LA VIDA DE ORACIÓN
Por San Pedro Julián de Eymard
CÓMO SABER, EN LA PRÁCTICA, SI ORO LO SUFICIENTE PARA MI ESTADO
"Me alimento de un pan y una bebida invisibles a los hombres". (TOB., XII, 19).
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Pierre-Julien Eymard, apóstol de la Eucaristía. |
Hay en el hombre dos vidas: la del cuerpo y la del alma; una y otra siguen, en su orden, las mismas leyes.
La del cuerpo
depende, en primer lugar, de la alimentación; cual es la comida, tal la
salud; depende en segundo lugar del ejercicio que desarrolla y da
fuerzas, y, por último, del descanso, donde se rehacen las fuerzas
cansadas con el ejercicio. Todo exceso en una de estas leyes es, en
mayor o menor grado, principio de enfermedad o de muerte.
Las leyes del
alma en el orden sobrenatural son las mismas, de las cuales no debe
apartarse, como tampoco el cuerpo de las suyas.
Ahora bien: la
comida, el manjar del alma, así como su vida, es Dios. Acá abajo, Dios
conocido, amado y servido por la fe; en el cielo, Dios visto, poseído y
amado sin nubes. Siempre Dios. El alma se alimenta de Dios meditando su
palabra, con la gracia, con la súplica, que es el fondo de la oración y
el único medio de obtener la divina gracia.
De la misma
manera que en la naturaleza cada temperamento necesita alimentación
diferente según la edad, los trabajos y las fuerzas que gasta, así
también cada alma necesita una dosis particular de oración. Notad que no
es la virtud la que sostiene la vida divina, sino la oración, pues la
virtud es un sacrificio y resta fuerzas en lugar de alimentar. En
cambio, quien sabe orar según sus necesidades cumple con su ley de vida,
que no es igual para todos, pues unos no necesitan de mucha oración
para sostenerse en estado de gracia, en tanto que otros necesitan larga.
Esta observación es absolutamente segura: es un dato de la experiencia.
Mirad un alma que se conserva bien en estado de gracia con poca oración; no tiene necesidad de más; pero no volará muy alto.
A otra, al
contrario, le cuesta mucho conservarse en él con mucha oración y siente
que le es necesario darse de lleno a ella. ¡Ore esa alma, que ore
siempre, pues se parece a esas naturalezas más flacas que necesitan
comer con mayor frecuencia, so pena de caer enfermas!
Mas hay
oraciones de estado que son obligatorias. El sacerdote tiene que rezar
el oficio y el religioso sus oraciones de regla. Estas nunca es lícito
omitirlas ni disminuirlas por sí mismo, de propia autoridad.
La piedad hace
que uno sea religioso en medio del mundo. A estas almas la gracia de
Dios pide más oraciones que las de la mañana y de la tarde. La condición
esencial para conservarse en la piedad es orar más. Es imposible de
otro modo.
Sabéis muy
bien que hay dos clases de oración; la vocal, de la que hemos venido
hablando, y la mental, que es el alma de la primera. Cuando uno no ora,
cuando la intención no se ocupa en Dios al orar verbalmente, las
palabras nada producen: la única virtud que tienen se la presta la
intención, el corazón.
¿Será
necesaria la oración mental considerada en su acepción más restringida
de meditación, de oración? Es, cuando menos, muy útil, puesto que todos
los santos la han practicado y recomendado; es muy útil, porque es
difícil llegar sin ella a la santidad.
Esto me conduce como de la mano a decir que hay una oración de necesidad, una oración de consejo y una oración de perfección.
Si no, os
parecéis a un nadador que no mueve bastante los brazos; seguro que va a
perderse. Que redoble sus esfuerzos, que si no su propio peso le
arrastrará al abismo. Si os sentís demasiado apurados por las
tentaciones, doblad las oraciones. Es lo que hacéis en otras cosas; cada
cual se arregla según sus necesidades. ¡Oh! Es algo muy serio esto de
proporcionar la oración a nuestras necesidades. ¡En ello va nuestra
salvación! ¿Faltáis fácilmente a vuestros deberes de estado? Es que no
oráis bastante. ¡Pero si os condenáis! Clamad a Dios. Moveos. La humana
miseria ha disminuido vuestra marcha y acabará de echaros completamente
por tierra, si no resistís fuertemente. Orad, por consiguiente, cuanto
os haga falta para ser cristianos cabales.
La segunda
oración es aquella con que el alma quiere unirse con Dios y entrar en su
cenáculo. Aquí hace falta orar mucho, porque las obligaciones de este
estado son muy estrechas. Así como en una amistad más íntima son más
frecuentes las visitas y las conversaciones, así también quien quiera
vivir en la intimidad con Jesús debe visitarle más a menudo y orar más.
¿Queréis seguir al Salvador? Harto mayores combates tendréis que
sostener, y por lo mismo os hacen falta mayores gracias; pedidlas para
alcanzarlas.
