San Juan Eudes
Los dolores que el Corazón
adorable de nuestro Salvador soportó al
ver a su santísima Madre sumergida en un mar de tribulaciones en el
tiempo de su Pasión, son inexplicables e inconcebibles.
Una vez que la bienaventurada Virgen
fue Madre de nuestro Redentor, soportó incesantemente un combate de amor en su Corazón. Porque conociendo que era la voluntad de Dios que su
amado Hijo sufriera y muriera por la
salvación de las almas, el amor muy ardiente que tenía para con esta divina voluntad
y para con las almas la ponía en una entera sumisión a las órdenes de Dios; y el amor inconcebible de Madre a su
queridísimo Hijo, le
causaba dolores indecibles a vista de los tormentos que había de sufrir
para rescatar el mundo.
Llegado el día de su Pasión, creen los Santos, que a
juzgar por el amor y obediencia con que siempre se conducía con su
santísima Madre y conforme a la bondad que tiene de consolar a sus amigas en
las aflicciones, antes de dar comienzo a sus sufrimientos, se despidió de esta
Madre queridísima. A fin de hacerlo por obediencia tanto a la voluntad de su Padre como a la de su Madre,
que era la misma, pidió licencie a ella para ejecutar la orden de su Padre. Le dijo que era voluntad de su Padre que le acompañase
al pie de la cruz y envolviese su
cuerpo, cuando muriera, en un lienzo
para ponerle en el sepulcro; le dio orden de lo que tenía qué hacer y dónde
había de estar hasta su Resurrección.
Es igualmente creíble
que le dio a conocer lo que Él iba a sufrir para prepararla y
disponerla a que le acompañara espiritual
y corporalmente en sus sufrimientos. Y como los dolores interiores de ambos
eran indecibles, no se los declararon
con palabra: sus ojos y sus corazones se comprendían y comunicaban
recíprocamente. Pero el perfectísimo
amor reciproco y la
entera conformidad que tenían a
la voluntad divina, no permitían que hubiese imperfección alguna en
sus sentimientos naturales. Siendo el
Salvador el Hijo único de María, sentía mucho sus dolores, pero como era su Dios, la fortificaba en la mayor
desolación que jamás ha habido, la consolaba con divinas palabras que ella escuchaba y
conservaba cuidadosamente en su Corazón, con nuevas gracias que continuamente derramaba en su alma, a fin
de que pudiese soportar y vencer los
violentísimos dolores que le estaban preparados. Eran tan grandes estos
dolores, que si le hubiera sido posible
y conveniente sufrir en lugar de su
Hijo, le hubiera sido más soportable que el verlo padecer y
le hubiera sido más dulce dar su vida por El, que verle
soportar suplicios tan atroces.
Pero, no habiendo dispuesto Dios de o t r a manera, ofreció ella su Corazón y
dio Jesús su Cuerpo, a fin de que cada uno sufriese lo que Dios había ordenado.
María habla de sufrir todos los
tormentos de su Hijo en la parte más sensible que es su Corazón y Jesús había de soportar en su Cuerpo
sufrimientos inexplicables y en su Corazón los de su santa Madre que eran
inconcebibles.
Despidióse el Salvador de su
santísima Madre y fue a sumergirse en el
océano inmenso de sus dolores; y su Madre en continua oración, lo
acompañó interiormente, de suerte que en este t r i s t e día comenzaron para
ella las plegarias, las lágrimas, las
agonías interiores y, con perfectísima sumisión a la divina voluntad,
repetía con su Hijo, en el fondo de su Corazón: « Padre, no se haga mi voluntad,
sino la vuestra».
La noche en que los Judíos
prendieron a nuestro Redentor en el Huerto de los Olivos, le condujeron atado a
casa de Anás y luego a la de Caifás, donde se
hartaron de burlarse y ultrajarle de mil maneras. Hasta el amanecer quedó Jesús
en aquella prisión, después de que
todos se hubieron ido a casa. También San Juan Evangelista marcho de allí, sea por
orden de Nuestro Señor, sea por divina inspiración, y fue a dar aviso de lo ocurrido. Oh Dios mío,
qué lamentos, tristezas y dolores se cruzaron entre la Madre de Jesús y el discípulo amado, mientras este
contaba y ella escuchaba los acontecimientos! En verdad,
los sentimientos y angustias de ambos fueron tales, que cuanto se diga es nada
en comparación de la
realidad. Más decían con el corazón que con los labios, más
con sus lágrimas que con discursos, en especial la bendita Virgen, puesto que su
grandísima modestia, impidiéndole palabra alguna desconcertada, hacía
sufrir su Corazón lo que nadie puede imaginar.
