corazón y nos preserva de los golpes de la cólera divina provocada incesantemente por nuestros pecados; en la Eucaristía, como en la cruz, está su Corazón abierto, está su Corazón abierto, dejando caer sobre nuestras cabezas torrentes de gracias y de amor.
Está también allí este Corazón para defendernos de nuestro enemigos, como la madre que para librar a su hijo de un peligro lo estrecha contra su corazón, con el fin de que no se hiera al hijo sin alcanzar también a la madre. Y Jesús nos dice: «Aún cuando una madre una madre pudiera olvidar a su hijo, yo no os olvidaré jamás».
La segunda mirada del Corazón de Jesús es para su Padre. Le adora con sus inefables humillaciones, con su adoración de anonadamiento; le alaba y le da gracias por los beneficios que concede a los hombres sus hermanos; ofrécese como víctima a la justicia de su Padre, y no cesa su oración el favor de la Iglesia, de los pecadores y de todas las almas por Él rescatadas.

¡Oh Padre eterno! Mirad con complacencia el corazón de vuestro Hijo Jesús. Contemplad su amor, oír propicio sus peticiones y que el corazón eucarístico de Jesús sea nuestra salvación.


San Pedro Julián Eymard. Obras Eucarísticas.

15/6/12

SAN JUAN EUDES Y LA DEVOCIÓN AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS


Fuente: CIBERIA

SAN JUAN EUDES

Fundador Año 1680

Solía repetir: "Para ofrecer bien una Eucaristía se necesitarían tres eternidades: una para prepararla, otra para celebrarla y una tercera para dar gracias". Era una frase predilecta de San Juan Eudes, que anticipaba la consideración de la Eucaristía como el vértice de la Iglesia, alimento del pueblo de Dios.

VIDA Y ESTUDIOS

Nació en Ri, pueblecito de Francia, en Normandía. Sus padres, como la madre de Samuel, peregrinaron a un santuario de la Virgen para pedir tener un hijo que, después de años de casados no podían tener, y Dios les concedió a Juan, y a otros cinco.

Jugando con sus compañeros uno lo golpeó en una mejilla, y Juan le presentó la otra mejilla. Estudio en El Oratorio, en París, bajo la dirección del cardenal de Berulle, que lo estimaba  mucho.

DOTES DE PREDICADOR

El Cardenal de Berulle descubrió en Juan Eudes una impresionante capacidad para predicar misiones populares, y lo dedicó a predicar por los pueblos y ciudades. Predicó 111 misiones, con tanto fruto, que Monseñor Camus, gran escritor, afirmó: "Yo he oído a los mejores predicadores de Italia y Francia y puedo asegurar que ninguno de ellos conmueve tanto a las multitudes, como Juan Eudes". Toda la energía del predicador se convertía en mansedumbre en el confesionario: Las gentes decían de él: "En la predicación es un león, y en la confesión un cordero".

FORMACION DE LOS SACERDOTES

Juan Eudes se dio cuenta de que para poder enfervorizar al pueblo y llevarlo a la santidad era necesario proveerlo de muy buenos y santos sacerdotes y que para formarlos se necesitaban seminarios donde los jóvenes recibieran una esmerada preparación. Por eso se propuso fundar seminarios que les prepararan para su sagrado ministerio. En Francia, su patria, fundó cinco seminarios que contribuyeron al resurgimiento religioso de la nación.

FUNDADOR

Con los mejores sacerdotes que lo acompañaban en su apostolado fundó la Congregación de Jesús y María, o padres Eudistas, comunidad religiosa que ha hecho inmenso bien en el mundo y se dedica a dirigir seminarios y a la predicación. En sus misiones lograba la conversión de muchas mujeres, pero las ocasiones las volvían a llevar de nuevo al mal. Una vez una sencilla mujer, Magdalena Lamy, que había dado albergue a varias convertidas, le dijo al santo: "Usted se vuelve ahora a su vida de oración, y estas pobres mujeres volverán a su vida de pecado; es necesario que les consiga casas donde se puedan librar de los que las volverán a hacer caer". Para ello, para encargarse de las jóvenes en peligro, fundó también las Hermanas de Nuestra Señora del Refugio, que fue germen de las religiosas del Buen Pastor que tienen ahora en el mundo 585 casas con 7,700 religiosas. Propagó por todo su país la devoción a los Corazones de Jesús y de María. Para poder atender tanta actividad, que necesitaba atención constante, dejó el Oratorio, no como un tránsfuga que levantaba la mano del arado para mirar atrás, sino como un obrero celoso y vigilante, que trabajó con todo el ardor de su naturaleza insaciable. Las dos congrega­ciones crecieron, y los Padres eudistas, y las Hermanas del Buen Pastor, siguen viviendo su espíritu en la Iglesia.

ESCRITOR

Permanecen también sus li­bros, doce tomos imponentes. Su estilo es fácil, abundante, inago­table. Las ideas le salen a borbotones, chocando unas con otras, para desaparecer en un gran ruido de palabras. A pesar de un orden aparente, donde abundan las divisiones y las subdivisiones, cuesta leerle. Pero a veces se calma la agita­ción para escribir oraciones, bellas, pero monótonas, demasiado largas. Escribe con la premura de quien acaba de dar una misión y se dispone a dar otra. Al coger la pluma, sigue pre­dicando, improvisando. Anuncia que va a tratar una materia, pero luego se olvida de tratarla; comienza bellos cuadros y los deja sin terminar. Así aquel cuadro precioso, pero incompleto, en que, hablando del Corazón de María, dice "que es la verdadera arpa del verdadero David, Nuestro Señor Jesucristo. Porque es él quien la ha hecho con su propia mano y él solo quien la posee. Jamás fué tocada por otros dedos que los suyos, porque ese corazón virginal nunca tuvo otros sentimientos, otros afectos, otros movimientos que los que en él puso el Espíritu Santo. Y esa arpa levanta hasta los oídos del Padre tan maravillosa armonía, que, hechizado al oírla, olvida todas las cóleras que tenía contra los pecadores.

POETA, TEOLOGO, ESCRITURISTA

De todas las obras de San Juan Eudes, lo que se lee siempre con gusto es su prosa y sus versos latinos y sus oficios litúrgicos. El teólogo, el poeta, el escriturista, se remontan a veces a la liturgia del Santísimo Sacramento. Se ha dicho que el Oficio del Sacerdocio es la más bella glorificación de los sacerdotes, cuyas virtudes canta con entusiasmo; es la exposición más sorprendente de las grandezas y los deberes del sacerdote, y la más ardiente oración pidiendo al Cielo que extienda sobre el mundo el es­píritu sacerdotal. No menos bello es el Oficio del Corazón de Jesús, muy anterior a las primeras revelaciones de Paray-le-Monial. Hay en él entusiasmo poético, pensamiento rico y profundo, piedad suave y sólida, nutrida en las fuentes de la Patrología y de las Sagradas Escrituras. El tema del amor lo domina todo, especialmente en la misa. Pero la idea dominante es la del Corazón, no como fuente de todas las vibraciones amorosas de Cristo, sino como símbolo de todas sus perfecciones.

DEL CORAZON AMOR AL CORAZON PERSONA

Margarita de Alacoque, como discípula de San Fran­cisco de Sales, considerará el Corazón-Amor.  Juan Eudes, como discípulo de Berulle, contempla el Corazón-Persona, doble aspecto que se unirá en la devoción de los tiempos mo­dernos.

PROMOTOR DE LA DEVOCION A LOS DIVINOS CORAZONES Y SU DOCTOR

A San Juan Eudes le cabe la gloria de haber inaugurado esta devoción, promoviendo, antes que nadie, el culto público del Sagrado Corazón de Jesús. Lo propagó ardorosamente en sus correrías apostólicas, le consagró sus dos con­gregaciones, instituyó su fiesta, escribió su ofi­cio, erigió cofradías, construyó en su honor iglesias y capillas, y produjo un movimiento que llegó a extender a la Iglesia entera. Puede ser considerado, además, como el doctor del nuevo culto: expone su fundamento teológico, presenta la fórmula precisa de su innovación, responde a los ad­versarios de su iniciativa, determina el sentido práctico y litúr­gico, consigue la aprobación de la jerarquía y recibe los Breves apostólicos destinados a propagar y perpetuar la nueva devoción.