La tercera
oración, o sea de perfección, es la del alma que quiere vivir de Jesús,
que en todas las cosas toma por única regla de conducta la voluntad de
Dios. Entra en familiaridad con nuestro Señor y ha de vivir de Dios y
para Dios. Así es la vida religiosa, vida de perfección para quienes la
comprenden, en la cual nos damos a Dios para que El sea nuestra ley,
fin, centro y felicidad. Todo el contento de semejante alma consiste en
la oración. Ni hay nada de extraño en ello; porque si corta alas a la
imaginación y sujeta al entendimiento. Dios en retorno derrama en su
corazón abundancia de dulces consuelos. Son raras tan bellas almas; pero
las hay, sin embargo. Y ¿qué no pueden hacer en este estado? Orando
convertían los santos países enteros. ¿Rezaban acaso más que ningún otro
en el mundo? No siempre. Pero oraban mejor, con todas sus facultades.
Sí, todo el poder de los santos estaba en su oración; ¡y vaya si era
grande, Dios mío!
¿Cómo sabré en
la práctica que oro lo bastante para mi estado? -Os basta la oración
que hacéis, si adelantáis en la virtud. Se llega a conocer que la
alimentación es suficiente, cuando se ve que se digiere fácilmente y que
nos proporciona salud tenaz y robusta.
¿Os mantiene
vuestra oración en la gracia de vuestro estado y os hace crecer? Señal
que digerís bien. Si las alas de la oración os remontan muy alto, la
alimentación es suficiente e iréis subiendo cada vez más.
Si, al
contrario, vuestras oraciones vocales y vuestra meditación os hacen
volar a ras de tierra y con el peligro de dejaros caer a cada momento,
señal que no basta para dominar las miserias del hombre viejo. Eso
prueba que oráis mal e insuficientemente. Merecéis este reproche del
Salvador: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está
lejos de mí" (1).
¿Qué sucederá?
Una tremenda desdicha: ¡que nos moriremos de hambre ante la regia mesa
del Salvador! Estamos ya enfermos y muy cerca de la muerte. El pan de
vida ha venido a ser para nosotros alimento de muerte, y el buen vino un
veneno mortal. ¿Qué queda para volvernos al estado anterior? Quitad al
cuerpo el alimento, y muere. Quitad a un alma su oración, a un adorador
su adoración, y se acabó: ¡cae para la eternidad!
¿Será esto
posible? Sí, y aun cierto. Ni la confesión será capaz de levantaros.
Porque, a la verdad, ¿para qué sirve una confesión sin contrición? Y
¿qué otra cosa que una oración más perfecta es la contrición? Tampoco os
servirá la Comunión. ¿Qué puede obrar la Comunión en un cadáver, que no
sabe hacer otra cosa que abrir unos ojos atontados?
Y aun caso que
Dios quiera obrar un milagro de misericordia, cuanto pueda hacer se
reducirá a inspiraros de nuevo afición a la oración.
El que ha perdido la vocación y abandonado la vida piadosa, comenzó por abandonar la oración.
Como le arremetieron tentaciones más violentas y le atacaron con más
furia los enemigos, y como, por otra parte, había arrojado las armas, no
pudo por menos de ser derrotado. ¡Ojo a esto, que es de suma
importancia! Por eso nos intima la Iglesia que nos guardaremos de
descuidarnos en la oración, y nos exhorta a orar lo más a menudo que
podamos. La oración nos guía: es nuestra vida espiritual; sin ella
tropezaríamos a cada paso.
Esto supuesto,
¿sentís necesidad de orar? ¿Vais a la oración, a la adoración, como a
la mesa? ¿Sí? Está muy bien. ¿Trabajáis por obrar mejor y en corregiros
de vuestros defectos? Pues es muy buena señal. Eso demuestra que os
sentís con fuerzas para trabajar.
Mas si, al
contrario, os fastidiáis en la oración y veis con agrado que llega el
momento de salir de la iglesia, ¡ah!, ¡entonces es que estáis enfermos, y
os compadezco!
Dícese que, a
fuerza de alimentarse bien, acaba uno por perder el gusto de las mejores
cosas, que se vuelven insípidas y no nos inspiran más que asco y
provocan náuseas.
He aquí lo que
hemos de evitar a toda costa en el servicio de Dios y en la mesa del
rey de los reyes. No nos dejemos nunca atolondrar por la costumbre, sino
tengamos siempre un nuevo sentimiento que nos conmueva, nos recoja, nos
caliente y nos haga orar. ¡Bienaventurados los que tienen hambre y sed
de la justicia! Siempre hay que tener apetito, excitarse a tener hambre,
tomar buen cuidado para no perder el gusto espiritual. Porque, lo
repito, nunca podrá Dios salvarnos sin hacernos orar.
Vigilemos, pues, sobre nuestras oraciones.
NOTA:
(1) Matth., XV
Fuente: "Obras Eucarísticas de San Pedro Julián de Eymard"
Leído en el excelente blog CATOLICIDAD, que ya hemos recomendado
Nos ocuparemos próximamente de las obras de San Pedro Julián Eymard, el "Santo de la Eucaristía"
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