Al llegar el tiempo de buscar y
acompañar a su Hijo en los tormentos, sale de su casa al apuntar el día,
silenciosa como el Cordero divino, muda
como oveja; va regando el camino con sus
lágrimas y de su Corazón se elevan el cielo ardientes suspiros. Acompáñenla en
adelante sus devotos en su dolores, caminando por la vía del dolor.
En medio de ultrajes e
ignominias, los Judíos conducen al
Salvador a casa de Pilato y de Herodes,
pero a causa de la multitud y de]
alboroto del pueblo, su Madre no
logra verlo hasta que es mostrado a la muchedumbre flagelado y coronado de espinas. Entonces es cuando su
Corazón sufrió dolores inmensos. y «sus ojos derramaron torrentes de lagrimas al oír las
voces del populacho», el tumulto
de la ciudad, las injurias que los Judíos
vomitaban contra su Hijo, las afrentas
que le hacían, las blasfemias que proferían
contra El. Mas como había puesto todo su amor en Él, aunque su presencia fuese lo que más la debía
afligir, era no obstante, lo que deseaba por encima de todo: el amor tiene
estos extremos, soporta menos la
ausencia del amado que el dolor,
por grande que sea, que su presencia
le hace sufrir. Entre tales amarguras e
inimaginables angustias, esta santa
Oveja suspira por la vista del divino
Cordero. Al fin le vio todo desgarrado por los azotes, su cabeza
atravesada por crueles espinas, su
adorable rostro amoratado, hinchado,
cubierto de sangre y de salivazos, con una cuerda al cuello, las manos atadas, un cetro de calla
en la mano y vestido con túnica de burla.
Sabe Él que allí está su Madre
dolorosa; conoce ella que su divina
Majestad ve los sentimientos de su Corazón traspasado por dolores no menores a los soportados por El en
su Cuerpo. Oye los falsos testimonios contra
El y. cómo es pospuesto a Barrabás, ladrón y
homicida. Oye miles de voces de clamor
llenas de furor: «Deduc quasi torrentem lacrymas» (Thren, 2,18).
« Tolle, tolle, crucifige,
crucifige»! Escucha la cruel
e injusta sentencia de muerte
contra el Autor de la vida. Ve la cruz en la que
se le va a crucificar y cómo marcha hacia el Calvario cargándola sobre sus
espaldas. Siguiendo las huellas de su Jesús, lava con lágrimas el camino ensangrentado por su Hijo. También soportaba en su Corazón cruz
tan dolorosa como la que llevaba
El sobre sus hombros.
En el Calvario las santas mujeres se esfuerzan
por consolarla. A imitación de su dulce Cordero, enmudece y sufre inconcebibles dolores: oye los martillazos
que los verdugos descargan sobre los clavos con los cuales sujetan a su
Hijo en la cruz. Al
ver al que amaba infinitamente más que a
al misma, pendiente de la cruz entre
tantos y tan crueles dolores, sin poder prestarle el menor alivio, cae
en brazos de los que la acompañan. Era tanta su
debilidad después de velar toda la noche, haber llorado tanto y
sin tomar alimento
alguno que pudiera
sostenerla. Entonces, sécanse las
lágrimas, pierde el color, estremecida de dolor, no tiene
más reactivo que las lágrimas de
sus compañeros, hasta que su Hijo le da de nuevo fuerzas para que le acompañe
hasta la muerte.
De nuevo bañada por ríos de
lágrimas, sufre martirios de dolores a
la vista de su Hijo y su Dios pendiente
de la cruz. Sin
embargo, en su alma, hace ante Dios
oficio de medianera por los pecadores, coopera con el Redentor a su salvación y ofrece por ellos al Eterno Padre, su sangre, sufrimientos y muerte, con deseo ardentísimo de su eterna felicidad.