DOS LIBROS DEDICADOS A LOS SAGRADOS CORAZONES Y OTROS DOS A LOS SACERDOTES

"El Admirable Corazón de la Madre de Dios", explica el amor que María ha tenido a Dios y a sus hijos, los hombres. Compuso un oficio litúrgico en honor del Corazón de María, que sus congregaciones, celebraban cada año. Otro de sus libros es: "La devoción al Corazón de Jesús". Mereció que el Papa San Pío X le llamara: "El apóstol de la devoción a los Sagrados Corazones". Redactó también dos libros que han hecho mucho bien a los sacerdotes: "El buen Confesor", y "El predicador apostólico". En realidad, en la historia de la devoción hay que dar un puesto particular a este "evangelista, apóstol y doctor" de la devoción a los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Juan Eudes ha dejado a la Iglesia dos congregaciones religiosas dedicadas al culto del Corazón de Jesús y al de María; las primeras fiestas litúrgicas con oficio y misa propios; las primeras obras sistemáticas de historia, teología y piedad; las primeras cofradías; las primeras aprobaciones de la iglesia, tanto episcopales como pontificias; la primera gran difusión de la devoción a los sagrados Corazones entre el pueblo cristiano y también ha sufrido las primeras serias oposiciones.

EL CORAZON ES LA FUENTE

El Corazón de María "es la fuente y el principio de todas las grandezas, excelencias y prerrogativas que la adornan, de todas las cualidades eminentes que la elevan por encima de todas las criaturas, hija primogénita del Padre, madre del Hijo, esposa del Espíritu Santo y templo de la santísima Trinidad... Este santísimo corazón es la fuente de todas las gracias que acompañan a estas cualidades... y además que es la fuente de todas las virtudes que practicó... Porque fueron la humildad, la pureza, el amor y la caridad del corazón lo que la hicieron digna de ser la Madre de Dios y consiguientemente poseer todas las dotes y prerrogativas que acompañan a esta excelsa dignidad". Otro texto define muy bien el objeto de esta devoción: "Deseamos honrar en la Virgen Madre de Jesús no solamente un misterio o una acción, como el nacimiento, la presentación, la visitación, la purificación; no sólo algunas de sus prerrogativas, como el ser madre de Dios, hija del Padre, esposa del Espíritu Santo, templo de la santísima Trinidad, reina del cielo y de la tierra; ni tampoco sólo su persona, sino que deseamos honrar en ella la fuente y el origen de la santidad y de la dignidad de todos sus misterios, de todas sus acciones, de todas sus cualidades y de su misma persona, es decir, su amor y su caridad, que son la medida del mérito y el principio de toda la santidad". Hoy, cuando todavía se intenta determinar el objeto de la devoción a los Corazones de Jesús y de María y perduran muchas incertidumbres, es necesario volver a san Juan Eudes para encontrar la verdadera solución.

LAS APARICIONES DE FÁTIMA. REFUERZAN SU INTUICION y ANTICIPACION

En la historia de la devoción al Corazón de María no se puede prescindir hoy del mensaje aportado posteriormente por las apariciones de Fátima. Es verdad que San Juan Eudes recibió la influencia de las revelaciones de María des Vallées, pero no las utilizó nunca en apoyo de sus afirmaciones ni aludió a ellas en sus obras. Quiso hacer una obra rigurosamente teológica, cuyos únicos fundamentos fueran la Escritura, la tradición y el magisterio. Los escritores que gravitaban en torno al ambiente de Paray-le-Monial se atuvieron un tanto unilateralmente por las revelaciones de santa Margarita María de Alacoque, olvidando en parte los argumentos teológicos. Hoy la devoción al Corazón de María se ha visto reforzada por las apariciones de Fátima. El ángel de Fátima afirma a los Niños: que "Los sagrados Corazones de Jesús y de María tienen sobre vosotros proyectos de misericordia". Y une la reparación al Corazón de Jesús con la reparación al Corazón de María. La Virgen declara a Lucía apóstol de la devoción a su corazón con estas palabras: "Jesús quiere servirse de ti para hacerme conocer y amar. El quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Prometo la salvación a quien la practique; esas almas serán amadas por Dios como flores puestas por mí para adornar su trono. En la aparición de julio de 1917 el mensaje sobre el Corazón de María se enriquece con una serie de elementos importantes: la visión del infierno, el futuro de Rusia, los sufrimientos del mundo, de la iglesia y del papa, el triunfo final del Corazón de María. En aquella aparición la Virgen prometió venir de nuevo para pedir la comunión reparadora de los primeros sábados y la consagración de Rusia. Las apariciones de Fátima constituyen el núcleo de todo el mensaje cordimariano, las apariciones de Pontevedra y de Tuy son una especie de Pentecostés y de Apocalipsis de las apariciones de Cova da Iria. Son un complemento necesario sin el cual Fátima no habría superado un radio de influencia puramente regional y limitado. De esta manera el mensaje cordimariano no sólo asumió una dimensión mundial y eclesial, sino que se vio profundizado e interiorizado. Cuando en los años 1942 y siguientes se difunden las dos primeras partes del secreto de Fátima, Fátima se convierte en un fenómeno carismático eclesial de primer orden; desde aquel momento comienza como una nueva era en la historia de la devoción al Corazón de María.

EL CORAZON A LA LUZ DE LA ESCRITURA

A la luz de la Escritura, la expresión "Corazón de Cristo" designa el misterio mismo de Cristo, la totalidad de su ser, su persona considerada en el núcleo más íntimo y esencial: Hijo de Dios, sabiduría increada, caridad infinita, principio de salvación y de santificación para toda la humanidad… El "Corazón de Cristo" es Cristo, Verbo encarnado y salvador, intrínsecamente ofrecido, en el Espíritu, con amor infinito divino-humano hacia el Padre y hacia los hombres, sus hermanos. Como han recordado los Romanos Pontífices, la devoción al Corazón de Cristo tiene un sólido fundamento en la Escritura. Jesús, que es uno con el Padre (Jn 10, 30), invita a sus discípulos a vivir en íntima comunión con Él, a asumir su persona y su palabra como norma de conducta, y se presenta como maestro "manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29). La devoción al Corazón de Cristo es la traducción de la mirada que, según las palabras proféticas, todas las generaciones cristianas dirigirán al que ha sido traspasado, (Jn 19,37; Zc 12, 10), de cuya herida brotó sangre y agua (Jn 19,34), símbolo del "sacramento admirable de la Iglesia". El texto de San Juan que narra la ostensión de las manos y del costado de Cristo a los discípulos (Jn 20, 20), y la invitación de Cristo a Tomás, para que metiera su mano en su costado (Jn 20, 27), han tenido también influjo en el origen y en el desarrollo de la piedad eclesial al Sagrado Corazón. Estos textos, y otros que presentan a Cristo como Cordero pascua!, vivo, aunque inmolado (Ap 5, 6), fueron objeto de meditación de los Santos Padres, que desvelaron las riquezas doctrinales e invitaron a los fieles a penetrar en el misterio de Cristo por la puerta abierta de su costado.

A LA LUZ DE LOS SANTOS PADRES Y DE LOS SANTOS

San Agustín dice: "La entrada es accesible: Cristo es la puerta. También se abrió para ti cuando fue abierto por la lanza. Recuerda qué salió de allí; así mira por dónde puedes entrar. Del costado del Señor que colgaba y moría en la Cruz salió sangre y agua, cuando fue abierto por la lanza. En el agua está tu purificación, en la sangre tu redención". Recuérdese el himno con que San Ignacio comienza sus Ejercicios: “Alma de Cristo, santifícame, Agua del costado de Cristo, lávame”.

EL CULTO AL CORAZON DE JESUS EN LA EDAD MEDIA

La devoción al Corazón de Jesús se desarrolló en la Edad Media. Personas insignes por su doctrina y santidad, como San Bernardo, San Buenaventura, y místicos, como Santa Lutgarda, Santa Matilde de Magdeburgo, las santas Matilde y Gertrudis del monasterio de Helfta, Ludolfo de Sajonia, Santa Catalina de Siena, profundizaron en el misterio del Corazón de Cristo, en el que veían el "refugio" donde acogerse, la sede de la misericordia, el lugar del encuentro con Él, la fuente del amor infinito del Señor, de la cual brota el agua del Espíritu, la verdadera tierra prometida y el verdadero paraíso.

EN LA ÉPOCA MODERNA

El culto del Corazón del Salvador tuvo un nuevo desarrollo en la Edad moderna. Cuando el jansenismo propagaba los rigores de la justicia divina, la devoción al Corazón de Cristo fue un antídoto eficaz para suscitar en los fieles el amor al Señor y la confianza en su infinita misericordia, de la cual el Corazón es prenda y símbolo. San Francisco de Sales, que adoptó como norma de vida y apostolado la actitud fundamental del Corazón de Cristo, la humildad, la mansedumbre, el amor tierno y misericordioso; Santa Margarita María de Alacoque, a quien el Señor mostró repetidas veces las riquezas de su Corazón; San Juan Eudes, promotor del culto litúrgico al Sagrado Corazón; San Claudio de la Colombiere, San Juan Bosco  y otros santos, han sido insignes apóstoles de la devoción al Sagrado Corazón. Juan Pablo II ha confirmado definitivamente el misterio de la Divina Misericordia, canonizando a  Faustina Kodowazska, contemporánea y amiga suya, escribiendo la Enciclica DIVES IN MISERICORDIA e instituyendo la fiesta litúrgica al mismo misterio. Sublima con ello el culto al Divino Corazón, Sede de la Misericordia, iniciado por Juan Eudes.

