SAN BERNARDO DE CLARAVAL
Diría que hay dos razones por las que Dios debe ser amado por sí mismo. Una, porque no hay nada más justo; otra, porque nada se puede amar con más provecho. Preguntarse por qué debe ser amado Dios plantea dos cuestiones, pues podemos dudar radicalmente de dos cosas fundamentales: qué razones presenta Dios para que le amemos y qué ganamos nosotros con amarle. A estos dos planteamientos no encuentro otra respuesta más digna que la siguiente: la razón para amar a Dios es él mismo.
Fijémonos, primeramente, en las razones para amarle.
DIOS DEBE SER AMADO POR SÍ MISMO
Mucho merece de nosotros quien se nos dio sin que le mereciéramos. ¿Nos pudo dar algo mejor que a sí mismo? Por eso, cuando nos preguntamos qué razones nos presenta Dios para que le amemos, ésta es la principal: Porque él nos amó primero. Bien merece que le devolvamos el amor, si pensamos quién, a quiénes y cuánto ama. ¿Pues quién es él? Aquel a quien todo ser dice: Tú eres mi Dios y ninguna necesidad tienes de mis bienes.
¡Qué amor tan perfecto el de su Majestad, que no busca sus propios intereses! ¿Y en quién se vuelca este amor tan puro? Cuando éramos enemigos nos reconcilió con Dios. Luego quien ama gratuitamente es Dios, y además, a sus enemigos. ¿Cuánto? Nos lo dice Juan: Tanto amó Dios al mundo, que nos dio a su Hijo único. Y Pablo: No perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros. Y lo afirma él mismo: Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos. Por eso mereció el Justo que le amen los impíos y el Omnipotente que le amen los más débiles. Podría objetarse: “se comportó así con los hombre, mas no con los ángeles”. Es cierto; pero porque no fue necesario. Por lo demás, el mismo que socorrió a los hombres en tan apretada situación libró a los ángeles de ella. Y el que, por amor a los hombres, los salvó del estado en que se hallaban, por ese mismo amor libró a los ángeles de caer en él.
II. 2. Los que tienen claro esto, comprenderán con la misma claridad por qué debe amarse a Dios, esto es, por qué se merece nuestro amor. Si los incrédulos se empeñan en serlo, es justo que Dios los confunda por ingratos a los dones son que abruma al hombre para bien suyo y los tiene tan a su alcance.
¿De quién, sino de Él, recibimos el alimento que comemos, la luz que contemplamos y el aire que respiramos? Sería de necios pretender hacer una lista completa de lo que es incontable, como acabo de decir. Baste con haber citado los más imprescindibles: el pan, la luz y el aire. Los más imprescindibles, no porque sean los más trascendentes, sino los más necesarios al cuerpo.
El hombre maneja una escala de valores más decisiva para ese plano superior de su ser, que es su alma: su dignidad, su ciencia, su virtud. Su dignidad radica en su libre albedrío, distintivo por el que se destaca sobre las demás criaturas y domina a los simples animales. Su inteligencia le permite, a su vez, reconocer su dignidad, no como algo propio, sino como don recibido. Finalmente, la virtud le impulsa a buscar con afán a su Creador y adherirse estrechamente a Él cuando lo ha encontrado.
3. Cada uno de estos tres valores contiene una doble realidad. La dignidad se manifiesta en sí misma y en la capacidad de dominar y atemorizar a todos los animales de la tierra. La inteligencia humana asimismo en aceptar esta dignidad y cualquier otra como algo que radica en nosotros, pero que no nace de nosotros. La virtud, por su parte, se abre en dos direcciones: la búsqueda del Creador y la adhesión apasionada a Él una vez hallado. En consecuencia, la dignidad sin la inteligencia no sirve para nada; la inteligencia sin la virtud es más bien un obstáculo. Ambas cosas quedan al descubierto cuando ponemos la razón a nuestro servicio. ¿Qué gloria puede aportarte poseer algo sin saber que lo posees? Saber que posees una cosa, ignorando que no la tienes por ti mismo, implica por supuesto su gloria, pero no delante de Dios. Dirigiéndose a los que se glorían en sí mismo, dice el Apóstol: ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si de hecho lo has recibido, ¿a qué tanto orgullo como si nadie te lo hubiera dado? No pregunta solamente: ¿De qué te glorías?, sino que añade: Como si nadie te lo hubiera dado. Con lo cual aclara que es reprensible, no el que se gloría de lo que tiene, sino el que no reconoce que lo ha recibido de otro. Con razón se la llama a eso vanagloria, porque no se basa en el sólido cimiento de la verdad. La auténtica gloria es de otro signo: El que esté orgulloso, que esté orgulloso en el Señor, es decir, en la verdad. Y la verdad es el Señor.
4. Debes recordar siempre dos cosas: qué eres y qué no eres por ti mismo. Así no serás nunca orgulloso; y si te enorgulleces, no lo harás por vanagloria. Dice la Escritura que si no te conoces a ti mismo, sigas tras las huellas de las ovejas, tus compañeras. Y de hecho es así. El hombre ha sido creado como la criatura más digna. Cuando no reconoce su propia dignidad, se asemeja por su ignorancia a los animales y se degrada hasta ser con ellos partícipe de su corrupción y de su mortalidad. El que no vive como noble criatura, dotada de inteligencia, se identifica con los brutos animales. Olvida la grandeza que lleva dentro de sí, para configurarse con las cosas sensibles de fuera y terminar por convertirse en una de ellas, por ignorar que todo lo ha recibido por encima de los demás seres.