El indecible amor que tiene a su querido
Hijo, le hace temer verle
expirar y morir, pero a la vez le
llena de dolor el que sus tormentos duren tanto que sólo con la muerte van a terminar. Desea que el Eterno Padre
mitigue el rigor de sus tormentos, pero
quiere conformarse enteramente a todas sus órdenes. Y así, el. Amor divino hace nacer en su Corazón contrarios deseos y
sentimientos, que le hacen sufrir
inexplicables dolores.
La bendita Oveja y el
divino Cordero se miran, y entienden y
comunican sus dolores solamente comprendidos por estos dos Corazones de Hijo y Madre,
que amándose mutuamente en perfección, sufren a una estos crueles tormentos. Y siendo el mutuo amor la medida de sus dolores, los que
los consideran están tan lejos de poder comprenderlos cuanto de entender el amor de tal Hijo a tal Madre y
recíprocamente.
Los dolores de la Santísima Virgen aumentan y se renuevan continuamente con los
ultrajes y tormentos que los judíos ocasionan a su Hijo.
Qué dolor, al oírle decir: « Dios mío, Dios mío, por qué me has
abandonado»?.
Qué dolor al ver que le dan hiel
y vinagre en su ardiente sed!
Sobre todo, qué dolor al verle
morir en un patíbulo entre dos malhechores! Qué dolor al ver traspasar su
Corazón con una lanza! Qué dolor, cuando le recibe en sus brazos! Con qué dolor
se retira a su casa a esperar su resurrección! Oh, de cuán buena gana hubiera
sufrido esta divina Virgen todos los dolores de su Hijo, antes que vérselos
sufrir a El!
Efecto de la perfecta caridad, al
obrar en los corazones de quienes se esfuerzan por imitar a su divino Padre y a su bondadosísima, Madre, es
hacerles soportar con gusto sus propias
aflicciones y sentir vivamente las de
los demás, de suerte que les es más fácil soportarlas ellos mismos que verlas padecer
por los demás.
Es lo que el Salvador hizo durante su vida terrena y especialmente en su Pasión. En efecto, sabiendo
que Judas le había vendido, demostró
mayor sentimiento por su
condenación: « mejor le hubiera
sido no haber nacido, si había de condenarse» que por los tormentos que
por su traición tenia que sufrir. De igual manera, a las mujeres que lloraban
en pos de Él camino del Calvario, hízoles ver cuánto más sensibles éranle
las tribulaciones de ellas y las de la
ciudad de Jerusalén, que lo que estaba
padeciendo con la cruz a cuestas. «Hijas de Jerusalén, les dice, no lloréis por mí, llorad más bien por vosotras y
por vuestros hijos; porque tiempo vendrá en que se diga:
dichosas las que son estériles y
dichosas las senos que no han dado a luz y los pechos que no han alimentado».
Clavado en la cruz, olvidándose de sus propios tormentos, hace ver
que las necesidades de los pecadores le son más sensibles que sus
dolores, al decir a su Padre que les
perdone. Es que el amor a sus criaturas
le hace sentir más los males de ellas que los propios.
De aquí que uno de los mayores
tormentos de nuestro Salvador en la cruz, más sensible que los dolores
corporales, es ver a su Madre sumergida en un mar de sufrimientos. A la que
amaba más que a todas las criaturas
juntas: la mejor de todas las
madres, compañera, fidelísima de sus correrías
y trabajos y la que, inocentísima como
era, no merecía sufrir en absoluto lo
que padecía, por falta alguna que
hubiese cometido. Madre, tan amante de su Hijo como no han sido ni serán jamás los corazones todos de los
Ángeles y Santos, sufre tormentos sin
igual. Oh, qué aflicción para tal Madre ver a tal Hijo tan injustamente atormentado y abismado en un océano de
dolores, sin poderlo aliviar lo más mínimo!
Ciertamente, tan grande y
tan pesada es esta cruz, que no hay
inteligencia capaz de comprenderla.
Cruz que estaba reservada a la gracia, al amor y virtudes heroicas de la Madre
de Dios.