EN LA  EDAD DE HOY, BENEDICTO XVI

Las palabras del profeta Isaías, «sacaréis agua con gozo de los hontanares de salvación» (Isaías 12, 3), con que inicia Pío XII la encíclica con la que recordaba el primer centenario de la extensión a toda la Iglesia de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, no han perdido nada de su significado hoy, cincuenta años después. Al promover el culto al Corazón de Jesús, la encíclica «Haurietis aquas» exhortaba a los creyentes a abrirse al misterio de Dios y de su amor, dejándose transformar por él. Cincuenta años después, sigue en pie la tarea siempre actual de los cristianos de continuar profundizando en su relación con el Corazón de Jesús para reavivar la fe en el amor salvífico de Dios, acogiéndolo mejor en su propia vida.

El costado traspasado del Redentor es el manantial al que nos invita a acudir la encíclica «Haurietis aquas»: debemos recurrir a este manantial para alcanzar el verdadero conocimiento de Jesucristo y experimentar más a fondo su amor. De este modo, podremos comprender mejor qué significa «conocer» en Jesucristo el amor de Dios, experimentarlo, manteniendo fija la mirada en Él, hasta vivir de la experiencia de su amor, para poder testimoniarlo a los demás. De hecho, retomando una expresión de mi venerado predecesor, Juan Pablo II, «junto al Corazón de Cristo, el corazón humano aprende a conocer el auténtico y único sentido de la vida y de su propio destino, el valor de una vida auténticamente cristiana, a permanecer alejado de ciertas perversiones del corazón, a unir el amor filial a Dios con el amor al prójimo. De este modo – y ésta es la verdadera reparación exigida por el Corazón del Salvador – sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia podrá edificarse la civilización del Corazón de Cristo».

CONOCER EL AMOR DE DIOS EN JESUCRISTO

 En la encíclica «Deus caritas est» he citado la afirmación de la primera carta de san Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» para subrayar que en el origen de la vida cristiana está el encuentro con una Persona. Ya que Dios se ha manifestado de la manera más profunda a través de la encarnación de su Hijo haciéndose «visible» en Él, en la relación con Cristo podemos reconocer quién es verdaderamente Dios («Haurietis aquas», encíclica «Deus caritas est»,). Es más, puesto que el amor de Dios ha encontrado su expresión más profunda en la entrega que Cristo hizo de su vida por nosotros en la Cruz, al contemplar su sufrimiento y muerte podemos reconocer de manera cada vez más clara el amor sin límites de Dios por nosotros: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).

CONTENIDO DE TODA VERDADERA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA

Este misterio del amor de Dios por nosotros no constituye sólo el contenido del culto y de la devoción al Corazón de Jesús: es, al mismo tiempo, el contenido de toda verdadera espiritualidad y devoción cristiana. Es importante subrayar que el fundamento de esta devoción es tan antiguo como el mismo cristianismo. De hecho sólo se puede ser cristiano dirigiendo la mirada a la Cruz de nuestro Redentor, «a quien traspasaron» (Jn 19, 37; Zc 12, 10). La encíclica «Haurietis aquas» recuerda que la herida del costado y las de los clavos han sido para innumerables almas los signos de un amor que ha transformado incisivamente su vida. Reconocer el amor de Dios en el Crucificado ha sido para ellas una experiencia interior que les ha llevado a confesar, con Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28), permitiéndoles alcanzar una fe más profunda en la acogida sin reservas del amor de Dios («Haurietis aquas»).

EXPERIMENTAR EL AMOR DE DIOS MIRANDO AL CORAZÓN DE JESUCRISTO

El significado más profundo del culto al amor de Dios sólo se manifiesta cuando se considera más atentamente su contribución no sólo al conocimiento sino también y sobre todo a la experiencia personal de ese amor en la entrega confiada a su servicio («Haurietis aquas»). Obviamente, experiencia y conocimiento no pueden separarse. Además, es necesario subrayar que un auténtico conocimiento del amor de Dios sólo es posible en el contexto de una actitud de oración humilde y de generosa disponibilidad. Partiendo de esta actitud interior, la mirada puesta en el costado traspasado de la lanza se transforma en silenciosa adoración. La mirada en el costado traspasado del Señor, del que salen «sangre y agua», nos ayuda a reconocer la multitud de dones de gracia que de ahí proceden («Haurietis aquas») y nos abre a todas las demás formas de devoción cristiana que están comprendidas en el culto al Corazón de Jesús.

LA MUERTE DE JUAN EUDES

La semilla que con tanto ardor y fatiga sembró Juan Eudes, caída en tierra buena, ha dado fruto centuplicado. Pudo morir pronunciando el “Comsumatum est” gozoso y así ocurrió el 19 de agosto de 1680. El gran deseo de su alma era que de su vida y de su comportamiento se pudiera repetir siempre lo que decía Jesús: "Mi Padre celestial me ama, porque yo hago siempre lo que a Él le agrada".

JESUS MARTI BALLESTER

7/6/12

EL DIVINO CORAZÓN DE JESÚS, HORNO ARDENTISIMO DE AMOR A SU SANTÍSIMA, MADRE


 San Juan Eudes



Verdad evidente ésta. Las maravillosas e inconcebibles e, que nuestro Salvador colmó a su Bienaventurada Madre, ponen de manifiesto su amor sin límites ni medida. Ella constituye el primeroy más digno objeto, después de su divino Padre, de su amor, puesto que la ama infinitamente más que a todos sus Ángeles, Santos y criaturas juntas. Los extraordinarios favores con que la honró y los maravillosos privilegios con que la distinguió de todas las criaturas, son pruebas de esta verdad.

Veamos estos privilegios. El primero es la elección que de ella hizo el Hijo de Dios, desde toda la eternidad, para elevarla sobre toda criatura, para establecerla en el más alto trono de gloria y de grandeza y para darle la más admirable de todas las dignidades cual es la de ser Madre de Dios.

Vengamos de la eternidad a la plenitud de los tiempos y veremos que esta Sagrada Virgen es la única entre las hijas de Adán, preservada, por un privilegio especialísimo de Dios, del pecado original. En testimonio delo cual la Iglesia celebra cada año la fiesta de su Inmaculada Concepción.

El amor del Hijo de Dios a su dignísima Madre, no sólo la preservó del pecado original, sino que la colmó desde su Concepción, de ~¡a tan eminente, que según muchos teólogos, sobrepasó a la gracia del primero de los Serafines y a la del mayor de los, Santos. Entre todos los hijos de Adán, sólo ella disfruta de este privilegio. También es ella la única privilegiada desde el primer momento de su vida, con la luz de 'la razón y de la fe, por la cual comenzó a conocer desde entonces a Dios, a adorarle y a entregarse a El.

Por otro privilegio, comenzó desde el primer momento de su vida a amar a D¡os y más
ardientemente que los misma Serafines.

Sólo ella lo amó sin interrupción alguna durante todo el tiempo de su vida. Razón por la cual dícese que no hizo sino un sólo acto de amor desde el primero hasta el último momento de su vida. Acto que jamás fue interrumpido.

Sólo ella cumplió siempre perfectamente el primero de los mandamientos divinos: « Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas».

De aquí que muchos Doctores de la Iglesia aseguren que su amor aumentaba cada hora; cada momento según algunos, pues cuando un alma, dicen, hace un acto de amor con todo su corazón y con toda la gracia que en si tiene, su amor e rece. De suerte que como esta sagrada Virgen amaba a Dios continuamente con todo su corazón y con todas sus fuerzas, si tuvo diez grados de amor en el primer instante de su vida, en el segundo tendría veinte, cuarenta en el tercero y así iba creciendo su amor, duplicándose cada momento o por la menos cada hora durante toda su vida. Juzgad por esto, qué incendio de amor divino abrasaría a este corazón virginal los últimos días de su vida en la tierra!

Pero sigamos considerando los privilegios singulares con que el Unigénito enriqueció a su divina Madre. Solamente ella pudo merecer con sus oraciones y lágrimas, según algunos doctores, el anticipar la Encarnación de su Hijo.

Nada más que ella hizo nacer de su propia substancia, al Nacido desde toda la eternidad en el seno de Dios. En efecto, dio parte de su substancia virginal y de su purísima sangre para formar la Humanidad santa del Hijo de Dios. Y no sólo esto, sino que cooperé con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo a la unión que se hizo de su substancia con la persona del Hijo de Dios; cooperando así a la realización del misterio de la Encarnación, el mayor milagro que Dios hizo, hará y pueda hacer.

He aquí otro privilegio maravilloso de esta divina Virgen: su sangre purísima y su carne
virginal, quedaron unidas para siempre, por la unión hipostática, a la Persona del Verbo Encarnado. Razón por la cual la carne y sangre virginales de María son adorables en la humanidad del Hijo de Dios, con la misma adoración debida a esta humanidad y serán objeto de las adoraciones de todos los Ángeles y Santos! Oh privilegio incomparable! ¡Oh inefable amor de Jesús a su Santísima Madre!

