26/3/13

COMO SUFRIÓ EL CORAZÓN DE JESÚS EN SU PASIÓN A LA VISTA DEL CORAZÓN AFLIGIDO DE SU MADRE.



San Juan Eudes


Los dolores que el Corazón adorable de nuestro Salvador soportó al  ver a su santísima Madre sumergida en un mar de tribulaciones en el tiempo de su Pasión, son inexplicables e inconcebibles.

Una vez que la bienaventurada Virgen fue  Madre de nuestro  Redentor, soportó  incesantemente un combate de amor en su  Corazón. Porque  conociendo que era la voluntad de Dios que su amado Hijo sufriera y muriera  por la salvación de las almas, el amor muy ardiente que tenía para con esta divina voluntad y para  con las almas la  ponía en una entera  sumisión a las órdenes de Dios; y el  amor inconcebible de Madre a su queridísimo  Hijo,   le  causaba dolores indecibles a vista de los tormentos que había de sufrir para rescatar el mundo.

Llegado el  día de su Pasión, creen los Santos, que a juzgar por el  amor y  obediencia con que siempre se conducía con su santísima Madre y conforme a la bondad que tiene de consolar a sus amigas en las aflicciones, antes de dar comienzo a sus sufrimientos, se despidió de esta Madre queridísima. A fin de hacerlo por obediencia tanto a la  voluntad de su Padre como a la de su Madre, que era la misma, pidió licencie a ella para ejecutar la  orden de su Padre. Le dijo  que era voluntad de su Padre que le acompañase al pie de la cruz y  envolviese su cuerpo, cuando muriera,  en un lienzo para ponerle en el sepulcro; le dio orden de lo que tenía qué hacer y dónde había de estar hasta su Resurrección.

Es igualmente  creíble  que le dio a conocer lo  que Él  iba a sufrir para prepararla y disponerla a que le acompañara espiritual  y corporalmente en sus sufrimientos. Y como los dolores interiores de ambos eran indecibles, no se los declararon  con palabra: sus ojos y sus corazones se comprendían y comunicaban recíprocamente. Pero el  perfectísimo amor  reciproco  y la  entera  conformidad que tenían a la voluntad divina,  no permitían  que hubiese imperfección  alguna en  sus sentimientos naturales. Siendo el  Salvador el  Hijo  único de María,  sentía mucho sus dolores, pero  como era su Dios, la fortificaba en la mayor desolación que jamás ha habido, la consolaba con divinas palabras que ella  escuchaba y  conservaba cuidadosamente en su Corazón, con nuevas gracias  que continuamente derramaba en su alma, a fin de que pudiese soportar y vencer los  violentísimos dolores que le estaban preparados. Eran tan grandes estos dolores, que si le  hubiera sido posible y  conveniente sufrir en lugar de su Hijo, le  hubiera  sido más soportable que el verlo padecer y le  hubiera  sido más dulce dar su vida por El,  que verle  soportar suplicios  tan atroces. Pero, no habiendo dispuesto Dios de o t r a manera, ofreció ella su Corazón y dio Jesús su Cuerpo, a fin de que cada uno sufriese lo que Dios había ordenado. María  habla de sufrir todos los tormentos de su Hijo en la  parte  más sensible que es su Corazón y  Jesús había de soportar en su Cuerpo sufrimientos inexplicables y en su Corazón los de su santa Madre que eran inconcebibles.

Despidióse el Salvador de su santísima Madre y fue a sumergirse en el  océano inmenso de sus dolores; y su Madre en continua oración, lo acompañó interiormente, de suerte que en este t r i s t e día comenzaron para ella las plegarias, las  lágrimas,  las  agonías interiores y, con perfectísima sumisión a la divina voluntad, repetía con su Hijo, en el fondo de su Corazón: « Padre, no se haga mi voluntad, sino la vuestra».