De nada le valía ser inocentísima
y Madre de Dios para librarse de tan terrible tormento. Al contrario, deseando su
Hijo asemejarla a Él, quiso que
el amor causa primera y principal de sus sufrimientos y de su
muerte que como a su Madre le tenía, y
el que ella le profesaba como a su Hijo,
fuese la causa del martirio de su Corazón al fin de su vida, como había sido al principio el origen de sus gozos y satisfacciones.
Desde la cruz vela el Hijo de
Dios las angustias y desolaciones del sagrado Corazón de su santísima Madre, oía
sus suspiros y veía las lágrimas y el abandono en que estaba y en el que había
de quedar después de su muerte: todo
esto era un nuevo tormento y martirio para el
divino Corazón de Jesús. No faltaba, pues, nada de cuanto podía afligir y crucificar los amabilísimos corazones del Hijo
y de la Madre.
Piensan algunos que la causa por
la que el Salvador no quiso darle este nombre
cuando habló desde la cruz a su dolorosa Madre fue precisamente el no
querer afligirla; y desolarla más. Solo le dice palabras que le
muestran que no la había olvidado y que, cumpliendo la voluntad de su Padre, la
socorría en su abandono dándole por
hijo al
discípulo amado. En consecuencia, San Juan quedó obligado
al servicio de la Reina del Cielo, la honró
como a Madre suya y la sirvió como a su Señora, juzgando el servicio
que le hacía como el mayor favor que podía recibir en este mundo de su amabilísimo
Maestro.
Todos los pecadores tienen parte
en esta gracia de San Juan: a todos los representa al pie de la cruz y
nuestro Salvador a todos los mira en su
persona, a todos y cada uno dice: «Ecce
Mater tua»: He aquí a vuestra Madre: os doy mi Madre por Madre vuestra y os doy
a ella para que seáis sus hijos.
Oh precioso don! Oh tesoro
inestimable! Oh gracia incomparable!
Cuán obligados estamos a la bondad inefable
de nuestro Salvador! Oh, qué acciones de gracias debemos tributarle! Nos ha dado su divino Padre por Padre nuestro
y su santísima Madre por Madre nuestra,
a fin de que no tengamos más que un Padre y una misma Madre con Él. No somos
dignos de ser esclavos de esta gran Reina y nos hace hijos suyos.
Oh, qué respeto y sumisión
debemos tener a tal Madre, qué celo e interés por su
servicio y qué cuidado en imitar sus santas virtudes, a fin de que haya alguna
semejanza entre la Madre y los hijos¡
Esta bondadosísima Madre
recibió gran consuelo al
oír la voz de su querido Hijo: en la última hora, una palabra cualquiera de los hijos y
verdaderos amigos conforta y es singular
consuelo. Como los sagrados corazones de tal Hijo y de tal Madre se
entendían tan bien entre sí, la bendita Virgen aceptó gustosa a San Juan por hijo
suyo y en él a todos los pecadores, sabiendo que tal era la voluntad de su Jesús.
En efecto, muriendo Jesús por los
pecadores y sabiendo que sus culpas eran la causa de su muerte, quiso, en la
última hora, quitarles
toda desconfianza que pudieran tener
al ver los grandes tormentos, fruto de sus pecados,
y por esto les dio lo que más estimaba y lo que más poder tenía sobre Él, a
saber su santísima Madre, a fin de que por su protección y mediación,
confiáramos ser acogidos y bien
recibidos por su divina Majestad. No
cabe dudar del amor inconcebible de esta bondadosa Madre a los pecadores, ya
que en el alumbramiento espiritual
junto a la cruz, sufrió
increíbles dolores los que no tuvo en el alumbramiento virginal de su Hijo y
Dios.
De aquí se ve claramente que los dolores de la Madre y los
tormentos del Hijo terminaron en gracias
y bendiciones e inmensos favores a los pecadores. Cuán obligados estamos, pues,
a honrar , amar y alabar los amabilísimos corazones de Jesús y María; a emplear toda nuestra vida y más si tuviéramos, en
servirles y glorificarles; a esforzarnos por
imprimir en nuestros corazones una
imagen perfecta de sus eminentísimas
virtudes. Es imposible
agradarles andando por caminos diferentes
a los suyos.
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