Aún más. Esta Madre admirable dio también la carne y sangre de que fue formado el corazón admirable del Niño Jesús; y este corazón recibió alimento y crecimiento de esa sangre durante los nueve meses que vivió en las purísimas entrañas de la bienaventurada Virgen y después, durante unos tres años, de su leche virginal.

Esta incomparable Virgen es la única que ocupa el jugar de padre y Madre respecto a Dios y por consiguiente la única que tiene sobre El autoridad de tales, la que es obedecida por el Monarca del Universo, teniendo por ello derecho a los honores de todas las cosas que Dios pudiera Crear.

Únicamente ella es a la vez Madre y Virgen, y según algunos doctores, hizo voto de virginidad desde el momento de su Inmaculada Concepción. Sólo ella llevó en sus benditas entrañas durante nueve m~ al que el Padre eterno lleva en su seno durante toda la eternidad.

Sólo ella alimentó y dio vida al que es la Vida eterna y da vida a todo viviente.

Solamente ella, en compañía de San José, vivió de continuo por espacio de treinta y cuatro años con el adorable Salvador, Cosa admirable! El divino Redentor vino a la tierra para salvar a los hombres y sin embargo, no les concedió sino tres años y tres meses de su vida para instruirles y predicarles y en cambio empleó más de treinta años con su santa Madre, para santificarla más y más.

Oh! qué torrentes de gracias y bendiciones derramaría incesantemente, durante aquel tiempo, en el alma de su bienaventurada Madre, que tan bien dispuesta estaba a recibirlas. Con qué incendios y celestiales llamaradas el divino Corazón de Jesús, horno de amor ardentísimo, abrasaría el corazón virginal de su dignísima Madre! Recordemos la unión estrechísima de uno y otro cuando lo llevó en sus entrañas y cuando le alimentaba con su sagrada leche; cuando lo llevaba en sus brazos y cuando lo estrechaba contra su pecho; cuando vivió en íntima familiaridad con El, bebiendo, comiendo y orando a Dios con El y cuando escuchaba sus divinas palabras que como carbones encendidos, inflamaban más y más su santísimo corazón en el fuego sagrado del amor divino.

Quién, pues, sería capaz de explicar el amor a Dios en que estaría abrasado el corazón de la Madre del Salvador? En verdad, suficiente motivo hay para creer que si su Hijo no la hubiera conservado milagrosamente hasta el momento en que fue trasladada al cielo, hubiera muerto de amor mil y mil veces. Su amor era casi infinitamente más ardiente que el de santa Teresa y ya desde su infancia tenla lo bastante para morir de la muerte mediante la cual su Hijo la llevó a vivir con El la más dichosa y feliz vida que pueda haber después de la suya.

Digamos también de esta maravillosa Virgen, que sólo ella, fuera de su Hijo, fue subida en cuerpo y alma al cielo, conforme a la Tradición y al sentir de la Iglesia que celebra esta festividad por todo el mundo.

Sólo ella ha sido elevada por encima de todos los coros de Ángeles y Santos, colocada a la diestra de su Hijo, coronada como Reina de cielos y tierra.

Sólo ella tiene todo poder en la Iglesia triumfante, militante y purgante: In Jerusalem potestas mea (Eccli. 24,15). Tiene ella más poder ante su Hijo Jesús, que todos los moradores del cielo juntos. Dice de ella el Cardenal Pedro Damiano: Todo poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra (Mat. 28,18).

San Anselmo señala otro privilegio particular, cuando dice: Oh! Señora mía, si Vos no pedis, nadie lo hará, pero cuando pedís, todos los Santos oran con Vos.

No resulta de lo dicho que es inmenso el número de privilegios con que nuestro Salvador honró a su Santísima Madre? Quién lo obligó a ello? El amor ardentísimo que abrasaba su corazón filial .

Por. que tanto amor?
1e. Porque es su Madre, de quien recibió nuevo ser y nueva vida en la tierra.
2e. Porque ella le ama más que todas las criaturas juntas.
3e. Porque cooperó con El en la Redención del mundo, su gran obra.

En efecto, dióle un cuerpo mortal y pasible para que soportara todos los sufrimientos de su Pasión; le proveyó de la sangre preciosa que derramó por nosotros; dióle la vida que inmoló por nuestra salvación y ofreció ella misma su sangre y su vida.

Siendo esto así, no estaremos nosotros obligados a amarla, servirla y honrarla de todas las maneras posibles? Amémosla, pues, juntamente con su Hijo Jesús; y si les amamos, odiemos lo que odian y amemos lo que aman. Tengamos con ellos un sólo corazón que deteste lo que ellos detestan, esto, es, el pecado, en particular contra la caridad, la humildad y la pureza; que ame lo que ellos aman, en especial a los pobres, las cruces y las virtudes cristianas. ¡Oh Madre de bondad, obtenedme de vuestro Hijo estas gracias! 

31/5/12

AMAOS LOS UNOS A LOS OTROS


Dom Columba Marmion: "Jesucristo, Vida del alma"
(Fragmento)

Hemos visto en las páginas que anteceden cómo la fe en Jesucristo, Hijo de Dios, fe viva, práctica, que se manifiesta, bajo la influencia del amor, en obras de vida, que se alimenta con la Eucaristía y la oración, nos lleva gradualmente a la unión íntima con Cristo hasta el punto de transformarnos en El.
Pero si queremos que esa transformación de nuestra vida en la de Cristo Jesús sea completa y verdadera, y no halle obstáculo para su perfección, necesario es que el amor que profesamos a Nuestro Señor Jesús irradie en torno nuestro y se derrame sobre todos los hombres. Es lo que San Juan nos indica al resumir toda la vida cristiana en estas palabras: «El mandamiento de Dios es que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos mutuamente» (Jn 3,23).
Os he mostrado hasta aquí cómo se ejercita la fe en Nuestro Señor, réstame deciros ahora cómo hemos de realizar su precepto del mutuo amor. Veamos, pues, por qué Cristo Jesús puso en este precepto de la caridad para con sus miembros, como el complemento del amor que debemos tener para con su divina persona, y cuáles son los elementos que integran esa caridad.