La noche en que los  Judíos  prendieron a  nuestro  Redentor en el  Huerto de los Olivos, le condujeron atado a casa de Anás y  luego a la de Caifás, donde se hartaron de burlarse y ultrajarle de mil maneras. Hasta el amanecer quedó Jesús en aquella prisión,   después de que todos se hubieron ido a casa. También San Juan Evangelista marcho de allí,   sea por  orden de Nuestro Señor, sea por divina inspiración, y  fue a dar aviso de lo ocurrido. Oh Dios mío, qué lamentos, tristezas y dolores se cruzaron entre la  Madre de Jesús  y   el   discípulo  amado, mientras   este  contaba y  ella   escuchaba los acontecimientos! En verdad, los sentimientos y angustias de ambos fueron tales, que cuanto se diga es nada en comparación de la realidad. Más decían con el corazón que con los labios, más con sus lágrimas que con discursos, en especial la bendita Virgen,  puesto que su  grandísima modestia, impidiéndole palabra alguna desconcertada, hacía sufrir su Corazón lo que nadie puede imaginar.

Al llegar el tiempo de buscar y acompañar a su Hijo en los tormentos, sale de su casa al apuntar el día, silenciosa  como el Cordero divino, muda como oveja; va regando el  camino con sus lágrimas y de su Corazón se elevan el cielo ardientes suspiros. Acompáñenla en adelante sus devotos en su dolores, caminando por la vía del dolor.

En medio de ultrajes   e  ignominias, los  Judíos  conducen al  Salvador a  casa de Pilato y de Herodes, pero a causa de la multitud y  de] alboroto del pueblo,  su Madre no logra  verlo  hasta que es mostrado a la  muchedumbre flagelado y  coronado de espinas. Entonces es cuando su Corazón sufrió dolores inmensos. y «sus ojos derramaron torrentes  de lagrimas al oír  las  voces del populacho», el  tumulto de la  ciudad, las injurias que los Judíos vomitaban  contra su Hijo, las afrentas que le hacían, las blasfemias que proferían  contra El. Mas como había puesto todo su amor en Él,  aunque su presencia fuese lo que más la debía afligir, era no obstante, lo que deseaba por encima de todo: el amor tiene estos extremos, soporta  menos la ausencia del amado que el dolor,  por  grande que sea, que su presencia le hace sufrir. Entre  tales amarguras e inimaginables  angustias, esta santa Oveja suspira por la vista  del divino Cordero. Al  fin le vio  todo desgarrado por los azotes, su cabeza atravesada por crueles  espinas, su adorable rostro  amoratado, hinchado, cubierto de sangre y de salivazos, con una cuerda al  cuello, las manos atadas, un cetro de calla en la mano y vestido con túnica de burla. 

Sabe Él que allí está su Madre dolorosa; conoce ella que su divina  Majestad ve los sentimientos de su Corazón traspasado por  dolores no menores a los soportados por El en su  Cuerpo. Oye los falsos testimonios contra El y.  cómo es pospuesto a Barrabás,  ladrón y  homicida. Oye miles de voces de clamor  llenas de furor: «Deduc quasi torrentem lacrymas» (Thren, 2,18).

« Tolle, tolle,  crucifige,   crucifige»!    Escucha la  cruel  e injusta  sentencia de muerte contra el Autor de la  vida. Ve la cruz en la que se le va a crucificar y cómo marcha hacia el Calvario cargándola sobre sus espaldas. Siguiendo las huellas de su Jesús, lava  con lágrimas el camino ensangrentado por su  Hijo. También soportaba en su  Corazón cruz  tan  dolorosa como la que llevaba El sobre sus hombros.

En el Calvario las  santas mujeres se  esfuerzan  por   consolarla. A  imitación de su  dulce Cordero,  enmudece y sufre  inconcebibles dolores: oye los  martillazos  que los verdugos descargan sobre los clavos con los cuales sujetan a su Hijo en la cruz. Al ver al que amaba infinitamente  más que a al misma,  pendiente de la  cruz entre  tantos y tan crueles dolores, sin poder prestarle el menor alivio, cae en brazos de los que la  acompañan. Era tanta su debilidad después de velar  toda la  noche, haber llorado  tanto y  sin  tomar   alimento  alguno que pudiera  sostenerla.  Entonces, sécanse las lágrimas,   pierde el  color, estremecida de dolor, no  tiene  más reactivo  que las lágrimas de sus compañeros, hasta que su Hijo le da de nuevo fuerzas para que le acompañe hasta la muerte.

