La santidad a la que puedes subir, si quieres, es una cosa sublime y un encantador ideal.
Tu perfección se halla en el encuentro de dos corazones, el Corazón de Jesús y el tuyo, en un acto de amor que abarque toda la vida: es una comunión inefable de Dios con el alma y del alma con Dios; es un indecible abrazo de dos espíritus, Dios y el alma.
Ser perfectos es amar a Jesús y dejarse transformar en Él y por Él; es vivir aquí abajo con el mismo amor con el que Dios vive en el Cielo; es reproducir en un alma, unida a un cuerpo de carne, la vida que viven las tres Divinas Personas en el seno de la adorable Trinidad.
Esta vida divina la reproduces siempre que haces un acto de amor o cumples con cualquier obligación para agradar a Dios.
Y cuanto más vivo es tu amor, cuanto más profundo y puro, tanto más penetras en la Santísima Trinidad y tanto más se imprime en tí la vida de Jesús.
¡Qué felicidad poder ya ejercitarte aquí abajo en la vida que habrás de vivir por los siglos de los siglos!
Por otra parte, aún cuando no lo quisieras, no te sería dable aquí abajo hacer otra cosa que amar. La santidad es un ideal obligatorio.
Ya has oído la voz del Divino Maestro: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mat.5, 48); Amarás al Señor, Dios tuyo, con todo tu corazón (Mat. 22, 37); El que no está conmigo, está contra Mí (Mat. 12, 30).
Has oído que el Apóstol te recuerda la orden del Maestro. Te eligió desde antes de la creación del mundo para que fueses santo e inmaculado en su presencia por medio de la caridad.
Aún más, cerrarías los oídos de tu cuerpo a las palabras de Jesús y no podrías, con todo, ahogar la voz de tu corazón. El Salvador ha muerto para cautivar tu amor.
¡Oh!, y ¡cuánto debe atormentar al Corazón de Dios el ansia de afecto cuando tanta importancia da a una aspiración de amor de una sola de sus criaturas, aún de la última y más ignorada de la tierra!
¿Qué será, pues, el amor de que es capaz el hombre, ya que un ser infinitamente grande se humilla a desearlo y consiente que perezcan mil mundos antes que abandonar a un pobre mortal que extiende hacia él sus brazos suplicantes?
¡Cuántos secretos encierra el mundo divino!
El Cielo y el infierno tienen puestos en mí sus ojos y espían todos los movimientos de mi corazón, para ver si late por Jesús o por su enemigo, Satanás.
Si no ofrezco mis acciones a Jesús, piérdense para siempre, y los ángeles y los santos se entristecen al ver que el Maestro se ve privado de esa gloria eterna y que una criatura se aparta de Él.
Si, por el contrario, le ofreciere mis acciones, le proporciono con ello íntima alegría, suscito en Él un sentimiento de divina arrogancia, y veo cómo se inclina hacia mí en gesto de agradecimiento.
¿Quieres, alma cristiana, empezar a vivir esta vida de amor? Sigue a Jesús en la soledad de tu corazón, y ruégale humildemente que te tome por la mano y te conduzca hacia la vida ideal.
En todas partes se encuentra el camino que lleva hacia la vida sublime. Veía el profeta que afluían a la celestial Jerusalén muchedumbres numerosas, venidas del Oriente y del Occidente, hombres de toda condición y de toda edad, de toda nación y de toda lengua.
Para andar por el camino de la perfección basta con amar a Jesús, y, si quieres, lo puedes amar. Si quieres amarle mucho, mucho le amarás, y si quieres amarle como los santos, hasta el olvido de tí mismo, les podrás igualar en perfección.
Aspira, pues, a la santidad, que es un ideal realizable, sublime y obligatorio.
(Fragmento de "EL AMIGO DIVINO", de Jos. Schrijvers)
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