1. La caridad fraterna, mandamiento nuevo y signo distintivo de las almas que pertenecen a Cristo. Por qué el amor para con el prójimo es la manifestación del amor para con Dios
¿Cuándo oyó San Juan ese mandamiento que nos transmite? En la última Cena. Había llegado el día por el que con tanto ardor suspiraba Jesús. «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer» (Lc 22,15). Había comido la Pascua con sus discípulos, pero reemplazando las figuras v símbolos por una realidad divina, acababa de instituir el sacramento de la unión y de dar a los Apóstoles el poder de perpetuarle, y antes de entregarse a la muerte, abre su Corazón Sagrado para revelar los secretos a sus «amigos», es éste como el testamento de Jesús. «Un mandamiento nuevo os doy, les dice: que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 23,34); y al final de su discurso renueva el precepto: «Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros» (ib. 15,12).
Dice, en primer lugar, Nuestro Señor, que el amor que debemos tenernos los unos a los otros es un mandamiento nuevo. ¿Por qué le llama así?
Cristo llama «nuevo» el precepto de la caridad cristiana, porque no había sido explícitamente promulgado, al menos en su acepción universal, en el Antiguo Testamento. Es cierto que el precepto del amor de Dios estaba explícitamente promulgado en el Pentateuco, y el amor de Dios lleva implícitamente consigo el amor del prójimo; algunos grandes Santos del Antiguo Testamento, ilustrados por la gracia, comprendieron que el deber del amor fraterno abarcaba a toda la raza humana, pero en ninguna parte de la Antigua Ley se halla el mandato expreso de amar a todos los hombres. Los israelitas entendían el precepto: «No odiarás» a tu hermano... No guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo; amarás a «tu projimo como a ti mismo» (Lev 19,15,18), no a todos los hombres, sino al prójimo en sentido limitado (la palabra hebrea indica que prójimo significa los de su raza, compatriotas, congéneres). Además, como Dios mismo había prohibido a su pueblo toda clase de relaciones con ciertas razas, y aun mandó exterminarlas (a los cananeos) [se comprende este rigor de Yavé para con las ciudades sumidas en la más grande inmoralidad e idolatría; su contacto hubiera sido irremisiblemente fatal a los israelitas], los judíos añadieron, en una interpretación arbitraria, no inspirada por Dios: «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo». El precepto explícito de amar a todos los hombres, incluidos los enemigos, no estaba, pues, promulgado y ratificado antes de Jesucristo. Por eso le llama mandamiento «nuevo» y «su» mandamiento.
Y en tanto aprecio tiene la guarda de este mandamiento, que pide a su Padre que infunda en sus discípulos esa mutua dilección: «Padre santo, conserva en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros somos uno; yo estoy en ellos y Tú en Mí, para que sean consumados en la unidad» (Jn 17,11 y 23).
Notad bien que Jesús hizo esta oración, no sólo por sus Apóstoles, sino por todos nosotros. «No ruego sólo por ellos, dice, sino también por todos aquellos que creerán en Mí, para que todos sean una sola cosa, como Tú, Padre mío, estás en Mí y yo en Ti, a fin de que ellos también sean uno en nosotros» (ib. 20,21).
Así, pues, este precepto del amor a nuestros hermanos es el supremo anhelo de Cristo; y de tal modo desea le pongamos en práctica, que hace de él, no un consejo, sino un mandamiento, su mandamiento, y considera su cumplimiento como señal infalible para reconocer quiénes son sus discípulos (ib. 13,35). Es una señal al alcance de todos, y no ha dado otra: no puede haber engaño; el amor sobrenatural que os tendréis los unos a los otros será prueba inequívoca de que me pertenecéis de veras. Y, en efecto, por esta señal reconocían los paganos a los cristianos de la primitiva Iglesia: ¡Mirad, se decían, cómo se aman! (Tertuliano, Apolog., c. 39).
De esta señal se servirá también Nuestro Señor el día del Juicio para distinguir a los escogidos de los réprobos; El mismo nos lo dice; oigámosle: es la verdad infalible. Después de la resurrección de los muertos, el Hijo del Hombre estará sentado en su trono de gloria; las naciones estaran reunidas ante El; colocará a los buenos a su diestra, y a su siniestra a los malos; y dirigiéndose a los buenos, les dirá: «Venid, benditos de mi Padre, posesionaos del reino que os está preparado desde el principio del mundo». ¿Qué razón les dará? «Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; huésped fui, y me recibisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme». Y los justos se extrañarán, pues nunca vieron a Cristo en tales necesidades. Pero El les responderá: «En verdad os digo, cuantas veces lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).- Hablará luego dirigiéndose a los malos, los separará para siempre de El, los maldecirá. ¿Por qué? Porque ellos no le amaron en la persona de sus hermanos.
Así, de la boca misma de Jesús, sabemos que la sentencia que decidirá de nuestra suerte eterna estará basada en el amor que hayamos tenido a Jesucristo, representado en nuestros hermanos. Al comparecer delante de Cristo en el día postrero, no ha de preguntarnos si hemos ayunado mucho, si hemos vivido en continua penitencia, si hemos pasado muchas horas en oración; no, sino si hemos amado a nuestros hermanos y los hemos asistido en sus necesidades. ¿Acaso, pues, prescindirá de los demás mandamientos? Ciertamente que no; pero de nada habrá servido guardarlos, si no hemos guardado este de amarnos los unos a los otros, tan grato a sus divinos ojos, que El mismo le llama su mandamiento.
Por otra parte, es imposible que un alma sea perfecta en el amor del prójimo si en ella no existe el amor de Dios, amor que de rechazo se extiende a todo lo que Dios ama. ¿Por qué motivo? Porque la caridad -ya tenga a Dios por objeto, o se ejercite con el prójimo- es una en su motivo sobrenatural que es la infinita perfección de Dios (+Santo Tomás, II-II, q.25, a.1). Por consiguiente quien de veras ama a Dios, amará necesariamente al prójimo. «La caridad perfecta para con el prójimo, decía el Padre Eterno a Santa Catalina de Sena, depende esencialmente de la perfecta caridad que se tiene para conmigo. El mismo grado de perfección o imperfección que el alma pone en su amor para conmigo, será el del amor que tiene a la criatura» (Diálogo., trad. Hurtaud, II, p. 199). Además, son tantas las causas que nos alejan del prójimo: el egoísmo, los intereses encontrados, la diferencia de carácter, las injurias recibidas, que, si amáis real y sobrenaturalmente a vuestro prójimo, no puede menos de reinar en vuestra alma el amor de Dios y, con el amor de Dios, las demás virtudes que El nos manda cultivar. Si no amáis a Dios, vuestro amor al prójimo no resistirá mucho tiempo a los embates y dificultades que forzosamente le saldrán al paso en su ejercicio.
No sin razón señala, pues, Nuestro Señor esta caridad como signo distintivo mediante el cual infaliblemente se reconocerá a sus discípulos. Por eso escribe San Pablo que todos los mandamientos «se resumen en estas palabras: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Rm 13, 9-10) y de un modo aun más explícito: «Toda la ley se compendía en esta sola frase: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5,14).
Esto mismo es lo que tan maravillosamente expresó San Juan: «Si nos amamos unos a otros, Dios mora en nosotros y su amor es perfecto en nosotros» (1Jn 4,12). Como Cristo, cuyas últimas palabras oyó, repite San Juan que la caridad es la señal de los hijos de Dios: «Sabemos -notad la certeza soberana que expresa este vocablo «sabemos»- que hemos pasado de la muerte a la vida (sobrenatural y divina), si amamos a nuestros hermanos. El que no ama, permanece en la muerte» (ib. 3,14). «¿Queréis saber, dice San Agustín, si vivís vida de gracia, si estáis a bien con Dios, si realmente formáis parte de los discípulos de Cristo si vivís de su Espíritu? Examinaos y ved si amáis a los hombres vuestros hermanos, a todos sin excepción, y si los amáis por Dios; ahí encontraréis la respuesta. Y esa respuesta no engaña» (In Epist. Joan., Tract. VI, c. 3).