De nuevo bañada por ríos de lágrimas, sufre  martirios de dolores a la  vista de su Hijo y su Dios pendiente de la cruz. Sin embargo, en su alma, hace ante Dios  oficio de medianera por los pecadores, coopera con el Redentor a su  salvación y ofrece por  ellos al Eterno  Padre, su sangre, sufrimientos y muerte,  con deseo ardentísimo de su eterna felicidad. El indecible amor que tiene a su querido  Hijo, le  hace temer  verle  expirar y morir, pero a la  vez le llena de dolor el  que sus tormentos  duren tanto que sólo con la muerte  van a terminar. Desea que el Eterno Padre mitigue el rigor  de sus tormentos, pero quiere conformarse enteramente a todas sus órdenes. Y así, el. Amor divino  hace nacer en su Corazón contrarios  deseos y  sentimientos,  que le hacen sufrir inexplicables dolores.

La bendita Oveja y el divino Cordero se miran, y  entienden y comunican sus dolores solamente comprendidos por  estos dos Corazones de Hijo y  Madre,  que amándose mutuamente en perfección, sufren a una estos crueles  tormentos. Y siendo el  mutuo amor la medida de sus dolores, los que los consideran están tan lejos de poder comprenderlos  cuanto de entender el  amor de tal Hijo a tal Madre y recíprocamente.

Los dolores de la Santísima Virgen  aumentan y se renuevan continuamente con los ultrajes y tormentos que los judíos ocasionan a su Hijo.

Qué dolor, al oírle  decir: « Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado»?. 

Qué dolor al ver que le dan hiel y vinagre en su ardiente sed!

Sobre todo, qué dolor al verle morir en un patíbulo entre dos malhechores! Qué dolor al ver traspasar su Corazón con una lanza! Qué dolor, cuando le recibe en sus brazos! Con qué dolor se retira a su casa a esperar su resurrección! Oh, de cuán buena gana hubiera sufrido esta divina Virgen todos los dolores de su Hijo, antes que vérselos sufrir a El!

Efecto de la perfecta caridad, al obrar en los corazones de quienes se esfuerzan por imitar a su divino  Padre y a su bondadosísima, Madre, es hacerles soportar  con gusto sus propias aflicciones y sentir  vivamente las de los demás, de suerte que les es más fácil soportarlas ellos mismos que verlas padecer por los demás.

Es lo que el Salvador  hizo durante su vida terrena y  especialmente en su Pasión. En efecto, sabiendo que Judas le había vendido, demostró  mayor sentimiento por su  condenación: « mejor le hubiera  sido no haber nacido, si había de condenarse» que por los tormentos que por su traición tenia que sufrir. De igual manera, a las mujeres que lloraban en pos de Él camino del  Calvario,  hízoles ver cuánto más sensibles éranle las  tribulaciones de ellas  y las de la  ciudad de Jerusalén,  que lo que estaba padeciendo con la  cruz a cuestas. «Hijas  de Jerusalén, les dice, no lloréis  por mí, llorad más bien por  vosotras y  por vuestros  hijos;   porque tiempo vendrá en que se diga: dichosas las  que son estériles y dichosas las senos que no han dado a luz y los pechos que no han alimentado».

Clavado en la cruz,  olvidándose de sus propios tormentos,  hace ver  que las necesidades de los pecadores le son más sensibles que sus dolores, al  decir a su Padre que les perdone. Es que el  amor a sus criaturas le hace sentir más los males de ellas que los propios.

De aquí que uno de los mayores tormentos de nuestro Salvador en la cruz, más sensible que los dolores corporales, es ver a su Madre sumergida en un mar de sufrimientos. A la que amaba más que a todas las criaturas  juntas: la mejor  de todas las madres,  compañera, fidelísima de sus correrías y trabajos y la  que, inocentísima como era, no merecía sufrir en absoluto lo  que padecía, por  falta alguna que hubiese cometido. Madre,  tan  amante de su Hijo como no han sido ni  serán jamás los corazones todos de los Ángeles y Santos, sufre  tormentos sin igual.  Oh, qué aflicción  para tal Madre ver a tal Hijo  tan injustamente  atormentado y abismado en un océano de dolores, sin poderlo aliviar lo más mínimo!  Ciertamente, tan grande y  tan  pesada es esta cruz,   que no hay  inteligencia  capaz de comprenderla. Cruz que estaba reservada a la gracia, al amor y virtudes heroicas de la Madre de Dios.