Evitemos, por tanto, esa doble ignorancia de la que podemos ser víctimas. Una nos incita a buscar nuestra gloria a niveles más bajos que los nuestros. Y por la otra pretendemos atribuirnos cosas que superan nuestra capacidad; podemos encontrarlas en nosotros, pero no debemos pensar que son exclusivamente nuestras. Y con mayor cautela todavía tienes que huir de esa presunción execrable, por consciente y deliberada, que te invita a buscar la gloria propia en bienes que no son tuyos; de los que estás plenamente cierto que no te corresponden y, sin embargo, tienes el valor de usurpar la gloria ajena. La primera ignorancia carece de gloria; la segunda sí que la tiene, pero no según Dios. Y la presunción, que es un vicio plenamente consciente, se apropia de la gloria del mismo Dios. Arrogancia mucho más grave y perniciosa que las anteriores; porque en ellas no se reconoce a Dios, pero en ésta se le desprecia. Es peor y más detestable, porque, además de rebajarnos a nivel de los brutos animales, nos equiparamos a los mismos demonios. Pecado enorme la soberbia: se apropia de la gloria de su bienhechor en los dones que recibe y los considera como connaturales a sí mismo.
5. En consecuencia, a la dignidad y a la inteligencia debe acompañarle la virtud, que es su fruto. Por ellas se busca y se posee al que, como dueño y distribuidor de todo bien, merece ser glorificado en todo. El que sabe y no hace lo que debe, recibirá muchos palos. ¿Por qué? Pues porque no quiso conocer el bien y practicarlo, sino al contrario, acostado, planeó el crimen. Como siervo infiel, intenta apropiarse e incluso arrebatatarle la gloria de su Señor en aquellos bienes que sabe perfectamente que no son suyos. Son, por tanto, evidentes dos cosas: que la dignidad propia es inútil si no se reconoce, y que su conocimiento sólo servirá de castigo si no le acompaña la virtud. Es verdaderamente virtuoso aquel a quien ni su propio conocimiento le hace daño, ni su dignidad personal le adormece, y por eso confiesa sencillamente delante del Señor: No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria. Como si dijera: Señor, no nos pertenece a nosotros mismos absolutamente nada; ni nuestro propio conocimiento, ni nuestra propia dignidad; todo lo atribuimos a ti, de quien todo procede.
6. Pero con esta digresión hemos ido demasiado lejos. Queríamos explicar cómo aun los que desconocen a Cristo saben por ley natural que deben amar a Dios por sí mismos, a través de los dones naturales que poseen en su cuerpo y en su alma. Resumiendo lo que hasta aquí hemos dicho: ¿quién ignora, aunque carezca de fe, que hemos recibido de él todo lo necesario para nuestra vida corporal? El alimento, la respiración, la vista, todo procede del que sustenta a todo viviente, haciendo salir el sol sobre buenos y malos y enviando la lluvia a justos y pecadores.
¿Quién, por impío que sea, podrá siquiera concebir que la dignidad humana, tan refulgente en el alma, haya podido ser creada por otro ser distinto al que dice en el Génesis: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza? ¿Quién puede pensar que el hombre pudiera haber recibido la sabiduría de otro que no sea justamente el mismo que se la enseña?, de quién, sino del Señor de las virtudes, ha podido recibir el don de la virtud que le ha dado o está dispuesto a darle?
Con razón, pues, merece Dios ser amado por sí mismo, incluso por el que no tiene fe. Desconoce a Cristo, pero se conoce a sí mismo. Por eso nadie, ni el mismo infiel, tiene excusa si no ama al Señor su Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda su fuerza. Clama en su interior una justicia innata y no desconocida por la razón. Ésta le impulsa interiormente a amar con todo su ser a quien reconoce como autor de todo cuanto ha recibido. Pero es difícil, por no decir imposible, que el hombre sólo por sus propias fuerzas o por su libre voluntad sea capaz de atribuir a Dios plenamente todo lo que de Él ha recibido. Más fácil es que se lo atribuya a sí mismo y lo retenga como suyo. Así lo confirma la Escritura: Todos sin excepción buscan sus intereses. Y también: Los deseos del corazón humano tienden al mal.
III. 7. En cambio, los verdaderos creyentes saben por experiencia cuán vinculados están con Jesús, sobre todo con Jesús crucificado. Admiran y se abrazan a su amor, que supera todo conocimiento, y se siente contrariados si no le entregan lo poquísimo que son a cambio de tanto amor y condescendencia. Los que se creen más amados son los más inclinados a amar; y al que menos se le da, menos ama. El judío y el pagano no vibran tanto ante el estímulo del amor como la Iglesia, que exclama: Estoy herida de amor. Y en otro lugar: Dadme fuerzas con pasas y vigor con manzanas: ¡Desfallezco de amor!
Ve al divino Salomón con la diadema con que le coronó su madre; al Único del Padre, cargado con la cruz; cubierto de llagas y salivazos al Señor de la majestad; al autor de la vida y de la gloria, traspasado con clavos, harto de oprobios y dando la vida por sus amigos. Al contemplar este cuadro, se le clava en lo más hondo de su alma el dardo del amor y exclama: Dadme fuerzas con pasas y vigor con manzanas: ¡Desfallezco de amor!
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