Oíd también lo que dice Santa Teresa acerca de esto: la cita es algo larga, pero muy clara y terminante: «Acá solas estas dos (cosas) que nos pide el Señor, amor de su Majestad y del prójimo, es en lo que hemos de trabajar. Guardándolas con perfección hacemos su voluntad, y así estaremos unidos con El»... Ese es el fin; mas, ¿cómo estaremos seguros de alcanzarlo? «La más cierta señal que, a mi parecer, hay de si guardamos estas dos cosas, prosigue la Santa, es guardando bien la del amor del prójimo; porque si amamos a Dios, no se puede saber, aunque hay indicios grandes para entender que le amamos; mas el amor del prójimo sí. Impórtanos mucho andar con gran advertencia, cómo andamos en esto, que si es con mucha perfección, todo lo tenemos hecho; porque creo yo que, según es malo nuestro natural, que si no es naciendo de raíz del amor de Dios, que no llegaremos a tener con perfección el del prójimo» (Moradas, 5ª, c. 3).
La gran Santa no es en esto más que el eco fiel de la doctrina de San Juan. «Mentiroso», llama este Apóstol heraldo del amor al que dice: «Amo a Dios» y odia a su hermano; pues dice el gran Apóstol: «Si no amáis a vuestro hermano, a quien veis, ¿cómo amaréis a Dios, a quien no veis?» (Jn 4,20). ¿Qué quieren decir esas palabras?
Debemos amar a Dios totaliter y totum.
Amar a Dios totaliter, «totalmente», es amarle con toda nuestra alma, con toda nuestra mente, con todo nuestro corazón, con todas nuestras fuerzas; es amar a Dios aceptando sin restricción alguna cuanto ordena y dispone su santa voluntad.
Amar a Dios totum es amar a Dios y todo aquello a que Dios tiene a bien asociarse. Y ¿qué es lo que Dios se ha asociado? -En primer lugar, se ha asociado en la persona del Verbo la humanidad de Cristo, y por eso no podemos amar a Dios sin amar a la vez a Cristo Jesús. Cuando decimos a Dios que queremos amarle, Dios nos pide, ante todas las cosas, que aceptemos esa humanidad unida personalmente a su Verbo: «Este es mi Hijo: oídle». -Pero el Verbo, al asumir la naturaleza humana, se ha unido en principio a todo el género humano con unión mística: Cristo es el primogénito de una multitud de hermanos, a quienes Dios hace participantes de su naturaleza, y con los cuales quiere compartir su vida divina, su propia bienaventuranza. De tal modo le están unidos, que Cristo mismo declara «que son como dioses», es decir, semejantes a Dios (Jn 10,34. +Salmo 81,6). Son por gracia lo que Jesús es por naturaleza: los hijos bienamados de Dios. Aquí tenemos ya la razón íntima del precepto que Jesús llama «su mandamiento», la razón profunda por la cual su importancia es tan vital. Desde la Encarnación y por la Encarnación, todos los hombres están unidos a Cristo de derecho, si no de hecho, como los miembros están, en un mismo cuerpo, unidos con la cabeza; sólo los condenados están para siempre separados de esa unión.
Hay almas que buscan a Dios en Jesucristo, que aceptan la humanidad de Cristo, y ahí se detienen. No basta; es menester que aceptemos la Encarnación con todas las consecuencias que de ella derivan; no debemos limitar la ofrenda de nosotros mismos a la sola humanidad de Cristo, sino extenderlo a su cuerpo místico. Por eso, no lo echéis jamás en olvido, pues aquí tocamos uno de los puntos más importantes de la vida espiritual: desamparar al menor de nuestros hermanos es desamparar a Cristo mismo; aliviar a cualquiera de ellos es aliviar a Cristo en persona. Cuando hieren a uno de vuestros miembros, vuestro ojo o vuestro brazo, a vosotros mismos os hieren; de igual modo, maltratar a cualquiera de nuestros prójimos es maltratar a un miembro del cuerpo de Cristo, es herir al mismo Cristo. Y por eso nos dijo Nuestro Señor que «cuanto bien o mal hiciéremos al más pequeño de sus hermanos, a El mismo se lo hacemos». Nuestro Señor es la Verdad misma; nada puede enseñarnos que no vaya fundado en una realidad sobrenatural. Ahora bien, por lo que a esto se refiere, la realidad sobrenatural que conocemos por la fe es que Cristo, al encarnarse, se unió místicamente a todo el género humano; luego, no aceptar y no amar a todos cuantos pertenecen o pueden pertenecer a Cristo por la gracia, es no aceptar y no amar al propio Jesucristo.
En el relato de la conversión de San Pablo hallamos una clara confirmación de esta verdad. Respirando odio contra los cristianos, se encamina a la ciudad de Damasco para encarcelar a los discípulos de Cristo; en el camino el Señor le derriba al suelo y Saulo oye una voz que le dice: «¿Por qué me persigues?» «¿Quién eres Señor», pregunta Pablo. Y le responden: «Soy Jesús, a quien tú persigues». Cristo no dice: «¿Por qué persigues a mis discípulos?» No; se identifica con ellos, y los golpes que el perseguidor descarga sobre ellos recaen en el mismo Cristo: «Soy Jesús, a quien tú persigues (Hch 9,4-5)».
Rasgos parecidos abundan en la vida de los Santos. Mirad a San Martín; es soldado, sin bautizar todavía; en el camino encuentra a un pobre: movido a compasión, parte con él su capa. A la mañana siguiente, Cristo se le aparece vestido con la parte del manto dado al pobre, y Martín, maravillado, escucha estas palabras: «Tú eres quien me ha vestido con este abrigo». Mirad también a Santa Isabel de Hungría. Cierto día, ausente el duque su marido, encuentra a un leproso abandonado de todos. Tómale y le lleva a su misma cama. Sábelo el duque a su vuelta, y lleno de ira quiere arrojar de casa al pobre leproso. Pero al acercarse al lecho, ve la imagen de Cristo crucificado.
Se lee también en la vida de Santa Catalina de Sena que un día se hallaba en la iglesia de los Padres Dominicos: llegóse a ella un pobre y le pidió limosna por amor de Dios. Nada tenía que darle, pues no solía llevar nunca ni oro ni plata. Rogó, pues, al pobre que esperase a que volviese a casa, prometiéndole darle entonces con largueza limosna de cuanto hallase en casa. Pero el pobre insistió: «Si tenéis alguna cosa de que podáis disponer, os la pido aquí, pues no puedo aguardar tanto tiempo». Perpleja Catalina, discurría cómo hallar algo con que poder remediar su necesidad; halló por fin una crucecita de plata que llevaba consigo, y gozosa se la dio al pobre, que se marchó contento. En la siguiente noche, Nuestro Señor se apareció a la Santa llevando en la mano la crucecita adornada con piedras preciosas. «Hija, ¿reconoces esta cruz?» «Cierto, la reconozco, respondió la Santa, mas no era tan hermosa cuando era mía». Y el Señor replicó: «Me la diste tú ayer por amor a la virtud de caridad; las piedras preciosas simbolizan ese amor. Yo te prometo que en el día del Juicio, delante de la asamblea de los ángeles y de los hombres, te presentaré esta cruz tal como tú la ves, para que tu alegría sea cumplida. En aquel día, en que manifestaré solemnemente la misericordia y la justicia de mi Padre, no dejaré sin publicar la obra de misericordia que has realizado conmigo» (Vida, por el B. Raimundo de Capua, lib. II, c. 3).
Cristo se ha convertido en nuestro prójimo, o por mejor decir, nuestro prójimo es Cristo, que se presenta a nosotros bajo tal o cual forma. Se presenta a nosotros: paciente en los enfermos, necesitado en los menesterosos, prisionero en los encarcelados, triste en los que lloran. Por la fe, le vemos así en sus miembros; y si no le vemos, es porque nuestra fe es tibia y nuestro amor imperfecto.- He ahí la razón por la que San Juan dice: «Si no amamos a nuestro prójimo, a quien vemos, ¿cómo podremos amar a Dios, a quien no vemos?» Si no amamos a Dios en la forma visible Con que se presenta a nosotros, es decir, en el prójimo, ¿Cómo podremos decir que le amamos en sí mismo, en su divinidad? (+-Santo Tomás, II-II, q.24, a.2, ad 1).