De nada le valía ser inocentísima y Madre de Dios para librarse de tan terrible tormento. Al contrario,   deseando su  Hijo  asemejarla a Él, quiso que el  amor causa primera   y principal de sus sufrimientos y de su muerte  que como a su Madre le tenía, y el que ella le  profesaba como a su Hijo, fuese la causa del martirio de su Corazón al fin de su vida,  como había sido al  principio el origen de sus gozos y satisfacciones.

Desde la cruz vela el Hijo de Dios las  angustias y  desolaciones del  sagrado Corazón de su santísima Madre, oía sus suspiros y veía las lágrimas y el abandono en que estaba y en el que había de quedar después de su muerte:  todo esto era un nuevo tormento y martirio para el  divino Corazón de Jesús. No faltaba, pues, nada de cuanto podía afligir  y crucificar los amabilísimos corazones del Hijo y de la Madre.

Piensan algunos que la causa por la que el Salvador no quiso darle este nombre  cuando habló desde la cruz a su dolorosa Madre fue precisamente el no querer  afligirla; y  desolarla más. Solo le dice palabras que le muestran que no la había olvidado y que, cumpliendo la voluntad de su Padre, la socorría en su  abandono dándole por hijo  al  discípulo  amado.   En consecuencia, San Juan quedó obligado al  servicio de la  Reina del Cielo, la  honró  como a Madre suya y la  sirvió  como a su Señora, juzgando el  servicio  que le hacía como el mayor favor que podía recibir en este mundo de su amabilísimo Maestro.

Todos los pecadores tienen parte en esta gracia de San Juan: a todos los representa al pie de la cruz y nuestro  Salvador a todos los mira en su persona, a todos y  cada uno dice: «Ecce Mater tua»: He aquí a vuestra Madre: os doy mi Madre por Madre vuestra y os doy a ella para  que seáis sus hijos.

Oh precioso don! Oh tesoro inestimable!  Oh gracia incomparable! Cuán obligados estamos a la  bondad inefable de nuestro Salvador! Oh, qué acciones de gracias debemos tributarle!  Nos ha dado su divino Padre por Padre nuestro y su santísima Madre por  Madre nuestra, a fin de que no tengamos más que un Padre y una misma Madre con Él. No somos dignos de ser esclavos de esta gran Reina y nos hace hijos  suyos.

Oh, qué respeto y  sumisión  debemos tener a tal  Madre,  qué celo e interés  por  su servicio y qué cuidado en imitar sus santas virtudes, a fin de que haya alguna semejanza entre la Madre y los hijos¡

Esta bondadosísima Madre recibió  gran  consuelo al  oír la voz de su querido Hijo: en la última  hora, una palabra cualquiera de los hijos y verdaderos amigos conforta y es singular  consuelo. Como los sagrados corazones de tal Hijo y de tal Madre se entendían tan bien entre sí, la bendita Virgen aceptó gustosa a San Juan por  hijo  suyo y en él a todos los pecadores, sabiendo que tal era la  voluntad de su Jesús.

En efecto, muriendo  Jesús por los  pecadores y sabiendo que sus culpas eran la  causa de su muerte,  quiso, en la  última  hora,  quitarles  toda desconfianza que pudieran tener  al  ver  los grandes tormentos, fruto de sus pecados, y por esto les dio lo que más estimaba y lo que más poder tenía sobre Él, a saber su santísima Madre, a fin de que por su protección y mediación, confiáramos  ser acogidos y bien recibidos por  su divina Majestad. No cabe dudar del amor inconcebible de esta bondadosa Madre a los pecadores, ya que en el  alumbramiento  espiritual   junto a la cruz,  sufrió increíbles dolores los que no tuvo en el alumbramiento virginal de su Hijo y Dios.

De aquí se ve claramente  que los dolores de la Madre y los tormentos  del Hijo terminaron en gracias y bendiciones e inmensos favores a los pecadores. Cuán obligados estamos, pues, a honrar ,   amar y alabar  los amabilísimos  corazones de Jesús y María; a emplear  toda nuestra vida y más si tuviéramos, en servirles y glorificarles; a esforzarnos por  imprimir en nuestros  corazones una imagen perfecta de sus eminentísimas  virtudes. Es imposible  agradarles  andando por caminos diferentes a los suyos.

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