2. Principio de esa economía; extensión de la Encarnación: no hay más que un solo Cristo; no puede nadie separarse del cuerpo místico sin separarse del mismo Cristo
Ya os he dicho, al hablar de la Iglesia, que hay algo digno de atención en la economía divina, tal como se manifiesta a nosotros desde la Encarnación: es la parte considerable que, como instrumento, tienen los hombres con quienes vivimos, para conferirnos la gracia.
Si queremos conocer la doctrina auténtica de Cristo, no hemos de dirigirnos directamente a Dios, ni escudriñarla nosotros mismos en los libros inspirados, interpretándola según nuestro propio juicio, sino solicitarla de los pastores puestos por Dios para regir su Iglesia.- «Pero son hombres, me diréis, hombres Como nosotros».
No importa es necesario ir a ellos son representantes de Cristo, debemos mirar en ellos a Cristo: «El que a vosotros oye, a Mí oye; el que os desprecia, a Mí me desprecia» (Lc 10,10).
Asimismo, para recibir los sacramentos, debemos recibirlos de manos de los hombres puestos para este fin por Jesucristo. El Bautismo, el perdón de los pecados nos los confiere Cristo, pero por mediación de un hombre.
Lo mismo sucede en lo que atañe a la caridad.- ¿Queréis amar a Dios? ¿Queréis amar a Cristo? Es un deber, puesto que es «el primero y el mayor de los mandamientos» (Mt 22,38). Pues amad al prójimo, amad a los hombres con quienes vivís; amadlos, porque como vosotros, están destinados por Dios a la misma bienaventuranza eterna que Cristo, cabeza de todos, nos mereció; porque es la forma con que Dios se muestra a nosotros en este mundo. [Deus diligitur sicut beatitudinis causa; proximus autem sicut beatitudinem ab eo simul nobiscum participans. Santo Tomás, II-II, q.26, a.2].
Tan cierto es esto, que Dios se conduce con nosotros ajustándose a la misma regla de proceder que nosotros usamos con el prójimo; Dios obra con nosotros como nosotros obramos con nuestros hermanos.- Bien lo confirman las palabras de nuestro Señor: «con la misma vara que midiereis, seréis medidos» (Mt 7,2). Y mirad cómo no desdeña entrar en detalles: «Vuestro Padre celestial no os perdonará si no perdonáis. Si no hiciereis misericordia, os será reservado un juicio sin misericordia. No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados. Dad, dice también, y se os dará, y en vuestro seno se derramará una medida buena, apretada y bien colmada» (Lc 6,38). ¿Por qué, pues, tanta insistencia? -Lo repito, porque desde la Encarnación, Cristo está tan unido al género humano, que todo el amor sobrenatural que mostremos a los hombres viene a recaer en El.
Estoy cierto de que muchas almas hallarán aquí explicada la causa de las dificultades, de las tristezas, del escaso desarrollo de su vida interior; no se dan lo bastante a Cristo en la persona de sus miembros, se retraen demasiado. Den y se les dará, y abundantemente; pues Jesucristo no se deja ganar en generosidad; que venzan su egoísmo y se den al prójimo sin reservas, por Dios, y Cristo se dará plenamente a ellas; si saben olvidarse de sí mismas Cristo las tomará a su cargo.- ¿Quién como El podrá guiarnos a la bienaventuranza?
No es cosa baladí el amar siempre y sin desmayo al prójimo. Es preciso para ello amor fuerte y generoso.-[«Siendo Dios la razón formal del amor que debemos tener al prójimo, pues no debemos amar al prójimo sino por Dios, es manifiesto que el acto por el cual amamos a Dios es específicamente el mismo que el acto por el cual amamos al prójimo». Santo Tomás, II-II, q.25, a.1]. Aunque el amor de Dios, por lo trascendental de su objeto, sea, en sí mismo, más perfecto que el amor del prójimo, sin embargo, como el motivo debe ser el mismo en el amor de Dios y en el del prójimo, a menudo el acto de amor para con el prójimo exige mayor esfuerzo y resulta más meritorio. ¿Por qué? -Porque siendo Dios la hermosura y la bondad misma, y habiéndonos mostrado un amor infinito, el agradecimiento nos impele a amarle; mientras que el amor hacia el prójimo suele verse obstaculizado por diferencias de intereses que se interponen entre él y nosotros. Estos estorbos que unas veces nacen por causa nuestra y otras nos los crean los demás, exigen del alma más fervor, más generosidad, mayor olvido de sí misma, de sus sentimientos personales, de sus propios quereres; y, por ende, el amor del prójimo, para no desmayar, precisa mayor esfuerzo.
Sucede en esto algo de lo que pasa a un alma cuando padece de aridez interior, le es necesaria mayor generosidad para permanecer fiel, que cuando los consuelos abundan. Así tambien en el dolor: de él se sirve Dios muchas veces en la vida espiritual para acrecentar nuestro amor, porque en esos trances tiene el alma que hacerse mayor fuerza, y ésa es una señal de la firmeza de su caridad. Ved a Jesús, nunca hizo acto más intenso de amor que cuando en la agonía aceptó el cáliz de amargura que le era presentado, y al consumar su sacrificio en la cruz, desamparado de su Padre.
Del mismo modo, el amor sobrenatural, ejercitado con el prólimo, a pesar de las repugnancias, antipatías o discrepancias naturales, es indicio cierto, en el alma que lo posee, de mayor intensidad de vida divina. No temo atirmar que un alma que por amor sobrenatural se entrega sin reserva a Cristo en la persona del prójimo, ama mucho a Cristo y es a su vez infinitamente amada. Esa alma hará grandes progresos en la unión con Nuestro Señor.- Si al contrario, veis un alma que se da con frecuencia a la oración, y, con todo, esquiva y se retrae voluntariamente de las necesidades del prójimo, tened por cierto que en su vida de oración entra una parte, y no menguada, de ilusión. El fin de la oración no es otro, al cabo, que conformar el alma con el divino querer; cerrándose al prójimo, esa alma se cierra a Cristo, al más sagrado deseo de Cristo: «Que sean una cosa; que vivan en unión perfecta». La verdadera santidad brilla por su caridad y por la entrega total de sí mismo.
Así, pues, si queremos permanecer unidos con nuestro Señor, importa sobremanera que veamos si estamos unidos con los miembros de su cuerpo místico. Andemos con cautela. La menor tibieza o desvío voluntario hacia un hermano, deliberadamente admitidos, serán siempre un estorbo, más o menos grave, según su grado, a nuestra unión con Cristo.- Por ello Cristo nos dice que «si en el momento de presentar nuestra ofrenda en el altar, recordamos que nuestro hermano tiene algo contra nosotros, debemos dejar allí la ofrenda, ir a reconciliarnos con él, y volver luego a ofrecer nuestros dones al Señor» (Mt 5, 23-24). Cuando comulgamos, recibimos la sustancia del cuerpo físico de Cristo, debemos recibir también y aceptar su cuerpo místico: es imposible que Cristo baje a nosotros y sea un principio de unión, si guardamos resentimiento contra alguno de sus miembros. Santo Tomás llama mentira a la comunión sacrílega. ¿Por qué? Porque al acercarse a Cristo para recibirle en la comunión, uno declara por ese mismo acto que está unido a El. Estar en pecado mortal, es decir, alejado de Cristo, y acercarse a El, constituye una mentira [Cum peccatores sumentes hoc sacramentum cum peccato mortali significent se Christo per fidem formatam unitos esse, falsitatem in sacramento committunt. III, q.80, a.4]. Igualmente, habida cuenta de la proporción, acercarse a Cristo, querer llevar a cabo la unión con El, y excluir de nuestro amor a cualquiera de sus miembros, es cometer una mentira, es querer dividir a Cristo, debemos estar unidos a lo que San Agustín llama «Cristo total» (De Unitate Eccles., 4). Escuchad lo que a este propósito dice San Pablo: «El cáliz de bendición (es decir, la copa eucarística), ¿no es una comunión de la sangre de Cristo, y el pan que comemos una participación de su cuerpo? Porque hay un solo pan, siendo muchos, formamos un solo cuerpo todos cuantos participamos de un solo pan celestial» (1Cor 10, 16-17).
Por eso, al gran Apóstol, que había comprendido tan bien y explicaba con tanta viveza la doctrina del cuerpo místico, dábanle horror las discordias y disensiones que reinaban entre los cristianos. «Os conjuro, hermanos, decía, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que todos habléis del mismo modo, y no haya disensiones entre vosotros, sino que todos estéis enteramente unidos en un mismo sentir y un mismo parecer (1Cor 1,10).- ¿Qué razón da el Apóstol? «Como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son, no obstante, sólo un cuerpo, así Cristo. Pues todos, judíos o griegos, libres o esclavos, habéis sido bautizados en el mismo Espíritu, sois el cuerpo de Cristo, sois sus miembros» (ib. 12, 12-14 y 27).

3. Ejercicios y formas diversas de la caridad; su modelo ha de ser la de Cristo, siguiendo las exhortaciones de San Pablo: «Ut sint consummati in unum»
De principio tan elevado recibe la caridad su razón íntima; basados también en ese príncipio, trataremos de establecer las cualidades de su ejercicio.
Puesto que no formamos todos más que un solo cuerpo, nuestra caridad ha de ser universal.- La caridad, en principio, no excluye positivamente a nadie, pues Cristo murió por todos, y todos están llamados a formar parte de su reino. La caridad comprende aun a los pecadores, porque les es posible volver a ser miembros vivos del cuerpo de Cristo; sólo las almas de los condenados, separadas para siempre del cuerpo místico, están excluidas de la caridad.
Pero este amor ha de revestir formas diversas, según sea el estado en que se halle nuestro prójimo; porque nuestro amor no ha de ser amor platónico, de pura teoría, que verse y se ejercite sobre cosas abstractas, sino un amor que se traduzca en actos apropiados a su naturaleza.- Los bienaventurados, en el cielo, son los miembros gloriosos del cuerpo de Cristo, han llegado ya al término de su unión con Dios, nuestro amor para con ellos reviste una de las formas más perfectas, la de la complacencia y de la acción de gracias. Consistirá, pues, en felicitarlos por su gloria, en alegrarse con ellos, y unidos con ellos, en dar gracias a Dios por el lugar que les ha otorgado en el reino de su Hijo.- Para con las almas que están en el purgatorio acabando de purificarse, nuestro amor ha de trocarse en misericordia; nuestra compasión ha de llevarnos a procurar su alivio mediante nuestros sufragios, sobre todo mediante el santo sacrificio de la Misa.
Aquí, en la tierra, Cristo se nos muestra en la persona del prójimo de muy diversas maneras, que dan pie para que nuestra caridad se ejercite también de modos muy diversos. Es obvio que en esto hay grados y que hay que seguir un orden.- Prójimo nuestro, en primer lugar, son aquellos que nos están más estrechamente unidos por los lazos de la sangre, tampoco en esto la gracia trastorna el orden establecido por la naturaleza.- La caridad en un superior no ha de tener los mismos «matices» que en un inferior.- Del mismo modo, el ejercicio de la caridad material pide que vaya moderado por la virtud sobrenatural de prudencia: un padre de familia no puede deshacerse de toda su fortuna en beneficio de los pobres y con detrimento de sus hijos.- De igual modo la virtud sobrenatural de justicia puede y debe exigir del delincuente el arrepentimiento y la expiación antes de ser perdonado. Lo que no está permitido es odiar, es decir, querer o desear el mal como mal; lo que no está permitido es excluir positivamente a uno cualquiera de nuestras plegarias; eso va directamente contra la caridad. La mayor parte de las veces, la señal más cierta que podemos dar de haber perdonado es rogar por los que nos han agraviado.- En efecto, amar sobrenaturalmente al prójimo es amarle con la mira puesta en Dios, para alcanzarle o conservarle la gracia que le lleve a la bienaventuranza [Ratio diligendi proximum Deus est: hoc enim in proximo debemus diligere ut in Deo sit. II-II, q.25, a.1 y q.26]. Amar es «querer el bien para otro», dice Santo Tomás [Amare nihil aliud est quam velle bonum alicui. ib. I, q.20, a.2; +I-II, q.28, a.1]; pero todo bien particular está subordinado al bien supremo. Por eso es tan agradable a los divinos ojos hacer que los ignorantes conozcan a Dios, bien infinito, lo mismo que rogar por la conversión de los infieles, de los pecadores, para que lleguen a la luz de la fe o vuelvan a ponerse en gracia de Dios. Cuando en la oración encomendamos a Dios las necesidades de las almas, o cuando en la Misa cantamos el Kyrie eleison por todas las almas que aguardan la luz del Evangelio, o la fuerza de la gracia para vencer las tentaciones, o cuando rogamos por los misioneros para que sus trabajos fructifiquen, hacemos actos de verdadera caridad, muy agradables a Nuestro Señor. Si Cristo prometió no dejar sin recompensa un vaso de agua dado en su nombre, ¿qué no dará por una vida de oración y de expiación empleada en procurar que su reino se extienda más y más? -Aun hay otras necesidades. Aquí un pobre que necesita ayuda; allí un enfermo que hay que aliviar, curar o visitar; ora un alma triste para alentar con buenas palabras; ora otra rebosante de un gozo que quiere que nosotros compartamos con ella: «Alegrarse con los que están alegres; llorar con los que lloran» (Rm 12,15); la caridad, dice San Pablo? «se hace todo para todos» (1Cor 9,22).
Mirad cómo Cristo Jesús practicó esta modalidad de la caridad, para ser nuestro modelo. A Cristo le gustaba complacer. El primer milagro de su vida pública fue cambiar el agua en vino en las bodas de Caná, para evitar un bochorno a sus huéspedes, a quienes les faltaba el vino (Jn 2, 1-2). Promete «aliviar a los que padecen y están cargados de trabajos, con tal que vayan a El» (Mt 11,28). Y, ¡qué bien cumplió su promesa! Los Evangelistas refieren a menudo que, «movido por la compasión» (Lc 7,13), obraban sus milagros, por esa causa cura al leproso y resucita al hijo de la viuda de Naím. Apiadado de la turba que durante tres días le sigue sin cansarse y padece hambre, multiplica los panes. «Siento pena por esta gente» (Mc 8,2). Zaqueo, jefe de alcabaleros, de aquella clase de judíos que los fariseos tenían por pecadores, suspira por ver a Cristo. Su corta talla le impide conseguirlo, pues la gente se agolpa por todos los lados en derredor de Jesús; sube entonces a un arbol, que está al borde del camino por donde Cristo ha de pasar; y Nuestro Señor previene los deseos de ese publicano. Al llegar junto a él, le manda bajar, pues quiere hospedarse en su casa; Zaqueo, lleno de alborozo al ver cumplidos sus deseos, le recibe solícito (Lc 19, 5-6). Mirad también cómo en provecho de sus amigos pone su poder al servicio de su amor. Marta y Magdalena lloran en su presencia la muerte de Lázaro, su hermano, ya enterrado; Jesús se conmueve, y de sus ojos corren lágrimas, verdaderas lágrimas humanas, pero que a la vez son también lágrimas de un Dios. «¿Dónde lo pusisteis?», pregunta al punto, pues su amor no puede estar ocioso, y se marcha a resucitar a su amigo. Y los judíos, testigos de este espectáculo, decían: «¡Mirad cómo le amaba!» (Jn 11,36).
Cristo, dice San Pablo -que se complace en usar esta expresión-, es «la benignidad misma de Dios que se ha manifestado a la tierra» (Tit 3,4); es Rey, pero Rey «lleno de mansedumbre» (Mt 21,5), que manda perdonar y proclama bienaventurados a los que, a ejemplo suyo, son misericordiosos (ib. 5,7). Pasó, dice San Pedro, que vivió con El tres años, derramando beneficios (Hch 10,38). Como el buen Samaritano, cuya caritativa acción El mismo se dignó ponderarnos, Cristo tomó al género humano en sus brazos y sus dolores en su alma: «Verdaderamente cargó con nuestras debilidades y llevó nuestros dolores» (Is 53,4). Viene a «destruir el pecado» (Heb 9,26), que es el supremo mal, el único mal verdadero, echa al demonio del cuerpo de los posesos; pero lo arroja sobre todo de las almas, dando su vida por cada uno de nosotros: «Me amó y se entregó a la muerte por mí» (Gál 2,20). ¿Hay señal de amor mayor que ésta? Cierto que no: «No hay mayor amor que el dar su vida por sus amigos» (Jn 15,13).
Ahora bien, el amor de Jesús para con los hombres ha de ser el espejo y modelo de nuestro amor. «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (ib. 13,34).- ¿Qué es lo que movía a Jesús a amar a sus discípulos y a nosotros en ellos?
Pertenecían a su Padre: «Ruego... por los que me has dado, porque son tuyos» (Jn 17,9). Debemos amar a las almas porque son de Dios y de Cristo. Nuestro amor debe ser sobrenatural; la verdadera caridad es el amor de Dios, que abarca en íntimo abrazo a Dios y a cuanto con El está unido. Como Cristo, debemos amar a todas las almas, hasta darnos por entero a ellas: in finem.
Considerad a San Pablo, tan encendido en el amor de Cristo, cuán lleno estaba de caridad para con los cristianos; «¿Quién enferma que no enferme yo con él?» «¿Quién padece escándalo en su alma que yo no esté como en brasas?» (2Cor 11,29). Alma era, encendida en caridad, la que podía decir: «Gustosísimo gastaré todo cuanto tengo, y aun a mí mismo me desgastaré por vuestras almas» (ib. 12,15). El Apóstol llega hasta querer ser reprobado él mismo con tal de salvar a sus hermanos (Rm 9,3). En medio de sus excursiones apostólicas, se ocupa en el trabajo de manos para no ser gravoso a las cristiandades que le recibían (2Tes 3,8.- +2Cor 12,16). Ya conocéis todos la conmovedora carta a su amigo Filemón, para pedirle gracia para su esclavo Onésimo. Este esclavo habíase fugado de la casa de su señor para evitar un castigo y acogídose a San Pablo, que le convirtió, y a quien prestó muchos servicios. Pero el gran Apóstol, que no quiere menoscabar los derechos de Filemón, según las leyes vigentes entonces, devuelve al esclavo a su amigo y escribe a Filemón, que tenía sobre el fugitivo derecho de vida y muerte, algunos renglones para que le dispense benévola acogida. San Pablo escribe de su propio puño, como él mismo lo dice, dicha carta estando preso en Roma; en ella condensa cuanto de más delicado e insinuante puede hallar la caridad: «Aunque sea lo que soy, respeeto a ti, yo, Pablo, ya anciano, y además preso ahora por amor de Jesucristo, y pudiera mandártelo, prefiero suplicártelo y rogarte en favor de mi hijo espiritual Onésimo, a quien he engendrado entre las cadenas... al cual te vuelvo a enviar. Tú, de tu parte, recibe como si fuera a mí mismo a este objeto de mi predileeción, y si te ha causado algún daño o te debe algo, apúntalo a mi cuenta. Sí, por cierto, hermano, reciba yo de ti este gozo en el Señor, da este consuelo a mi corazón» (Fil 9 y sigs.)
Fácil es comprender después de esto que el Apóstol escribiera un himno tan grandioso para ensalzar la exeelencia de la caridad: «Es sufrida, es dulce y bienhechora; no tiene envidia ni es inconsiderada, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busea sus intereses, no se irrita, no piensa mal. Complácese en la verdad, a todo se acomoda, lo cree todo, todo lo espera, lo soporta todo» (1Cor 13, 4-7).
Todos sus actos, con ser tan diversos, nacen de una misma fuente: Cristo, a quien la fe ve en el prójimo.
Tratemos, pues, ante todas las cosas, de amar a Dios, estando siempre unidos a Nuestro Señor. De este amor divino, como de una hoguera encendida, de la que salen mil rayos que alumbran y calientan, nuestra caridad irradiará en torno nuestro y más cuanto la hoguera esté más encendida; la caridad para con nuestros hermanos ha de ser el reflejo de nuestro amor para con Dios. Así, pues, os diré yo, con San Pablo: «Amaos recíprocamente con ternura y caridad fraterna, procurando anticiparos unos a otros en las señales de honor y deferencia...; alegraos con los que se alegran, y llorad con los que lloran: estad siempre unidos en unos mismos sentimientos; vivid en paz, a ser posible, y cuanto esté de vuestra parte, con todos los hombres» (Rm 12, 10-18). Y compendiando su doctrina: «Os ruego encarecidamente que os soportéis unos a otros con caridad, solícitos en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz; pues no hay más que un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como fuisteis llamados a una misma esperanza por nuestra vocación» (Ef 4, 1-4).
No olvidemos jamás el principio que debe ser nuestro guía en El práctica de esta virtud: Todos somos uno en Cristo; y esta unión no se conserva sino por la caridad. No vamos al Padre sino por Cristo, pero hemos de aceptar a Cristo por entero, en sí y en sus miembros: en ello está el secreto de la verdadera vida divina en nosotros.
Por eso Nuestro Señor hizo de la caridad mutua su precepto y el tema de su última oración: Ut sint consummati in unum.- Esforcémonos por realizar en cuanto esté de nosotros ese supremo anhelo del corazón de Cristo. El amor es una fuente de vida, y si buscamos en Dios ese amor para que se refleje sin cesar en todos los miembros del cuerpo de Cristo, nuestras almas rebosarán de vida, porque Cristo Jesús, según lo ha prometido, derramará en ellas en recompensa de nuestra abnegación una medida de gracia «buena, apretada, colmada y rebosante».